Improvisando

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Aus der Reihe: Turner Música
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II
IMPROVISAR, INTERACTUAR I.
LAS TRADICIONES IMPROVISATORIAS Y EL MODELO DISCURSIVO

Tras la Edad Media, caracterizada por el anonimato y el carácter colectivo de los gremios, el artista emerge en el Renacimiento como ser decididamente individual, que entiende su trabajo como actividad conceptual e intelectual en vez de meramente artesanal. Con el paso de los siglos, a esta idea de individualidad se añaden las de originalidad y propiedad intelectual. Uno de los resultados de todo este proceso es la imagen del creador como un individuo que trabaja aislado, creando una obra que refleja algo no sólo personal, sino también profundamente individual. Tanto es así, que a menudo nuestra cultura retrata la actividad artística y también al que la ejerce como una figura esencialmente solitaria y ajena a determinadas normas sociales. “Córtate el pelo o cómprate un violín”, se decía en Estados Unidos al que llevaba el pelo un poco más largo de lo normal. Y del outsider al loco sólo hay un paso. Una simple ojeada a la televisión es suficiente para constatar que hay una gran cantidad de programas en los que el artista aparece como una figura estrambótica.

Cuando el artista no trabaja solo, suele tratarse de una colaboración pluridisciplinar –un compositor con un coreógrafo, por ejemplo– en la que cada disciplina es representada por un único creador. Casos de colaboración en el mismo medio, como los equipos Crónica o 57, Gilbert and George, la colaboración entre Bruno Maderna y Luciano Berio o las de guionistas de cine y televisión, son la excepción que confirma la regla. Por otra parte, cuando se producen colaboraciones entre disciplinas, normalmente son las necesidades del producto final las que definen el papel y la aportación de cada creador. Y estos productos se corresponden muy a menudo con formas convencionales de arte multimedia, tales como la ópera, el ballet o el teatro musical, en los que el compositor aporta la música y el coreógrafo la danza, etcétera. Aun así, no debemos perder de vista que, si bien estas formas de arte son convencionales, sus contenidos pueden, en ocasiones, resultar sorprendentemente innovadores.

En el caso de una colaboración entre creadores en un solo medio, suelen ser las necesidades estructurales de la propia obra las que definen las aportaciones, y estas están a menudo relacionadas jerárquicamente, e incluso consecutivamente, al estar escalonado el proceso que permite la creación en tiempo diferido. Como cuando, por ejemplo, uno de los guionistas idea el argumento y las secuencias, para que otro a continuación escriba los diálogos.

EL MODELO DISCURSIVO

En estos casos de creación compartida, la interacción entre los distintos artistas está motivada y moldeada por un concepto o, mejor dicho, por un modelo del producto o del tipo de producto que se quiere elaborar. Cuanto más convencional o tradicional sea el producto, más claro será este modelo, que, en el caso de un producto musical, podemos denominar modelo discursivo. Fundamentalmente, este modelo define la forma y contenido tipos del producto, como una especie de ideal platónico. En la música pop, el modelo está definido en gran parte por la presión del mercado. Los temas que alcanzan el éxito comercial tienden a reproducir una fórmula establecida por anteriores éxitos, aunque introduciendo alguna pequeña variante, normalmente superficial y no estructural, que llame la atención. Estos temas, con sus pequeñas variantes, también influyen en la fórmula (o sea, en el modelo), ya que su propio éxito comercial les llevan a formar parte de ella. Bajo la misma presión del mercado, este proceso se reproduce en los musicales de Broadway, donde la colaboración entre compositor, libretista y coreógrafo es constante.

La inmensa mayoría de las tradiciones improvisatorias funcionan también con modelos discursivos, aun cuando muchas pertenecen a culturas en las que el concepto de “presión del mercado” tiene menos presencia que en la nuestra. Entre estas tradiciones orales que emplean la improvisación, podríamos mencionar algunas de África, como la poesía cantada de los Teda del Chad o la improvisación vocal entre los Chokwe de Angola. Ocurre lo mismo en Irán, Irak, Egipto, Afganistán, el norte de la India, Vietnam, etcétera. Pero tampoco hay que mirar tan lejos, ya que tanto el jazz como el flamenco emplean igualmente modelos discursivos.

Al músico que pertenece a alguna de estas tradiciones, el modelo discursivo le ofrece una serie de recursos –la mayoría directa o indirectamente sonoros–1 y una estructura formal o marco. En el jazz o el flamenco, existen formas musicales –el blues, los standards, o los distintos palos flamencos– y un “idioma” en, o con, el que realizarlas. Pero los efectos del modelo no terminan aquí, ya que el modelo tradicional dicta los posibles contenidos melódicos, rítmicos, etcétera, y también el papel de cada instrumento en el conjunto, según sus posibilidades. Está claro, por ejemplo, que en el flamenco el cajón no será el encargado de las cuestiones armónicas, sino la guitarra. Igualmente, en el jazz, el papel del saxofón difiere radicalmente del de la batería. Estos papeles instrumentales, a su vez, determinan las aportaciones de cada creador según su instrumento. Y por extensión, determinarán también la naturaleza de su interacción con los demás.

Pero en estas tradiciones, donde el modelo discursivo es determinante, el músico improvisador no interactúa exclusivamente con los otros músicos. En realidad, su interacción es muchísimo más compleja. Para entenderla mejor, podemos diferenciar tres planos: la interacción con el modelo, la interacción con los demás músicos y la interacción con el público. Aunque debemos subrayar que estos tres planos no están en absoluto separados a la hora de improvisar: no sólo tienen lugar las tres a la vez, sino que se influyen y confunden entre sí constantemente.

LA INTERACCIÓN EN LA IMPROVISACIÓN CON MODELO DISCURSIVO

En primer lugar, el improvisador perteneciente a una de estas tradiciones interactúa con el modelo; al fin y al cabo, está tocando un blues, una soleá u otra forma tradicional preestablecida. Al tocar un blues, por ejemplo, el improvisador establece una relación con el modelo o conjunto de modelos que constituyen dicha forma dentro de su tradición. En una palabra, interactúa con ese modelo, siguiendo sus pautas con mayor o menor rigor según sus conocimientos, sus propias necesidades expresivas, sus capacidades o limitaciones instrumentales, etcétera. Como parte de esta interacción, hay que tener en cuenta también la influencia recíproca mencionada más arriba, en la que los temas de más éxito son incorporados al modelo, efectuando cambios de mayor o menor calado en él. Cabe así que un músico de excepcional talento pueda dejar su marca directamente en los modelos, y por extensión en todos los músicos posteriores de su tradición. Basta con pensar en Camarón de la Isla o Coltrane.

En segundo lugar, en estas tradiciones el improvisador interactúa con los demás músicos, crea su blues o su soleá con ellos, y eso requiere, además de coordinación, una gran conciencia de lo que están haciendo. Obviamente, esta interacción está fuertemente determinada por los papeles de cada uno. Según la tradición de algunas etnias de Costa de Marfil, un participante en las ceremonias de máscaras podía ser castigado hasta con la muerte si se caía mientras bailaba ataviado con una de las máscaras sagradas. Ante semejante riesgo, el portador de la máscara no bailaba al son del tambor. Al contrario, el percusionista tenía que seguir el ritmo de los pasos del bailarín, simplificando su toque ante el primer indicio de fatiga. Igualmente, aunque confiemos que con menor riesgo, el guitarrista de flamenco ajusta sus armonías según la melodía del cantaor, y el solista de jazz ajusta su elección de notas teniendo en cuenta las sustituciones armónicas que elige el pianista. En este sentido, los recursos sonoros (rítmicos, armónicos o melódicos) que le brinda el modelo discursivo proveen a cada músico del material con el que articular esta interacción.

Y en tercer lugar, el improvisador interactúa con el público.

LA INTERACCIÓN ENTRE MÚSICOS Y PÚBLICO EN LA IMPROVISACIÓN CON MODELO DISCURSIVO

Lo primero que debemos tener en cuenta a la hora de considerar esta interacción en tradiciones improvisatorias como el jazz o el flamenco es su naturaleza social. Se trata de músicas profundamente arraigadas en la cultura que las engendró,2 por lo que suelen ser consideradas músicas populares. Pero es justo ese arraigo lo que las hace también músicas cultas. Y si su música es culta, no lo es menos su público. Esta interacción con un público conocedor del modelo y de sus implicaciones es algo que ilustra a la perfección el concepto musical árabe de tarab, el cual, según Ali Jihad Racy, “enfatiza las actuaciones en vivo, colocando la creación modal instantánea en primer plano y tratando la música como experiencia extática”.3 Según Sabah Fakhri, uno de los vocalistas más conocidos y respetados por su relación con el tarab:

El público juega el papel más significativo en llevar la actuación a un nivel más alto de creatividad […]. Me gusta que las luces de la sala se mantengan encendidas para poder ver a los oyentes e interactuar con ellos. Si responden, me inspiran a que dé más. De este modo, nos convertimos en reflejos el uno del otro. Considero que el público se ha convertido en mí, y yo en el público.4

 

En ciertos círculos, el término tradicional puede entenderse hasta como un eufemismo referido a un arte que se contenta con reproducir convenciones sin más. Pero la innovación no se produce en un vacío, tiene que producirse en relación a algo, y en las músicas tradicionales ese algo es la tradición en sí, que funciona como modelo discursivo sobre el que se improvisa. Así, estas músicas son cultas no sólo porque pertenecen a una cultura, sino porque tienen su propia cultura. Y su público es culto porque entiende esa cultura.

En Europa, podemos aseverar que pocos son los melómanos que acuden a escuchar una interpretación de la Hammerklavier de Beethoven sin saber ya cómo suena. Casi todos la han escuchado muchas veces, y presumen de ello, y de las distintas grabaciones que poseen. De manera que van a escucharla para ver cómo la toca el intérprete de turno. Llegan, pues, además de con sus gustos personales, con su bagaje y sus criterios.

Los oyentes de jazz son igualmente cultos: además de conocer el estilo, el lenguaje melódico, armónico y rítmico de esta música, a menudo tienen en su haber, y en su memoria, grabaciones de varias versiones de los temas que van a oír, e incluso varias versiones tocadas por los mismos músicos que protagonizan el concierto al que asisten. Lo mismo ocurre con el público de flamenco.

El músico de jazz o de flamenco se encuentra, pues, en compañía de un público ávido de escucharle y capacitado para seguir sus ideas, reconocer sus citas, identificar sus influencias y medir su conocimiento de la tradición; un público que sabe disfrutar realmente con lo que toca ese músico, y que no escatima a la hora de expresar su aprobación y también su reprobación. De hecho, una de las cosas que distinguen estos públicos del de la música clásica europea es su tendencia a expresarse vocalmente en plena pieza, jaleando los toques más acertados u ocurrentes; mientras que, en las augustas salas de conciertos clásicos, no se oye más que las toses y el crujir de los envoltorios de caramelos.

Aquí es donde podemos vislumbrar cómo la relación con el público afecta directamente a la relación que el improvisador establece con el modelo. Comentamos anteriormente que las tradiciones improvisatorias suelen estar profundamente arraigadas en una cultura. Lo normal, pues, es que tanto los improvisadores, como el público, compartan algunos, o muchos, de los rasgos de esa cultura. Entre ellos se encontrará probablemente una determinada actitud hacia la innovación. Más específicamente, estamos hablando de una actitud hacia la elasticidad con la que un improvisador interpreta el modelo.

Algunos públicos pedirán que el músico siga las convenciones del modelo al pie de la letra; que ofrezca, por así decirlo, una improvisación modélica. Otros aceptarán, o incluso exigirán, una interpretación más personal, libre, inspirada, innovadora, transgresora, ecléctica, etcétera. Ahora bien, el grado de elasticidad interpretativa que acepta un público determinado puede depender de muchas cosas, entre ellas la función social de la música. Es decir, ciertos rituales son más propicios a la elasticidad que otros. En determinadas culturas, la música puede ser un elemento fundamental en los funerales, pero estos quizá no sean el lugar idóneo para tomarse libertades con el modelo musical; mientras que otras ocasiones más festivas puede que hasta lo requieran. En todo caso, las historias del arte y de la música están llenas de anécdotas sobre el rechazo violento de obras o interpretaciones excesivamente innovadoras, mientras que brillan por su ausencia las del rechazo de obras o interpretaciones excesivamente convencionales. Da que pensar.

Por otra parte, debemos considerar, siquiera brevemente, el caso del público no culto, el que ha asistido al concierto para disfrutar del trabajo de los improvisadores, pero no sabe casi nada de su música. Es aquí donde el arte puede deslizarse fácilmente hacia el espectáculo, y el artista hacia el papel de showman. Esta tendencia es visible en la carrera de Louis Armstrong. Sus grabaciones con los Hot Five y los Hot Seven en la segunda mitad de la década de 1920, cuando era una figura totalmente integrada en el mundo del jazz, son Arte con mayúscula; pero, a medida que creció su fama, se encontraba cada vez más ante un público general, cuyas exigencias eran muy distintas a los de la cultura del jazz. Cada vez más alejado de las raíces sociales en las que tanto él como su música se habían formado, nunca dejó de ser un gran músico, pero en el plano artístico su trabajo fue dejando poco a poco de tener la misma relevancia en el mundo del jazz.

Podríamos comentar, por último, que, en las tradiciones improvisatorias, el improvisador y el modelo pueden influirse recíprocamente. Hemos visto que, en estas tradiciones, el improvisador pone en escena el modelo, haciéndolo audible al público. Hemos visto también que puede hacerlo con mayor o menor elasticidad o libertad creativa, y que, según el público y la ocasión, sus innovaciones serán peor o mejor recibidas. Ahora debemos añadir que, a veces, estas innovaciones son tan inspiradas, o tan apropiadas, que acaban por incluirse en el conjunto de recursos que constituyen el modelo. Así, el modelo sonoro dicta y ofrece forma y contenidos al improvisador; pero ese mismo modelo puede evolucionar a medida que los más lúcidos, creativos e innovadores de entre los improvisadores aporten nuevas interpretaciones o recursos dignos de incluirse en él. En este sentido, el término tradición no tiene por qué ser, en absoluto, sinónimo de inmutabilidad. Puede constituir la base sobre la cual se construye una práctica musical que evoluciona tan rápidamente como la cultura a la que pertenece. El peligro de la inmovilidad no está en la tradición, sino en los que se erigen en sus protectores.

EL PESO RELATIVO DE LOS TIPOS DE INTERACCIÓN

Al considerar estos tres tipos de interacción, descubrimos dos cosas. Primero, que la importancia relativa de los tres puede variar no solamente entre una tradición y otra, sino también dentro de una misma en distintas épocas; y segundo, que cada uno de estos tipos influye en los otros. Para empezar, veamos dos ejemplos de cambios de esta importancia relativa en la interacción con el modelo y la interacción con los demás músicos en una tradición improvisatoria específica: la del jazz.

En el jazz, podríamos hablar de una primera época que comienza con el protojazz y llega hasta las grandes grabaciones de los Hot Five y los Hot Seven de Louis Armstrong en torno a 1925-1927. En este periodo, los grupos tendrían a ser pequeños, normalmente con una rudimentaria sección rítmica de tres elementos –batería, tuba o contrabajo, y banjo, guitarra o piano– y algunos vientos, a menudo un clarinete, una trompeta/corneta y un trombón.

Estos grupos relativamente pequeños tocaban temas con formas sencillas, como blues de doce compases, canciones populares5 o piezas originales con estructuras más bien simples.6 Pero esta elección de formas simples no era casual, teniendo en cuenta que venía justo después de la época del ragtime, en la que las formas tendían a ser sorprendentemente complejas.7

El primer jazz prescinde de las enrevesadas formas del ragtime por una razón muy sencilla: quiere privilegiar la interacción entre los músicos. Una forma compleja obliga al músico a estar demasiado pendiente de la estructura, reduciendo su capacidad de interactuar libremente con sus colegas. En cambio, un improvisador experimentado puede navegar por una forma sencilla con muy poco esfuerzo. En 1974, me dijo un pianista ya mayor: “¿Puedes perderte en tu propio salón? Pues así de bien tienes que conocer una pieza para poder improvisar a gusto en ella”.

En la primera época del jazz, pues, de entre las tres formas de interacción mencionadas arriba, las más importantes eran la interacción entre los músicos y la interacción con el público, sobre todo cuando este último bailaba. La interacción con el modelo, con la forma o estructura de la pieza, ocupaba claramente el tercer lugar.

Con la llegada de la década de 1930 y el desplazamiento de muchos músicos de jazz a Chicago, este equilibrio cambió. El tamaño de los clubes nocturnos durante la época de la prohibición obligó a las bandas de jazz a alcanzar niveles de volumen muy superiores a los que habían necesitado hasta entonces. Y en esto hemos de tener en cuenta una simple regla acústica: para que algo suene el doble de fuerte, hay que multiplicarlo no por dos, sino por cuatro. Para que el sonido de un clarinete suene el doble de fuerte, no hacen falta dos, sino cuatro clarinetes. Esto, combinado con la inexistencia de ese tipo de amplificación tan ubicua en la música de nuestro tiempo, llevó a una rápida expansión de la banda de jazz. Lo que había sido como mucho un sexteto se convertía en una big band, con múltiples trompetas, trombones y saxofones, y una sección rítmica que, si no crecía tanto en número, sí lo hacía en volumen.

No es especialmente difícil que un grupo de seis improvisadores creen música juntos cuando cada uno tiene un papel claro y diferenciado y la música es relativamente sencilla en cuanto a forma o estructura, aun cuando no lo sea en absoluto en lo referente a contenido o a los matices. Ahora bien, cuando seis se convierten en quince o incluso veinte, algo tiene que cambiar. Se hace necesaria una estructura predeterminada que dicte el papel de cada uno, algún tipo de partitura –escrita o sencillamente acordada verbalmente– que fije lo que toca cada músico, y que especifique incluso cuándo puede improvisar y cuándo debe tocar notas y/o ritmos predeterminados. A medida que avanza la década de 1930, y hasta bien entrada la de 1940, estas partituras o arreglos se vuelven cada vez más complejos, constituyendo de hecho composiciones con más o menos espacio para la improvisación.

Ante estas estructuras, se producen dos cambios importantes. Primero, el músico ya no puede interactuar libremente con los demás. Su interacción con ellos no desaparece, claro está, pero se supedita a las exigencias de la estructura, tal y como dicte la partitura o el arreglo. Segundo, se produce una mayor jerarquización entre los músicos. Al haber cuatro trompetas, cuatro saxofones, etcétera, no todos pueden improvisar en todos los temas, sino que algunos suelen llevar la melodía pero rara vez los solos –es decir, la improvisación– mientras que otros llevan voces secundarias –o sea, de acompañamiento–, pero también tienen espacio para los solos. Este paso desde unas estructuras sencillas, grupos pequeños e improvisación continua y polifónica, a otras más complejas y con arreglos escritos, grupos más grandes y solos improvisados encajados con precisión en los arreglos, es el primer ejemplo de cambio en la importancia relativa de los tres tipos de interacción mencionados arriba.

El segundo ejemplo también es del jazz, y, una vez más, se produce en un momento de transición. Se trata del año 1959, cuando el hard bop está tocando a su fin y está empezando el jazz modal. No procede aquí narrar la historia del jazz, pero en relación a nuestro tema, necesitaremos saber algo de su evolución en la década de 1950.

El hard bop aparece en las postrimerías del bebop como apuesta por un lenguaje más popular y asequible, con una mayor exploración de la forma de blues y una importante presencia de toques gospel en el tratamiento del piano. Tanto el blues como el gospel son formas musicales profundamente arraigadas en la cultura afroamericana de Estados Unidos, y su mayor presencia en el hard bop tendrá que ver, indudablemente, con un intento de recuperar una interacción con el público, severamente dañada por el alto grado de complejidad del bebop en comparación con el swing, que era claramente una música de baile en mucho mayor grado que aquel. Por otra parte, la relativa simplicidad formal del hard bop comparado con el anterior bebop también permitía recuperar una cierta libertad de interacción entre los músicos.

Es ésta la época del hard bop, en la que emerge con fuerza la figura de John Coltrane, uno de los creadores musicales más inquietos de la historia del jazz. A medida que madura el hard bop, también madura Coltrane. Su disco Blue Train, de 1957, aparece como la culminación del estilo. No en vano el tema que da su nombre al disco es, en sí, un blues. Pero en los dos años siguientes Coltrane sigue su camino, explorando cada vez más una concepción armónica que, si bien ya se encuentra en ciernes en Blue Train, eclosiona en el siguiente disco, Giant Steps, grabado a principios de mayo de 1959. El título, que significa “pasos de gigante”, expresa que su autor ha dado un gran salto, y así es. El tema homónimo del disco no es un blues, sino una secuencia de armonías cuyos constantes cambios (algunos dirían saltos) de tonalidad dibujan, a mayor escala, un acorde aumentado, una estructura simétrica que no aparece naturalmente en ninguna tonalidad diatónica. Esto ya no es hard bop. A pequeña escala, sus armonías se parecen a las del bebop,8 pero los cambios de tonalidad no encajan con ninguna estructura tonal del jazz anterior. Tampoco ayuda su velocidad absolutamente endiablada.

 

Con Giant Steps, Coltrane llega a los antípodas del jazz de la década de 1920. Ya no se trata de estructuras sencillas que privilegien la interacción entre los músicos, sino de complejas formas armónicas en absoluto familiares que exigen casi toda la atención del improvisador. La prueba la encontramos en los solos de Coltrane y del pianista Tommy Flanagan, aunque por razones aparentemente opuestas. El solo de Coltrane es volcánico, cubre todas y cada una de las armonías con una velocidad vertiginosa, aunque sin el lirismo que caracteriza otros muchos temas suyos como Naima, una balada del mismo disco. En cambio, el solo de Tommy Flanagan resulta alarmantemente inconexo. Hay huecos incómodos en los que no toca ninguna nota, y frases cortas, inconclusas y de todo menos expansivas.

Ahora bien, Flanagan era un consumado pianista de jazz, curtido en el bebop más frenético. Y sin embargo, nunca se había encontrado con una estructura tonal como la de Giant Steps, que, a la velocidad que va, requiere todo su esfuerzo apenas para cubrir el expediente. La estructura pide tanto que no hay manera de planteársela de forma relajada y expansiva. Es más, ni siquiera deja al pianista la libertad de interactuar libremente con los otros músicos. Como mucho, Flanagan consigue mantenerse en el mismo tiempo y ubicación armónica que los demás. El solo de Coltrane resulta mucho más expansivo, ágil y enlazado, pero es, en cierto modo, por la misma razón. Como creador del tema, conocía sus exigencias y dedicaba mucho, mucho tiempo a prepararse para improvisar sobre su estructura. De hecho, al escuchar los out takes9 del tema se nota enseguida hasta qué punto se parecen sus solos entre sí. En buena medida, son ensayados.

Curiosamente, en los dos meses anteriores a Giant Steps,10 Coltrane se vio involucrado en la grabación de un disco de planteamientos diametralmente opuestos y que marcaría el comienzo de una nueva era en el jazz. Se trata, claro está, de Kind of Blue, el disco más vendido de Miles Davis, y probablemente de toda la historia del jazz. Sin menoscabo de las anteriores grabaciones del pianista Bill Evans (presente también en todas menos una de las pistas originales de Kind of Blue), ni de las inmediatamente anteriores de Miles, que apuntaban ya en esta dirección, podemos decir que éste es el disco que lanzó el jazz modal.

Lo importante aquí para nuestro tema es constatar que el jazz modal vuelve deliberadamente a la sencillez de las estructuras del primer jazz de los años veinte. No se tocan de la misma manera, ni con el mismo lenguaje armónico, y de hecho no suenan en absoluto similares (aunque, cuando murió Louis Armstrong, Miles dijo: “No puedes tocar nada que no hubiera tocado antes Louis Armstrong”). Lo que tienen en común, además de su apuesta por las estructuras abiertas y muy depuradas, es la razón de esa apuesta, algo que expresó muy sucintamente Ornette Coleman: “Toquemos la música, no la estructura”. Así, tras el extremo de Giant Steps, y en el mismo año, se volvió a inclinar la balanza del jazz, privilegiando una vez más la interacción entre los músicos sobre la hegemonía de la estructura.

Por alguna incomprensible razón, no parece haber calado en ciertos círculos el hecho de que, a lo largo de toda su historia, el jazz se ha caracterizado por este movimiento pendular entre la interactuación con la estructura y la interactuación entre los músicos. En incontables escuelas de jazz se sigue viendo el free jazz como una ruptura con todo lo anterior, una especie de paroxismo estético ligado al paroxismo social de los negros de Estados Unidos durante la década de l960, o un refugio para músicos incapaces de afrontar las exigencias de estructuras más rigurosas.

Los mismos profesores confiesan su incapacidad para enseñar el free jazz, e incluso para entenderlo; pero en realidad no es tan complejo. Se trata sólo de entender que, sencillamente, en el free jazz, el péndulo alcanza uno de sus dos extremos, al prescindir de una estructura previa (aunque en su modelo discursivo guarda buena parte del lenguaje rítmico y melódico que lo hace identificable como jazz) para dar rienda suelta a la libre interacción entre los músicos; pero que esa misma interacción ya está presente en mayor o menor medida en todos los estilos anteriores de jazz. Si en la enseñanza académica de los estilos anteriores (swing, bebop, hard bop) se hiciera más énfasis en la interacción entre los músicos, en vez de centrarse casi exclusivamente en la interacción con la estructura (relación acorde/escala, lenguaje rítmico, trascripción de solos, etcétera), no sólo esos mismos estilos se entenderían mejor y estarían mejor tocados por los alumnos, sino que, al llegar al free jazz, tanto los alumnos como los profesores estarían más preparados para adentrarse en él.