Henri Bergson

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Por tanto, el método bergsoniano es perpetuamente contemporáneo del progreso vital. De inmediato este progreso se nos manifiesta como un movimiento que sin anticipar nada supone, no obstante, una determinada preexistencia espiritual. “Consuélate, no me buscarías si no me hubieses encontrado.” Este es el sentido mismo del acto libre.

II. LIBERTAD

No se sabe qué responder, pero caminamos.

Joseph de Maistre, Soirées de Saint-Pétersbourg, décima conversación

Para el intérprete del bergsonismo, es una suerte que el orden de los problemas corresponda notablemente al orden cronológico de las obras. El propio Bergson se burla de las excelentes intenciones de aquellos comentadores suyos que se esfuerzan por introducir en su especulación una coherencia doctrinal que quizá le falta. En el fondo, no cesó de practicar el método que indicó en una de sus conferencias inglesas,54 al proponerse líneas de hechos que había que recorrer intelectualmente, en vez de un sistema por edificar. Por tanto, la unidad del bergsonismo debe ser, verdaderamente, una unidad post rem y no ante rem; no un principio, sino un desenlace; de esta doctrina en general se puede decir lo que la Évolution créatrice dirá de la vida: que está orientada hacia un fin sin cumplir un programa. Esto es lo que muestra también la definición de la Definición que la misma obra nos propone.55 La definición no logrará separar radicalmente a los seres vivos; cuando mucho, indicará las tendencias dinámicas y, por así decirlo, las dominantes. Tal como un organismo vivo implica caracteres que pertenecen a todos los demás, así la totalidad de los problemas está presente en cada una de las tareas que la reflexión separa; sin embargo, el acento se desplaza de un problema a otro. No se sabe bien donde comienza uno y termina otro; sin embargo, no cabe duda que al pasar del uno al otro se ha cambiado de mundo y de clima. En cada problema habremos de volver a encontrar, de tal modo, todos los problemas, pero según una perspectiva particular, tal como cada tratado de las Enéadas de Plotino o cada opúsculo de Leibniz reexponen, desde puntos de vista variados, el sistema total. Se siente una gran tentación a convertir estas fronteras convencionales en límites naturales; debe bastarnos aquí con separar “los centros alrededor de los cuales se cristaliza la incoherencia”.

Actor y espectador

La instancia suprema y la única jurisdicción del filósofo es la experiencia interior. El pensamiento, antes de ponerse a la tarea, no tiene necesidad de sujetar a prueba a sus propias operaciones con ayuda de un criterio de verdad trascendente al saber mismo. Como sabemos, la teoría del conocimiento no es sustancialmente anterior al conocimiento propiamente dicho; el filósofo no está colocado en el punto de vista del espectador, sino en el punto de vista del actor: por tanto, como decimos hoy en día, se halla inmediatamente comprometido. La falsa óptica del intelectualismo proviene, en gran parte, como veremos, de que el espíritu se desdobla perpetuamente a sí mismo y proyecta lejos de sí una imagen de su propia actividad, a fin de contemplarla objetivamente. Cierto es, existe la necesidad de que el espíritu abandone al espíritu para conocerse a sí mismo, mediante la reflexión. Pero una ironía singular de la cultura quiere que este saber objetivo se compre al precio de innumerables ilusiones. De tal modo, los sofismas de Zenón –lo mismo que las paradojas de Einstein– nacen de un mal entendido. ¿Acaso no consagra Bergson todo un libro56 a mostrar que las aporías originadas por la teoría de la relatividad nacen, en general, de esa distancia engañosa, y sin embargo necesarísima, que se interpone entre el observador y la cosa observada? Los tiempos ficticios del relativista son tiempos donde “no se está”: como se nos han vuelto exteriores, se dislocan, por un efecto de refracción ilusoria, en duraciones múltiples, donde la simultaneidad se extiende en sucesión. Pertenecen al orden de los ídolos de la distancia, es decir, a ficciones por lo demás inevitables e, incluso, a menudo muy útiles, que giran como sombras alrededor de un espíritu ausente de sí mismo. Pero esta ausencia-de-sí que es, en la contemplación de la naturaleza material, una feliz garantía de desinterés y veracidad, multiplica en las cosas del alma los problemas insolubles o, como dice Bergson, los fantasmas. Las paradojas de Zenón nacen de una visión igualmente fantasmagórica del movimiento y del tiempo, y me atreveré a decir que el “Aquiles” eleata, al igual que el “viaje en bala de cañón” de Paul Langevin, proviene de los idola distantiae. Si el movimiento es imposible,57 si la duración se pulveriza en instantes, si los tiempos de Einstein se alargan, si las simultaneidades se dislocan, es siempre para un espectador que se niega a coincidir con el movimiento de Aquiles y el envejecimiento real del viajero, y cuya dialéctica disolvente convierte en misterio las evidencias más comunes. Pero que el espectador suba a la escena y se mezcle con los personajes del drama, que el espíritu, dejando de atrincherarse en la impasibilidad de un saber especulativo, consienta en participar en su propia vida, y de inmediato veremos a Aquiles atrapar a la tortuga, a los venablos alcanzar su blanco, al tiempo universal de todo el mundo expulsar, como a un mal sueño, a los vanos fantasmas del físico. Las evidencias naturales de la vida recuperan su lugar legítimo usurpado por las imposturas de la dialéctica; la libertad, impenetrable solamente para el espectador, se convierte de nuevo en lo que nunca dejó de ser para la conciencia, en la cosa más clara del mundo, y la más simple. El bergsonismo representa, pues, el punto de vista de una conciencia que toma necesariamente partido. Eso es lo que quiso decir Bergson cuando definió su intuición como una simpatía. Todas las veces en que nuestra alma está en juego, la exigencia de simpatía se hace presente para recordarle al filósofo que ya no se trata de un problema cualquiera, sino que es cuestión de un debate en el que estamos comprometidos por entero, en el que somos, a la vez, juez y parte, en el que debemos revivir, rehacer y recrear, en vez de conocer. Como dice Pascal, se trata de nosotros mismos; los espíritus vigorosos simulan despreciar en la intuición el embotamiento vegetativo del espíritu, la confusión del sujeto y el objeto. Pero la intuición sería, simplemente, el espíritu definitivamente entregado a sí, la certidumbre plenaria de un saber enteramente presente a sí mismo; por tanto la intuición, que es simpatía, se nos manifiesta como un género de parcialidad filosófica que no es sino una imparcialidad superior: el espíritu, liberado de toda jurisdicción heterónoma, es, en un mismo momento, espectador y espectáculo. Haciendo caso omiso de las contradicciones que obsesionan a la inteligencia desdoblada, se abre hasta convertirse en Conciencia. ¿No es la intuición, acaso, un primario comprometerse de toda el alma?

El libro de Durée et simultanéité nos ofrece, a este respecto, una de las respuestas más claras.58 En esta obra, las paradojas de Einstein obligan a Bergson a hacer de una vez por todas la distinción entre real y ficticio. Es real todo lo percibido o perceptible. Para saber si una cosa es real basta con averiguar solamente si constituye o podría constituir el objeto de una experiencia actual del espíritu; no hay otro signo de verdad más que esta posibilidad que tiene un hecho real de ser experimentado o vivido por una conciencia. Por ejemplo, una simultaneidad real es la de dos acontecimientos que pueden captarse en un solo acto instantáneo del espíritu. Un tiempo real y concreto es un tiempo percibido inmediatamente por nuestra conciencia. Más generalmente, una idea es efectiva en la medida en que está verdaderamente presente al espíritu; el único indicio de “efectividad” es esta presencia misma; entendiéndose la palabra, a la vez, en su sentido temporal “el presente”, y en su sentido físico de παρουσία. Es esa una idea que la lengua rusa expresa especialmente bien: mientras que nuestra palabra “realidad” se deriva de “res”, que designa a la Cosa, es decir, a lo que ya está hecho, dieistvitelny sugiere la idea de una actividad drástica (dieistvovat, dielo) que expresa la colaboración viva del espíritu para destacar los hechos y la presencia vivida de los hechos en el espíritu.59 Efectivo, en este sentido, significaría primero eficaz; ahora bien, como han mostrado Henri Poincaré y Le Roy, el “hecho” es menos lo dado que la obra ideal del espíritu. Henos aquí en situación de separar, sin equívoco, lo efectivo y lo ficticio. Lo efectivo se opone a lo ficticio como lo real al símbolo, o también como lo “vivido” a lo “atribuido”. De tal modo, en Durée et simultanéité hay toda una tabla de antítesis cuya lista no carece de interés. Por una parte, las realidades vividas del filósofo o del metafísico; por otra parte, todos los símbolos de la física, todas las abstracciones del conceptualismo nocional. Real o metafísica será la duración que experimento personalmente en el interior de mi “sistema de referencia”; simbólicas serán las duraciones que, según me imagino, son vividas por viajeros fantasmagóricos, los movimientos que atribuyo a la flecha, a la tortuga y a Aquiles. Por las mismas razones, el movimiento que el físico Thomson atribuye a sus átomos-torbellinos no es sino una “relación entre relaciones”, una concepción del espíritu y no un acontecimiento real.60 La distinción de lo real y del símbolo se reduce, en suma, a la distinción de lo inmediato y de lo mediato. Lo real es el conjunto de las presencias que “percibo” (en el sentido de Berkeley) directamente, y por un simple contacto del espíritu con sus propias experiencias. Pero un símbolo se concibe más que se percibe, suponiendo ese desdoblamiento o, como hemos dicho, aquella distancia que, como es preciso confesar, es la condición de la sangre fría intelectual. Por tanto, concebir es, cuando mucho, percibir una percepción; es una percepción de segunda mano, una percepción a la segunda potencia, en la que el error tiene oportunidad de deslizarse, tal como la negación es una afirmación respecto de una afirmación, o un juicio con exponente.61 El pensamiento simbólico, por tanto, no bebe lo real en su fuente: se contenta con una réplica que su simplicidad abstracta torna manipulable, pero que carece de la frescura del original; se condena a la incertidumbre que ataca a todo simbolismo inconsciente, a todo pensamiento ausente de sí. Mientras que la percepción inmediata es, de golpe, el pensamiento de las cosas, el concepto no es directamente sino el pensamiento de otra percepción, artificial y fabricada: ha renunciado a conocer para siempre todo lo que no sean sucedáneos de lo real, captados a través de un mediador interpuesto.

 

Por tanto, en presencia de una idea, de una teoría, de una noción, lo primero que habrá que preguntarse será si corresponden verdaderamente a alguna cosa pensable.62 Esta preocupación esencialmente nominalista que Bergson trae a todas las discusiones nos entregaría, sin duda, el secreto de su argumentación, tan elegante siempre, tan sutil, tan persuasiva. Por eso la crítica bergsoniana emplea tanto ingenio en disipar los seudoproblemas que surgen en torno de las seudoideas.63 El problema de la libertad, el problema de la nada alimentan a toda una multitud de vanas querellas y de teorías opuestas, que sus partidarios defienden gravemente, creyendo pensar en algo cuando en verdad no piensan en nada. No son sino fantasmas y vértigos64 comparables al “cinematógrafo interior”, mediante el cual la inteligencia será, a fuerza de aturdimiento, la ilusión del movimiento. He ahí uno de esos vértigos intelectuales que Bergson está resuelto maravillosamente a deshacer en las teorías más variadas, y cuyo diagnóstico revela un método por completo nominalista.65 El espíritu negándose a colocarse en alguna parte, salta de una idea falsa a otra idea falsa, “como el gallo entre dos raquetas”,66 sin pensar nunca en nada positiva y particularmente. En este equívoco podríamos volver a encontrar fácilmente el círculo vicioso que es la maldición del genetismo fabricador y retrospectivo. Tal es el “paralogismo psico-fisiológico”, en el que Bergson descubre con admirable penetración este escamoteo intelectual: el paralelismo idealista se torna realista precisamente en el momento en que se ve la contradicción de su idealismo; pero el realismo, a su vez, se apresura a volverse idealista en el momento en que va a estallar su absurdo. El paralelista saca provecho de esta confusión, y explota este va y viene: nunca está equivocado; puesto que no se le puede atrapar en ninguna parte es un ilusionista que, en el momento en que va a ser sorprendido en el acto, se encuentra ya en otra parte. En realidad, no piensa nada: está a caballo sobre dos ideas igualmente falsas que se reclaman la una a la otra. Un prestigio análogo aparece en la interferencia entre dos géneros de orden, el orden vital y el orden mecánico, que el pensamiento niega simultáneamente con objeto de crear un fantasma de desorden o de azar; sin embargo, uno por lo menos de los dos órdenes subsiste necesariamente cuando el otro desaparece: por tanto, su doble exclusión, como el paralogismo psico-fisiológico, no es sino un pensamiento vacío, un negarse a ponerse.67 De igual manera, aun para crear el ídolo de la nada, suprimimos a la vez la realidad exterior y el mundo interno, aunque se pueda negar a una sin poner al otro y viceversa: esa doble negación es también fantasmagórica e impensable.68 El pensamiento nihilizador trata a su nada unas veces como una Nada de la que se enorgullece en sacar el mundo entero mediante sus prestigios, y otras veces como Alguna Cosa, y aun como un Todo, del que no es sorprendente que procedan todas las cosas, puesto que todas ellas estaban previamente contenidas en él. ¿Qué digo? Esta nada tan borrosa es todo y nada a la vez, y la niebla de ambigüedad que envuelve al ser con su no-ser y al no ser con su ser torna plausibles los prodigios más maravillosos. El mismo juego ilusorio de una inteligencia a caballo sobre dos conceptos medianeros aparece en el juego de manos que envía al espíritu del biólogo de la idea de una actuación mecánica a la idea de una adaptación activa, o que oscila entre los dos sentidos posibles de la palabra “correlación”. Pero no acabaríamos nunca de enumerar todos los problemas en que la dialéctica bergsoniana descubre una oscilación de esta clase. Tal es el problema característico de las ideas generales:69 la generalización va acompañada por fuerza de la abstracción que, a su vez, supone la generalización; de manera que el nominalismo, que define a la idea por su extensión, culmina en el conceptualismo, que la define por comprensión. Pero el conceptualismo, a su vez, no se defiende sino a condición de convertirse subrepticiamente en nominalismo. Por tanto, el espíritu se halla siempre en el aire, entre los dos; cada una de las dos teorías, en el momento en que se la va a agarrar, realiza la pirueta y toma el rostro de la otra. Esta inversión, ¿no ilustrará curiosamente el juego de los contrarios, que Jean Wahl estudió con tanta penetración en el pensamiento de Hegel? Se nos señala la misma ambigüedad entre dos concepciones de la causalidad, una dinámica, otra mecánica; y, en los físicos, entre dos concepciones de la relatividad, una abstracta, otra con imágenes, entre dos géneros de simultaneidad, la simultaneidad conceptual y la simultaneidad intuitiva.70 Toda esta mitología es favorecida por el lenguaje.71 La palabra, vacía de pensamiento y de intuición, tiene la propiedad, si lo deseamos, de no versar sobre nada; puede estar, a la vez, por doquier, es decir, en ninguna parte, y estar suspendida en el aire, a medio camino entre dos ideas. Como el concepto representa virtualmente a una infinidad de cosas particulares, creeremos seriamente, al pensar, que pensamos en algo, siendo que no pensamos en nada.

El bergsonismo es, pues, un nominalismo declarado, y se ha tenido razón en señalar las afinidades con la filosofía de Berkeley. Como este último, Bergson excluye resueltamente el fantasma de una materia oculta o neutra sin relación con nuestra conciencia. La materia, inclusive cuando creemos concebirla absolutamente, no es otra cosa, como veremos, que la percepción pura, es decir, realidad espiritual aún, y presencia efectiva; existe una intuición, aunque sea de un género totalmente distinto que el de la intuición puramente espiritual. Ahora bien, para decirlo en el lenguaje de Durée et simultanéité, no hay intuición sino de las cosas percibidas o perceptibles. Renunciemos pues, de una buena vez, a todo “incognoscible”, a todo ente de razón, a todos los universalia genéricos del conocimiento por conceptos. Por las mismas razones, el trabajo de la crítica bergsoniana consistirá en buscar lo que obtendría una conciencia “no prevenida” (esta palabra, tan cartesiana, se halla en el Essai)72 que quisiera purgarse de los recuerdos acreditados en nosotros por el hábito, el lenguaje, los prejuicios tradicionales o, como dice Descartes, los cuentos de las nodrizas. La intuición de la cualidad pura nace de esta purificación, tal como el ídolo de la nada desaparece para cualquiera que haya reconocido que la materia no es ni un ὑποχειμενον amorfo, ni una sustancia indeterminada o indiferente a toda determinación. En este sentido, pero sólo en este sentido, el bergsonismo sería, como se ha repetido hasta la saciedad, un “impresionismo”. El Elstir de Proust73 quiere también disociar lo sentido y lo sabido, disolver el agregado de razonamientos que sustituye a la visión ingenua de las cualidades. Lo que esta doctrina nos pide es una suerte de ingenuidad filosófica, profunda a fuerza de ser inocente y superficial, y que nos volvería a poner en presencia de las cualidades inmediatamente percibidas. La cualidad saca todo su valor de sí misma, de su propia especificidad irreductible, y no de su relación con algo que no es ella; exige ser conocida en sí;74 con la originalidad sui generis e incomparable de la cualidad, es necesario hablar el lenguaje de la cualidad. Los hechos percibidos, para justificarse, no esperan la investidura de alguna autoridad trascendente, la sanción de una entidad absoluta: se justifican por la fuerza irresistible de su sola presencia, por el valor insustituible que se vincula a las experiencias efectivas y actuales. De tal modo, el filósofo se rodea, sin esfuerzo, de verdades inquebrantables y de evidencias persuasivas; abandona la carga de la prueba a quienes las ponen en tela de juicio75 y que prefieren pedirle al razonamiento apodíctico la limosna de una certidumbre por siempre flaca y frágil. Sólo las experiencias vividas se comprenden por sí mismas; y esto es tan verdad que a la intuición, y sólo a la intuición, deben los simbolismos la poca realidad que poseen. Si el instante del matemático no se reduce por completo al punto geométrico es porque lleva consigo un recuerdo de ese tiempo real, que los artificios de nuestra inteligencia no han logrado desfigurar completamente. Y, de la misma manera, la simultaneidad abstracta, por inhumana que sea, toma de la simultaneidad intuitiva el remedo de realidad que conserva. Más generalmente, el tiempo matemático, que ya es tan poca cosa, no sería nada de nada si el verdadero devenir no se encontrara allí, perpetuamente, para “temporalizarlo”, para infundirle un poco de calor y de vida. Esta simbólica de mala ley, que adultera tan gravemente a nuestra verdad interior, se deja conquistar, a su vez, por el contagio benéfico de la intuición; la “cuarta dimensión” no subsiste, de tal modo, sino en virtud de una vitalidad disminuida que pide en limosna a la intuición verdadera. La intuición dispensa la vida aun a las ficciones que aspiran a expulsarla; y como el concepto no respira sino en una atmósfera de intuición, como el discurso no avanzaría sin recurrir a la intuición,76 así todo lo que nuestro espacio, todo lo que nuestras caricaturas de duración tienen de sólido proviene del espíritu que hacen todo lo posible por maltratar.

Devenir

Por tanto, si consultamos un pensamiento “no prevenido” y totalmente presente a sí, si expulsamos a los ídolos de la distancia que interceptan nuestra mirada y nos alejan de nosotros mismos, he aquí el descubrimiento que haremos. El hombre es un no sé qué de casi inexistente y de equívoco que no está solamente en el devenir, sino que él mismo es un devenir encarnado, que es por completo duración, que es una temporalidad ambulante. Ni es ni no es: por tanto deviene... Οὐκ ἔστιὐ, dice Aristóteles del tiempo,77 ἤμὸλις καὶ ἀμυδρῶς... Τὸ μὲν γἀρ αὐτοῦ γέγονε καὶ οὐκ ἒστι τό δὲ μέλλει καὶ οὒπω ὲοτίν. No es lo que es, y es lo que no es, ya no es y no es todavía, pues lo mismo deviene siempre otro por estados de conciencia que se encadenan conforme a un devenir ininterrumpido, sin relación con el número. Para designar a este encadenamiento, Bergson se vale de la palabra organización, que permitirá comprender mejor ahora el análisis que hemos hecho de las totalidades orgánicas. En primer lugar, “la organización” supera la alternativa del Mismo y del Otro. Son falsos problemas las aporías relativas al Uno y al Plural, que discuten el Filebo y el Parménides. Bergson ya no se sorprenderá de que el Uno pueda ser múltiple y de que varios puedan ser uno;78 la vida se divierte con contradicciones que son la desesperación de la inteligencia. El devenir, mezcla de ser y de no-ser, ¿acaso no excluye al principio del tercero excluido? Es que, al ordenarse en la duración vivida, la vida ya no tiene que optar entre lo uno y lo múltiple, entre lo idéntico sin matices y la alteridad sin coherencia: Bergson no da la razón a ninguno de estos dos contrarios, como no da la razón ni a la causalidad ni a la finalidad unilaterales. Para ella no hay dilemas insolubles. Ya lo señalaba Schelling: la vida es mil veces más ingeniosa que la filosofía dogmática, que tropieza con el principio de disyunción y se deja descuartizar entre los extremos. En primer lugar, la vida no tiene que escoger, precisamente porque dura. Los cuerpos materiales que no envejecen, sino que subsisten en la intemporal yuxtaposición de sus partes, seguirán siendo eternamente homogéneos o eternamente múltiples, según que adopten la forma de la unidad o la de la pluralidad. Esto no tiene remedio. ¿Pero qué impide que la misma conciencia sea una hoy y varias mañana? El tiempo no tolera los predicados definitivos; presta, pero no da nunca: mancipio nulli…, omnibus usu. Pero si el tiempo anula de buen grado sus propios dones, es también el gran curador: es el que cicatriza las heridas, lubrica, fluidifica y apacigua las contradicciones dolorosas, diluye los conflictos insolubles, pone en la unidad brutal la sonriente variedad. Los contradictorios, incapaces de coexistir uno eodemque tempore pueden por lo menos sucederse. Uno primero y el otro después: tal es la trampa de futurición que hace imposible la contemporaneidad del todavía no, del ahora y del ya no: ¡había que pensarlo! La absurda contradicción, que es un mal, cede su lugar a la negación escandalosa, que es un mal menor. La sutileza inagotable, el ingenio de las soluciones temporales desconciertan a la inteligencia, porque la inteligencia no está hecha para comprender lo sucesivo y se encierra de buen grado en el impasse de los incomponibles, de los incompatibles y de los inconciliables. ¿No sabemos, sin embargo, que la personalidad evoluciona, por divergencia e irradiación,79 desplegando poco a poco una pluralidad de tendencias primitivamente comprimidas en la unidad de nuestro carácter virtual? La imagen del haz se halla por doquier en Bergson. Y como la persona, por entero, se complica en tendencias múltiples, así cada tendencia, considerada aparte, en el interior de la persona prolifera en emociones variadas que enjambran, a su vez, a lo largo de nuestra vida, una multitud de sufrimientos cada vez más particulares. La evolución, en general, no es sino este pasaje continuo de lo uno a lo múltiple, este florecimiento progresivo de una identidad que madura hasta convertirse en pluralidad. Pero, al mismo tiempo que la unidad estalla en tendencias particulares, estas últimas se reabsorben, a su vez, mediante un movimiento inverso y proporcional; la pluralidad cicatriza, valga la expresión, a medida que se va dislocando la unidad. De tal manera, la conciencia nos ofrece en todos los momentos de su devenir el espectáculo de una identidad rica y variada, como dice Schopenhauer, de una concordia discors en la cual ni lo uno ni lo múltiple abstractos pueden prevalecer con superioridad definitiva. La idea criticista de la síntesis recobra un sentido admirablemente claro, nuevo y espiritual. La unidad del espíritu es una unidad “coral”, como la unidad “conciliar” de la Sobonorst, según Serge Troubetskoi, S. Frank y el eslavofilismo ruso;80 es decir, reposa en la exaltación de las singularidades y no en su nivelación; no reina en el desierto de las multiplicidades concertantes, pues es victoria perpetua sobre la alteridad, y no identidad solitaria. Por tanto, el tiempo no es simplemente la ausencia de contradicción; es más bien la contradicción vencida y perpetuamente resuelta; mejor todavía: es esta resolución misma, considerada bajo su aspecto transitivo. De ahí el espesor, la plenitud concreta y la animación del devenir: la unidad nunca acaba de meter en razón a las originalidades recalcitrantes, porque no se puede sofocar fácilmente la protesta de lo múltiple.

 

Por otra parte, la duración supera la antinomia de lo continuo y de lo discontinuo, como supera la antinomia de lo uno y de lo múltiple, como la metafísica de Jean Wahl se coloca más allá de la antítesis. Cierto es que nuestro tiempo vivido, como el espacio del pintor Eugene Carrière, es la continuidad misma; pero esta continuidad no excluye –qué digo–, supone necesariamente la heterogeneidad fundamental de los estados que organiza entre sí. Y, recíprocamente, el espacio homogéneo se presta, por su propia homogeneidad, a las discontinuidades más tajantes. Ahí tenemos a la segunda paradoja del devenir. En el espacio desnudo no se encuentran esas articulaciones naturales, esas grandes divisiones orgánicas que delimitan, desde dentro y desde fuera, a los individuos de un grupo, a las partes de un cuerpo vivo, a los sentimientos de una conciencia. El espacio desnudo es el reino de la uniformidad, la χώρα desértica, sobre la cual podremos practicar tales particiones arbitrarias, tales fragmentaciones ficticias, cuya utilidad nos habrán revelado las exigencias de la acción. Este espacio desnudo no manifiesta, por sí mismo, ninguna preferencia por determinadas clases de divisiones con exclusión de las demás. Ante esta indiferencia, no tenemos más que expander la extensión material conforme a nuestras necesidades; la partimos en pedazos a los que llamamos cosas, cuerpos, fenómenos. A esto se llama la división. ¿Acaso Plotino y Damascio no hablaban ya de un μερισμός?81 La duración, por el contrario, es heterogénea, pero no fraccionable. La división es una operación artificial que la inteligencia practica sobre sus propias obras, y que el espacio puede soportar precisamente porque el espacio es tregua, abstracción de la inteligencia. Pero nuestra duración posee ya sus divisiones objetivas, y no soporta indiferentemente cualquier género de análisis. Por tanto, la duración es fundamentalmente heterogénea. Pero como nuestras burdas particiones no hacen mella en ella, decimos que es “continua”, expresando con ello que el análisis utilitario que la hace presa en el espacio resbala a lo largo del tiempo sin encontrar la menor fisura. En realidad, esta continuidad significa solamente esto: que el devenir no tolera una discontinuidad cualquiera. No significa de ninguna manera que el devenir se esfumine en la bruma o excluya toda suerte de variedad; la continuidad no es el flujo, ni la indiferenciación, y el tiempo es más indivisible que indiviso. Dicho de otra manera, no podemos cortar conforme a nuestra fantasía, aunque presintamos naturales y profundas distinciones. Lo continuo, en este sentido, es discontinuidad al infinito… es sobre todo este aspecto de disyunción y de determinación el que se manifiesta, a plena luz, en el bergsoniano de Albert Bazaillas82 o en el pluralismo de un James o de un Renouvier. Por lo demás, la unilateralidad pluralista parece ser mucho más bergsoniana que la otra, y, si hubiera que escoger, preferiríamos quedarnos, como James, con las “variedades de la experiencia”. Como dice Schelling, vacilando entre “heterusia” y “tautusia” o, quizá, entre politeísmo y monoteísmo: mejor lo demasiado que lo demasiado poco. Pero no hay que escoger, porque la vida no se encierra en dilemas escolares. De hecho, el pluralismo significa solamente que lo dado rebasa por todas partes a lo explicado y que la experiencia de la duración es una experiencia dramática. En el fondo, la “explicación” es siempre monista, y las particiones de que se vale representan simplemente la comedia de la pluralidad. Sabemos que no hay nada serio allá debajo, porque nuestras particiones son nuestra propia obra y si las practicamos es porque nos resultan cómodas. Ahora bien, estamos muy tranquilos, bien seguros de recuperar nuestra cara unidad, porque las particiones la suponen en vez de excluirla. Sustituimos la diversidad y la heterogeneidad de las cualidades por cortes convencionales que no comprometen gravemente la uniformidad del sistema. De tal modo, el espacio matemático parece fundamentalmente homogéneo, precisamente porque se ofrece a no importa qué discontinuidad. Llegamos hasta el final de la partición para que lo múltiple se destruya a sí mismo.

La partición regresa a la unidad, pero es porque, en el fondo, nunca ha salido de ella; porque su “plural” no es un verdadero plural; por el contrario, la heterogeneidad cualitativa del tiempo envuelve a la unidad en el momento mismo en que la contradice más violentamente, de modo semejante a como los opuestos coinciden en la experiencia mística. He ahí el misterio que debemos ahora aclarar. La unidad del devenir es resultado de una crisis aguda, de la que sale empapada y enriquecida. Bergson, al estudiar el esfuerzo intelectual, nos muestra luminosamente cómo esta unidad dinámica se opone a la unidad de una dialéctica modelada conforme al espacio.83 En la dialéctica horizontal o visual no hay más que una imagen, pero es representativa de objetos diferentes; en la dialéctica vertical o penetrante hay, por el contrario, una infinidad de imágenes para un mismo objeto. Esto quiere decir, creo yo, que en el primer caso hay progreso discontinuo a través de un mundo homogéneo, y veremos cómo la negación de la Nada explica, en Bergson, la negación de esta discontinuidad. A la inversa, en el segundo caso, son los universos atravesados los que por naturaleza son heterogéneos: sólo los liga la continuidad de esfuerzo mediante el cual pasamos del uno al otro. La unidad, en el primer caso, es sustancial y morfológica,84 por así decirlo, y es funcional en el segundo: porque no tiende aquí ya por principio a la identidad rígida de una forma, sino a la orientación de una cierta potencia y a la perpetuidad de un tema melódico, algo semejante a aquella voz interior cuyo canto inmaterial Robert Schumann experimentaba a veces la necesidad de anotar en sus hojas de piano, y que parece confiar a una “tercera mano” la armonía invisible oculta bajo las armonías visibles. En un sentido, es la diversidad la que sería más bien la ley de la dialéctica horizontal, y la unidad superficial del medio que adopta acusa más brutalmente todavía la pluralidad fundamental de su materia. Por una ironía singular, la unidad chata que no quería tomar en cuenta a lo múltiple permanecerá eternamente desgarrada, tal como se nos manifestó ya como eternamente solitaria; el tiempo, que es el único que podría coser sus heridas, ya no está allí; todas nuestras divisiones son mortales para él, porque todas son definitivas, incurables. Pero la diversidad cualitativa que descubrimos en la raíz de la conciencia se resuelve inmediatamente en la circulación de la duración. Y lo mismo ocurre con las tonalidades musicales: los universos tonales se dirigen a nuestra emoción como otros tantos mundos irreductibles; sólo el milagro de las modulaciones realiza la compenetración de estos universos incomunicables y la continuidad de esa voz interior que oía Florestan. Las discontinuidades se funden, sin perderse, en la profundidad de la dinámica modulante que las atraviesa. La densa cantinela, tendida de un extremo al otro del Capriccio de las Pièces brèves de Gabriel Fauré, ¿no es un ejemplo admirable de esta continuidad multicolor? La modulación implica, pues, como el esfuerzo por comprender, la intuición de un determinado espesor de originalidades por franquear. Por lo demás, sólo esta circulación espiritual puede resolver una diversidad tan profunda, pues sólo la vida puede ir más allá del conflicto de las contradicciones; y si la inteligencia mecánica opera en un mundo de homogeneidad es porque, como dispone solamente de la identidad estática, sería incapaz de superar tantas originalidades surgientes. Bergson hubiese aplicado de buen grado, a la mutación, el concepto del salto cualitativo, mediante el cual Kierkegaard85 explica el instante del pecado. La especificidad de las cualidades hace resistencia a la uniformidad de la cantidad.