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Sangre y arena

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Pero de pronto la indecisión y el miedo abríanse paso al través de sus creencias, rasgándolas. La Virgen era una mujer, ¡y las mujeres pueden tan poco!.. Su destino es sufrir y llorar, como ella lloraba por su marido, como la otra había llorado por su hijo. Debía confiarse a potencias más fuertes; debía implorar el auxilio de una protección más vigorosa. Y abandonando sin escrúpulo a la Macarena con el egoísmo del dolor, como se olvida una amistad inútil, iba otras veces a la iglesia de San Lorenzo en busca de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, el hombre-dios coronado de espinas, con la cruz a cuestas, imagen del escultor Montañés, sudorosa y lagrimeante, que respira espanto.

La tristeza dramática del Nazareno tropezando en las piedras y agobiado bajo el peso de la cruz parecía consolar a la pobre esposa. ¡Señor del Gran Poder!.. Este título vago y grandioso la tranquilizaba. Que el Dios vestido de terciopelo morado y de oro quisiera escuchar sus suspiros, sus oraciones repetidas a toda prisa, con vertiginosa rapidez, para que entrase la mayor cantidad posible de palabras en la medida del tiempo, y era seguro que Juan saldría sano del redondel donde estaba en aquellos momentos. Y otra vez daba dinero a un sacristán, y se encendían cirios, y pasaba ella las horas contemplando el vacilante reflejo de las rojas lenguas sobre la imagen, creyendo ver en su rostro barnizado, con estas alternativas de sombra y de luz, sonrisas de consuelo, gestos bondadosos que le auguraban felicidad.

El Señor del Gran Poder no la engañaba. Al volver a casa presentábase el papelillo azul, que abría ella con mano trémula: «Sin novedad.» Podía respirar, podía dormir, como el reo al que se libra por el instante de una muerte inmediata; pero a los dos o tres días, otra vez el suplicio de lo incierto, la terrible tortura de lo desconocido.

Carmen, a pesar del amor que profesaba a su marido, tenía movimientos de rebeldía. ¡Si ella hubiese sabido lo que era esta existencia antes de casarse!.. En ciertos momentos, impulsada por la confraternidad del dolor, iba en busca de las mujeres de los toreros que figuraban en la cuadrilla de Juan, como si éstas pudieran darle noticias.

La esposa del Nacional, que tenía una taberna en el mismo barrio, acogía a la señora del maestro con tranquilidad, extrañándose de sus miedos. Ella estaba habituada a tal existencia. Su marido debía estar bueno, ya que no enviaba noticias. Los telegramas cuestan caros, y un banderillero gana poco. Cuando los vendedores de papeles no voceaban una desgracia, era que nada había ocurrido. Y seguía atenta al servicio de su establecimiento, como si en su embotada sensibilidad no pudiese abrir huella la inquietud.

Otras veces, pasando el puente, iba Carmen al barrio de Triana en busca de la mujer de Potaje el picador, una especie de gitana que vivía en una casucha como un gallinero, rodeada de pequeñuelos sucios y cobrizos, a los que dirigía y aterraba con gritos estentóreos. La visita de la señora del maestro la llenaba de orgullo, pero sus inquietudes casi la hacían reír. No debía temer nada. Los de a pie se libraban siempre del toro, y el señor Juan Gallardo tenía mucho «ángel» para echarse de encima a las fieras. Los toros mataban poca gente. Lo terrible eran las caídas del caballo. Era sabido el final de todos los picadores, después de una vida de horribles costaladas: el que no moría repentinamente de un accidente desconocido y fulminante, acababa sus días loco. Así moriría el pobrecito Potaje; y tantas fatigas a cambio de un puñado de duros, mientras que otros…

Esto último no lo decía, pero sus ojos revelaban la protesta contra las injusticias de la suerte, contra aquellos buenos mozos que, al empuñar una espada, se llevaban los aplausos, la popularidad y el dinero, sin riesgos mayores que los que afrontaban los humildes.

Poco a poco fue Carmen habituándose a su nueva existencia. Las crueles esperas en días de corrida, la visita a los santos, las incertidumbres supersticiosas, todo lo aceptó como incidentes necesarios de su vida. Además, la buena suerte de su marido y la continua conversación en la casa de lances de lidia acabaron por familiarizarla con el peligro. El toro bravo fue para ella una fiera bonachona y noble, venida al mundo sin más objeto que enriquecer y dar fama a sus matadores.

Jamás asistía a una corrida de toros. Desde la tarde en que vio en su primera novillada al que había de ser su marido, no volvió a la plaza. Sentíase sin valor para presenciar una corrida, aunque en ella no trabajase Gallardo. Se desvanecería de terror viendo a otros hombres afrontar el peligro vistiendo el mismo traje que su Juan.

A los tres años de matrimonio, el espada sufrió una cogida en Valencia. Carmen tardó en enterarse. El telegrama llegó a su hora, con el correspondiente «Sin novedad». Fue obra piadosa de don José el apoderado, el cual, visitando a Carmen todos los días y apelando a hábiles escamoteos para evitar la lectura de diarios, retardó durante una semana que se enterase de la desgracia.

Cuando Carmen conoció el suceso, por la indiscreción de unas vecinas, quiso inmediatamente tomar el tren, ir en busca de su marido, cuidarle, pues se lo imaginaba abandonado. No fue necesario. El espada llegó antes de que ella partiese, pálido por la sangre perdida, con una pierna obligada a larga inmovilidad, pero alegre y animoso para tranquilizar a su familia. La casa fue desde entonces a modo de un santuario, pasando por el patio centenares de personas que deseaban saludar a Gallardo, «el primer hombre del mundo», sentado en un sillón de junco, la pierna en un taburete, y fumando tranquilamente, como si su cuerpo no estuviese quebrantado por una herida atroz.

El doctor Ruiz, llegado con él a Sevilla, le dio por bueno antes de un mes, asombrándose de la energía de aquel organismo. La facilidad con que se curaban los toreros era un misterio para él, a pesar de su larga práctica de cirujano. El cuerno, sucio de sangre y de excremento animal, fraccionado muchas veces por los golpes en menudas astillas, rompía las carnes, las rasgaba, las perforaba, siendo al mismo tiempo profunda herida penetrante y aplastadora contusión. Y sin embargo, las atroces heridas se curaban con mayor facilidad que las de la vida ordinaria.

– No sé qué será: misterio – decía el viejo cirujano con aire de duda – . O estos chicos tienen carne de perro, o el cuerno, con todas sus suciedades, guarda una virtud curativa que desconocemos.

Poco tiempo después, Gallardo volvió a torear, sin que esta cogida enfriase sus ardores de lidiador, como le vaticinaban los enemigos.

A los cuatro años de matrimonio, el espada dio a su mujer y a su madre una gran sorpresa. Iban a ser propietarios, pero propietarios en grande, con tierras que se perdían de vista, olivares, molinos, grandes rebaños; un cortijo igual al de los señores ricos de Sevilla.

Gallardo sentía el deseo de todos los toreros, que ansían ser señores de campo, caballistas y dueños de ganados. La riqueza urbana, los valores en papel, no les tientan ni los entienden. El toro les hace pensar en la verde dehesa; el caballo les recuerda el campo. La necesidad continua de movimiento y ejercicio, la caza y la marcha durante los meses invernales, les impulsan a desear la posesión de la tierra.

Para Gallardo sólo era rico el dueño de un cortijo con grandes tropas de bestias. De sus tiempos de miseria, cuando marchaba a pie por los caminos, al través de olivares y dehesas, guardaba el ferviente deseo de poseer leguas y leguas de terreno que fuesen suyas, que estuvieran cerradas con vallas de punzante alambre al paso de los demás hombres.

Su apoderado conocía estos deseos. Don José era quien corría con sus intereses, cobrando de los empresarios y llevando una cuenta que en vano intentaba explicar a su matador.

– Yo no entiendo esas músicas – decía Gallardo, satisfecho de su ignorancia – . Yo sólo sé despachar toros. Haga lo que quiera, don José; yo tengo confiansa, y sé que too lo hase por mi bien.

Y don José, que apenas se acordaba de sus bienes, dejándolos confiados a la débil administración de su mujer, preocupábase a todas horas de la fortuna del matador, colocando su dinero a rédito con entrañas de usurero para hacerlo fructificar.

Un día abordó a su protegido alegremente.

– Ya tengo lo que deseas. Un cortijo como un mundo, y además muy barato: una verdadera ganga. La semana que viene hacemos la escritura.

Gallardo quiso saber la situación y el nombre del cortijo.

– Se llama La Rinconada.

Cumplíanse sus deseos.

Cuando Gallardo fue con su esposa y su madre a tomar posesión del cortijo, les enseñó el pajar en que había dormido con sus compañeros de miseria errante, la pieza en que había comido con el amo y la placita donde estoqueó un becerro, ganando por primera vez el derecho a viajar en tren sin tener que esconderse bajo los asientos.

III

En las noches de invierno, cuando Gallardo no estaba en La Rinconada, reuníanse una tertulia de amigos en el comedor de su casa luego de cenar.

Llegaban de los primeros el talabartero y su mujer, que tenían siempre dos de sus hijos en casa del espada. Carmen, como si quisiera olvidar su esterilidad y la molestase el silencio de la gran casa, retenía junto a ella a los hijos menores de su cuñada. Estos, por cariño espontáneo y por indicaciones de sus padres, acariciaban a todas horas con besos y arrullos gatunos a la hermosa tía y al tío generoso y popular.

Encarnación, tan gruesa como su madre, con el vientre flácido por la incesante procreación y la boca un poco bigotuda al entrar en años, sonreía servilmente a su cuñada, lamentando las molestias que la daban los niños.

Pero antes de que Carmen pudiese hablar, intervenía el talabartero.

– Déjalos, mujer. ¡Quieren tanto a sus tíos! La pequeña no puede vivir sin su tiíta Carmen…

 

Y los dos sobrinos permanecían allí como en su propia casa, adivinando en su malicia infantil lo que de ellos esperaban sus padres, extremando las caricias y mimos con aquellos parientes ricos, de los que oían hablar a todos con respeto. Así que acababa la cena, besaban la mano a la señora Angustias y a sus padres y se arrojaban al cuello de Gallardo y su mujer, saliendo del comedor para ir a la cama.

La abuela ocupaba un sillón en la cabecera de la mesa. Cuando el espada tenía convidados, gentes casi siempre de cierta posición social, la buena mujer resistíase a sentarse en el sitio de honor.

– No – protestaba Gallardo – . La mamita en la presidensia. Siéntese ahí, mamá, o no comemos.

Y la conducía de un brazo, acariciándola con extremos amorosos, como si quisiera resarcirla de los años de infancia vagabunda que habían sido su tormento.

Cuando por las noches llegaba el Nacional a pasar un rato en casa del maestro, como si esta visita fuese un deber de subordinación, la tertulia parecía animarse. Gallardo, vistiendo rica zamarra, como un señor del campo, la cabeza descubierta y la coleta alisada hasta cerca de la frente, recibía a su banderillero con zumbona amabilidad. ¿Qué decían los de la afición? ¿Qué mentiras circulaban?.. ¿Cómo marchaba «eso» de la República?

– Garabato, dale a Sebastián una copa de vino.

Pero Sebastián el Nacional repelía el obsequio. Nada de vino; él no bebía. El vino era el culpable del atraso de la clase jornalera. Y toda la tertulia, al oír esto, rompía a reír, como si hubiese dicho algo graciosísimo que estaba esperando. Comenzaba el banderillero a soltar de las suyas.

El único que permanecía silencioso, con ojos hostiles, era el talabartero. Odiaba al Nacional, viendo en él a un enemigo. También éste era prolífico en su fidelidad de hombre de bien, y un enjambre de chicuelos movíase en la tabernilla en torno de las faldas de la madre. Los dos más pequeños habían sido apadrinados por Gallardo y su mujer, uniéndose el espada y el banderillero con parentesco de compadres. ¡Hipócrita! Traía a la casa todos los domingos a los dos ahijados, con sus mejores ropitas, para que besasen la mano a los padrinos, y el talabartero palidecía de indignación cada vez que los hijos del Nacional recibían un regalo. Venían a robar a los suyos. Tal vez hasta soñaba el banderillero con que una parte de la fortuna del espada pudiera llegar a manos de los ahijados. ¡Ladrón! ¡Un hombre que no era de la familia!..

Cuando no acogía las palabras del Nacional con un silencio hostil y miradas de odio, intentaba zaherirle, mostrándose partidario del inmediato fusilamiento de todos los que propalan paparruchas entre el pueblo y son un peligro para las gentes de bien.

El Nacional tenía diez años más que su maestro. Cuando éste comenzaba a lidiar en las capeas, ya era él banderillero en cuadrillas de cartel y había venido de América, luego de matar toros en la plaza de Lima. Al comenzar su carrera gozó de cierta popularidad, por ser joven y ágil. También él había figurado por unos días como «el torero del porvenir», y la afición sevillana, puestos los ojos en su persona, esperaba que eclipsase a los matadores de otras tierras. Pero esto duró poco. Al volver de su viaje con el prestigio de nebulosas y lejanas hazañas, se agolpó la muchedumbre en la Plaza de Toros de Sevilla para verle matar. Miles de personas se quedaron sin entrada. Pero en este momento de prueba definitiva «le faltó el corazón», como decían los aficionados. Clavaba las banderillas con aplomo, como un trabajador concienzudo y serio que cumple su deber; pero al entrar a matar, el instinto de conservación, más fuerte que su voluntad, le mantenía a gran distancia del toro, sin emplear las ventajas de su estatura y su fuerte brazo.

El Nacional renunció a las más altas glorias de la tauromaquia. Banderillero nada más. Se resignaba a ser un jornalero de su arte, sirviendo a otros más jóvenes, para ganar un pobre sueldo de peón con que mantener a la familia y hacer ahorrillos que le permitiesen establecer una pequeña industria. Su bondad y sus honradas costumbres eran proverbiales entre la gente de coleta. La mujer de su matador le quería mucho, viendo en él una especie de ángel custodio para la fidelidad de su marido. Cuando en verano, Gallardo, con toda su gente, iba a un café cantante en alguna capital de provincia, ganoso de juerga y alegría luego de despachar los toros de varias corridas, el Nacional permanecía mudo y grave entre las cantaoras de bata vaporosa y boca pintada, como un padre del desierto en medio de las cortesanas de Alejandría.

No se escandalizaba, pero poníase triste pensando en su mujer y en los chiquillos que le aguardaban en Sevilla. Todos los defectos y corrupciones del mundo eran para él producto de la falta de instrucción. De seguro que aquellas pobres mujeres no sabían leer ni escribir. A él le ocurría lo mismo, y como basaba en ese defecto su insignificancia y pobreza de mollera, atribuía a idéntica causa todas las miserias y envilecimientos que existen en el mundo.

Había sido fundidor en su primera juventud, miembro activo de la Internacional de Trabajadores y asiduo oyente de los compañeros de oficio que, más felices que él, podían leer en voz alta lo que decían los papeles dedicados al bien del pueblo. Jugó a los soldados en tiempos de la Milicia nacional, figurando en los batallones que llevaban gorro rojo como signo de intransigencia federalista. Pasó días enteros ante las tribunas elevadas en las plazas, donde los clubs se declaraban en sesión permanente y los oradores sucedíanse día y noche, perorando con andaluza facundia sobre la divinidad de Jesús y la subida de los artículos de primera necesidad; hasta que, al venir tiempos represivos, una huelga le dejó en la difícil situación del obrero señalado por sus rebeldías, viéndose despedido de todos los talleres.

Le gustaban las corridas de toros, y se hizo torero a los veinticuatro años, como podía haber adoptado otro oficio. El, además, sabía mucho, y hablaba con desprecio de los absurdos de la actual sociedad. No en balde se pasan varios años escuchando leer papeles. Por mal que le fuese en el toreo, siempre ganaría más y llevaría mejor vida que siendo un obrero hábil. La gente, recordando los tiempos en que arrastraba el fusil de la milicia popular, le apodó el Nacional.

Hablaba de la profesión taurina con cierto remordimiento, a pesar de los años transcurridos, y se excusaba de pertenecer a ella. El comité de su distrito, que había decretado la expulsión del partido de todos los correligionarios que asistiesen a las corridas de toros, por bárbaras y «retrógradas», había hecho una excepción en favor de él, manteniéndole en su cargo de vocal.

– Yo sé – decía en el comedor de Gallardo – que esto de los toros es cosa reacsionaria… argo así como de los tiempos de la Inquisisión: no sé si me explico. La gente nesesita como el pan sabé leé y escribí, y no está bien que se gaste er dinero en nosotros mientras farta tanta escuela. Así lo disen papeles que vienen de Madrí… Pero los correligionarios me apresian, y el comité, después de una prédica que sortó don Joselito, ha acordao que siga en el censo del partío.

Su tranquila gravedad, inalterable ante las burlas y los extremos de cómica furia con que el espada y sus amigos acogían tales declaraciones, respiraba orgullo por la excepción con que le habían honrado los correligionarios.

Don Joselito, maestro de primeras letras, verboso y entusiasta, que presidía el comité del distrito, era un joven de origen israelita que llevaba a la lucha política el ardor de los Macabeos y estaba satisfecho de su morena fealdad picada de viruelas, porque le daba cierta semejanza con Dantón. El Nacional oíale siempre con la boca abierta.

Cuando don José, el apoderado de Gallardo, y otros amigos del maestro combatían zumbonamente sus doctrinas, a la hora de sobremesa, con objeciones extravagantes, el pobre Nacional quedaba en suspenso, rascándose la frente.

– Ustés son señores y han estudiao, y yo no sé leé ni escribí. Por eso los de la clase baja somos unos borregos. ¡Pero si estuviera aquí don Joselito!.. ¡Por vía e la paloma azul! ¡Si le oyesen ustés cuando se suerta a hablar como un ángel!..

Y para fortalecer su fe, un tanto quebrantada por las arremetidas de los burlones, se iba al día siguiente a ver a don Joselito, el cual parecía gozar amarga voluptuosidad, como descendiente de los grandes perseguidos, al enseñarle lo que él llamaba su museo de horrores. El hebreo, vuelto a la tierra natal de sus abuelos, iba coleccionando en una pieza de la escuela recuerdos de la Inquisición, con la minuciosidad vengativa de un prófugo que fuese reconstituyendo hueso por hueso el esqueleto de su carcelero. En un armario alineábanse libros en pergamino, relatos de autos de fe y cuestionarios para interrogar a los reos durante el tormento. En una pared veíase extendido un pendón blanco con la temible cruz verde. En los rincones amontonábanse hierros de tortura, espantosas disciplinas, todo lo que encontraba don Joselito en los puestos de los cambalacheros que sirviese para rajar, atenacear y deshilachar, catalogándolo inmediatamente como de la antigua pertenencia del Santo Oficio.

La bondad del Nacional, su alma simple, pronta a indignarse, sublevábase ante la mohosa ferretería y las cruces verdes.

– ¡Hombre, y aún hay quien dice!.. ¡Por vía e la paloma!.. Aquí quisiera yo ve a argunos.

Un afán de proselitismo le hacía exhibir sus creencias en todas ocasiones, sin miedo a las burlas de los compañeros. Pero aun en esto mostrábase bondadoso, sin asomos de acometividad. Para él, los que permanecían indiferentes ante la suerte del país y no figuraban en el censo del partido eran «probes vítimas de la ignoransia nasional». La salvación estribaba en que la gente supiese leer y escribir. El, por su parte, renunciaba modestamente a esta regeneración, considerándose ya duro para aprender; pero hacía responsable de su ignorancia al mundo entero.

Muchas veces, cuando en el verano iba la cuadrilla de una provincia a otra y Gallardo se trasladaba al vagón de segunda en que viajaban los «chicos», montaba en éste algún cura rural o una pareja de frailes.

Los banderilleros dábanse con el codo y guiñaban un ojo mirando al Nacional, que parecía más grave y solemne ante el enemigo. Los picadores Potaje y Tragabuches, mozos rudos y de acometividad, aficionados a riñas y «broncas», y que sentían una confusa aversión hacia los hábitos, le azuzaban en voz baja.

– ¡Ahí lo tiés!.. Entrale por derecho… Cuérgale der morrillo una soflama de las tuyas.

El maestro, con toda su autoridad de jefe de cuadrilla, al que nadie puede contestar ni discutir, rodaba los ojos mirando al Nacional, y éste permanecía en silenciosa obediencia. Pero más fuerte que su subordinación era el impulso de proselitismo de su alma simple. Y bastaba una palabra insignificante, para que al momento entablase discusión con los viajeros, intentando convencerles de la verdad. Y la verdad era para él a modo de una pelota de retazos, confusos y en desorden, de lo que había oído a don Joselito.

Mirábanse los camaradas, asombrados de la sabiduría de su compañero, sintiéndose satisfechos de que uno de los suyos hiciese frente a gentes de carrera y las pusiera en aprieto, por ser clérigos casi siempre de pocos estudios.

Los religiosos, aturdidos por la argumentación atropellada del Nacional y las risas de los otros toreros, acababan por apelar a un recurso extremo. ¿Y hombres que exponían su existencia frecuentemente no pensaban en Dios y creían tales cosas? ¡Cómo estarían rezando a aquellas horas sus esposas y madres!..

Los de la cuadrilla poníanse serios, con una gravedad temerosa, pensando en los escapularios y medallas que manos femeniles habían cosido a sus trajes de lidia antes de salir de Sevilla. El espada, herido en sus adormiladas supersticiones, irritábase contra el Nacional, como si viese en esta impiedad un peligro para su vida.

– ¡Caya y no digas más barbariaes! Ustés perdonen. Es un buen hombre, pero le han trastornao la cabesa con tanta mentira… ¡Caya y no me repliques! ¡Mardita sea! Te voy a yenar esa bocasa de…

Y Gallardo, para tranquilizar a aquellos señores a los que creía depositarios del porvenir, abrumaba al banderillero con sus amenazas y blasfemias.

El Nacional refugiábase en un silencio desdeñoso. Todo ignorancia y superstición: falta de saber leer y escribir. Y firme en sus creencias, con la simplicidad del hombre sencillo que sólo posee dos o tres ideas y no las suelta aunque le conmuevan con los mayores zarandeos, volvía a reanudar la discusión a las pocas horas, no haciendo caso de la cólera del matador.

 

Su impiedad le acompañaba hasta en medio del redondel, entre peones y piqueros, que, luego de haber hecho su oración en la capilla de la plaza, salían a la arena con la esperanza de que los sagrados objetos cosidos a sus ropas les librasen de peligro.

Cuando un toro enorme, de muchas libras, cuello grueso e intenso color negro, llegaba a la suerte de banderillear, el Nacional se colocaba con los brazos abiertos y los palos en las manos, a corta distancia de él, llamándolo con insultos:

– ¡Entra, presbítero!

El presbítero entraba furioso, y al pasar junto al Nacional hundíale éste en el morrillo las banderillas con toda su fuerza, diciendo en alta voz, como si consiguiese una victoria:

– ¡Pa er clero!

Gallardo acababa por reír de las extravagancias del Nacional.

– Me pones en ridículo; van a fijarse en la cuadrilla, y dirán que somos toos un hato de herejes. Ya sabes que a ciertos públicos no les gusta eso. El torero sólo debe torear.

Pero quería mucho al banderillero, recordando su adhesión, que algunas veces había llegado hasta el sacrificio. Nada le importaba al Nacional que le silbasen cuando en toros peligrosos ponía las banderillas de cualquier modo, deseando acabar pronto. El no quería gloria, y únicamente toreaba por el jornal. Pero así que Gallardo se iba, estoque en mano, hacia un toro «de cuidado», el banderillero permanecía cerca de él, pronto a auxiliarle con su pesado capote y su brazo vigoroso que humillaban la cerviz de las fieras. Dos veces que Gallardo rodó en la arena, viéndose próximo a ser enganchado, el Nacional se arrojó sobre la bestia, olvidándose de los niños, de la mujer, de la tabernilla, de todo, queriendo morir para salvar al maestro.

Su entrada en el comedor de Gallardo era acogida por las noches como si fuese la de un miembro de la familia. La señora Angustias le quería con ese cariño de los humildes que, al encontrarse en un ambiente superior, se juntan en grupo aparte.

– Siéntate a mi lao, Sebastián. ¿De verdá que no quieres na?.. Cuéntame cómo marcha el establesimiento. ¿Teresa y los niños, güenos?

El Nacional iba enumerando las ventas de los días anteriores: tanto de copas, tanto de vino de la tierra servido a las casas; y la vieja le escuchaba con la atención de una mujer que ha sufrido miserias y sabe el valor del dinero contado a céntimos.

Sebastián hablaba después del aumento de sus negocios. Un despacho de tabaco en la misma taberna le iría como de perlas. El espada podía conseguir esto valiéndose de sus amistades con los personajes; pero él sentía ciertos escrúpulos para admitirlo.

– Ya ve usté, señá Angustias: eso del estanco es cosa del gobierno, y yo tengo mis prinsipios; yo soy federal: estoy en el censo del partío; soy del comité. ¿Qué dirían los de la idea?..

La vieja indignábase con estos escrúpulos. Lo que él debía hacer era llevar a su casa todo el pan que pudiese. ¡La pobre Teresa!.. ¡con tantos chiquillos!..

– ¡Sebastián, no seas bruto! Quítate toas esas telarañas de la cabesa… No me contestes. No empieses a sortar barbariaes como otras noches. Mira que mañana voy a ir a misa a la Macarena…

Pero Gallardo y don José, que fumaban al otro lado de la mesa, con la copa de coñac al alcance de la mano, tenían ganas de hacer hablar al Nacional para reírse de sus ideas, y le azuzaban insultando a don Joselito: un embustero que trastornaba a los ignorantes como él.

El banderillero acogía con mansedumbre las bromas del espada y su apoderado. ¡Dudar de don Joselito!.. Este absurdo no llegaba a indignarle. Era como si le tocasen a su otro ídolo, a Gallardo, diciéndole que no sabía matar un toro.

Pero al ver que el talabartero, que le inspiraba una irresistible aversión, se unía a estas burlas, perdió la calma. ¿Quién era aquel hambrón, que vivía colgado de su maestro, para discutir con él?.. Y repeliendo toda continencia, sin reparar en la madre y la esposa del matador, y en Encarnación, que, imitando a su marido, fruncía el bigotudo labio y miraba despectivamente al banderillero, éste se lanzó cuesta abajo en la exposición de sus ideas, con el mismo fervor que cuando discutía en el comité. A falta de mejores argumentos, abrumó con injurias las creencias de aquellos burlones.

– ¿La Biblia?.. «¡líquido!» ¿Lo de la creasión der mundo en seis días?.. «¡líquido!» ¿Lo de Adán y Eva?.. ¡«líquido» también! Too mentira y superstisión.

Y la palabra «¡líquido!» aplicada a cuanto creía falso o insignificante – por no usar otra más irreverente que comenzaba por la misma letra – tomaba en sus labios una expresión rotunda de desprecio.

«Lo de Adán y Eva» era para él motivo de sarcasmos. Había reflexionado mucho sobre este punto en las horas de silencioso dormitar, cuando iba de viaje con la cuadrilla, encontrando un argumento incontestable, producto por entero de su pensamiento. ¿Cómo iban a ser todos los humanos descendientes de una pareja única?..

– A mí me yaman Sebastián Venegas, eso es; y tú, Juaniyo, te yamas Gallardo; y usté, don José, tié su apellido, y cada cual er suyo, no siendo iguales mas que los de los parientes. Si toos fuésemos nietos de Adán, y a Adán, verbigrasia, le yamaban Pérez, toos seríamos Pérez de apellido. ¿Está claro?.. Pues cuando ca uno yevamos er nuestro, es porque hubo muchos Adanes, y lo que cuentan los curas too… «¡líquido!» Superstisión y atraso. Nos farta instrucsión y abusan de nosotros… Me paese que me explico.

Gallardo, echando atrás el cuerpo a impulsos de la risa, saludaba a su banderillero imitando el mugido del toro. El apoderado, con andaluza gravedad, le ofrecía la mano felicitándole.

– ¡Chócala! Has estao mu güeno. ¡Ni Castelar!

La señora Angustias indignábase al oír tales cosas en su casa, con un terror de mujer vieja que ve cercano el fin de su existencia.

– Caya, Sebastián. Cierra esa bocasa de infierno, condenao, o te vas a la calle. Aquí no digas esas cosas, demonio… ¡Si no te conosiese! ¡si no supiera que eres un güen hombre!

Y acababa por reconciliarse con el banderillero, pensando en lo mucho que quería a su Juan, recordando lo que había hecho por él en momentos de peligro. Además, representaba una gran tranquilidad para ella y para Carmen que figurase en la cuadrilla este hombre serio, de morigeradas costumbres, al lado de los otros «chicos» y del mismo espada, que al verse solo era sobrado alegre de carácter y se dejaba arrastrar del deseo de verse admirado por las mujeres.

El enemigo de los clérigos y de Adán y Eva guardaba a su maestro un secreto que le hacía mostrarse reservado y grave cuando le veía en la casa entre su madre y la señora Carmen. ¡Si supieran estas mujeres lo que él sabía!

A pesar del respeto que todo banderillero debe guardar a su matador, el Nacional había osado hablar un día a Gallardo con ruda franqueza, amparándose en sus años y en la antigua amistad.

– ¡Ojo, Juaniyo, que en Seviya se sabe too! No se habla de otra cosa, y la notisia yegará a tu casa, y va a haber ca bronca que a Dios le arderá er pelo… Piensa que la señá Angustias se pondrá hecha una Dolorosa, y la pobre Carmen sacará su genio… Acuérdate de lo de la cantaora; y aqueyo no fue na. Esto bicho es de más empuje, de más cuidao.

Gallardo fingía no comprenderle, molestado y halagado al mismo tiempo por la idea de que toda la ciudad conociese el secreto de sus amores.

– Pero ¿qué bicho es ese y qué broncas son esas de que hablas?

– ¡Quién ha de ser!.. Doña Zol; esa señorona que da tanto que hablar. La sobrina del marqués de Moraima, el ganadero.

Y como el espada quedase sonriente y en silencio, halagado por las exactas informaciones del Nacional, éste continuó, con aire de predicador desengañado de las vanidades del mundo: