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Sangre y arena

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Avanzaron los jinetes con gran trabajo entre la confusa muchedumbre. La curiosidad que inspiraban las originalidades de doña Sol había atraído a casi todas las damas de Sevilla. Las amigas la saludaban desde sus carruajes, encontrándola muy hermosa en su traje varonil. Sus parientas, las hijas del marqués, unas solteras, otras acompañadas de sus maridos, la recomendaban prudencia. ¡Por Dios, Sol! ¡Que no hiciese locuras!..

Entraron los derribadores en el cerrado, siendo acogidos al atravesar la empalizada por los aplausos de la gente popular que había acudido a la fiesta.

Los caballos, al ver de lejos al enemigo y husmearle, alzáronse de manos y comenzaron a dar botes, relinchando bajo la firme diestra de los jinetes.

En el centro del cerrado agrupábanse los toros. Unos pastaban mansamente o estaban inmóviles sobre la verdura un tanto rojiza del prado invernal, con las patas encogidas y el hocico bajo. Otros, más rebeldes, trotaban dirigiéndose hacia el río, y los toros venerables, los prudentes cabestros, iban a sus alcances, haciendo sonar el cencerro pendiente del cuello, mientras los vaqueros les ayudaban en esta recogida disparando con su honda piedras certeras que iban a dar en los cuernos de los fugitivos.

Los jinetes permanecieron largo tiempo inmóviles, como si celebrasen consejo, bajo las miradas ansiosas del público, que esperaba algo extraordinario.

El primero que salió fue el marqués, acompañado de uno de sus amigos. Los dos jinetes galoparon hacia el grupo de toros, y cerca de ellos detuvieron sus cabalgaduras, poniéndose de pie en los estribos, agitando en el aire las garrochas y dando fuertes gritos para asustarlos. Un toro negro y de fuertes piernas se separó del grupo, corriendo hacia el fondo del cerrado.

Bien hacía el marqués en mostrarse orgulloso de su ganadería, compuesta de bestias finas, seleccionadas por los cruces. No era el buey destinado a la producción de carne, de piel sucia, basta y rugosa, la pezuña ancha, cabizbajo, y con los cuernos enormes y mal colocados. Eran animales de nerviosa viveza, fuertes y robustos, hasta el punto de hacer temblar el suelo, levantando una nubecilla bajo sus patas; el pelo fino y brillante como el de un caballo de lujo, los ojos encendidos, el cuello ancho y arrogante, cortas las patas, delgada y fina la cola, los cuernos sutiles, puntiagudos y limpios, cual si los hubiese trabajado un artífice, y la pezuña redonda y diminuta, pero tan dura, que cortaba la hierba como si fuese de acero.

Corrieron los dos jinetes tras el animal, acosándolo cada uno por su lado, cortándole el paso cuando intentaba desviarse hacia el río, hasta que el marqués, espoleando su jaca, ganó distancia, se aproximó al toro con la garrocha por delante, y clavándola en su cola, logró, con el empuje combinado de su brazo y su caballo, que perdiese el equilibrio, rodando por el suelo con la panza al aire, los cuernos clavados en la tierra y las cuatro patas en alto.

La rapidez y la facilidad con que el ganadero realizó la suerte provocaron en la empalizada una explosión de entusiasmo. ¡Olé los viejos! Nadie entendía de toros como el marqués. Los manejaba como si fuesen hijos suyos, acompañándoles desde que nacían en la vacada hasta que marchaban a morir en las plazas como héroes dignos de mejor suerte.

Otros jinetes quisieron salir en seguida a conquistar el aplauso de la muchedumbre, pero el de Moraima se opuso, dando preferencia a su sobrina. Si había de realizar una suerte, mejor era que saliese inmediatamente, antes que la torada se embraveciera con el continuo acoso.

Doña Sol espoleó su caballo, que no cesaba de levantarse de manos, alarmado por la presencia de los toros. El marqués quería acompañarla en su carrera, pero ella se opuso. No; prefería a Gallardo, que era un torero. ¿Dónde estaba Gallardo? El matador, todavía avergonzado de su torpeza, púsose al lado de la dama sin decir palabra.

Salieron los dos al galope hacia el núcleo de la torada. El caballo de doña Sol se levantó varias veces sobre las patas de atrás, poniéndose casi vertical, con la tripa al descubierto, como si se resistiera a pasar adelante; pero la fuerte amazona lo obligaba a seguir la marcha. Gallardo agitaba su garrocha dando gritos que eran verdaderos mugidos, lo mismo que en las plazas, cuando incitaba a las fieras para que entrasen en suerte.

No necesitó de muchos esfuerzos para lograr que una res se apartase de la torada.

Salió de ella un animal blanco, con manchas de canela, de enorme y colgante cuello y cuernos de punta finísima. Corrió hacia el fondo del cerrado, como si tuviese allí su «querencia», que le atraía irresistiblemente, y doña Sol galopó tras él seguida del espada.

– ¡Ojo, señora! – gritaba Gallardo – . ¡Que ese toro es viejo y se las trae!.. Tenga cuidao no se regüerva.

Y así fue. Cuando doña Sol se preparaba a realizar la misma suerte que su tío, oblicuando el caballo para clavar la garrocha en el rabo de la fiera y derribarla, ésta se volvió como si recelase el peligro, plantándose amenazante ante los acosadores. Pasó el caballo ante el toro, sin que doña Sol pudiera refrenarlo por la velocidad que llevaba, y la fiera salió tras él, convirtiéndose de perseguida en perseguidora.

La dama no pensó en huir. La contemplaban de lejos muchos miles de personas, temía las risas de las amigas y la conmiseración de los hombres, y refrenó el caballo, haciendo frente a la fiera. Mantúvose con la garrocha bajo el brazo, como un picador, y la clavó en el cuello del toro, que avanzaba mugiente con el testuz bajo. Se enrojeció la enorme cerviz con un raudal de sangre, pero la fiera siguió avanzando en su arrollador impulso, sin sentir que se agrandaba la herida, hasta que metió las astas bajo el caballo, sacudiéndolo y separando sus patas del suelo.

La amazona fue despedida de la silla, al mismo tiempo que un alarido de emoción de muchos centenares de bocas sonaba a lo lejos. El caballo, al librarse de los cuernos, salió corriendo como loco, con el vientre manchado de sangre, las cinchas rotas y la silla tambaleante sobre el lomo.

El toro fue a seguirlo; pero en el mismo instante, algo más inmediato atrajo su atención. Era doña Sol, que, en vez de permanecer inmóvil en el suelo, acababa de ponerse en pie y recogía su garrocha, colocándosela bravamente bajo el brazo para retar de nuevo a la fiera: una arrogancia loca, con el pensamiento puesto en los que la contemplaban; un reto a la muerte, antes que transigir con el miedo y el ridículo.

Ya no gritaban tras la empalizada. La muchedumbre estaba inmóvil, en un silencio de terror. Aproximábase en loco galope y entre nubes de polvo todo el grupo de acosadores, agrandándose los jinetes al compás de los saltos. El auxilio iba a llegar tarde. Escarbaba el toro el suelo con sus patas delanteras, bajaba el testuz para acometer a la figurilla audaz que seguía amenazándole con la lanza. Una simple cornada, y desaparecía. Pero en el mismo instante, un mugido feroz distrajo la atención del toro y algo rojo pasó ante su vista como una llamarada de fuego.

Era Gallardo, que se había echado abajo de la jaca, abandonando la garrocha para coger el chaquetón que llevaba en el borrén de la silla.

– ¡Eeeh!.. ¡Entra!

El toro entró, corriendo tras el forro rojo de la chaqueta, atraído por este adversario digno de él, y volvió su cuarto trasero a la figura de falda negra y cuerpo violeta que, en la estupefacción del peligro, seguía con la lanza bajo el brazo.

– No tenga mieo, doña Zol: éste ya es mío – dijo el torero, pálido aún por la emoción, pero sonriendo, seguro de su destreza.

Sin más defensa que el chaquetón, toreó a la bestia, alejándola de la señora y librándose de sus furiosas acometidas con graciosos quiebros.

La muchedumbre, olvidando el reciente susto, comenzó a aplaudir, entusiasmada. ¡Qué felicidad! Asistir a un simple acoso y encontrarse con una corrida casi formal, viendo torear a Gallardo gratuitamente.

El torero, enardecido por el ímpetu con que le acometía la fiera, se olvidó de doña Sol y de todos, atento únicamente a esquivar sus ataques. Revolvíase furioso el toro, viendo que el hombre se deslizaba invulnerable entre sus cuernos, y volvía a caer sobre él, encontrándose siempre con la pantalla roja del chaquetón.

Al fin acabó por cansarse, quedando inmóvil, con el hocico babeante y la cabeza baja, tembloroso sobre sus piernas, y entonces Gallardo abusó de la estupefacción de la bestia, quitándose el calañés y tocando con él su cerviz. Un aullido inmenso se elevó detrás de la empalizada saludando esta hazaña.

Sonaron gritos y cencerros a espaldas de Gallardo, y aparecieron en torno de la bestia vaqueros y cabestros, que acabaron por envolverla, llevándosela lentamente hacia el grueso del ganado.

Gallardo fue en busca de su jaca, que no se había movido, habituada al contacto con los toros. Recogió la garrocha, montó, y con suave galope fue hacia la empalizada, prolongando con esta lentitud el ruidoso aplauso de la muchedumbre.

Los jinetes que habían recogido a doña Sol saludaron con grandes muestras de entusiasmo al espada. El apoderado le guiñó un ojo, hablando misteriosamente:

– Gachó, no has estao pesao. Muy bien, ¡pero que muy bien! Ahora te digo que te la llevas.

Fuera de la empalizada, en un landó de las hijas del marqués, estaba doña Sol. Sus primas la rodeaban angustiadas, manoseándola, queriendo encontrar en su cuerpo algo descompuesto por la caída. La daban cañas de manzanilla para que se le pasase el susto, y ella sonreía con aire de superioridad, acogiendo compasivamente estos extremos femeniles.

Al ver a Gallardo rompiendo con su caballo las filas de la multitud, entre sombreros tremolantes y manos tendidas, la dama extremó su sonrisa.

– Venga usted aquí, Cid Campeador. Deme usted la mano.

Y de nuevo se estrecharon sus diestras con un apretón que duró largo rato.

 

Por la noche, en casa del matador, fue comentado este suceso, del que se hablaba en toda la ciudad. La señora Angustias mostrábase satisfecha, como después de una gran corrida. ¡Su hijo salvando a una de aquellas señoras que ella miraba con admiración, habituada a la reverencia por largos años de servidumbre!.. Carmen permanecía silenciosa, no sabiendo ciertamente qué pensar de este suceso.

Transcurrieron varios días sin que Gallardo tuviese noticias de doña Sol. El apoderado estaba fuera de la ciudad, en una montería, con algunos amigos de los Cuarenta y cinco. Una tarde, cerca ya del anochecer, don José fue a buscarle en un café de la calle de las Sierpes, donde se reunían gentes de la afición. Había llegado de la montería dos horas antes, y tuvo que ir inmediatamente a casa de doña Sol, en vista de cierta esquela que le esperaba en su domicilio.

– ¡Pero hombre, eres peor que un lobo! – dijo el apoderado sacando del café a su matador – . Esa señora esperaba que fueses a su casa. Ha estado la mar de tardes sin salir, creyendo que ibas a llegar de un momento a otro. Eso no se hace. Después de presentarte y de todo lo ocurrido, la debes una visita: cuestión de preguntarla por su salud.

El espada detuvo el paso y se rascó los pelos por debajo del sombrero.

– Es que… – murmuró con indecisión – es que… me da vergüensa. Vaya, ya está dicho: sí señor, vergüensa. Ya sabe usté que yo no soy un lila, y que me traigo mis cosas con las mujeres, y que sé desirle cuatro palabras a una gachí como otro cualquiera. Pero con ésta, no. Esta es una señora que sabe más que Lepe, y cuando la veo reconosco que soy un bruto, y me queo con la boca cerrá, y no hablo que no meta la pata. Na, don José… ¡que no voy! ¡que no debo ir!

Pero el apoderado, seguro de convencerle, le llevó hacia la casa de doña Sol, hablando de su reciente entrevista con la dama. Mostrábase algo ofendida por el olvido de Gallardo. Lo mejor de Sevilla había ido a verla con motivo del accidente en Tablada, y él no.

– Ya sabes que un torero debe estar bien con la gente que vale. Hay que tener educación y demostrar que no es uno un gañán criado en los herraderos. ¡Una señora de tanta importancia, que te distingue y te espera!.. Nada; yo iré contigo.

– ¡Ah! ¡Si usté me acompaña!..

Y Gallardo respiró al decir esto, como si se librase del peso de un gran miedo.

Entraron en la casa de doña Sol. El patio era de estilo árabe, recordando sus arcadas multicolores de fina labor los arcos de herradura de la Alhambra.

El chorro de la fuente, en cuyo tazón coleaban peces dorados, cantaba con dulce monotonía en el silencio vespertino. En las cuatro crujías, de techo artesonado, separadas del patio por las columnas de mármol de las arcadas, vio el torero antiguos vargueños, cuadros obscuros, santos de faz lívida, muebles venerables de hierros herrumbrosos y maderas acribilladas por la polilla, como si hubiesen sido fusilados con perdigones.

Un criado les hizo subir la amplia escalera de mármol, y en ella volvió a sorprenderse el torero viendo retablos con imágenes borrosas sobre un fondo dorado, vírgenes corpóreas que parecían labradas a hachazos, con los colores pálidos y el oro moribundo, arrancadas de viejos altares; tapices de un tono suave de hoja seca, orlados de flores y manzanas, unos representando escenas del Calvario, otros llenos de gachós peludos, con cuernos y pezuñas, a los que parecían torear varias señoritas ligeras de ropa.

– ¡Lo que es la ignoransia! – decía con asombro a su apoderado – . ¡Y yo que creía que too esto sólo era güeno pa los conventos!.. ¡Lo que paese que lo apresia esta gente!

Arriba encendíanse a su paso los globos de luz eléctrica, mientras en los cristales de las ventanas brillaban todavía los últimos resplandores de la tarde.

Gallardo experimentó nuevas sorpresas. Estaba orgulloso de sus muebles traídos de Madrid, todos de sedas vistosas y complicadas tallas, pesados y opulentos, que parecían proclamar a gritos el dinero de su coste, y aquí sentíase desorientado viendo sillas ligeras y frágiles, blancas o verdes, mesas y armarios de líneas sencillas, paredes de una sola tinta, sin más adorno que pequeños cuadros repartidos a grandes trechos y pendientes de gruesos cordones, todo un lujo barnizado y sutil que parecía obra de carpinteros. Avergonzábase de su propia estupefacción y de lo que había admirado en su casa como supremo lujo. «¡Lo que es la ignoransia!» Y al sentarse lo hizo con miedo, temiendo que la silla crujiese rota bajo su pesadumbre.

La presencia de doña Sol le hizo olvidar estas reflexiones. La vio como nunca la había visto, libre de mantilla y de sombrero, al aire la cabellera luminosa, que parecía justificar su nombre romántico. Los brazos de soberana blancura escapábanse de los embudos de seda de una túnica japonesa cruzada sobre el pecho, la cual dejaba al descubierto el arranque del cuello adorable, ligeramente ambarino, con las dos rayas que recuerdan el collar de la madre Venus. Al mover sus manos, brillaban con mágico resplandor piedras de todos colores engastadas en las sortijas de extrañas formas que llenaban sus dedos. En los frescos antebrazos tintineaban pulseras de oro, unas de filigrana oriental, con misteriosas inscripciones, otras macizas, de las que pendían amuletos y figurillas exóticas, como recuerdos de lejanos viajes.

Había colocado, al hablar, una pierna sobra otra con desenfado varonil, y en la punta de uno de sus pies danzaba una babucha roja, de alto tacón dorado, diminuta como un juguete y cubierta de gruesos bordados.

A Gallardo le zumbaban los oídos, se le nublaba la vista: sólo alcanzaba a distinguir unos ojos claros fijos en él con una expresión entre acariciadora e irónica. Para ocultar su emoción, sonreía enseñando los dientes: una carátula inmóvil de niño que quiere ser amable.

– No, señora… Muchas grasias. Aqueyo no valió la pena.

Así se excusaba de las muestras de agradecimiento de doña Sol por su hazaña de la otra tarde.

Poco a poco, Gallardo fue adquiriendo cierta serenidad. Hablaban de toros la dama y el apoderado, y esto dio al espada una repentina confianza. Ella le había visto matar varias veces, y se acordaba con exactitud de los principales incidentes. Gallardo sintió orgullo al pensar que aquella mujer le había contemplado en tales instantes y aún guardaba fresco el recuerdo en su memoria.

Había abierto una caja de laca con extrañas flores, y ofreció a los dos hombres cigarrillos de boquilla de oro, que exhalaban un perfume punzante y extraño.

– Tienen opio; son muy agradables.

Y encendió uno, siguiendo las espirales de humo con sus ojos verdosos, que adquirían al transparentar la luz un temblor de oro líquido.

El torero, habituado al bravo tabaco de la Habana, chupaba con curiosidad este cigarrillo. Pura paja; un placer de señoras. Pero el extraño perfume esparcido por el humo pareció desvanecer lentamente su timidez.

Doña Sol, mirándole fijamente, le hacía preguntas sobre su vida. Deseaba conocer los bastidores de la gloria, el foso de la celebridad, la vida errante y miserable del torero antes de llegar a la aclamación pública; y Gallardo, con súbita confianza, hablaba y hablaba, relatando sus primeros tiempos, deteniéndose con soberbia delectación en la humildad de su origen, aunque omitiendo lo que consideraba vergonzoso en su adolescencia aventurera.

– ¡Muy interesante… muy original! – decía la hermosa señora.

Y apartando sus ojos del torero, perdíanse éstos en vagorosa contemplación, como si se fijasen en algo invisible.

– ¡El primer hombre del mundo! – exclamaba don José con brutal entusiasmo – . Créame usted, Sol, no hay dos mozos como éste. ¿Y su resistencia para las cogidas?..

Satisfecho de la fortaleza de Gallardo, como si fuese su progenitor, enumeraba las heridas que llevaba recibidas, describiéndolas como si las viese a través de las ropas. Los ojos de la dama le seguían en este paseo anatómico con sincera admiración. Un verdadero héroe; tímido, encogido y simplote, como todos los fuertes.

El apoderado habló de retirarse. Eran más de las siete, y a él le esperaban en su casa. Pero doña Sol púsose de pie con sonriente violencia, como si quisiera oponerse a su marcha. Debía quedarse. Comerían con ella: una invitación de confianza. Aquella noche no esperaba a nadie. El marqués y su familia se habían ido al campo.

– Estoy solita… Ni una palabra más: yo mando. Se quedarán ustedes a hacer penitencia conmigo.

Y como si sus órdenes no pudieran admitir réplica, salió de la habitación.

El apoderado protestaba. No: él no podía quedarse; había llegado de fuera aquella misma tarde, y su familia apenas le había visto. Además, tenía invitados a dos amigos. En cuanto a su matador, le parecía natural y correcto que no se marchase. Realmente, la invitación era para él.

– Pero ¡quédese usted al menos! – decía angustiado el espada – . ¡Mardita sea!.. No me deje usté solo. No sabré qué haser; no sabré qué desir.

Un cuarto de hora después volvió a aparecer doña Sol, pero con distinto aspecto, sin la negligencia exótica con que los había recibido, vistiendo uno de aquellos trajes enviados de París, modelos de Paquin, que eran la desesperación y el asombro de parientas y amigas.

Don José volvió a insistir. Se iba, era inevitable; pero su matador se quedaba. El se encargaría de avisar a su casa para que no lo esperasen.

Otra vez Gallardo hizo un gesto angustioso; pero se tranquilizó con la mirada del apoderado.

– ¡Descuida! – murmuró éste al ir hacia la puerta – . ¿Crees que soy un chiquillo?.. Diré que comes con unos aficionados de Madrid.

¡El tormento que sufrió el espada en los primeros momentos de la comida!.. Intimidábale el lujo grave y señorial de aquel comedor, en el que parecían perdidos la dama y él, sentados frente a frente en mitad de la gran mesa, junto a enormes candelabros de plata con bujías de luz eléctrica y pantallas rosa. Inspirábanle respeto los imponentes criados, ceremoniosos e impasibles, como si estuvieran habituados a los hechos más extraordinarios y no pudiera asombrarles nada de su señora. Se avergonzaba de su traje y sus maneras, adivinando el rudo contraste entre aquel ambiente y su aspecto.

Pero esta primera impresión de miedo y encogimiento se desvaneció poco a poco. Doña Sol reía de su parquedad, del miedo con que tocaba a los platos y las copas. Gallardo acabó por admirarla. ¡Vaya un diente el de la rubia! Acostumbrado a los remilgos y abstenciones de las señoritas que había conocido, las cuales creían de mal tono comer mucho, asombrábase de la voracidad de doña Sol y de la distinción con que cumplía sus funciones nutritivas. Desaparecían los bocados entre sus labios de rosa sin dejar huella de su paso; funcionaban sus mandíbulas sin que este gesto disminuyese la hermosa serenidad del rostro; llevábase la copa a la boca sin que la más leve gota de líquido quedase como perla de color en sus comisuras. Así comían seguramente las diosas.

Gallardo, animado por el ejemplo, comió, y sobre todo, bebió mucho, buscando en los varios y ricos vinos un remedio para aquella cortedad, que le hacía permanecer como avergonzado ante la dama, sin otro recurso que sonreír a todo, repitiendo: «Muchas grasias.»

La conversación se animó. El espada, sintiéndose locuaz, hablaba de graciosos incidentes de la vida toreril, acabando por contar las originales propagandas del Nacional y las hazañas de su picador Potaje, un bárbaro que se tragaba enteros los huevos duros, tenía media oreja de menos, por habérsela arrancado un compadre de un mordisco, y al ser conducido contuso a las enfermerías de las plazas caía en la cama con tal peso de hierros y músculos, que atravesaba los colchones con sus enormes espuelas y luego había que desclavarlo como si fuese un Cristo.

– ¡Muy original… muy interesante!

Doña Sol sonreía escuchando los detalles de la existencia de aquellos hombres rudos, siempre a vueltas con la muerte, y a los que había admirado hasta entonces de lejos.

El champaña acabó de trastornar a Gallardo, y cuando se levantó de la mesa dio el brazo a la dama, asustándose de su propia audacia. ¿No se hacía así en el gran mundo?.. El no era tan ignorante como parecía a primera vista.

En el salón donde les sirvieron el café vio el espada una guitarra, la misma, sin duda, con que daba sus lecciones el maestro Lechuzo. Doña Sol se la ofreció, invitándole a que tocase algo.

– ¡Si no sé!.. ¡Si soy lo más singrasia der mundo, fuera de matar toros!..

Lamentábase de que no estuviese presente el puntillero de su cuadrilla, un muchacho que traía locas a las mujeres con sus manos de oro para rasguear la guitarra.

 

Quedaron los dos en largo silencio. Gallardo estaba en un sofá, chupando el magnífico habano que le había ofrecido un criado. Doña Sol fumaba uno de aquellos cigarrillos cuyo perfume la sumía en vaga somnolencia. Pesaba sobre el torero la torpeza de la digestión, cerrando su boca y no permitiéndole otro signo de vida que una sonrisa de estúpida fijeza.

La señora, fatigada, sin duda, del silencio en el que se perdían sus palabras, fue a sentarse ante un piano de cola, y las teclas, heridas con viril empuje, lanzaron el ritmo alegre de unas malagueñas.

– ¡Olé!.. Eso está güeno; pero mu güeno – dijo el torero repeliendo su torpeza.

Y tras las malagueñas sonaron unas sevillanas, y luego todos los cantos andaluces, melancólicos y de oriental ensueño, que doña Sol había recopilado en su memoria, como entusiasta de las cosas de la tierra.

Gallardo interrumpía la música con sus exclamaciones, lo mismo que cuando estaba junto al tablado de un café cantante.

– ¡Vaya por esas manitas de oro! ¡A ver otra!..

– ¿Le gusta a usted la música? – preguntó la dama.

¡Oh, mucho!.. Gallardo nunca se había hecho esta pregunta hasta entonces, pero indudablemente le gustaba.

Doña Sol pasó lentamente del ritmo vivo de los cantos populares a otra música más lenta, más solemne, que el espada, en su sabiduría filarmónica, reconoció como «música de iglesia».

Ya no lanzaba exclamaciones de entusiasmo. Sentíase invadido por una deliciosa inmovilidad; cerrábanse sus ojos; adivinaba que, por poco que durase este concierto, iba a dormirse.

Para evitarlo, Gallardo contemplaba a la hermosa señora, vuelta de espaldas a él. ¡Qué cuerpo, madre de Dios! Sus ojos africanos fijábanse en la nuca de redonda blancura, coronada por una aureola de pelos de oro locos y rebeldes. Una idea absurda danzaba en su embotado pensamiento, manteniéndolo despierto con el cosquilleo de la tentación.

«¿Qué haría esta gachí si yo me levantase, y, pasito a pasito, fuese a darle un beso en ese morrillo tan rico?..»

Pero sus propósitos no pasaban de un mal pensamiento. Le inspiraba aquella mujer un respeto irresistible. Se acordaba, además, de las palabras de su apoderado: de la arrogancia con que sabía espantar a los moscones molestos; de aquel jueguecito aprendido en el extranjero que la hacía manejar a un hombrón como si fuese un guiñapo… Siguió contemplando la blanca nuca, como una luna envuelta en nimbo de oro, al través de las nieblas que tendía el sueño ante sus ojos. ¡Iba a dormirse! Temía que de pronto un ronquido grosero cortase esta música incomprensible para él, y que, por lo mismo, debía ser magnífica. Se pellizcaba las piernas para espabilarse; extendía los brazos; cubríase la boca con una mano para ahogar sus bostezos.

Pasó mucho tiempo. Gallardo no estaba seguro de si había llegado a dormir. De pronto sonó la voz de doña Sol, sacándole de su penosa somnolencia. Había dejado a un lado el cigarrillo de azules espirales, y con una media voz que acentuaba las palabras, dándolas temblores apasionados, cantaba acompañándose de las melodías del piano.

El torero avanzó los oídos para entender algo… Ni una palabra. Eran canciones extranjeras. «¡Mardita sea! ¿Por qué no un tango o una soleá?.. Y aún querrían que un cristiano no se durmiese.»

Doña Sol ponía los dedos en el teclado, mientras sus ojos vagaban en lo alto, echando la cabeza atrás, temblándole el firme pecho con los suspiros musicales.

Era la plegaria de Elsa, el lamento de la virgen rubia pensando en el hombre fuerte, el bello guerrero, invencible para los hombres y dulce y tímido con las mujeres.

Soñaba despierta al cantar, poniendo en sus palabras temblores de pasión, subiéndole a los ojos una lacrimosidad emocionante. El hombre sencillo y fuerte, el guerrero, tal vez estaba detrás de ella… ¿Por qué no?

No tenía el aspecto legendario del otro, era rudo y torpe; pero ella veía aún, con la limpieza de un recuerdo enérgico, la gallardía con que días antes había corrido en su auxilio, la sonriente confianza con que había peleado con una fiera mugidora, lo mismo que los héroes wagnerianos peleaban con dragones espantosos. Sí; él era «su» guerrero.

Y sacudida desde los talones hasta la raíz de los cabellos por un miedo voluptuoso, dándose por vencida de antemano, creía adivinar el dulce peligro que avanzaba a sus espaldas. Veía al héroe, al paladín, levantarse lentamente del sofá, con sus ojos de árabe fijos en ella; sentía sus pasos cautelosos; percibía sus manos al posarse sobre sus hombros; luego, un beso de fuego en la nuca, una marca de pasión que la sellaba para siempre, haciéndola su sierva… Pero terminó la romanza sin que nada ocurriese, sin que sintiera en su dorso otra impresión que sus propios estremecimientos de miedoso deseo.

Decepcionada por este respeto, hizo girar el taburete del piano, y cesó la música. El guerrero estaba frente a ella hundido en el sofá, con una cerilla en la mano, intentando encender por cuarta vez el cigarro y abriendo desmesuradamente los ojos para defenderse del entorpecimiento de sus sentidos.

Al verla fijos los ojos en él, Gallardo se puso de pie… ¡Ay! ¡el momento supremo iba a llegar! El héroe marchaba hacia ella para estrujarla con varonil apasionamiento, para vencerla, haciéndola suya.

– Güeñas noches, doña Zol… Me voy, es tarde. Usté querrá descansar.

A impulsos de la sorpresa y el despecho, ella también se puso de pie, y sin saber lo que hacía, le tendió la mano… ¡Torpe y sencillo como un héroe!

Pasaron atropelladamente por su pensamiento todos los convencionalismos femeniles, los reparos tradicionales, que no olvida ninguna mujer ni aun en los momentos de mayor abandono. No era posible su deseo… ¡La primera vez que entraba en su casa! ¡Ni el más leve simulacro de resistencia!.. ¡Ir ella a él!.. Pero al estrechar la mano del espada vio sus ojos; unos ojos que sólo sabían mirar con apasionada fijeza, confiando a la muda tenacidad sus esperanzas tímidas, sus deseos silenciosos.

– No te vayas… Ven: ¡ven!

Y no dijo más.