Henri Bergson

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Pues la cualidad no se deja. Hemos visto anteriormente que todo estado de conciencia entregado a sí mismo tiende a redondearse, a organizarse en universo completo. Todo sentimiento es un mundo aparte, vivido para sí,86 y en el que me encuentro presente por entero en cualquier grado. Hay tanta diferencia entre dos emociones como entre el silencio y el sonido, entre la oscuridad y la luz o entre dos tonalidades musicales. Sol menor es en Anton Dvorak un universo original al que el músico hace la confidencia de sus más preciosas emociones. Liszt, naturaleza magnánima y pródiga de sí misma, piensa espontáneamente en los tonos más sostenidos y triunfales. Mi mayor, fa sostenido mayor, nada es demasiado rico para esta generosa sensibilidad. Mi menor es el reino otoñal y melancólico de Tchaikovski, y los juegos de Serge Prokofiev se desenvuelven sobre todo en la blanca e inocente luz del do. Fauré, Albéniz, Janacek manifiestan por los tonos bemolizados una predilección constante; estos tonos tienen en Gabriel Fauré valores y potencias muy diferentes, y uno no puede representárselos como intercambiables. De tal modo, cada estado de la sensibilidad se expresa por sí mismo en una tonalidad única en su género, e independiente de todas las demás: tal es, sin duda, la función del re bemol mayor en Fauré; en rigor, son otros tantos absolutos entre los cuales no existe ninguna equivalencia, ninguna paridad concebible. Esto es lo que prueba la psicofísica de Fechner,87 puesto que nos muestra a la sensación variando a saltos cuando la excitación acrece por un crescendo gradual y continuo. Entre dos cantidades, el mecanicismo puede intercalar indefinidamente las transiciones: es un método de esta clase el que nos propone Descartes en la doceava de las Regulae ad directionem ingenii, cuando interpreta con ayuda de figuras geométricas las diferencias de color; ne aliquod novum ens einutiliter admittamus. Pero ¿qué término medio podrá vincular jamás a un dolor con una alegría? Sin embargo, la duración hace este milagro. De ahí que una conciencia verdaderamente contemporánea de su duración no esté afectada, como el discurso, por la fatalidad de la mediación. Los intermediarios que prolongan el discurso no son sino retardo, rodeo y causa de lentitud: existen solamente con vistas al fin del que son los medios y el espíritu saltaría por encima de ellos si pudiese. Por el contrario, cada uno de los momentos del devenir tiene su valor y su dignidad propios; cada uno es para sí mismo fin y medio. Hay sucesión, pero no discurso: aquí a veces es necesario “esperar”, pues ciertos fines son privilegiados; pero esta espera está siempre llena de interés, es fecunda en acontecimientos y en sorpresas apasionantes. Cada instante de nuestra historia interior es inmensamente rico en imprevistos. Más que nadie, Gontcharov ha sabido penetrar este drama infinitesimal donde se ve bullir a los detalles, surtir a las novedades y asociarse a los contrarios.

Más adelante veremos la importancia que el bergsonismo concede a la discontinuidad, así en la relación del alma con el cuerpo como en la relación de las especies biológicas. Y es que la exaltación de la pluralidad rinde honores al devenir que triunfa y le otorga un premio singular. El mecanicismo devalúa esta pluralidad y se da una duración hueca al superponer a los cambios una escala numérica que hace a nuestros sentimientos graduables y mensurables. Al devenir invariablemente positivo, actual siempre de la conciencia, sucede un tiempo mensurable y fantasmagórico del que puede decirse con razón, como hace el Timeo, que es una imagen móvil de la eternidad (αἰωνος εἰκών κινητή) o, como dice Joseph de Maistre,88 que es “algo forzado, que no pide sino terminar”. Y, de tal manera, nosotros perderíamos quizás toda esperanza de atenuar la oposición de Bergson a la filosofía griega. El tiempo que vilipendian Platón, Aristóteles y Plotino es, en general, o bien el discurso gramatical o bien el tiempo astronómico; en los dos casos, en suma, un tiempo numérico, κατ᾽ ἀριθμὸν κυκλούμενος.89 Ahora bien, ese tiempo es un retardo, un rodeo, un algo negativo del que prescindiría de buen grado el espíritu, si fuese más perfecto; expresa simplemente lo que no hemos podido. Por tanto, podemos decir con razón, y Bergson sin duda no lo negaría, que un tiempo semejante hace violencia a nuestra verdadera naturaleza, en el sentido de que la intuición, en toda su pureza, querría alcanzar lo real inmediatamente, y no al término de un fatigoso paseo a través de los silogismos. Esa es una limitación, una debilidad, un déficit. Y esperamos firmemente, como el ángel del Apocalipsis, que llegará el día en que ese tiempo ya no será. “Οτι χρόνος ουκ ἔσται ἔτι”.90 Pero la condenación de este tiempo insípido no prejuzga nada del tiempo verdadero, o, para decirlo mejor,91 de la duración, que es la experiencia de la continuación. Por el contrario, hay muchas oportunidades de que la “eternidad”, así definida en oposición al tiempo de los λογισμοί, y la duración purificada por Bergson de toda ficción aritmética resulten estar emparentadas. Nos hallamos aquí en la culminación de la densidad espiritual; el espíritu, en vez de retrasarse sin cesar respecto de un fin lejano, en vez de errar como un ausente entre ideas provisionales y subalternas, se halla continuamente en el meollo de su propio esfuerzo, en el mismísimo centro de los problemas. Para pasar de esta eternidad viva al tiempo de la gramática no hay que añadir, sino que es preciso reducir: ausentarse de sí y esparcirse por los conceptos. Tal es, quizá, el sentido verdadero de aquel “eterno ahora” de que habla la metafísica: en todo momento nos sentimos presentes a nosotros mismos, rodeados de certidumbres y de cosas esenciales.92 El bergsonismo es el tiempo recobrado.

La diversidad es insoportable para nuestra inteligencia matemática. En efecto, la esencia de la medida no consiste tanto en clasificar, ordenar y comparar magnitudes como en hacer comparables a las cosas, al cuantificarlas. La medida uniforma lo dado y desprende el elemento simple común a la universalidad de las cosas, el elemento numérico. Por tanto, más que separar la medida asimila, y ahí mismo donde mantiene alejados a los términos extremos, como en la diferencia entre el máximo y el mínimo, la distancia implica aún una paridad esencial que hace posible la medida. Lo que liga a lo más grande y lo más pequeño es que ambos son cantidades: son, como los ἐναντία de Aristóteles, los términos alejados en el interior del mismo género; pero la oposición más extrema no podría subsistir sino entre magnitudes comparables. Allí donde no hay más ni menos, lo igual está dado virtualmente, o bien no hay gradaciones posibles. El número es, justamente, el término medio común a los objetos que no se pueden comparar directamente, y las ciencias de la medida, como el silogismo, consisten por completo en las mediaciones cada vez más sabias que nos permiten asimilar estas disparidades. Ahora bien, los cambios cualitativos excluyen la igualdad virtual; entre los estados sucesivos que atraviesa un sujeto no hay nada común, salvo el movimiento continuo que nos lleva del uno al otro. La unidad, que es sustancial y trascendente en los acrecimientos y en las disminuciones, puesto que provienen de un término medio sobrentendido del que las magnitudes participan más o menos, y al que se llama con razón la “unidad”, se torna, en las alteraciones, inmanente y dinámico: no hay que buscarla ya fuera de los estados transformados, sino que caracteriza al aspecto mismo de la transformación. Las fases sucesivas del devenir no se dejan numerar a lo largo de una escala rectilínea; proponen a los agrimensores del espíritu una suerte de fantasía profunda que volveremos a encontrar, más tarde, en la indisciplina de los recuerdos puros en el seno del sueño; en los caprichos singulares de la evolución filogenética. Las contradicciones se tornan tan imprevistas que ninguna mediación extrínseca podrá encontrar, para agrandarla, la menor comunidad. Es necesario ahora que los momentos sucesivos se ordenen entre sí y consientan en pactar superando todas sus repugnancias mutuas. A esta hazaña se le llama duración. La duración no es una cosa aparte: no es sino la continuación espontánea de esas disonancias que se organizan a sí mismas y se resuelven al infinito. La homogeneidad brutal de los acrecimientos y de las disminuciones, como no debe nada al movimiento conforme al cual se ordenan las cantidades, deja al desnudo, en cierta manera, a la discontinuidad fundamental de los seres comparados. La asimilación cuantitativa es clara, chata y sin matices. Desmenuza y nivela todo conjunto: disfraza los hechos espirituales de “sensaciones transformadas”, o de “choques nerviosos” y, finalmente, se descubre incapaz de explicar la afinidad mágica que atrae las unas hacia las otras. En vano el atomismo reduce “a la unidad” la variedad regocijante del devenir: nuestros estados de conciencia, sometidos al análisis reductor del asociacionismo, terminarán por asemejarse desde fuera; pero esta semejanza es tan unilateral como superficial, puesto que ha sido necesario, para encontrarla, empobrecer los hechos espirituales, quitándoles todas sus singularidades y no conservando más que una propiedad muy general y abstracta. Por el contrario, la duración acepta, en primer lugar, las originalidades inconciliables de nuestros sentimientos y de nuestros estados de alma, sus cambios súbitos desconcertantes, sus pretensiones contradictorias. La unidad supondrá pues, aquí, no una asimilación parcial sino un consentimiento total. Como todo nos dividía, todo nos reunirá. De tal modo, en la duración se realiza constantemente aquella fusión de los contrarios de que hablan los místicos y la cual experimentamos, precisa y total, en el encadenamiento fantástico de nuestras emociones.

 

El descubrimiento y la exploración del devenir suponen un trabajo crítico que da origen, en el Essai, a las primeras antítesis del bergsonismo. El devenir es lo que queda cuando yo he separado a mi persona íntima de ese yo oficial que usurpa la dignidad, cuando he sido devenido, como dice Plotino, interior a mí mismo, των μεναλλων εξω εμαυ του δ'εἴσυ.93 El espíritu de soliloquio y de recogimiento, que fue el del Fedon, de San Agustín y de Lavelle cobra de pronto, en Bergson, una forma crítica. Todo el esfuerzo de Bergson94 tiende a disociar los conceptos bastardos –número, velocidad, simultaneidad–, que son el resultado de una usurpación: pues el espacio usurpa terreno al tiempo, como la línea recorrida al movimiento, el punto al instante, la cantidad a la cualidad y, por último, la necesidad física al esfuerzo libre. El espacio-tiempo, la “cuarta dimensión” de los relativistas, descansa en un equívoco de esta naturaleza, al igual que los logaritmos de Fechner, que mezclan la sensación con la excitación, el hecho mental con su causa y enredan las competencias. Ahí tenemos un verdadero fenómeno de endósmosis moral –pues esta es la expresión de que nos valemos– y, por así decirlo, un cambio de sustancia entre el tiempo y el espacio. El temporalismo bergsoniano expulsa todos estos monstruos. El tiempo debe pensarse aparte y primariamente, y no debe reducirse a otra cosa: los simbolismos, los mitos de simetría son rechazados. Bergson denuncia sobre todo la contaminación del espíritu por la exterioridad: es un kantismo invertido. Pero no por ello descuida la reacción de la cualidad sobre la cantidad: pues los conceptos híbridos del asociacionismo nacen de una usurpación bilateral y recíproca. Así pues, el bergsonismo del Essai es ante todo una afirmación dualista, un rehusarse a aceptar las componendas de la ciencia y los medios insuficientes de la práctica. Hay dos tiempos y dos yos. También Henri Bremond distingue Animus y Anima oponiendo al “yo” de las anécdotas y de los hechos diversos la “aguzada punta o centro o cima del alma”,95 que es nuestra esencia mística. Inclusive, hay dos memorias. En un sentido, la memoria es la duración como continuación de cambio; expresa que no hay duración, sino una conciencia capaz de prolongar su pasado en su presente. Pero hay otra memoria o, mejor dicho, es la misma, considerada después del hecho: no es sino la supervivencia de un pasado cumplido; permanece exterior a las cosas que conserva y Bergson la opone al “juicio”,96 en términos que nos recuerdan a Montaigne. Es menos “continuación” que “retención”, y se limita a velar celosamente sobre tradiciones cuyo sentido ha perdido, sobre un pasado inerte que abrevia y desfigura. En cierta ocasión,97 Bergson incluso afirma que tiempo y espacio son dos términos contradictorios; la Évolution créatrice dirá: dos movimientos inversos. De estos dos tiempos, de estos dos yos, sólo uno es verdadero, pues el otro no es sino contrafigura del primero, que es el único que goza del privilegio de la vitalidad. O, más exactamente todavía, el tiempo matemático no es un tiempo falsificado más que en la medida en que pretende desempeñar el papel del tiempo verdadero; la ciencia estática, que sería verdad respecto de los hechos realizados, se torna mentirosa cuando pretende legislar también sobre los hechos que se están realizando, sobre el presente que se halla a punto de cumplirse. En una palabra, lo que es falso e irreal es la “amalgama”, es la intrusión del espacio y del lenguaje en un dominio en el que ya no son competentes, pues la verdad está en la disociación de las competencias. Por tanto, Bergson distingue aquí lo verdadero de lo falso un poco a la manera como Berkeley explica las ilusiones de la óptica: todo es verdadero, percibido para sí, y nuestros sentidos abandonados a sí mismos no nos engañan nunca; el error comienza en el punto exacto en que el espíritu, seguro de sus recuerdos y de sus prejuicios, interpreta lo dado puro: el error nace con la asociación y, por consiguiente, con la relación. Y de igual manera, la falsa óptica del espacio-tiempo, el continuum cuadridimensional no-euclidiano tienen por origen una asociación indebida que el espíritu establece entre dos datos igualmente reales. Pues hay un espacio real98 y que no es menos verdadero que la duración real. El Essai no nos dice nada más, y habrá que esperar a Matière et mémoire para obtener algunas explicaciones precisas acerca de la intuición pura, cuyo objeto puede ser este espacio real y que es la materia misma.

Sin embargo, ¿puede decirse que desde esta época Bergson no se esfuerza en superar el dualismo? Sin duda, el objeto del Essai es, sobre todo, la disociación de los conceptos mixtos, la separación de los planos confundidos, cuya colaboración Bergson estudiará sobre todo; los datos inmediatos a los que llegamos, de tal manera, no poseen de ninguna forma la naturaleza por completo ideal del “recuerdo puro” y de la “percepción pura”; el sueño mismo99 no nos ofrece nada que la duración del yo profundo no realice cotidianamente para una introspección atenta. El objeto del Essai, en resumen, es recuperar datos que una increíble negligencia nos ha hecho perder, y uno se pregunta todavía cómo es que una realidad tan natural, tan cercana a nosotros ha podido escapársenos durante tan largo tiempo. Por eso no hay todavía “intuición” en el Essai: basta con eliminar la simbólica por completo negativa del espacio, para volver a encontrarse, cara a cara, con el yo verdadero. Sin embargo, desde esta época algunos textos100 nos invitan a creer que la amalgama acusada responde a una exigencia orgánica del espíritu y que su exclusión puede costarnos caro. De hecho, discurso e intuición colaboran en todo momento. Este espacio que desfigura nuestro yo profundo le permite también expresarse, declararse a nuestra visión filosófica. Pero lo trágico es, precisamente, que la duración no puede expresarse sin perecer; veremos más tarde que, sin embargo, es cognoscible, aunque por medios que no son el discurso. Pero la intuición propiamente dicha casi no aparece antes de la Évolution créatrice.101 Por otra parte, aunque la duración sigue siendo todavía un privilegio de la conciencia, Bergson parece presentir ya que no le está quizá limitada. Esto es lo que prueba, inclusive en el Essai, el descubrimiento de la “movilidad” pura; fenómeno situado en la frontera del espíritu y del mundo exterior, espiritual por esencia, físico por sus efectos, tangente a los dos universos, el movimiento es, en cierta manera, el espíritu objetivado. Bergson señala ya, sin explicárselo demasiado, que hay una “incomprensible razón”,102 una “inexpresable razón”103 que da a las cosas materiales la apariencia de la duración. Este misterio, este no sé qué, le parecen consistir más en la presencia del espíritu que en una propiedad de las cosas mismas. Sin embargo, es indiscutible que el bergsonismo se mantuvo en la afirmación de una duración universal. Es verdad que, entonces, la dualidad se agranda en vez de anularse; hay tiempo y creación, así en el mundo como en el hombre, y si la oposición ya no se establece entre la memoria de los sujetos y el espacio de las cosas, subsiste a través del conjunto de lo real, entre dos movimientos inversos, uno de materialización y otro de evolución viviente. Sin embargo, se ha tornado muy sutil y mucho menos brutal. De tal modo, la especulación bergsoniana descubre poco a poco, en la historia de las cosas, un elemento irreductible de sucesión. Es este residuo histórico lo que impide a la causalidad del físico parecerse por completo a una identidad; es él, también, el que torna verosímil y utilizable el tiempo matemático. Después de la Évolutión créatrice, Bergson llegará inclusive104 a ampliar, a expensas del yo, la parte de esta duración universal. Si la duración no expresa una simple deficiencia de nuestro saber, es porque es un carácter de las cosas al igual que una propiedad de la conciencia; o mejor todavía, es porque por doquier hay conciencia. Verdaderamente, los acontecimientos nos acontecen, no es que les acontezcamos; “tener lugar” no es de ninguna manera, aunque se moleste Eddington, una formalidad superflua, y quienes han experimentado la amargura de la acción saben que la duración es la cosa más real del mundo. Porque a veces hay que esperar el mañana, porque no se nos da el futuro con el presente, como no sea porque hay una temporalidad de la que no hacemos lo que queremos, y porque el intervalo no se puede comprimir. No es una formalidad; por el contrario, no hay nada más experimental. El más grande filósofo del mundo tiene que esperar a que el azúcar se disuelva en su vaso de profesor... pero, por otra parte, esta resistencia de lo dado nos tranquiliza. El tiempo dialéctico es verdaderamente negativo porque, suponiendo a su objeto, dado en la eternidad, debe recorrer grandes círculos antes de encontrarlo: su debilidad constitucional es lo único que está en entredicho. Pero ¿por qué la duración de las cosas sería muda para nuestra duración interior? El cambio existe para conocer el cambio, y nuestra intuición se lanza por el camino del absoluto.

En efecto, sólo la duración sería reveladora del absoluto o, diciéndolo mejor, sólo ella nos entrega una realidad enteramente determinada105 porque tiene como sanción la experiencia vivida y percibida que siempre es determinada, es decir, particular. Toda duración constituye, en efecto, una serie orientada, irreversible. A esta serie no se le toma indiferentemente para cualquier fin, pues tiene un sentido; según los casos, es enriquecimiento o empobrecimiento.106 La duración representa, pues, un tipo de orden dramático cuyos episodios no se invierten a voluntad, una biografía en la que la sucesión de las experiencias vividas107 posee algo de intencional y de orgánico. Una filosofía que seguiría siendo verdadera, inclusive si todo se volviera al revés, se condena a sí misma. Sólo cuentan el sentido y la dirección. La ciencia no calcula sino relaciones entre simultaneidades, y por eso puede suponer a los intervalos de tiempo infinitamente acelerados o frenados sin tener que modificar sus ecuaciones.108 Esta utopía abstracta, y tan poco seria como el viajero montado en la bala de cañón, prueba el absurdo del relativismo. Sólo es temporal el entredós de las simultaneidades, que es transición indivisa e intervalo continuo. “No describo el ser, describo el pasaje”, decía Montaigne.109 Toda duración vivida posee una determinada cualidad específica, un valor determinado, un coeficiente afectivo que recibe de mi esfuerzo, mi espera o mi impaciencia. Ahora bien, esta impaciencia o este esfuerzo son cambios cualitativos, es decir, son absolutos. El discurso saca su valor del fin que mediatiza: el intervalo mismo no es sino déficit y molesto retardo, principio de expectativa pura; es un instrumento sustituible –pues otros medios podrían servir al mismo fin– y el ideal podría prescindir por completo de él. Pero la duración vivida tiene un fin propio; aquí es el intervalo lo que importa, que es todo plenitud. No se trata de un tiempo perdido cualquiera, de una duración de expectación en la espera de tal o cual acontecimiento, como aquellos que “matan” el tiempo moviendo los pulgares: se trata de un proceso único en su género, en el curso del cual yo envejezco, y que será para mí una ganancia o una pérdida. Por tanto, el tiempo verdadero pone en juego la historia de la persona entera. Es el tiempo fantasmagórico lo que el instinto de la Évolution créatrice es a la inteligencia. El tiempo verdadero es de naturaleza “categórica”, mientras que el tiempo del matemático no tiene sino una existencia “hipotética”, como aquella dialéctica hegeliana a la que Schelling y Kierkegaard reprochan su carácter nocional y tristemente inefectivo. ¿Quién nos dará la quodidad de la historia? ¿Cómo podremos recobrar ese “tiempo vivido” que ha descrito tan profundamente Minkowski? De tal modo, todo el libro de Durée et simultanéité está consagrado a mostrar que la intuición inmediata del tiempo nos proporciona un sistema de referencia natural y absoluto, y que la creencia en el tiempo universal del sentido común esta filosóficamente fundada. El “sentido común”, al que el Essai consideraba culpable de los simbolismos ambiguos de la ciencia vulgar, se convierte en el portador de una gran verdad que lo une a los filósofos contra los físicos. Hay ahí una aparente “inversión del por en contra”: la duración vivida se convierte de nuevo en la ciudadela de las evidencias comunes que anteriormente parecía desmentir. ¿No dará indirectamente la razón al realismo del sentido común la teoría bergsoniana de la materia?110 Y es que existe una ingenuidad sabia, y mil veces más profunda que las vanas sutilezas de los doctos. Esta ingenuidad nos ordena creer en la universalidad del tiempo, en la realidad absoluta del movimiento. La ciencia relativista evapora, convirtiéndolas en fantasmas, todas estas cosas tan simples, tan sólidas, tan naturales porque ha adquirido el hábito de contemplar los fenómenos perspectivamente, es decir, según puntos de vista variables111 que elige sucesivamente como sistemas de referencia.

 

Por tanto, la duración intuitiva nos proporciona el principio de una suerte de antropocentrismo superior. Lo propio del bergsonismo es afirmar que en todas circunstancias existe un sistema privilegiado; ya no un sistema de referencia, sino un sistema superior a toda referencia, aquel que experimento desde dentro en el instante en que hablo; ninguna paradoja podría prevalecer contra la certidumbre de un pensamiento interior que se experimenta a sí mismo queriendo, viviendo y durando. Cada uno de nosotros posee una duración (y como tiene duración, tiene conciencia) y, por consiguiente, cada uno se toma a sí mismo, con justa razón, como “refiriente” en el interior de este plano privilegiado: de suerte que la reciprocidad universal se destruye a sí misma y restaura el tiempo absoluto. Pero la esencia de las paradojas relativistas es poner sobre el mismo plano todas estas visiones fantasmagóricas que una conciencia refiriente obtiene de las conciencias referidas; es desconocer, por consiguiente, la distancia metafísica que media entre lo real y lo virtual; mejor aún, lo real se convierte en un caso particular de lo virtual; como simulamos tomarnos en serio a los variados fantasmas que nos hemos complacido en imaginar, como infundimos subrepticiamente vida a nuestros observadores “referidos”, la duración efectiva cesa de tener sobre las duraciones ficticias esa superioridad incomparable que distingue a un ser vivo de carne y hueso de una muñeca de cera. Se ha realizado, y aun hipostasiado, una pluralidad de “tiempos propios”, siendo que quizás había una simple pluralidad de métricas. Por el contrario, Bergson se forma una idea demasiado elevada de lo real (la distinción entre recuerdo y percepción nos dará la prueba de esto para situarla, de esta manera, al mismo rango que sus contrafiguras). No es él quien tomaría por seres verdaderos a todas esas torturas, a todos esos Aquiles de colegio, a todas esas muñecas dialécticas o matemáticas a las que llamamos: viajero en bala de cañón, espacio-tiempo, figuras de luz. Las cosas que puedo experimentar efectiva y personalmente –mi duración, mi labor, mi esfuerzo– son realidades privilegiadas y dolorosamente ciertas, a las que ningunas otras pueden compararse. Los movimientos son relativos para el ojo, o dicho de otra manera, para el geómetra, que no retiene sino el aspecto visual de las cosas; pero no lo son para mis músculos, para mi acción y para mi fatiga.112 Y nadie se engaña. Tal como la duración es irreversible, es decir, lleva consigo acontecimientos absolutamente anteriores y acontecimientos absolutamente posteriores, sin que se pueda alterar su orden, de igual manera la intuición de la duración restaura en el universo las jerarquías y las prerrogativas que un relativismo igualitario se esfuerza en abolir. El título de “realidad” ya no designa a una insignia provisional que pasearía de fenómeno en fenómeno, variando conforme a la perspectiva del observador, adornando a voluntad los sistemas que nos place sujetar a nuestro punto de vista: es un privilegio natural que pertenece unilateralmente a las cosas percibidas o perceptibles. El primado de la intuición ya no depende de una convención revocable o de un punto de vista arbitrariamente elegido: es un derecho que el espíritu posee por nacimiento. Pues las cosas del espíritu no son cosas como las otras; forman un dominio de elección, un mundo por completo aparte en el que no hay sino realidades efectivas, en el que se le paga a uno con oro y ya no con billetes; por ellas, como diría el Fedon, es necesario cambiar todos los demás valores. El intuicionismo es la verdadera metafísica del espíritu y la intuición es el verdadero centro del mundo.

En la psicología de Guyau113 se encontrarán visiones proféticas acerca de la relación de la duración con el espacio; me parece tanto más oportuno señalar estas anticipaciones cuanto que La Genèse de l'idée de temps quizá haya padecido retrospectivamente por el descubrimiento bergsoniano.114 Guyau critica, en primer lugar, como Bergson,115 la tesis genetista de las escuelas anglosajonas, conforme a la cual la idea de espacio se construiría con la de tiempo. Bajo estas teorías que otorgan al tiempo una apariencia de primado, Bergson, fiel a la verdadera duración, se propone sobre todo poner en evidencia los prestigios de un tiempo ilusorio que no es sino el espacio; de igual manera combatirá al indeterminismo clásico para salvar la libertad. ¿Es tan sutil la argumentación de Guyau? El tiempo de Spencer, de Bain y de Sully es, ciertamente, la “amalgama” que le repugna al Essai. En este sentido, es el espacio el que sirve para construir la noción de tiempo. La duración no se torna mensurable más que cuando se le traduce en términos de espacio. “Medir”, sostiene Guyau, consiste siempre en comparar la extensión con la extensión, con el método de la superposición. Ahora bien, “no puedo superponer directamente un tiempo-patrón a otro tiempo, porque el tiempo avanza siempre y no superpone nunca… he ahí por qué para poner algo fijo en este perpetuo pasar del tiempo, se ve uno obligado a representárselo en forma espacial”.116 Y Guyau llegó a fórmulas que Bergson bien podría haber inspirado: “Ese tiempo es, en su origen, como una cuarta dimensión de las cosas que ocupan el espacio”.117 Por tanto, Spencer no llegaría nunca a sacar el espacio y el tiempo si este tiempo no fuese ya un fantasma de espacio. Este círculo vicioso, que expresa para Bergson la imposibilidad en que nos encontramos de deducir, la una de la otra, dos realidades metafísicamente distintas no prueba en Guyau más que el origen espacial de los calendarios y de los emblemas temporales. Es verdad que distingue, en otras partes, “el hecho” y “el curso” de la duración. La seudoduración de los spencerianos es la “forma pasiva” por oposición al “fondo vivo y moviente”,118 el alineamiento extensivo conforme al cual se ordenan los acontecimientos concretos, la avenida vacía que se animará en virtud de la móvil circulación de mis experiencias. “El curso del tiempo es el cambio mismo captado in fraganti.”119 In fraganti o, como dirá Bergson, “a medida que”: pues no hay tiempo que perder si se quiere experimentar la originalidad de este dinamismo. El menor retardo de la memoria, la menor anticipación de la imaginación sustituyen por el espacio a la intuición de un cambio que es siempre contemporáneo de sí mismo.

A decir verdad, Guyau se limita a confrontar el espacio abstracto con el tiempo abstracto. Pero en este caso tenemos derecho a pensar que franquea puertas abiertas. Puesto que, si verdaderamente no hay otro tiempo sino aquel del que se vale el genetismo para construir el espacio, no nos cuesta nada reservar a la idea de espacio el monopolio de la originalidad. Pero eso quizá sea arreglar demasiado bien para uno las cosas. El propio Bergson se percató de ello, como nos lo prueba en el pequeño informe de febrero de 1881, aparecido en la Revue philosophique, acerca de la Genèse de l'idée de temps. A su juicio, no es dudoso que Guyau admita una sola clase de multiplicidad, la multiplicidad numérica; y, por tanto, “es inútil quererse representar el tiempo sin el espacio, puesto que se ha comenzado por poner el espacio en el tiempo; quien dice multiplicidad numérica dice multiplicidad de yuxtaposición, multiplicidad en el espacio”.120 Guyau no contempla sino la alternativa siguiente: o bien es el tiempo el que sirve para construir el espacio, o bien es el espacio el que sirve para construir el tiempo, el tiempo de nuestros relojes y de nuestros calendarios. Pero ¿no hay un orden autónomo de la duración que no es ni anterior ni posterior al espacio, y que representa una realidad metafísica absolutamente original? En cuanto a ese “curso” del tiempo que se opone al tiempo cronometrado, como el “fondo” a la “forma”, podemos sondearlo a placer: no hay nada que merezca que se le llame duración real. La fuente común de las nociones de espacio y de tiempo se llama, en Guyau, “intención”. Definió esta intención con palabras en las que la influencia del utilitarismo y del pragmatismo se puede reconocer fácilmente. Pierre Janet las hubiese admitido, sin duda, de mejor grado que Bergson:121 la intención es “el movimiento que sucede a una sensación”; la reacción motriz provocada por el obrar y el padecer es desear y querer, y tiene que ver con la “distinción de lo querido y lo poseído”, con la “distancia entre la copa y los labios”.122 Esta intención, que difiere de la “sucesión constante y necesaria” del matemático, no difiere menos de la duración pura: “el futuro es lo que está delante…, el pasado es lo que está detrás…”; tener conciencia original del tiempo quiere decir esto: conocer “el prius y el posterius de la extensión. La intención no es sino la forma consciente del esfuerzo motor, del que la sucesión es un abstracto”.123 El tiempo es una abstracción del movimiento, de la κίνησις… Es un movimiento en el espacio el que crea el tiempo en la conciencia humana. Sin movimiento no hay tiempo. El propio Aristóteles, aunque se negaba a identificar el tiempo con el movimiento, admitía que no hay tiempo sin movimiento (οὔτε κίνησις οὔτ ἄνευ κινήσεως ὁχρόνος) que es el “número” (ἀριθμὀς κινήσεως κατὰ το προτερον και ὔοτερον) o, más exactamente, lo numerado (τοάριθμούμενον) o, mejor aún, la medida (μέτρον).124 Pero Bergson se esforzó en mostrar (y Durée et simultanéité vuelve a esta demostración) que el movimiento es, por el contrario, el intermediario gracias al cual la duración se torna mensurable, es decir, extensiva. El movimiento, lejos de engendrar la idea del tiempo, es más bien el expediente que nos permite confundir duración y trayecto. Todo lo que tiene de positivo el movimiento –la movilidad o el acto de cambiar– es de naturaleza espiritual y temporal. Por tanto, Guyau no logró superar la idea de un tiempo muscular, en cierta manera, y afectivo, que él interpreta como la distancia que media entre la necesidad y su satisfacción.125 Lo que su libro nos promete es un estudio de la idea de tiempo, y no del sentimiento de la duración. El “curso” de la duración es una representación un poco más elemental que la “forma pasiva” del tiempo, pero es una representación. Pierre Janet dirá que es una conducta. Cuando Bergson denuncia el artificio espacial que se oculta en el fondo de la mentirosa duración de los sabios, comprendemos que su única meta es aislar la duración pura de los filósofos y que expulsa al tiempo ilusorio para recuperar el tiempo real. Temamos, por el contrario, que la crítica de Guyau alcance al tiempo en general, y no solamente a la duración engañosa de los matemáticos. Insiste de tal manera sobre la prioridad de la idea de espacio que desespera uno de llegar a ver separarse del tiempo impuro al tiempo puro. “El tiempo”, dice Guyau, “es la fórmula abstracta de los cambios del universo”;126 es la forma según la cual se ordenan nuestras sensaciones, se orientan nuestras reacciones y se clasifican nuestros deseos. Inclusive nos está permitido pensar que si Guyau ha avanzado mucho en la crítica de la duración impura es porque sabía que toda su psicología prescindiría de la duración pura. La falsa duración no es tan falsa como todo esto; del tiempo no tendría ni siquiera las apariencias, si la intuición de la duración verdadera no estuviese allí para mantenerla y vivificarla. Vaga por los fantasmas de la cinemática una reminiscencia de esta intuición y una suerte de tímido presentimiento de su regreso. No creeríamos ni por un minuto en todas estas ecuaciones si no supiésemos que son, en todo momento, convertibles en experiencia directa, tal como dejaríamos de creer en los billetes de banco si no supiésemos que son una promesa de bienestar, de comodidad y de agrado. La duración de los matemáticos es espacial, tanto cuanto le plazca a Guyau: es un hecho que no se confunde con el espacio puro y simple. Sería inexplicable esto si la apariencia no supusiera el modelo. Y el modelo está en nosotros. En nosotros es todo vida, todo realidad. Jamás una “conducta”; aunque fuese la espera, aunque fuese la intención, dará la duración si no implica de antemano la intuición; pues las conductas, abandonadas a sí mismas no dan sino conductas. El papel de la filosofía consistirá precisamente en remontarse a esta fuente viva de la duración. Porque sabemos que nuestros flacos símbolos volverán a tornarse duración pura en cuanto lo queramos, nos abstenemos de realizarlos y, en nuestra ingratitud, nos olvidamos del tiempo vivo que los hace vivir. Sin embargo, no podemos aplazar perpetuamente el retorno a la intuición. Nadie aceptaría ya símbolos en los que no se volverían a encontrar tarde o temprano todas esas buenas cosas sólidas y efectivas de que se nutre la intuición. Pues no se puede vivir sin el absoluto.