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Sangre y arena

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Al aproximarse la Semana Santa, el capitán Chivo no podía soportar su alejamiento de Sevilla, y se despedía de las hijas con un gesto de padre intransigente y severo.

– Niñas: me voy. A ve si son güenas ustés. Que haiga formaliá y desensia… La compañía me espera. ¿Qué diría si fartase su capitán?..

Y emprendía el viaje de París a Sevilla, pensando con orgullo en su padre y sus abuelos, que habían sido capitanes de los «judíos» de la Macarena, y en él mismo, que proporcionaba nueva gloria a esta herencia de los antepasados.

En un sorteo de la Lotería Nacional había ganado diez mil pesetas, y toda la cantidad por entero la dedicó a un «uniforme» digno de su graduación. Las comadres del barrio corrían para contemplar de cerca al capitán, deslumbrante de bordados de oro, con un coselete de metal bruñido y un casco del que se derrumbaban en cascada las plumas blancas, reflejando sobre la limpidez de su acero todas las luces de la procesión. Era una fantasía suntuaria de pielroja; un traje principesco tal como lo podría soñar un araucano ebrio. Las mujeres le cogían el faldellín de terciopelo para admirar de cerca los bordados: clavos, martillos, espinas, todos los atributos de la Pasión. Sus botas parecían temblar a cada paso con el brillo de los espejuelos y la pedrería falsa que las cubrían. Bajo las plumas del casco, que aún hacían más obscura su tez africana, destacábanse las patillas grises del gitano. Esto no era militar: el mismo capitán lo confesaba noblemente; pero debía volver a París, y algo había que concederle al arte.

Torcía la cabeza con belicosa arrogancia, clavando sus ojos de águila en los legionarios.

– ¡A ve! ¡que no se iga de la compañía!.. ¡Que haiga desensia y disiplina!

Y daba sus órdenes al través de las mellas de la dentadura, con la misma voz ronca y canallesca con que jaleaba el baile de sus niñas en los tablados.

Avanzaba la compañía marcando el paso cadencioso y lento al compás del redoblante. En cada calle había varias tabernas, y a la puerta de ellas alegres compadres con el sombrero echado atrás y el chaleco abierto, que llevaban perdida la cuenta de las cañas bebidas para olvidar el martirio y muerte del Señor.

Al ver al imponente guerrero lo saludaban, ofreciéndole de lejos un vaso lleno de líquido oloroso color de ámbar. El capitán disimulaba su turbación apartando la vista y poniéndose aún más rígido dentro de su metálico coselete. ¡Si no estuviese de servicio!..

Alguno más audaz atravesaba la calle para colocarle el vaso bajo la cascada de plumas, queriendo tentarlo con el perfume; pero el incorruptible centurión se echaba atrás, presentando la punta de su espada. El deber era el deber. Este año no sería como otros, en los que la compañía, a poco de salir, marchaba en desorden, vacilante sobre sus pies y marcando mal el paso.

Las calles no tardaron en convertirse en vías de Amargura para el capitán Chivo. Sentía calor bajo sus armas; por un poco de vino no iba a alterarse la disciplina. Y aceptaba una copa, y luego otra, y al poco rato todo el ejército movíase con las filas incompletas, sembrando el camino de rezagados que se retardaban en las tabernas del tránsito.

Marchaba la procesión con una lentitud tradicional, deteniéndose horas enteras en las encrucijadas. No apremiaba el tiempo. Eran las doce de la noche, y la Macarena no volvería a su casa hasta las doce de la mañana siguiente, necesitando para recorrer la ciudad más tiempo que para ir de Sevilla a Madrid.

Primeramente avanzaba el «paso» de la Sentencia de Nuestro Señor Jesucristo, tablado lleno de figuras representando a Pilatos sentado en áureo trono, y alrededor de él sayones de multicolores faldellines y casco empenachado vigilando al triste Jesús, pronto a marchar al suplicio, con túnica de terciopelo morado cargado de bordados y tres plumeros de oro que fingían ser rayos de divinidad sobre su corona de espinas. Con ser este «paso» tan abundante en figuras y prolijo en adornos, avanzaba sin llamar la atención, como humillado por la vecindad del que venía detrás: la reina de los barrios populares, la milagrosa Virgen de la Esperanza, la Macarena.

Cuando salió de San Gil la Virgen de mejillas sonrosadas y largas pestañas, bajo un palio tembloroso de terciopelo, cabeceando con los vaivenes de los ocultos portadores, una aclamación ensordecedora surgió de la muchedumbre que se agolpaba en la plazoleta… Pero ¡qué bonita la gran señora! ¡No pasaban años por ella!

El manto esplendoroso, inmenso, con grueso bordado de oro que imitaba las mallas de una red, extendíase por detrás del «paso» como la cola caída de un gigantesco pavo real. Brillaban sus ojos de vidrio, como si lagrimeasen de emoción contestando a las aclamaciones de los fieles, y a este brillo uníase el centelleo de las joyas que cubrían su cuerpo, formando una nueva armadura de oro y pedrería sobre la de terciopelo bordado. Eran centenares, eran tal vez millares. Parecía mojada por una lluvia de gotas luminosas, en las que flameaban todos los colores del iris. Del cuello pendíanle sartas de perlas, cadenas de oro con docenas de sortijas enhebradas, que esparcían al moverse mágicos resplandores. La túnica y el delantero del manto iban chapados de relojes de oro prendidos con alfileres, pendientes de esmeraldas y brillantes, sortijas con piedras enormes cual guijarros luminosos. Todos los devotos enviaban sus joyas para que las luciese en el paseo la Santísima Macarena. Las mujeres exhibían las manos limpias de adornos en esta noche de religioso dolor, contentas de que la madre de Dios ostentase unas joyas que eran su orgullo. El público las conocía, por verlas todos los años, y llevaba la cuenta, señalando las novedades. Lo que ostentaba la Virgen en el pecho, pendiente de una cadena, era de Gallardo el torero. Pero otros compartían con él la admiración popular. Las miradas femeninas devoraban absortas dos perlas enormes y una hilera de sortijas. Eran de una muchacha del barrio que se había ido a Madrid dos años antes, y, devota de la Macarena, volvía para ver la fiesta con un caballero viejo… ¡La suerte de la niña!..

Gallardo, con la faz cubierta y apoyado en el bastón, signo de autoridad, marchaba ante el «paso» con los dignatarios de la cofradía. Otros encapuchados ostentaban en las manos largas trompetas adornadas con paños verdes de flecos de oro. Llevábanse las boquillas de los instrumentos a un agujero de sus antifaces, y un trompeteo desgarrador, un toque de suplicio, cortaba el silencio. Pero este rugido espeluznante no despertaba eco alguno en las almas haciéndolas pensar en la muerte. Por los callejones transversales, obscuros y solitarios, venían bocanadas de brisa primaveral cargada de perfumes de jardín, de olor de naranjo, de aroma de las flores alineadas en tiestos tras rejas y balcones. Blanqueaba el azul del cielo con la caricia de la luna, que se desperezaba sobre el plumón de las nubes, avanzando el rostro entre dos aleros. El desfile lúgubre parecía marchar contra la corriente de la Naturaleza, perdiendo a cada paso su fúnebre gravedad. En vano gemían las trompetas lamentos de muerte, y lloraban los cantores al entonar sagradas coplas, y marcaban el paso con ceño de verdugos los espantables sayones. La noche primaveral reía, esparciendo su respiración de perfumes. Nadie podía acordarse de la muerte.

En torno de la Virgen iban como revuelta tropa los entusiastas «macarenos», hortelanos de las afueras, con sus mujeres desgreñadas que arrastraban de la mano una fila de niños, llevándolos de excursión hasta el amanecer. Mocitos del barrio, con fieltro nuevo y los bucles alisados sobre las orejas, blandían garrotes con belicoso fervor, como si alguien se propusiese faltarle al respeto a la hermosa señora y fuera preciso el auxilio de sus brazos. Iban todos confundidos, aplastándose en las calles estrechas entre el «paso» enorme y las paredes, pero con los ojos fijos en los de la imagen, hablándola, lanzando piropos a su hermosura y su milagroso poder, con la inconsciencia del vino y de su ligero pensamiento de pájaro.

– ¡Olé la Macarena!.. ¡La primé Virgen der mundo!.. ¡La que le da por el… pelo a toas la Vírgenes!..

Cada cincuenta pasos deteníase la sagrada plataforma. No había prisa; la jornada era larga. En muchas casas exigían que se detuviese la Virgen para verla con detención. Todo tabernero pedía igualmente un descanso a la puerta del establecimiento, alegando sus derechos de vecino del barrio.

Un hombre atravesaba la calle dirigiéndose a los encapuchados de los bastones que iban ante el «paso».

– ¡A ve! ¡que paren… que ahí está el primé cantaor der mundo, que quié echarle una «saeta» a la Virgen!

El primer cantaor del mundo, apoyado en un amigo, con las piernas temblonas y pasando a otro su vaso, avanzaba hasta la imagen, y luego de toser, soltaba el torrente de su voz ronca, en la que los gorgoritos borraban toda claridad a las palabras. Sólo se entendía que cantaba a «la mare», la madre de Dios, y al frasear esta palabra, su voz adquiría temblores de emoción, con esa sensibilidad de la poesía popular, que encuentra sus más sinceras inspiraciones en el amor maternal.

Aún no había llegado el cantaor a mitad de su lenta copla, cuando sonaba otra voz, y luego otra, como si se entablase un pugilato musical, y la calle se poblaba de invisibles pájaros, unos roncos, con estremecimientos de pulmón quebrantado, otros chillones, con alarido perforante que hacía pensar en un cuello rojo e hinchado próximo a desgarrarse. Los más de los cantores permanecían ocultos en la muchedumbre, con la simpleza de una devoción que no necesita ser vista en sus expansiones; otros, orgullosos de su voz y de su «estilo», ansiaban exhibirse, plantándose en mitad del arroyo ante la santa Macarena.

Muchachas flacas, de lacias faldas y pelo cargado de aceite, cruzaban las manos sobre el hundido vientre, y fijando sus ojos en los de la gran señora, cantaban con un hilillo de voz las angustias de la madre al ver a su hijo chorreando sangre y tropezando en las piedras bajo el peso de la cruz.

 

A los pocos pasos, un gitano joven, bronceado, con las mejillas roídas, oliendo a ropa sucia y a viruelas, quedaba como en éxtasis, con el sombrero pendiente de las dos manos, y rompía a cantar también a «la mare», «maresita der arma», «maresita e Dió», admirado por un grupo de camaradas que aprobaban con la cabeza las bellezas de su «estilo».

Y los tambores seguían redoblando detrás de la imagen, y las trompetas lanzaban su lamento, y todos cantaban a la vez, mezclando sus voces discordantes, sin que nadie se confundiese, comenzando y acabando cada uno su «saeta» sin tropiezo, como si todos fuesen sordos, como si el fervor religioso los aislase, sin otra vida exterior que la voz de temblona adoración y los ojos fijos en la imagen con una tenacidad hipnótica.

Cuando acababan los cantos, prorrumpía el público en aclamaciones de entusiasmo obsceno, y otra vez era glorificada la Macarena, la hermosa, la única, la que daba… disgustos a todas las Vírgenes; y el vino circulaba en vasos a los pies de la imagen, y los más vehementes le arrojaban el sombrero como si fuese una moza guapa; y no se sabía ya qué era lo cierto, si el fervor de iluminados con que cantaban a la Virgen o la orgía ambulante y pagana que acompañaba su tránsito por las calles.

Delante del «paso» iba un mocetón vestido con túnica morada y coronado de espinas. Sus pies hollaban descalzos las azuladas piedras de las callejuelas. Marchaba encorvado bajo la pesadumbre de una cruz dos veces más grande que él, y cuando tras larga detención reanudaba el paso, las buenas almas ayudábanle a tirar de su carga.

Las mujeres gimoteaban al verle, con una ternura compasiva. ¡Pobrecito! ¡Y con qué santo fervor cumplía su penitencia!.. Todos recordaban en el barrio su crimen sacrílego. ¡El maldito vino, que vuelve locos a los hombres! Tres años antes, en la mañana del Viernes Santo, cuando ya se retiraba la Macarena a su iglesia luego de vagar toda la noche por las calles de Sevilla, este pecador, que era un buen muchacho y andaba desde el día antes de juerga con los amigos, había hecho detener el «paso» ante una taberna de la plaza del Mercado. Le cantó a la Virgen, y luego, poseído de santo entusiasmo, prorrumpió en requiebros. ¡Olé la Macarena bonita! ¡La quería más que a su novia! Para expresar mejor su fe, quiso arrojar a sus pies lo que llevaba en la mano, creyendo que era el sombrero, y un vaso fue a estrellarse en la hermosa faz de la gran señora. Le llevaron lloriqueando a la cárcel… ¡Si él amaba a la Macarena como si fuese su madre! ¡Si era el vino maldito, que deja a los hombres sin saber lo que hacen! Tembló de miedo ante los años de presidio que le esperaban por desacato a la religión; lloró de arrepentimiento por su sacrilegio, y al fin, los más indignados acabaron por influir en su favor, y se arregló todo mediante la promesa de dar ejemplo a los pecadores con una penitencia extraordinaria.

Arrastraba la cruz sudoroso y jadeante, cambiando la carga de lugar cuando sentía uno de sus hombros entumecido por la dolorosa pesadumbre. Las mujeres lloraban con la vehemencia meridional, dramática en sus manifestaciones. Los camaradas le tenían lástima, y sin osar reírse de su penitencia, le ofrecían por compasión vasos de vino. Iba a reventarse de fatiga; necesitaba refrescar; no era por burla, sino por compañerismo.

Pero él huía los ojos del ofrecimiento, volviéndolos a la Virgen para tomarla por testigo de su martirio. Ya bebería al día siguiente, sin miedo alguno, cuando dejase a la Macarena segura en su iglesia.

Estaba el «paso» detenido en una calle del barrio de la Feria, y ya la cabeza de la procesión había llegado al centro de Sevilla. Los encapuchados verdes y la compañía de «armados» avanzaban con belicosa astucia, como un ejército que marcha al asalto. Querían ganar La Campana, apoderándose con ella de la entrada de la calle de las Sierpes, antes de que se presentase otra cofradía. Una vez dueña la vanguardia de esta posición, podría esperar tranquilamente a que llegase la Virgen. Los «macarenos» todos los años se hacían señores de la famosa calle, y necesitaban horas enteras para recorrerla, gozándose en las protestas impacientes de los cofrades de otros barrios, gente inferior, cuyas imágenes no podían compararse con la de la Macarena, y que por su insignificancia vivían condenados a aguardar humildemente detrás de ellos.

Sonó el redoblante de las tropas del capitán Chivo a la entrada de la calle de la Campana, al mismo tiempo que asomaban por distinto lado los encapuchados negros de otra cofradía, deseosos igualmente de ganar la prioridad en el paso. La muchedumbre, curiosa, se agitó entre las cabezas de las dos procesiones. ¡Bronca!.. Los encapuchados negros no respetaban gran cosa a los «judíos» y a su espantable capitán. Este, por su parte, tampoco quería salir de su fría altivez. La fuerza armada no debe mezclarse en las reyertas entre paisanos. Fueron los «macarenos» que escoltaban a la procesión los que, en nombre de la gloria del barrio, acometieron a los «nazarenos» negros, chocando palos y cirios. Corrieron los polizontes, llevándose presos por un lado a dos mozos que se lamentaban de haber perdido sombreros y bastones, mientras por otro eran conducidos a una farmacia varios «nazarenos» sin capucha, que se llevaban las manos a la cabeza con ademán doloroso.

Mientras tanto, el capitán Chivo, astuto como un conquistador, realizaba un movimiento estratégico con sus tropas, ocupando La Campana hasta la entrada de la calle de las Sierpes, acompañado por el redoblante, que aceleraba su baqueteo con una alegría ruidosa y triunfal, entre las aclamaciones de los bravos auxiliares del barrio. «¡Aquí no ha pasao na! ¡Viva la Virgen de la Macarena!..»

La calle de las Sierpes estaba convertida en un salón, con los balcones repletos de gentío, focos eléctricos pendientes de cables entre pared y pared y todos los cafés y tiendas iluminados, con las ventanas obstruidas de cabezas, y filas de sillas junto a los muros, en los que se agolpaba la gente subiendo sobre los asientos cada vez que el lejano trompeteo y el redoblar de los tambores anunciaba la proximidad de un «paso».

Aquella noche no se dormía en la ciudad. Hasta las viejas de timoratas costumbres, recluidas siempre en sus viviendas a la hora del rosario, velaban ahora para contemplar, cerca de la madrugada, el paso de las innumerables procesiones.

Eran las tres de la mañana y nada indicaba lo avanzado de la hora. La gente comía en cafés y tabernas. Por las puertas de las freidurías de pescado se escapaba el tufillo suculento del aceite. En el centro de la calle estacionábanse los vendedores ambulantes pregonando dulces y bebidas. Familias enteras que sólo salían a luz en las grandes festividades estaban allí desde las dos de la tarde, viendo pasar procesiones y más procesiones; mantos de Virgen, de aplastante suntuosidad, que arrancaban gritos de admiración por sus metros de terciopelo; Redentores coronados de oro, con vestimenta de brocado; todo un mundo de imágenes absurdas, en las que contrastaban los rostros trágicos, sanguinolentos o lloriqueantes, con las ropas de un lujo teatral cargadas de riquezas.

Los extranjeros, atraídos por lo extraño de esta ceremonia cristiana, alegre como una fiesta del paganismo, en la que no había otro gesto de dolor y tristeza que el de las imágenes, oían los nombres de éstas de boca de los sevillanos sentados junto a ellos.

Desfilaban los «pasos» del Sagrado Decreto, del Santo Cristo del Silencio, de Nuestra Señora de la Amargura, de Jesús con la cruz al hombro, Nuestra Señora del Valle, Nuestro Padre Jesús de las Tres Caídas, Nuestra Señora de las Lágrimas, el Señor de la Buena Muerte y Nuestra Señora de las Tres Necesidades; y este desfile de imágenes iba acompañado de «nazarenos» negros y blancos, rojos, verdes, azules y violeta, todos enmascarados, guardando bajo las puntiagudas caperuzas su personalidad misteriosa, de la que sólo se revelaban los ojos al través de los orificios del antifaz.

Avanzaban las pesadas plataformas lentamente, con gran trabajo, por la estrechez de la calle. Cuando salían de esta angostura, llegando a la plaza de San Francisco, frente a los palcos levantados en el palacio del Ayuntamiento, los «pasos» daban media vuelta hasta quedar de frente las imágenes, y saludaban con una genuflexión de sus portadores a los extranjeros ilustres y personas reales venidos para presenciar la fiesta.

Junto a los «pasos» marchaban mozos con cántaros de agua. Apenas se detenía el catafalco, alzábase una punta de las faldas de terciopelo que ocultaban su interior, y aparecían veinte o treinta hombres sudorosos, purpúreos por la fatiga, medio desnudos, con pañuelos ceñidos a las cabezas y un aire de salvajes fatigados. Eran los «gallegos», los conductores forzudos, a los que se confundía, fuese cual fuese su origen, en esta denominación geográfica, como si los hijos del país no se creyesen aptos para ningún trabajo constante y fatigoso. Bebían ávidamente el agua, y si había próxima una taberna, se insubordinaban contra el director del «paso» reclamando vino. Obligados a permanecer en este encierro muchas horas, comían agachados y satisfacían otras necesidades. Muchas veces, al alejarse el santo «paso» tras larga detención, la muchedumbre reía viendo lo que quedaba al descubierto sobre el limpio adoquinado, residuos que obligaban a correr con espuertas a los dependientes municipales.

Este desfile de suntuosidad abrumadora, corriente de movibles patíbulos con rostros cadavéricos y vestiduras deslumbrantes, prolongábase toda la noche, frívolo, alegre y teatral. En vano lanzaban los cobres sus gemidos de muerte, llorando la más ruidosa de las injusticias, la muerte infamante de un Dios. La Naturaleza no se conmovía, uniéndose a este dolor tradicional. El río seguía susurrando bajo los puentes, extendiendo su sábana luminosa entre los silenciosos campos; los naranjos, incensarios de la noche, abrían sus mil bocas blancas, esparciendo en el ambiente un olor de carne voluptuosa; las palmeras mecían sus surtidores de plumas sobre las almenas morunas del Alcázar; la Giralda, fantasma azul, remontábase devorando estrellas, ocultando un pedazo de cielo tras su esbelta mole; y la luna, ebria de perfumes nocturnos, parecía sonreír a la tierra hinchada de savia primaveral, a los surcos luminosos de la ciudad, en cuyo fondo rojizo agitábase un hormiguero satisfecho de vivir, que bebía y cantaba, encontrando pretexto para interminable fiesta en un remota muerte.

Jesús había muerto: por él las mujeres se vestían de negro y los hombres se disfrazaban con túnicas puntiagudas que les daban aspecto de extraños insectos; los cobres lo proclamaban con sus quejidos teatrales; los templos lo decían con su obscuro silencio y los velos lóbregos de sus puertas… Y el río seguía suspirando con idílico susurro, como si invitase a sentarse en sus orillas a las parejas solitarias; y las palmeras mecían sus capiteles sobre las almenas con un vaivén de indiferencia; y los naranjos exhalaban su perfume de tentación, como si sólo reconociesen la majestad del amor, que crea la vida y la deleita; y la luna sonreía impávida; y la torre, azulada por la noche, perdíase en el misterio de las alturas, pensando tal vez, con la simpleza de alma de las cosas inanimadas, que las ideas de los hombres cambian con los siglos, y los que a ella la sacaron de la nada creían en otras cosas.

Se agitó la muchedumbre en la calle de las Sierpes con alegre curiosidad. Los «pasos» de la Macarena, formando ahora compacta procesión, avanzaban acompañados de una banda de música. Redoblaban con furia los tambores, rugían las trompetas, gritaba el bullicioso tropel de los «macarenos», y la gente subíase en las sillas para ver mejor el ruidoso y lento desfile.

Inundose el centro de la calle de mozos despechugados que blandían sus palos dando vivas a la Virgen. Las mujeres, despeinadas y míseramente vestidas, agitaban sus brazos al verse en el centro de Sevilla, en la calle de las Sierpes, por donde sólo pasaban de tarde en tarde, desfilando bajo las miradas curiosas de lo mejor de la ciudad.

Su pobreza ansiaba vengarse en esta noche extraordinaria, y todos ellos vociferaban dirigiéndose a los cafés llenos de gente acomodada, a los clubs donde se reunían los señoritos:

– ¡Aquí están los macarenos! ¡Que vengan toos a ver lo mejó der mundo! ¡Viva la Virgen!

Algunas hembras tiraban del marido, cabizbajo y con las piernas dobladas después de tres horas de procesión. ¡A casa!.. Pero el vacilante «macareno» resistíase con voz que olía a vino.

 

– Ejame, mujé. Antes quieo echale una coplita a la Morena.

Y luego de toser y llevarse la mano a la garganta, fijos los ojos en la imagen, rompía a cantar con una voz sorda que sólo él podía oír, pues se perdía con la confusa baraúnda de músicas, gritos, trompetas y aclamaciones. Una invasión de locura conmovía la estrecha calle, como si acabase de asaltarla una horda ebria. Cantaban a la vez cien voces, cada una con distinto ritmo y entonación. Mozos pálidos y sudorosos, como si fuesen a morir, avanzaban hasta el «paso», con el sombrero perdido, el chaleco desabrochado, apoyados blandamente en los hombros de los camaradas, y entonaban una «saeta» con voz de agonizante. A la entrada de la calle, en las aceras de La Campana, quedaban tendidos de bruces varios «macarenos», como si fuesen los muertos de esta gloriosa expedición.

A la puerta de un café, el Nacional contemplaba con toda su familia el paso de la cofradía. «¡Superstisión y atraso!..» Pero él seguía la costumbre, viniendo todos los años a presenciar la invasión de la calle de las Sierpes por los ruidosos «macarenos».

Inmediatamente reconoció a Gallardo, por su esbelta estatura y el garbo torero con que llevaba la vestimenta inquisitorial.

– Juaniyo, que se etenga er «paso». Hay en er café unas señoras forasteras que quieren ve bien a la Macarena.

Quedó inmóvil la sagrada plataforma, rompió a tocar la banda de música una marcha garbosa, de las que alegran al público en la plaza de Toros, e inmediatamente los ocultos portadores del «paso» comenzaron a levantar a un tiempo una pierna, luego la otra, ejecutando un baile que hacía moverse el catafalco con violenta ondulación, empujando a la gente contra las paredes. La Virgen, con toda su carga de joyas, flores, farolas, y hasta con el pesado palio, bailaba al son de la música. Era este un espectáculo que había sido objeto de ensayos, y del que se mostraban orgullosos los «macarenos». Los buenos mozos del barrio, agarrados a ambos lados del «paso», lo sostenían, siguiendo su violento vaivén, al mismo tiempo que gritaban, enardecidos por este alarde de fuerza y habilidad:

– ¡Que venga a ve esto toa Seviya!.. ¡Esto es lo güeno! ¡Esto sólo lo hacen los «macarenos»!..

Y cuando calló la música y cesaron las ondulaciones, quedando inmóvil el «paso», resonó una aclamación atronadora, impía y obscena, proferida con la ingenuidad del entusiasmo. Daban vivas a la Santísima Macarena, la santa, la única, la que se hacía esto y aquello con todas las Vírgenes conocidas y por conocer.

La cofradía siguió su marcha triunfal, dejando rezagados en todas las tabernas y caídos en todas las calles. El sol, al salir, la sorprendió muy lejos de la parroquia, en el extremo opuesto de Sevilla, haciendo centellear con sus primeros rayos la armadura de joyas de la imagen y alumbrando los rostros lívidos de la escolta popular y de los «nazarenos», que se habían despojado del antifaz. La imagen y sus acompañantes, sorprendidos por el amanecer, parecían una tropa disoluta volviendo de una orgía.

Cerca del Mercado quedaron los dos «pasos» abandonados en medio de la calle, mientras toda la procesión «tomaba la mañana» en las tabernas inmediatas, sustituyendo el vino de la tierra con grandes copas de aguardiente de Cazalla y Rute. Las blancas haldas de los encapuchados eran ya faldas sucias, en las que se marcaban huellas nauseabundas. Ninguno conservaba enteros los guantes. Un «nazareno», con el cirio apagado y una mano en el capuchón, se arqueaba ruidosamente frente a una esquina para dar expansión a su estómago revuelto.

Del brillante ejército judío no quedaban más que míseras reliquias, como si volviese de una derrota. El capitán andaba con triste vaivén, caídas las mustias plumas sobre el rostro lívido, sin otra preocupación que defender la vestimenta gloriosa de roces y manotones. ¡Respeto al uniforme!..

Gallardo abandonó la procesión poco después de salir el sol. Había hecho bastante acompañando a la Virgen toda la noche, y seguramente que ella se lo tomaría en cuenta.

Además, esta última parte de la fiesta, hasta que la Macarena entraba en San Gil, cerca ya de mediodía, era la más penosa. Las gentes que se levantaban de dormir, frescas y tranquilas, burlábanse de los encapuchados, ridículos a la luz del sol, arrastrando la embriaguez y las suciedades de la noche. No era prudente que viesen a un espada con aquella tropa de borrachos aguardándoles a la puerta de las tabernas.

La señora Angustias le esperaba en el patio de la casa, y ayudó al «nazareno» a despojarse de sus vestiduras. Debía descansar, luego de cumplidos sus deberes con la Virgen. El domingo de Pascua tenía corrida: la primera después de su desgracia. ¡Maldito oficio! Con él era imposible el descanso, y las pobres mujeres, tras un período de tranquilidad, veían renacer sus angustias y temores.

El sábado y la mañana del domingo los pasó el espada recibiendo visitas de entusiastas aficionados de fuera de Sevilla que habían venido para las fiestas de Semana Santa y de la Feria. Todos sonreían confiando en sus futuras hazañas.

– ¡Vamos a ver cómo queas! La afición tiene los ojos puestos en ti. ¿Qué tal van esas fuerzas?

Gallardo no desconfiaba de su vigor. Los meses de permanencia en el campo le habían robustecido. Estaba ahora tan fuerte como antes de la cogida. Lo único que le hacía recordar este accidente, cuando cazaba en el cortijo, era cierta debilidad en la pierna herida. Pero esto sólo lo notaba después de largas marchas.

– Haré too lo que sepa – murmuraba Gallardo con falsa modestia – . Yo creo que no quearé mal der too.

El apoderado intervenía, con la brava ceguera de su fe:

– Quearás como las propias rosas… como un ángel. ¡Si tú te metes los toros en el bolsillo!..

Luego, los entusiastas de Gallardo, olvidando por un momento la corrida, comentaban una noticia que acababa de circular por la ciudad.

En un monte de la provincia de Córdoba, la Guardia civil había encontrado un cadáver descompuesto, con la cabeza desfigurada, casi deshecha por una descarga a boca de jarro. Imposible reconocerle, pero sus ropas, la carabina, todo hacía creer que era el Plumitas.

Gallardo escuchaba silencioso. No había visto al bandido después de su cogida, pero guardaba de él un buen recuerdo. Sus cortijeros le habían dicho que mientras él estaba en peligro se presentó dos veces en La Rinconada para preguntar por su salud. Luego, viviendo en el cortijo con su familia, varias veces pastores y jornaleros le hablaron misteriosamente del Plumitas, que al encontrarlos en un camino y saber que eran de La Rinconada les daba memorias para el señor Juan.

¡Pobre hombre! Gallardo le compadecía, recordando sus predicciones. No le había matado la Guardia civil. Le habían asesinado durante su sueño. Había perecido a manos de los suyos, de un «aficionado», de uno de los que venían detrás empujando, con el ansia de ganarse el cartel.

El domingo, su marcha a la plaza fue más penosa que otras veces. Carmen hacía esfuerzos por mostrarse tranquila, y hasta estuvo presente en el acto de vestir Garabato al maestro. Sonreía, con una sonrisa dolorosa; fingíase alegre, creyendo notar en su marido una preocupación igual, que también intentaba disimular con forzado regocijo. La señora Angustias andaba por cerca de la habitación, queriendo contemplar una vez más a su Juanillo, como si fuese a perderle.

Cuando salió Gallardo al patio, con la montera puesta y la capa al hombro, la madre le echó los brazos al cuello derramando lágrimas. No dijo una palabra, pero los ruidosos suspiros parecían revelar sus pensamientos. ¡Torear por primera vez después de su desgracia en la misma plaza donde había sido cogido!.. Sus supersticiones de mujer popular rebelábanse ante esta imprudencia. ¡Ay, cuándo se retiraría del maldito oficio! ¿No tenía aún bastante dinero?