Henri Bergson

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La óptica retrospectiva y el espejismo del futuro anterior

Debemos ahora definir la ilusión constitucional de la óptica intelectualista, es decir, de aquel modo de obrar que aplica a la interioridad métodos ideados para las existencias mecánicas. La reacción natural de la inteligencia en presencia de los problemas consiste en desmembrar a sus objetos para comprenderlos, o, como dice Descartes, en dividir las cuestiones. Pero esta actitud corresponde al momento primitivo del descubrimiento y el pensamiento heurístico tiende, dondequiera sea posible, a trocarse en pensamiento didáctico; por doquier, valga la expresión, el pensamiento propende a doctrinalizarse. Y como el análisis de las dificultades es relativo al saber que se busca, así lo es la recomposición de los seres a la ciencia que se ha encontrado. El espíritu que se halla en posesión de la ciencia constituida no adopta instintivamente sino las actitudes más reposadas, y se afloja hasta el agotamiento del movimiento adquirido, según un orden de exposición que va del más al menos. Ahora bien, llega a ocurrir que la preocupación de explicar lleva al pensamiento didáctico a avanzar, aparentemente, del menos al más, o de la parte al todo; pero esta síntesis doctrinal no es sino un mentís ilusorio a la ley de los mecanismos económicos que gobierna a la ciencia acabada; pues los elementos de que parte y que recompone no representan, psicológicamente, un verdadero minus por relación al todo que finge restaurar. Para que las partes de un todo sean realmente partes, es decir, para que sean pensadas como parciales, y, en consecuencia, para que su totalización pueda representar un verdadero agrandamiento psicológico, una dilatación del pensamiento, su anterioridad en el movimiento de síntesis debería ser no sólo ideal, sino cronológica, y proceder absolutamente al compuesto. Ahora bien, las partes desmembradas son, precisamente, más abstractas que el todo y provienen, en el interior de la ciencia acabada, de un análisis previo; o, mejor dicho, son menos “partes” concretas que elementos elaborados, derivados, extraídos reflexivamente de una totalidad primitiva en el transcurso del avance problemático.21 Se obtienen las partes por una división espacial de las totalidades y estas partes reproducen la complicación del total. Pero los elementos son el término de un análisis intelectual y purificador que se ajusta a las articulaciones lógicas de las cosas. “El que quiere conocer y describir alguna cosa viva”, dice Mefistófeles al Escolar, “comienza por expulsarla del espíritu; entonces le quedan fragmentos en el cuenco de la mano: por desgracia, no falta más que el lazo espiritual.” De esta manera nuestro pensamiento propende a darse, lo más posible, estos elementos simples, puros y homogéneos, para trabajar sobre ellos con toda tranquilidad: puesto que, a pesar de su pureza formal, representan un dilatado esfuerzo anterior, y esto explica el carácter extensivo e inerte de la técnica combinatoria por medio de la cual el pensamiento los reúne; el movimiento de síntesis que rige su agrupamiento completa un análisis reductor y, por tanto, restaura una totalidad ya conocida. Podemos decir, entonces, que la inteligencia es el pensamiento de los elementos por cuanto parte de los elementos, απο στοιχειων y no se encuentra a sus anchas más que allí donde, habiendo logrado fragmentar las cosas en partes elementales, en conceptos o en átomos indivisibles, ya no tiene que manipular más que elementos. De tal manera proceden el evolucionismo de Spencer o el asociacionismo,22 que recomponen el todo con elementos tardíos y artificiales y ponen en lugar de las cosas concretas lo que la Introduction a la métaphysique llama el “equivalente intelectual” de la realidad. Es esta preocupación la que manifiestan también las psicologías “atomísticas”, la de Condillac o la de Taine23 y, en general, todos los sistemas cuyo propósito es recomponer las totalidades con elementos simples, sensaciones transformadas o choques nerviosos; ese es (en un campo en que el pensamiento de los elementos tiene ganada la partida) el ideal que opone a una física completa, respetuosa todavía de las cualidades y de los individuos, una física según la cual las sílabas de las cosas se reducen a στοιχεια homogéneos; la naturaleza, por entero, no sería sino una vasta “panespermia”, es decir, un almacén de semillas iguales al que bastaría con echar mano para reconstituir los cuerpos; y la ciencia se convertiría en un juego reposado para el espíritu; en cuanto a la filosofía, no sería, a su vez, sino una Ars combinatoria, un divertido reordenamiento de elementos ya conocidos.

Se responderá que el elemento es más simple que el todo y que lo simple de hecho y de derecho preexiste respecto de lo complejo. A este prejuicio Bergson opone, al tratar otro problema,24 la distinción entre dos especies de simplicidad a las que, para abreviar, llamaremos simplicidad lógica y simplicidad cronológica. En el primer sentido, la condición es evidentemente más simple que lo condicionado, el principio más que la consecuencia, la razón más que los efectos y, añadiría yo, el elemento más que el todo; por tanto, la relación de lo simple con lo complejo es originariamente una relación ideal. Pero, en el segundo sentido, el único criterio de la simplicidad es el de la prioridad, en el orden histórico, de las experiencias vividas; es, por así decirlo, la autarquía interiormente experimentada y no la autarquía lógica o trascendente. Así diremos, en el primer sentido, que la idea de inercia es más “simple” que la de espontaneidad, justo como lo homogéneo es, para el mecanismo spenceriano, más “antiguo” que lo heterogéneo; y lo abstracto, más “antiguo” que lo concreto. Pero, con el dinamismo, diremos, en el segundo sentido, que la espontaneidad es más simple, porque desde dentro (y en Bergson no se encuentra una instancia superior a ésta) nos conocemos inmediatamente como libres. Por lo tanto, diremos, tenemos la simplicidad ingenua y la simplicidad sapiente, la simplicidad concreta y, por así decirlo, genealógica, que es la vida experimentada, y la simplicidad abstracta, aquella que nos damos al alejarnos de los hechos positivos. La simplicidad abstracta no es sino lo real empobrecido, denudado, reducido a la uniformidad. Pero la vida,25 bajo la unidad de un movimiento por completo natural y casi insignificante, guarda promesas infinitas de complicación y de multiplicidad; no es insípida, incolora e inodora como la simplicidad abstracta. Esta última no es primera sino en cuanto πρὸς ήμᾶς en apariencia y para el ojo, o dicho de otra manera, para aquella parte óptica de la inteligencia que no hace presa más que en las superficies; para el ojo son las letras anteriores a las palabras, puesto que, en verdad, nadie ha comenzado nunca a hablar con letras para aglomerarlas luego en palabras; y, de manera semejante, para el ojo las palabras preceden a las frases, puesto que ¿hay acaso quien haya visto emplear palabras antes de organizarlas en frases, por incorrectas y cojas que estas puedan ser? Las gramáticas, que nos exponen doctrinalmente la ciencia realizada, enseñan primero el alfabeto, luego la morfología y después la sintaxis; pero este orden didáctico es un orden de fabricación que presupone un dilatado trabajo anterior, y lo que en este trabajo de elaboración inventiva aparecía como “elemental” no era el átomo alfabético, fruto secundario de una abstracción, sino que eran totalidades habladas; prueba de esto es que los “métodos directos”, cuyo fin es acelerar el aprendizaje de las lenguas vivas, se esfuerzan en imitar el orden viviente y en crear lo más rápidamente posible esas totalidades habladas gracias al manejo simultáneo de todos los seres gramaticales: sustantivos, verbos, conjunciones... En vez de insistir en que es preciso terminar de leer una gramática antes de comenzar a hablar, pues no hablamos solamente con adjetivos, ni solamente con preposiciones, ni solamente con pronombres, estos métodos quieren darnos desde un principio la totalidad de la frase, y la despliegan luego con una precisión creciente.26 Por lo demás, obsérvese que las letras y las sílabas tienen solamente una realidad gráfica; oralmente, es decir, en la vida del lenguaje, no hay letras, ni sílabas, sino relaciones, movimientos intelectuales que se esfuerzan para expresarse; inclusive las palabras mismas no tienen mucha más realidad que la escrita o visual; puesto que en la lengua hablada las palabras empleadas aisladamente son casi siempre proposiciones implicadas o “gestos” verbales, esto es, totalidades aún, pero totalidades en las que la distinción mental de sujeto, cópula y predicado no se ha articulado en discurso: ¿acaso no señala el propio Bergson en las palabras una “tendencia natural a anostomarse en frases”?27 Las palabras, extractos de la proposición que, como observa Delacroix,28 es la unidad verdadera del lenguaje, se tornan átomos indiferentes e indeterminados; pero todas estas generalidades, que se entrecruzan en virtud del juego de las relaciones gramaticales, adquieren un sentido preciso y particular. Por eso el esfuerzo intelectual va del sentido a los signos, y no del signo al sentido: nuestras ideas no son pensables sino en el interior de un contexto espiritual que las orienta. Cuando se trata de comprender una palabra extranjera (y aquí extranjero quiere decir, sobre todo, aislado), forjamos para ella, de cierta manera, un contexto posible, un medio en que podría tornarse intencional y significativa. Es esta totalización infinita la que, en la música, reconstituye la melodía entera alrededor de cada nota, de igual manera que la curva entera dormita en cada uno de sus segmentos,29 tal como un fragmento infinitesimal de hipérbole es ya hiperbólico, tal como cada palabra implica el sentido total y restituirá, si la ahondamos, la frase que expresa este sentido. De esta manera se explica la importancia de la cópula. La cópula es frase naciente. No es ella la que se añade al sujeto y al predicado: son estos últimos los que descontamos de ella; tenemos allí un fenómeno de polarización interior que Le Roy compara a la división celular. El prólogo, dice Unamuno,30 ¿no es posterior al relato?

 

Por tanto, tenemos razón en decir, a pesar de todo lo que el orden gramatical de composición tiene de satisfactorio para nuestra óptica intelectual, que el organismo es realmente más antiguo que sus elementos: πρεσβυτερον, en la acepción propia del término; es decir, a la vez más primitivo y más venerable. Los seudoelementos del mecanismo, nos dice el Essai,31 proceden en general de “la fusión de varias nociones ricas que parecen derivarse, y que se neutralizan la una a la otra en esta fusión, tal como una oscuridad nace de la interferencia de dos luces”; Goblot no decía otra cosa cuando exponía, hace poco, las razones por las cuales el estudio del concepto –juicio “virtual”– debía seguir y no preceder, como quiere la tradición lógica, al estudio del juicio. En efecto, las más de las veces los elementos idealmente puros sobre los que opera la inteligencia son los “depósitos” de un movimiento que preexiste respecto de ellos; y, al denunciar su origen tardío, lógicos y psicólogos no han hecho sino desplazar el centro de gravedad del resultado purificado hacia el esfuerzo purificador, del producto simplificado hacia la dinámica simplificadora que en él se acaba y muere. No hay, dice Brunschvicg, términos simples anteriores al juicio, puesto que el término es relación. Los conceptos, esas monedas de los cambios intelectuales, no preexisten respecto de las relaciones mentales sino por licencia de la ficción y para quienes, apartándose de su historia, los manipulan en una suerte de pasividad intemporal. Por tanto, la atribución es más antigua que los atributos y la simplicidad lógica es siempre un terminus.

La confusión de lo primitivo y de lo elemental se nos ofrece bajo un doble aspecto: primero la construcción “αρο στοιχειων” o, como dice el propio Bergson,32 la fabricación, son absolutamente legítimas mientras interesan a los mecanismos; las máquinas están compuestas por “piezas” simples y no hay manera de “montarlas” de otra manera; como, en efecto, no hay nada más en la totalidad morfológica de un sistema material que en la suma finita de sus partes reunidas, se puede reconstruir esta totalidad mediante una enumeración completa y, por así decirlo, “sin cociente” (restos). Y, sin embargo, bien sabemos que esta síntesis tiene un valor puramente demostrativo y pedagógico, y de ninguna manera genético: remedamos la construcción y reconstruimos conforme al orden indicado en filigrana por un análisis latente. El soldado que arma su ametralladora podría tener la ilusión de que la fabrica, si no obedeciese dócilmente a relaciones mecánicas preformadas ya en la construcción de la máquina y en el ajuste mutuo de sus piezas. En efecto, tal es la oposición íntima que hay entre las partes de un organismo y los elementos de un mecanismo: aquéllas (por ejemplo, una sensación) son verdaderos microcosmos, entidades autónomas, aunque reflejan, como diría Leibniz, el universo entero “inmanentemente”. Y a la inversa, estos últimos, aunque simples y puros, son absolutamente complementarios los unos de los otros; son funciones, como los conceptos de Goblot, y su solidaridad pone de manifiesto su elaboración real; de otra manera, la recomposición sería un azar maravilloso y un milagro continuo en vez de ser un juego y un efecto de técnica.33 Aplicado a la vida y a las cosas de la vida, este artificio no tendrá siquiera el interés de una verificación, porque no hay aquí partes exteriores las unas respecto de las otras, y porque la organicidad, en cierta manera, se halla por doquier presente; todo análisis del espíritu sufre, por tanto, la atracción del infinito,34 tal como, inversamente, toda síntesis de los elementos del espíritu debe renunciar a componer por pedazos la realidad espiritual. Un estado de alma no es aritméticamente igual a la suma de sus elementos: no es un plural, sino una unidad original y concertante, un “individuo”.

Segundo, la esencia de la “fabricación” es presuponer algo que no se declara, hacer la comedia de la síntesis y operar con el participio pasivo de pasado, nunca con el participio activo de presente. La fabricación, como tal, es siempre una operación retroactiva, tal como el orden de exposición, que simula la síntesis, es un orden retrospectivo por entero posterior a la invención. Al confundir este orden con un orden de generación, la inteligencia es víctima del engaño, para decirlo con la expresión de Renouvier, de una “idolología” que nos inclinamos a considerar casi como el pecado intelectualista por excelencia; por su parte, Bergson no dejó de denunciar más o menos implícitamente a este ídolo en todos los problemas de la vida.35 Es lo que propongo que llamemos la ilusión de retrospectividad. La inteligencia, dice Bergson,36 mira eternamente hacia atrás; el retardo constituye, diré yo, su debilidad natural. La inteligencia retardataria no es competente sino en las cosas realizadas, y los símbolos con que opera son siempre posteriores al acontecimiento. Este método no ofrece sino ventajas cuando se aplica a los seres sin duración y sin memoria que forman el reino de la materia. No hay aquí, entre durante y después, diferencia profunda, y se puede decir que nunca es demasiado tarde para conocer las cosas sin duración. Pero los seres que devienen, que “llegan a ser”, tienen pasado y futuro. Aquí ya no es lo mismo, de ninguna manera, llegar “durante” el acontecimiento, o “después” de él, estar más acá o más allá, o sorprender el instante presente en su flagrancia in vivo y sobre el hecho. Mejor todavía, hay un χαιρóς, un acontecimiento irrevocable y único, como todos los acontecimientos, y esta circunstancia nueva nos impone una obligación de oportunidad que la materia ignora. En seguida será demasiado tarde, y la ocasión perdida no volverá a presentarse jamás; según que sea yo contemporáneo de estos acontecimientos o que sea posterior a ellos, me daré un conocimiento verídico o ilusorio: durante el hecho, y en el momento mismo, se me presentan con toda la vivacidad y el frescor de una experiencia particular, presente, efectiva; después de la acción y en la perspectiva del pasado se vuelven, por el contrario, generalidades indiferentes e inactuales. Por tanto, la inteligencia está retrasada perpetuamente respecto de la viva duración; no obstante, intentará representarse, en el futuro anterior, la manera como las cosas debieron ocurrir para conformarse a su propio esquema de inmovilidad. ¿No es el futuro anterior un porvenir tornado ficticiamente pasado por anticipación? La ilusión retrospectiva no es sino esta ficción. Simultáneamente anterior y por venir, el futuro anterior es el tipo mismo de los anacronismos que nos prohíben tener una visión síncrona del presente: incapaz de recuperar el atraso, la conciencia póstuma deja escapar para siempre las ocasiones milagrosas de la contemporaneidad. En nuestro retardo perpetuo respecto de la vida, en esta torpeza de nuestras reconstituciones, el libro de Le rire descubre la fuente principal de lo cómico.37 Casi todos los seudoproblemas tienen que ver con esta marcha intempestiva. En virtud de que no dejamos de ser contemporáneos de la evolución, nacen los ídolos teleológicos que nos hacen creer en una finalidad inteligente de la vida. Porque nos situamos después de la perfección realizada nos parece que el recuerdo debe sucederle a manera de eco amortiguado.38 Libertad, movilidad, finalidad no son absurdas o milagrosas, por lo tanto, más que fuera de estación y retrospectivamente. Si renunciásemos de una buena vez a mirar hacia atrás, veríamos al recuerdo acompañar constantemente a la percepción como una realidad original, a la vida irradiar en cuerpos organizados que más que expresarla la encogen y reducen. Pero esto es pedirle a nuestra inteligencia un duro sacrificio. Como dice Berkeley,39 levantamos la polvareda y luego nos quejamos de que no vemos. La ilusión de retrospectividad aparece –inclusive cuando se trata de máquinas– en cuanto pretendemos hacer la psicología de la invención con las recetas de la fabricación; es esta la ilusión en virtud de la cual, una vez acabado el movimiento de expansión que culmina en los términos “simples”, invertimos, sin darnos cuenta, la dirección de la vida y decretamos que el término debería ser el punto de partida, puesto que, como es el más inteligible para la razón, debería ser también el principio de una filiación real. La ilusión retrospectiva consiste, como vemos, en abandonar el haciéndose en colocarse después del hecho y en practicar a posteriori una pequeña reconstrucción justificativa, gracias a la cual abstractos tardíos se tornarán primitivos únicamente porque son simples y pobres. Hay en este escamoteo intelectual algo análogo a las formas de razonamiento afectivo que Ribot, según Pascal, estudiaba en su Logique des sentiments: justificación y defensa, ¿no tienen como carácter común el estar fundados en una creencia? La esencia del razonamiento justificativo consiste en simular obtener lo que ya está por completo puesto, en simular una conquista dialéctica espontánea ahí donde no hay descubrimiento primario y actual, sino restauración secundaria y retrospectiva. La demostración verdadera se declara y se conoce a sí misma como demostración porque prueba una tesis explícitamente anterior; pero la justificación es una demostración vergonzosa que, en vez de declarar sus pruebas, las mete de contrabando. El arte del abogado, por ejemplo,40 descansa sobre una ficción: y es que el defensor llegará a tal conclusión llevado por la virtud interna de los argumentos, siendo que llega a ella porque la conclusión misma lo quiere. Es en este sentido como podemos hablar, con Ribot, de una teleología apasionada, y veremos más tarde por qué Bergson ha recusado la finalidad así comprendida.

Considerada en toda su amplitud, la ilusión retrospectiva es una ficción cuya importancia social y cuya desastrosa tenacidad mal se pueden exagerar. Verdaderamente es el “ídolo” por excelencia: traslada a la fabricación la virtud de la organización y, a fuerza de logicizarnos, nos impide conocernos a nosotros mismos. La mujer de Lot, al mirar hacia atrás, se convierte en estatua de sal, es decir, se vuelve una estatua inanimada y estéril. Orfeo, al mirar atrás, pierde para siempre a la que ama. Si queremos expulsar el enjambre de los prejuicios retrospectivos, nos es necesario adoptar un movimiento por completo paradójico, cuyo acento y cuya virtud crítica se concentrarían en la conquista misma de estas totalidades que, para la inteligencia, son el producto secundario de una ficción. Este movimiento encontraría la totalidad, lejos de fingirla; es decir, que en vez de construir a los organismos a partir de sus elementos, los captaría primero y “globalmente” ἀρόως, como dice Plotino. Pero la captación actual, instantánea e inmediata de una realidad infinita por su riqueza y por su profundidad envuelve una contradicción aguda que no se resuelve sino fuera de la lógica. El acto de intuición disuelve la paradoja que surge y pone fin a la crisis.

La filosofía, al elegir como punto de partida la totalidad misma, se tornará central, o más bien centrífuga. Como dice Bergson, la disociación es más antigua que la asociación y el análisis más antiguo que la síntesis.41 Toda la virtud de la marcha filosófica se reuniría en el centro, en una intuición germinativa directamente experimentada. Hay muchísimo más en esta intuición que en los signos en que se expresa: y más en el esquema dinámico que en la obra acabada, en el sentido que en los sonidos y símbolos, en el pensamiento que en el cerebro y más, por último, en el impulso vital que en toda la morfología de todos los vivientes. Esta totalidad central encierra inagotables posibilidades que no se actualizarán: se niega a sí misma al determinarse. Para ir del centro a la periferia, por tanto, no hay que añadir, sino que más bien hay que suprimir; aunque una interpretación orientada conforme a este movimiento irradiante, lejos de tantear en lo arbitrario, marcharía con un paso seguro e infalible: pues quien puede lo más puede lo menos. Spinoza y Berkeley, de vivir en otras circunstancias, hubiesen escrito sin duda otras obras y formulado tesis distintas de las que conocemos: no obstante lo cual tendríamos el spinozismo o el berkeleyismo de igual manera.42 Nuestras tendencias se expresarán diversamente, según los factores accidentales que las drenan: no es esto lo que importa; lo que importa es el espíritu convencido antes de toda convicción, apasionado antes de toda pasión, resuelto antes de toda justificación.

 

Por el contrario, un pensamiento que funciona a la inversa, es decir, a partir de la periferia, se coloca en estado de inferioridad permanente: lejos de avanzar con toda seguridad con ese paso franco y directo que distingue al pensamiento centrífugo, es, como dice la Énergie spirituelle,43 continuamente errabundo, se halla siempre trabado. Esto es lo que le ocurre, por ejemplo, a quien explica el sentido por las palabras: como el mismo alfabeto miserable, con sus 24 letras, sirve para expresar los más profundos pensamientos de la filosofía y las inflexiones más maravillosas del sentimiento, se buscará en vano entender cómo tanta indigencia puede atraer a tanta riqueza; según qué ley, pobres sonidos, siempre los mismos, habrán de elegir en nuestra memoria entre tantos recuerdos delicados y pensamientos sutiles. A cada paso nuestro pensamiento fabricante tropezará con un azar nuevo: no dejará de invocar milagros. ¿No es, como dice Leibniz, “beberse el mar”? Hay que decir otro tanto del asociacionismo44 que recompone el espíritu con recuerdos inertes, indiferentes y equivalentes. La semejanza o la continuidad no explican lo que hay de esencialmente electivo en la evocación de un recuerdo o de una percepción. ¿Por qué este recuerdo y no este otro? ¿Por qué esta afinidad que muestran algunos recuerdos determinados con algunas percepciones determinadas? Bergson reprocha aquí al asociacionismo lo que el Leibniz finalista objetaba al Descartes mecanicista: que no explicaba de ninguna manera por qué tal mecanismo existía “de preferencia a los otros”.45 Es el potius quam que quiere ser explicado. ¿Por qué este agregado y no este otro? ¿Por qué una selección? A estas preguntas el mecanicista no puede responder sino invocando encuentros fortuitos, un feliz azar mil veces renovado; la reconstitución asociacionista queda de esta manera entregada a los caprichos de la suerte. Veremos más adelante que sólo la tendencia de una percepción a asociarse a un recuerdo, con vistas a la acción, proporciona la “razón suficiente” o “de conveniencia” de estas atracciones electivas. Al igual que el asociacionismo, la psicología atomística, que recompone la extensión con sensaciones inextensas,46 tropieza con la explicación del “mejor que”: no explica la preferencia de algunas sensaciones por determinados puntos del espacio, la determinación de un orden particular de extensión. Por último, el mecanicismo biológico, sobre todo en su forma neodarwiniana, al privarse del “principio interno de dirección”47 que le proporcionaría la idea de un impulso vital y central, se agota en restaurar la vida a fuerza de variaciones contingentes; perdido en este laberinto del organismo, cuya sutileza desafía a todos nuestros esquemas, se pierde en complicaciones costosas donde lo arbitrario disputa con lo fortuito. No quiere ver que el impulso es justamente ese principio simplísimo, económico, instantáneo que nuestras estimaciones aproximadas laboriosas imitan tan mal. La discusión del espacio-tiempo de los relativistas48 nos lo demostrará por añadidura: el pensamiento fabricante, al colocarse fuera de la generación real, que es siempre un llegar a ser único y bien determinado, admite por eso mismo una infinidad de procesos diferentes mediante los cuales sus ficciones se podrían haber construido igual de bien; y es que, en el fondo, fabricar consiste más en deshacer que en hacer: ahora bien, “lo que no podía construirse más que en un cierto orden, puede ser destruido de cualquier manera”. Rastrear el movimiento centrífugo de la organización será volver a encontrar, más allá del infinito número de operaciones posibles mediante las cuales se construye un autómata, el único trabajo efectivo que da como resultado un ser viviente. He ahí por qué, sin duda, nuestra inteligencia muestra una predilección tan grande por el “cualquiera”. Hace de la necesidad virtud. Siendo incapaz de alcanzar la realidad efectiva, se vanagloria de ello y pretende que su indiferencia ante lo real dilata hasta el infinito el horizonte de su competencia. Pretensión ilusoria. ¿A quién se le hará creer que mil posibilidades inexistentes valen lo que una sola existencia sólida y efectiva?

A decir verdad, el pensamiento fabricante rara vez se atreve a obrar con toda franqueza. Nadie le creería si pretendiera encontrar ἀρὸστοιχειων el alma, la vida, la libertad y todas esas cosas preciosas que se descubren solamente a condición de comenzar por ellas. Para darnos la ilusión, quien invierte el orden genealógico de las experiencias, quiera que no, a cada paso tiene que anticiparse a lo que vendrá después. Esta anticipación subrepticia es, en verdad, el escamoteo mecanicista χατ'εξοχήν. Como toda explicación, es descendiente, es decir, explica las cosas procediendo a fortiori o con mayor razón, y va, necesariamente, del más al menos. La filosofía, al contrario de los mecanicistas, no funciona sino tomando de las realidades superiores aquello con lo que alimentará precisamente la explicación que ella da. Se dirige al espíritu para capturar al espíritu y le roba su propia subsistencia. Por tanto, el círculo vicioso es su pecado fundamental,49 y se puede decir, con razón, que el mecanicismo es la presuposición permanente de la totalidad por explicar. En todas las ocasiones, Bergson denuncia este contrabando del mecanicismo: los que construyen el sentido con las palabras se dan las palabras ya significativas;50 los que yuxtaponen las sensaciones para obtener la extensión se dan, a escondidas, las sensaciones extensivas;51 es imposible engendrar el espíritu sin presuponer el espíritu y más tarde veremos que el propio escepticismo sucumbe a esta necesidad de emplear un pensamiento que pretende destruir: como dice vigorosamente Jules Lequier, a propósito de la libertad:52 “No se puede responder sino con la pregunta”. Y, de tal modo, el materialismo “perece en ese choque mortal entre lo que dice y lo que se ve obligado a hacer para decirlo”.53 Precisamente porque reconstituyen el movimiento del espíritu después de realizado el movimiento, los lógicos “saben” ya, y si parten, aparentemente, de los elementos para componer el todo, eso no es sino un artificio de profesor. En efecto, el acto de abstracción mediante el cual ponemos los “elementos” anticipa en nuestro espíritu la noción del todo, del que es, simultáneamente, la afirmación y la negación. Cuando se reconstruye la melodía a partir de las notas es que se conoce ya la melodía, y es que en cada nota aquélla dormita, invisible y latente; de otro modo, no se recobraría el canto sino en virtud de un azar maravilloso, mil veces renovado. Tal es el engaño de una comprensión que anda los pasos de la creación, pero reculando, de una fabricación que es organización “regresada”, de un reflujo centrípeto que es un flujo centrífugo a la inversa. El mito que hay que destruir es la retórica de las simetrías.

Mediante el notable rodeo de la experiencia interior, Bergson rehabilita las críticas clásicas a que está expuesto el materialismo. No hay orden posible en el universo materialista: no hay sino coincidencias y, por tanto, un azar inaudito, una suerte prodigiosa asumen la dirección. La única filosofía que no hace más denso el misterio es la que comienza por este misterio, la que se lo da por entero primero, sin explicarlo por alguna otra que no sea él mismo. Entonces todo se torna fácil, directo, seguro. Pero también avanzaremos de descubrimiento en descubrimiento, de novedad en novedad. Como ya no estamos obligados a presuponer o anticipar nada, experimentamos entre lo posible y el acto, entre el germen y el organismo, entre la intención y el gesto libre toda la ansiedad de la búsqueda y de la creación. Pero las ficciones de los técnicos, que son síntesis risibles, prefieren a estas aventuras intelectuales el placer tranquilo de los juegos de construcción.