Improvisando

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Aus der Reihe: Turner Música
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Una de las primeras cosas que resaltó Mario Davidovsky cuando comencé a estudiar composición con él era la necesidad de dejar de escribir cada poco tiempo y releer toda la partitura desde el principio. Repasándola desde la primera nota, el compositor recrea la obra con su oído interno de forma que, cuando llega adonde la había dejado, es capaz de entender lo que acaba de escribir en el contexto de todo lo que ha pasado hasta ese momento. Éste es un recurso fundamental en la composición, porque la conciencia de la totalidad es consustancial al papel del compositor como creador único y por lo tanto responsable de todos los aspectos controlables de la obra.

Parte de la importancia de este recurso compositivo es su capacidad de insertar al compositor en el fluir temporal de la propia obra, el cual es distinto del fluir del proceso compositivo. El compositor puede tardar varios días en elaborar un pasaje cuya duración musical no exceda quince segundos. Si utilizáramos una metáfora visual, diríamos que, para componerlo, aplica una especie de lupa temporal que lo expande en el tiempo para que pueda trabajar con el cuidado necesario. Pero, durante ese proceso, el compositor no debe perder su conciencia de la duración real del pasaje, ni de su duración proporcional con respecto a la obra entera. Para mantener esa conciencia, relee la partitura desde el principio, lo cual le permite entender el pasaje en su justo contexto.

Está claro, pues, que en su proceso de creación el compositor combina actos de concepción y de percepción, igual que un pintor aplica unas pinceladas, luego se retira a una cierta distancia para observar el resultado, luego pinta un poco más, decide dejarlo para mañana, etcétera.

Si el improvisador cree que está componiendo, querrá tener acceso a ese recurso. Pensará, aunque sea inconscientemente, que no puede componer algo si no sabe qué es lo que está componiendo. ¿Cómo crear un objeto?, y sobre todo, ¿cómo responsabilizarse de la creación de un objeto que uno no es capaz siquiera de vislumbrar en su totalidad? Pero el improvisador no está componiendo. No está solo, no está elaborando un producto, y no disfruta de las posibilidades inherentes a una práctica creativa que separa el tiempo de elaboración/creación del tiempo de interpretación/duración.

La improvisación también combina la concepción y la percepción, pero ambas se manifiestan de una forma radicalmente distinta a como lo hacen en la composición. Mientras que el compositor dirige su percepción hacia el producto, el improvisador percibe el proceso. El compositor relee su partitura para mantener un agudo sentido del contexto. El improvisador también necesita captar el contexto, pero, para él, el contexto no consiste tanto en lo que ha pasado hasta ese momento, como en todo lo que está pasando en ese momento. Es decir que su contexto es el proceso, no el producto. El improvisador no puede parar ese proceso para intentar recrear en su cabeza todo lo que ha ocurrido y luego seguir adelante. Para el improvisador, eso equivaldría a perder de vista el contexto en tanto en cuanto deja de estar en el momento. Al fijar su atención en lo que ha pasado hasta el momento, deja de estar consciente de todo lo que está ocurriendo en ese momento. Para el improvisador, crear es interactuar: con los demás músicos, con la música en sí, con los ruidos y la acústica del lugar, con la energía, la escucha y la atención del público, con su propia memoria, gusto y necesidades creativas. Todo eso, y no lo ya elaborado, es el contexto.

En la composición, el proceso de creación es anterior al producto creado, es decir, a la obra. La realización sonora ante el público de una composición no es creación, sino recreación; es decir, interpretación o ejecución, algo posterior a su creación y/o elaboración por parte del compositor. Escuchando una composición, el público experimenta los frutos del proceso de creación, pero no el proceso en sí. No están invitados al estudio del compositor para contemplarle mientras se inclina sobre la partitura de una obra en el proceso de creación. En la composición, el proceso es absorbido por el producto, que no solamente lo justifica, sino que puede llegar a esconderlo por completo. Tampoco es necesario saber los detalles de su creación para disfrutar con los resultados. Para entender esto, tomemos como ejemplo los cuartetos Razumovsky de Beethoven. Todos disfrutamos con la atmósfera rusa de esos cuartetos y nos gusta la historia de ese aristócrata ruso en Viena. Pero, ¿alguien se atreve a decir que semejante tour de force musical sólo tiene sentido para el oyente si conoce la historia? Como observamos anteriormente, en el paradigma compositivo el proceso creativo está casi totalmente eclipsado por el producto, o sea, por la obra en sí. Es decir, el proceso de escuchar la obra poco o nada revela de su proceso de elaboración. ¿Se compusieron los movimientos del primero de los Razumovsky en el orden en el que los escuchamos? ¿Fueron concebidos originalmente para cuarteto de cuerdas? ¿Tardó Beethoven más en componer algunos movimientos que otros? La escucha de la obra terminada no nos da ninguna pista acerca de estas cuestiones.

En cambio, en la improvisación, el creador comparte su proceso creativo con el público en el acto, está creando la música en ese preciso instante y lugar, y esos tres elementos –el público, el momento y el lugar– tienen mucho que ver en la creación. Todo improvisador sabe que la manera en que le escucha el público tiene una enorme influencia en cómo elabora su obra. La capacidad de escucha, el grado de entendimiento, la duración y profundidad de la atención son factores determinantes de cómo, y hasta qué punto, el improvisador establece la comunicación y la intimidad con el público. Influyen en el grado de riesgo que asume, en la velocidad o el pulso interno de su discurso, y en el nivel de matización o complejidad que alcanza. No es que el público sea lo único que afecta al improvisador; también tendrá sus momentos de mayor o menor creatividad, energía o inspiración, y habrá días en que esté más o menos cómodo con su instrumento: pero la presencia y la escucha del público es todo menos pasiva.9

Pero, si la improvisación es proceso, ha de desembocar en algún tipo de producto, ¿no? ¿Cuál será, pues, esa “forma fija” a la que se refiere Evan Parker? La respuesta la dio el improvisador por excelencia, Eric Dolphy, en 1964: “La música, una vez terminada, se ha disuelto en el aire. Nunca podrás recuperarla”. Es decir que, en la improvisación, el proceso es el producto. Y aquí afrontamos, final mente, la idea de forma que propone Parker. No es exactamente que la improvisación desemboque en una forma fija, sino más bien que el proceso improvisatorio tiene su propia forma. Lo que ocurre es que esta forma no es fija, sino dinámica. No se trata de un proceso que elabora una forma, sino de la forma del propio proceso. Se trata de un proceso creativo que ocurre en un lugar y un momento determinados, y refleja ese lugar y momento. La improvisación es el proceso interactivo por excelencia. El improvisador dialoga con los otros músicos, ajusta su discurso a las características acústicas del espacio, a la densidad y permeabilidad de los ruidos ambientales, a la escucha del público, etcétera. Todos estos elementos son determinantes en la forma del proceso. Pero debemos subrayar que la mayoría de ellos evoluciona continuamente; la atención del público no es fija, ni lo son los ruidos ambientales, ni lo que tocan los otros músicos, e incluso puede cambiar la acústica de un local si entra más gente, ya que la masa corporal humana absorbe mucho sonido. Y si casi ninguno de estos factores es fijo a lo largo de un concierto, ¿cómo puede ser fijo el proceso improvisatorio?

No hay duda de que el intérprete de una composición también reacciona a algunos de estos factores, pero sólo en la medida en que se lo permiten la partitura y la tradición musical a la que pertenece. Es más, casi ninguno de ellos influye en el proceso compositivo en sí, por la sencilla razón de que no están presentes cuando el compositor elabora la obra. Al igual que el improvisador no puede detener la música para recrearla desde el principio en su oído interno, el compositor no puede prever las características acústicas de los recintos en los que sonará su obra, ni la actitud del público cuando se interprete, ni ninguno de los innumerables factores que afectarán a la puesta en escena de su obra por los intérpretes en los días, meses, años o incluso siglos posteriores a su composición.

El músico y poeta Ildefonso Rodríguez ha observado que “la distinción tajante entre composición e improvisación es un hecho cultural y eurocéntrico. Y ha sido progresivamente aceptada por la influencia de intereses muy concretos: academias, conservatorios, escuelas. Es decir, centros de poder que deciden cómo y para quién preservar la tradición de un arte y el modo de transmitirla”.10 Implícita en esta observación está el hecho de que dichos centros de poder establecen no solamente una diferencia ontológica, sino también de valor, igual que los racistas ven al afroamericano no solamente diferente, sino también inferior. Pero lo eurocéntrico no es tanto la distinción entre improvisación y composición, como el uso de esa diferenciación para colocar a partir de ahí la improvisación en un lugar netamente inferior, hasta el punto de no considerarla digna de ser incluida en los planes de estudios.

El hecho es que esa misma distinción también se establece en culturas no europeas, con una interpretación a veces muy diferente. En un artículo sobre el estatus social de la improvisación, el musicólogo francés Jean Düring ha observado: “En la mayoría de las culturas orientales, esta competencia es más estimada que la del compositor, porque incluye una relación directa con el público e implica cualidades de intérprete que no son necesarias para un compositor”.11 De manera que no solamente se distingue entre composición e improvisación en la mayoría de las culturas orientales, sino que se estima más la improvisación.

 

En Occidente, por desgracia, defender la igualdad de la improvisación y la composición en cuanto a su valor como práctica de creación musical nos parece todavía necesario; pero nunca se conseguirá una igualdad de trato argumentando que las dos son lo mismo. Querer ver la improvisación desde el prisma de la composición es juzgarla con criterios erróneos, y viceversa. A nuestro entender, la única forma de verlas como idénticas es diluyendo completamente el significado de las palabras, volviendo a la inexactitud léxica que criticamos al principio del presente capítulo. Así, observaciones como “la verdadera actividad de la composición estaría realizada por el improvisador” o “el improvisador compone en el instante”12 no hacen más que esconder los valores reales de la improvisación mediante un uso tan poco preciso de la palabra “componer” que acaba por esconder también los valores de la composición.13

EL IMPROVISADOR, ¿COMPOSITOR E INTÉRPRETE A LA VEZ?

Cuando apareció el coche con motor de combustión interna en Inglaterra, se le dio el nombre horseless carriage, o sea, carruaje sin caballo. Se trata de la consabida tendencia a identificar las cosas que no conocemos con términos que nos son familiares. En este sentido, y a estas alturas del texto, debe resultar obvio que, si la improvisación no es composición, entonces el improvisador tampoco es compositor.14 Tengamos en cuenta que el largo camino entre la primera idea del compositor y el estreno ante el público de la obra acabada puede dividirse, grosso modo, en dos procesos. Primero, la elaboración de un producto musical, normalmente a través de una partitura que refleja las ideas e intenciones del compositor; y segundo, su puesta en escena sonora por un intérprete y/o ejecutante, a menudo mucho más tarde. Quizá por eso, ante la capacidad de crear música en el momento y delante del público, la figura del improvisador sólo se explica para algunos como una combinación de compositor e intérprete (error que yo mismo cometí en algunos de mis primeros textos). No obstante, como con el horseless carriage, no se trata realmente de confundir la improvisación con la composición, sino de intentar entender lo poco conocido (la improvisación) en términos de lo familiar (la composición).

EJECUTANTE, INTÉRPRETE, IMPROVISADOR

Hemos visto cómo y hasta qué punto se diferencian la improvisación y la composición. ¿Existe la misma distancia entre la improvisación y la interpretación? En realidad, no. Nos será más fácil y más justo plantear esta cuestión como una tabla de formas interpretativas; con el ejecutante en un polo y el libre improvisador en el otro.

En este sentido, el ejecutante sería un caso extremo y particular de intérprete, y empleo el término para llamar la atención sobre los distintos grados de libertad que puede tener un intérprete según la situación musical en la que se encuentra. Simplificando, podemos decir que interpretar es entender una idea y luego dar a conocer ese entendimiento. Así, ante un preludio de Bach, un clavecinista toca mucho más que las notas. Se le presupone la capacidad de captar las ideas que el compositor ha plasmado en la partitura y de manifestar con sonidos su forma de entenderlas. Se le presupone también un conocimiento de la forma de hacer música de la época del compositor, tanto en cuanto técnica como en cuanto estética, para que su interpretación no quede excesivamente distorsionada por el hecho de vivir en una época distinta a la de Bach. Hemos elegido como ejemplo una obra para solista, pero algo muy similar pasa en un cuarteto de cuerdas, un trío o cualquier otro grupo de música de cámara. Éste es, pues, el trabajo del intérprete, y un buen intérprete es una bendición, una persona cuya capacidad musical y cuyos conocimientos le permiten brindar a sus oyentes una experiencia de la música que no podrían tener de ninguna otra manera.

Ocurre, sin embargo, que determinadas situaciones musicales no le permiten al intérprete esa libertad. Se trata de entornos en los que la interpretación la realiza alguien jerárquicamente superior, al que ha de obedecer para ejecutar la interpretación que aporta esta figura. Anteriormente mencioné, como ejemplo, el decimoquinto violín de una orquesta sinfónica. Algo de creatividad aportará a su ejecución, pero, a diferencia de un solista orquestal, cuya libertad interpretativa se asemeja mucho más a la del músico de cámara, la situación de nuestro violinista ni le pide, ni le permite, la libertad de expresión que se le presupondría ante un preludio de Bach u otra obra de cámara. No es, obviamente, un autómata. Tendrá cierta libertad de movimiento; pero la ejercerá sobre todo para ajustarse al sonido de sus colegas y a las exigencias de su director, en el necesario esfuerzo por disolver su individualidad, creando el sonido unificado que necesita la orquesta para acomodarse a la interpretación de su director. Conseguir ese sonido requiere una gran capacidad musical y una no menor capacidad para trabajar en equipo, pero sería ilusorio equipararlo a la libertad de expresión individual que ejerce un intérprete solista.

Pongamos, pues, en un extremo de la tabla al ejecutante, el que ejecuta la música según se le mande y sin poder aportar su propia interpretación. Luego vendrá el intérprete, que sí puede interpretar con más o menos libertad las ideas del compositor. Y aquí hemos de entender que interpretar supone, en realidad, aportar ideas propias a la música. Entender las ideas del compositor y hacerlas inteligibles a los oyentes requiere haber reflexionado acerca de ellas, y la reflexión que hace posible la interpretación no es otra cosa que ideación. Así pues, el intérprete nos brinda su idea de las ideas del compositor.

Aún más allá en la tabla se encontraría el improvisador de cualquiera de las muchas tradiciones improvisatorias. Como veremos en el capítulo II, este tipo de improvisador trabaja con modelos sonoros. De hecho, son estos modelos los cimientos de su tradición. Así, el músico de flamenco puede tocar una soleá, que es uno de los palos o formas tradicionales del flamenco. Y aquí viene la pregunta: si está tocando una forma tradicional, con las armonías, los ritmos, la métrica, los giros melódicos y verbales asociados a esa forma, ¿hasta qué punto está improvisando, y hasta qué punto está interpretando algo preexistente?

Dentro de esta perspectiva tradicionalista, el etnomusicólogo John Baily, experto en la improvisación rubâb de Afganistán, distingue entre la improvisación de rutina y la inspirada. Según su colega francés Jean Düring:

La primera consiste en el tratamiento de un texto según reglas y figuras fijadas de antemano; hay elección instantánea entre diferentes posibilidades [ya] conocidas. La segunda consiste en crear nuevos elementos, que pueden ser retenidos posteriormente para enriquecer la colección de figuras, patrones, etcétera.15

Así, la improvisación de rutina sería, ante todo, un acto de interpretación, cuando el improvisador recurre directamente a elementos del modelo tradicional, interpretándolos con mayor o menor libertad. En cambio, la improvisación inspirada sería principalmente un acto de creación, en el que el improvisador crea nuevos materiales, algunos de los cuales podrían entrar a formar parte de la tradición. No debemos, pues, pensar que la existencia de una tradición improvisatoria esté reñida con la capacidad de innovar, o que los improvisadores pertenecientes a estas tradiciones sean menos creativos que los otros. Los grandes creadores son pocos, pero están muy bien repartidos.

Hacia el extremo de la tabla, casi en el polo opuesto al del ejecutante, encontraríamos al libre improvisador. Hemos visto cómo, en las tradiciones improvisatorias, el improvisador puede tener más o menos de intérprete según si se limita a interpretar un modelo o si inventa material nuevo. Pero el libre improvisador no tiene ese tipo de modelo. No existen formas como el blues o la soleá en la libre improvisación. Entonces, ¿qué podría interpretar? Aquí hemos de reconocer que, si bien no existe el mismo tipo de modelo consensuado en la libre improvisación, sí hay, inevitablemente, improvisaciones más y menos creativas, más y menos arriesgadas, etcétera. Es más, como veremos más adelante, cada improvisador tiene su propio lenguaje, su propia memoria, sus propios gustos. En este sentido, en una libre improvisación de rutina (y las hay), el improvisador no estaría interpretando un modelo consensuado como un blues o una soleá; estaría utilizando sus propios recursos, interpretando elementos de su propio lenguaje en vez de utilizar esos mismos elementos para inventar. Aquí el término recurso no es inocente: se refiere a algo al que recurre el improvisador.

Así, en esta oscilación entre improvisación de rutina o inspirada, cada uno decide hasta qué punto quiere asumir el riesgo de crear lo máximo posible, o sea, de depender lo menos posible de lo que ya sabe, y explorar el momento, tocando cosas que no sabe si funcionarán o no. Es el rechazo de un modelo consensuado, y de la excesiva dependencia del lenguaje personal, lo que a mi entender llevó a Lê Quan Ninh a decir: “No quiero hacer música improvisada. Quiero improvisar”. En todo caso, los dos polos de esta tabla son puras entelequias. No existe el ejecutante absoluto, ni tampoco el improvisador capaz de crear música completamente ex nihilo.

Por otra parte, es muy importante que un improvisador reconozca esta gama de posibilidades. Si bien interpretar e improvisar forman parte de un continuum, las responsabilidades asociadas a cada actividad son muy distintas. No es lo mismo asumir la responsabilidad de interpretar la obra de un compositor de otra época que plantarse delante de un público e improvisar libremente. Ya he comentado el peligro que supone para un improvisador pensar que está componiendo. Confundir improvisar con interpretar también puede entrañar dificultades para el músico, máxime en el caso de alguien formado como intérprete que empiece a improvisar. Para ilustrarlo, consideremos por un momento una orquesta sinfónica. No recuerdo quién fue el primero en compararla con una fábrica,16 pero no cabe duda de que su organización interna es muy similar. Primero está el inventor/ingeniero/compositor, que diseña el producto y entrega a la fábrica los planos/partitura para que lo elabore. Este proceso está regido y realizado por una estructura totalmente jerárquica. Arriba está el director, a continuación los capataces (el Konzertmeister, el primer viola, el primer chelo, etcétera) y por último la mano de obra cualificada (los demás músicos).17

Así pues, cuando un intérprete sale al escenario, en solitario o en compañía de toda una orquesta, llega con un producto cuidadosamente elaborado (en los ensayos) según los planos diseñados por el compositor. Es este producto –su interpretación de los planos del compositor– lo que entrega al público. Pero imaginémonos por un momento que una persona con formación de intérprete sale sola al escenario para improvisar. Una vez allí, delante del expectante público, se da cuenta de que no ha traído ningún producto. No tiene una composición cuidadosamente ensayada que entregar a las filas de espectadores ansiosos por escucharle tocar. El consiguiente estado de inquietud, por no decir de pánico, es, en realidad, fruto de un cúmulo de errores de planteamiento. El asustado improvisador en potencia es prisionero de un paradigma que poco o nada tiene que ver con la situación en la que se encuentra. Ha salido al escenario con el propósito de improvisar, pero la situación está planteada como si se tratara de un concierto de composiciones musicales. Y es que el paradigma de la música compuesta, con su énfasis en el producto, sus estrictas jerarquías, su desvinculación entre el momento de creación y el de la plasmación sonora y su férrea asignación de roles a todos los agentes involucrados en la ceremonia del concierto no funciona para la improvisación.18

El improvisador no vive aislado. Pertenece a una sociedad, con sus estrictas jerarquías sociales, económicas, académicas y, por qué no, artísticas. Así que no podemos cerrar esta consideración de los posibles vínculos entre intérprete e improvisador sin comentar sus repercusiones más allá de lo puramente conceptual y/o musical.

 

Como hemos indicado anteriormente, la estructura de la música clásica occidental es extremadamente jerárquica. Aquí debemos añadir que también es extremadamente influyente. En esa jerarquía, el compositor está claramente por encima del intérprete. Así, a efectos puramente sociales, enfatizar la semejanza entre improvisador e intérprete es colocar al improvisador en un escalón netamente inferior al del compositor. Para alguien ajeno al oficio, esto podría parecer poco importante, pero llevado al nivel profesional tiene repercusiones directas. Tengamos en cuenta que el intérprete es visto no sólo como jerárquicamente por debajo del compositor, sino también como alguien muchísimo más limitado en su aportación o incluso su capacidad creativa. Por lo tanto, en la medida en que el improvisador es visto como una especie de intérprete, le será automáticamente vedado el acceso a innumerables becas, subvenciones y actividades académicas reservadas exclusivamente a los compositores.

Para encontrar un claro ejemplo de las repercusiones de esta situación en España, no hay más que mirar la ley del iva, la cual reconoce la exención de dicho impuesto para cualquier actividad creativa. Los novelistas no incluyen el iva en sus facturas. Tampoco los poetas, los coreógrafos, los pintores ni los escultores. Por supuesto, el compositor no factura con iva. Sin embargo, a las autoridades fiscales no les parece que la actividad del intérprete musical sea lo suficientemente creativa como para merecer inclusión en tan augusta compañía, por lo que sí tiene que facturar con iva. Y para las autoridades culturales, cualquiera que hace música sobre un escenario es un intérprete. No establece ninguna distinción entre un ejecutante creativamente atado de pies y manos y el más brillante y creativo improvisador imaginable: en cuanto suba al escenario es, a efectos de ley, un intérprete. Es como poner al pintor de paredes y al de cuadros en el mismo saco simplemente porque trabajan con brocha y pigmentos.

Hace falta, como diría Thomas S. Kuhn, otro paradigma para guiar la investigación. Y en los capítulos siguientes, intentaremos proseguir con la labor de vislumbrar por lo menos algunas partes del paradigma improvisatorio.