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Sangre y arena

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Y el doctor clamaba contra las inútiles carreras de caballos, en las cuales mueren muchos más hombres que en las corridas de toros; contra las cacerías de ratas por perros amaestrados, presenciadas por públicos cultos; contra los juegos del sport moderno, de los que salen los campeones con las piernas rotas, el cráneo fracturado o las narices aplastadas; contra el duelo, las más de las veces sin otra causa que un deseo malsano de publicidad.

– El toro y el caballo – clamaba Ruiz – hacen llorar de pena a esas gentes que no gritan en sus países al ver cómo cae en el hipódromo un animal de carreras reventado, con las patas rotas, y que consideran como complemento de la belleza de toda gran ciudad el establecimiento de un jardín zoológico.

El doctor Ruiz se indignaba de que en nombre de la civilización se anatematizase por bárbara y sangrienta la corrida de toros, y en nombre de la misma civilización se alojasen en un jardín los animales más dañinos e inútiles de la tierra, manteniéndolos y calentándolos con un lujo principesco. ¿Para qué esto? La ciencia los conocía perfectamente y los tenía ya catalogados. Si el exterminio repugnaba a ciertas almas, ¿por qué no clamar contra las obscuras tragedias que todos los días se desarrollaban en las jaulas de los parques zoológicos? La cabra de trémulo balido y cuernos inútiles veíase metida sin defensa en el antro de la pantera, y allí sufría la arremetida que quebraba sus huesos con espeluznante crujido, hundiendo la bestia sus zarpas en las entrañas de la víctima y el hocico en su sangre humeante. Los míseros conejos arrancados a la paz olorosa del monte temblaban de miedo al sentir erizarse su pelaje bajo el soplo de la boa, que parecía hipnotizarlos con sus ojos y avanzaba traidora las revueltas de sus pintarrajeados anillos para ahogarlos con glacial presión… Cientos de pobres animales respetables por su debilidad morían para el sustento de bestias feroces completamente inútiles, guardadas y festejadas en ciudades que se creían de la mayor civilización; y de esas mismas ciudades salían insultos para la barbarie española, porque hombres valerosos y ágiles, siguiendo reglas de indiscutible sabiduría, mataban frente a frente a una fiera arrogante y temible, en pleno sol, bajo el cielo azul, ante una muchedumbre ruidosa y multicolor, uniendo a la emoción del peligro el encanto de la belleza pintoresca… ¡Vive Dios!..

– Nos insultan porque somos ahora poca cosa – decía Ruiz, indignándose contra lo que consideraba una injusticia universal – . Nuestro mundo es como un mono, que imita los gestos y placeres de aquel a quien acata como amo. Ahora manda Inglaterra, y en uno y otro hemisferio privan las carreras de caballos, y la gente se aburre viendo correr unos jacos por una pista, espectáculo que no puede ser más soso. Las verdaderas corridas de toros llegaron muy tarde, cuando ya íbamos de capa caída. Si en tiempos de Felipe II hubiesen tenido la misma importancia que hoy, aún quedarían plazas abiertas en muchos países de Europa… ¡Que no me hablen de los extranjeros! Yo los admiro porque han hecho revoluciones, y mucho de lo que pensamos se lo debemos a ellos; pero en esto de los toros, ¡vamos, hombre… que no dicen mas que disparates!

Y el vehemente doctor, con ceguera de fanático, confundía en su execración a todos los pueblos del planeta que abominan de la fiesta española, manteniendo al mismo tiempo otras diversiones sanguinarias que no pueden siquiera justificarse con el pretexto de su hermosura.

A los diez días de permanencia en Sevilla, el doctor regresó a Madrid.

– Vaya, buen mozo – dijo al enfermo – . Tú no me necesitas, y yo tengo mucho que hacer. Nada de imprudencias. Pasados dos meses, estarás sano y fuerte. Es posible que quedes algo resentido de la pierna, pero tienes una naturaleza de hierro y saldrás adelante.

La curación de Gallardo siguió los términos anunciados por Ruiz. Cuando, pasado un mes, la pierna fue libertada de su forzado quietismo, el torero, débil y cojeando un poco, pudo ir a sentarse en un sillón del patio, lugar donde recibía a sus amigos.

Durante su enfermedad, cuando la fiebre le acometía, sumiéndole en lóbregas pesadillas, un pensamiento, siempre el mismo, manteníase firme en medio de sus desvaríos imaginativos. Se acordaba de doña Sol. ¿Conocería aquella mujer su desgracia?..

Estando aún en la cama se atrevió a preguntar a su apoderado por ella, un día en que quedaron solos.

– Sí, hombre – dijo don José – . Se ha acordado de ti. Me envió un telegrama desde Niza preguntando por tu salud a los tres días de la desgracia. Indudablemente se enteró por los periódicos. Han hablado de ti en todas partes, como si fueses un rey.

El apoderado había contestado al telegrama, no sabiendo después nada de ella.

Quedó Gallardo satisfecho por esta noticia durante algunos días, pero luego volvió a preguntar, con la insistencia del enfermo que cree pendiente a todo el mundo del estado de su salud. ¿No había escrito? ¿No había preguntado más por él?.. El apoderado intentaba excusar el silencio de doña Sol, consolando de este modo al espada. Debía pensar que aquella señora estaba siempre viajando. ¡A saber dónde se hallaría en aquel momento!..

Pero la tristeza del torero al creerse olvidado obligó a don José a mentir piadosamente. Días antes había recibido una breve carta de Italia, en la que doña Sol le pedía noticias del herido.

– ¡A verla! – dijo con ansiedad el espada.

Y como el apoderado se excusase pretextando haberla olvidado en su casa, Gallardo imploró este consuelo. «Tráigala usté. ¡Me gustaría tanto ver su letra, convencerme de que se acuerda de mí!..»

Para evitar nuevas complicaciones en sus embustes, don José siguió inventando una correspondencia que nunca llegaba a sus manos, por ir dirigida a otro. Doña Sol escribía, según él, al marqués por los asuntos de su fortuna, y al final de todas las cartas preguntaba por la salud de Gallardo. Otras veces eran las cartas a un primo suyo, y en ellas había iguales recuerdos para el torero.

Gallardo escuchaba complacido estas noticias, pero al mismo tiempo movía la cabeza con expresión de duda. ¡Cuándo volvería a verla!.. ¿La vería alguna vez?.. ¡Ay, aquella mujer caprichosa, que había huido sin motivo, a impulsos de su extraño carácter!

– Lo que tú debes hacer – decía el apoderado – es olvidarte del mujerío, para pensar un poco en los negocios. Ya no estás en la cama, ya estás casi bueno. ¿Cómo te sientes de fuerzas? Di: ¿toreamos o no? Tienes todo lo que queda de invierno para ponerte fuerte. ¿Se admiten contratas o renuncias este año a torear?..

Gallardo levantó la cabeza con arrogancia, como si le propusieran algo deshonroso. ¿Renunciar al toreo? ¿Pasar un año sin que le viesen en el redondel?.. ¿Es que los públicos podrían resignarse a esta ausencia?

– Admita usté, don José. De aquí a la primavera hay tiempo pa ponerse fuerte. Yo toreo lo que me pongan delante. Puee usté comprometerse pa la corría de Pascua de Resurrecsión. Me paece que esta pierna va a darme mucho que hacé, pero pa entonces, si quiere Dió, estaré como si fuese de jierro.

Dos meses tardó el torero en sentirse fuerte. Cojeaba ligeramente y sentía menos agilidad en los brazos; pero estas molestias despreciábalas como insignificantes al sentir que las fuerzas de la salud volvían a animar su cuerpo vigoroso.

Viéndose a solas en la habitación conyugal – pues había vuelto a ella al abandonar su cuarto de enfermo – , plantábase frente a un espejo y se perfilaba lo mismo que si estuviese ante un toro, poniendo un brazo sobre otro en forma de cruz, cual si tuviera en sus manos la espada y la muleta. ¡Zas! Estocada al toro invisible. ¡Hasta el mismo puño!.. Y sonreía satisfecho pensando en la decepción que iban a sufrir sus enemigos, los cuales profetizaban su inmediata decadencia siempre que sufría una cogida.

Le faltaba el tiempo para verse en el redondel. Ansiaba la gloria de los aplausos, la aclamación de las muchedumbres, con el anhelo de un principiante; como si la reciente cogida hubiese desdoblado su existencia; como si el Gallardo de antes fuese otro, y él tuviera que comenzar de nuevo su carrera.

Para fortalecerse, decidió pasar el resto del invierno con su familia en La Rinconada. La caza y las marchas largas fortalecerían su pierna quebrantada. Además, montaría a caballo para vigilar los trabajos, visitaría los ganados de cabras, las piaras de cerdos, la vacada y las jacas que pastaban en los prados. La administración del cortijo no marchaba bien. Todo le costaba más que a los otros propietarios, y los productos resultaban menores. Era una hacienda de torero habituado a la generosidad, a ganar gruesas cantidades, sin conocer las restricciones de la economía. Sus viajes durante una parte del año y aquella desgracia, que había traído a su casa el aturdimiento y el desorden, hacían que los negocios no marchasen bien.

Antonio su cuñado, que se había establecido por una temporada en el cortijo con aires de dictador, queriendo ponerlo todo en orden, sólo había servido para embrollar la marcha de los trabajos y provocar la ira de los jornaleros. Gracias que Gallardo contaba con el ingreso seguro de las corridas, riqueza inagotable que reparaba con exceso sus despilfarros y torpezas.

Antes de salir para La Rinconada, la señora Angustias quiso que su hijo fuese a arrodillarse ante la Virgen de la Esperanza. Era una promesa que había hecho en aquel anochecer lúgubre, cuando le vio llegar tendido en la camilla, pálido e inmóvil como un muerto. ¡Las veces que había llorado a la Macarena, la hermosa reina de los cielos, de largas pestañas y mejillas morenas, pidiéndola que no olvidase a su pobre Juanillo!

La fiesta fue un acontecimiento popular.

Los jardineros del barrio de la Macarena fueron llamados por la madre del espada, y el templo de San Gil se llenó de flores, formando altos ramos como pirámides en los altares, esparciéndose en guirnaldas entre los arcos, pendiendo en gruesos ramilletes de las lámparas.

 

Fue una mañana de sol cuando se verificó la santa ceremonia. A pesar de que el día era de trabajo, se llenó el templo de lo mejorcito de los barrios inmediatos: gruesas mujeres de ojos negros y cuello corto, con el corpiño y la falda hinchados por abultadas curvas, vistiendo trajes negros de seda y con mantillas de blonda sobre el rostro pálido; menestrales recién afeitados, con terno nuevo, sombrero redondo y gran cadena de oro en el chaleco. Acudían a bandadas los mendigos, como si se celebrase una boda, formando en doble fila a las puertas del templo. Las comadres del barrio, despeluznadas y con niños al brazo, agrupábanse, esperando con impaciencia la llegada de Gallardo y su familia.

Iba a cantarse una misa con acompañamiento de orquesta y de voces: algo extraordinario, como la ópera, del Teatro de San Fernando cuando llegaban las Pascuas. Luego entonarían los sacerdotes el Te Deum en acción de gracias por la salvación del señor Juan Gallardo, lo mismo que cuando el rey entraba en Sevilla.

Se presentó la comitiva abriéndose paso en el gentío. La madre y la esposa del torero, entre parientas y amigas, marchaban al frente, haciendo crujir a su paso la gruesa seda de las faldas negras y sonriendo dulcemente bajo sus mantillas. Detrás venía Gallardo, seguido de una escolta interminable de toreros y amigos, todos vestidos de colores claros, con cadenas y sortijas de escandaloso brillo, llevando en las cabezas fieltros blancos, que contrastaban con la negrura de los trajes femeninos.

Gallardo mostrábase grave. Era un buen creyente. Se acordaba poco de Dios y blasfemaba de él en los momentos difíciles, con el automatismo de la costumbre; pero ahora era otra cosa: iba a darle gracias a la Santísima Macarena, y penetró en el templo con aire compungido.

Todos entraron, menos el Nacional, que abandonó a su mujer y a la prole, quedándose en la plazoleta.

– Yo soy librepensaor – creyó del caso afirmar ante un grupo de amigos – . Yo respeto toas las creencias; pero lo de ahí dentro, pa mí, es… «líquido». No quiero faltarle a la Macarena ni quitarle lo suyo; pero camará, ¡si mangue no acude a tiempo a llevarse al toro cuando Juaniyo estaba en el suelo…!

Por las puertas abiertas llegaban hasta la plaza los gemidos de los instrumentos, las voces de los cantores, una melodía dulzona y voluptuosa acompañada de las bocanadas de perfume de las flores y el olor de la cera.

Fumaron cigarro tras cigarro los toreros y aficionados que se agrupaban fuera del templo. De vez en cuando se desprendían algunos para ir a entretener la espera en la taberna más cercana.

Cuando volvió a salir la comitiva, los pobres se abalanzaron, riñendo y manoteando bajo los puñados de monedas. Para todos había. El maestro Gallardo era rumboso.

La señora Angustias lloraba, con la cabeza apoyada en el hombro de una amiga.

En la puerta de la iglesia apareció el espada, sonriente y magnífico, dando el brazo a su mujer, que iba trémula de emoción y bajaba los ojos, temblándole una lágrima entre sus pestañas.

Carmen creyó que acababa de casarse por segunda vez.

VII

Al llegar Semana Santa, Gallardo dio una gran alegría a su madre.

En años anteriores salía el espada en la procesión de la parroquia de San Lorenzo, como devoto de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, vistiendo túnica negra de alta caperuza con una máscara que sólo dejaba visible los ojos.

Era la cofradía de los señores, y el torero, al verse camino de la fortuna, ingresó en ella, huyendo de las cofradías populares, en las que la devoción iba acompañada de embriaguez y escándalo.

Gallardo hablaba con orgullo de la seriedad de esta asociación religiosa. Todo puntual y bien disciplinado, lo mismo que en el ejército. Cuando, en la noche del Jueves Santo, el reloj de San Lorenzo daba el segundo golpe de las dos de la madrugada, abríanse instantáneamente las puertas y aparecía ante los ojos de la muchedumbre agolpada en la obscuridad de la plaza todo el interior del templo lleno de luces y con la cofradía formada.

Los negros encapuchados, silenciosos y lúgubres, sin otra vida que el brillo de los ojos al través de la sombría máscara, avanzaban de dos en dos con lento paso, guardando un ancho espacio entre pareja y pareja, empuñando el hachón de lívida llama y arrastrando por el suelo la larga cola de sus túnicas.

La multitud, con esa impresionabilidad fácil de los pueblos meridionales, contemplaba absorta el paso de los encapuchados, a los que llamaba «nazarenos», máscaras misteriosas que eran tal vez grandes señores, llevados por la devoción tradicional a figurar en este desfile nocturno que acababa luego de salido el sol.

Era una cofradía de silencio. Los «nazarenos» no podían hablar, y marchaban escoltados por guardias municipales, cuidadosos de que los importunos no se llegasen a ellos para molestarles. Abundaban los borrachos en la multitud. Vagaban por las calles devotos incansables que, en memoria de la Pasión del Señor, comenzaban a pasear su religiosidad de taberna en taberna el Miércoles Santo, y no terminaban sus estaciones hasta el sábado, en que los recogían definitivamente, después de haber dado innumerables caídas en todas las callejuelas, que eran para ellos otras tantas calles de Amargura.

Cuando los cofrades, obligados al silencio bajo pena de pecado, marchaban solos en la procesión, estos impíos, a quienes el vino quitaba todo escrúpulo moral, colocábanse junto a ellos, murmurando en sus oídos las más atroces injurias contra sus incógnitas personas y contra sus familias, que no conocían. El «nazareno» callaba y sufría, devorando los insultos y ofreciéndolos como un sacrificio al Señor del Gran Poder. Pero el moscón, enardecido por esta mansedumbre, redoblaba su zumbido injurioso; hasta que al fin la sagrada máscara pensaba que, aunque el silencio era obligatorio, no lo era la acción, y sin hablar palabra levantaba el cirio, dando con él varios golpes al borracho que turbaba el santo recogimiento de la ceremonia.

En el curso de la procesión, cuando los portadores de los «pasos» necesitaban descanso y quedaban inmóviles las pesadas plataformas de las imágenes cargadas de faroles, bastaba un leve siseo para que los encapuchados se detuviesen, permaneciendo las parejas frente a frente, con el blandón apoyado en un pie, mirando al gentío con sus ojos misteriosos al través del antifaz. Eran tétricos personajes escapados de un auto de fe, mascarones cuyas colas negras parecían esparcir en su arrastre perfumes de incienso y hedor de hoguera. Sonaban los lamentos de cobre de las largas trompetas, rasgando el silencio de la noche. Sobre las puntas de las caperuzas movíanse con la brisa los pendoncillos de la cofradía, rectángulos de terciopelo negro con franjas de oro y bordado en ellos el anagrama romano S. P. Q. R., para recordar la intervención del Procurador de Judea en la muerte del Justo.

Avanzaba el «paso» de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, una pesada plataforma de labrado metal, con faldas de terciopelo negro que rozaban el suelo, ocultando los pies de los veinte hombres sudorosos y casi desnudos que marchaban debajo sosteniéndola. Cuatro grupos de faroles con ángeles de oro brillaban en los ángulos, y en su centro encogíase Jesús, un Jesús trágico, doloroso, sanguinolento, coronado de espinas, agobiado bajo el peso de la cruz, la faz cadavérica y los ojos lacrimosos, vestido con amplia túnica de terciopelo cubierta de flores de oro, hasta el punto de que la rica tela apenas se distinguía como débil arabesco entre las complicadas revueltas del bordado.

La presencia del Señor del Gran Poder provocaba un suspiro de centenares de pechos.

– ¡Pare Josú! – murmuraban las viejas, fijos los ojos en la imagen con hipnótica inmovilidad – . ¡Señó der Gran Poer! ¡Acuérdate de nosotros!

Deteníase el «paso» en mitad de la plaza, con su escolta de inquisitoriales encapuchados, y la devoción del pueblo andaluz, que confía al canto todos los estados de su alma, saludaba a la imagen con trinos de pájaro y lamentos interminables.

Una voz infantil de temblona dulzura cortaba el silencio. Era una mozuela que, avanzando entre la muchedumbre hasta colocarse en primera fila, lanzaba una «saeta» a Jesús. Los tres versos del canto eran para el Señor del Gran Poder, «la escultura más divina», y para el escultor Montañés, compañero de los grandes artistas españoles de la edad de oro.

Esta «saeta» equivalía al primer tiro de un combate, que desata un estallido interminable de explosiones. Aún no había acabado, y ya comenzaba a sonar otra en diverso sitio, y otra y otra, como si la plaza fuese una gran jaula de pájaros locos que, al despertar con la voz de un compañero, se lanzasen todos a cantar a la vez, en confuso desorden. Las voces de varón, graves y roncas, unían su sombrío tono a los gorgoritos femeniles. Todos cantaban con los ojos fijos en la imagen, como si estuviesen solos ante ella, olvidados de la muchedumbre que los rodeaba, sordos a las otras voces, sin perderse ni vacilar en los complicados gorjeos de la «saeta», que cortaban y confundían desarmónicamente las vocalizaciones de los demás. Escuchaban inmóviles los encapuchados, mirando a Jesús, que acogía estos trinos sin dejar de lagrimear bajo el peso del madero y el punzante dolor de las espinas; hasta que el conductor del «paso», dando por terminada la detención, golpeaba un timbre de plata en la delantera de la plataforma. «¡Arriba!» El Señor del Gran Poder, tras algunos vaivenes, se hacía más alto, y comenzaban a moverse como tentáculos, a ras del suelo, los pies de los invisibles portadores.

Después venía la Virgen, Nuestra Señora del Mayor Dolor, pues todas las parroquias sacaban dos «pasos», uno del Hijo de Dios y otro de su Señora Madre. Bajo un palio de terciopelo temblaba la corona de oro de la Señora del Mayor Dolor, rodeada de luces. La cola del manto, con una amplitud de muchos metros, descendía detrás del «paso», abombada por una especie de miriñaque de madera, mostrando el esplendor de sus bordados pesadísimos, deslumbrantes, costosos, en los que se había agotado la habilidad y la paciencia de toda una generación.

Los encapuchados, con sus cirios crepitantes, escoltaban a la Virgen, temblando el reflejo de sus luces en este manto regio que poblaba el ambiente de vivos fulgores. Al compás del redoble de los tamboree, marchaba luego un rebaño de hembras, el cuerpo en la sombra y la cara enrojecida por la llama de las velas que llevaban en las manos. Eran viejas con mantilla y los pies descalzos; mozuelas vistiendo trajes blancos que habían sido destinados a servirlas de mortaja; mujeres que caminaban trabajosamente, como si arrastrasen sus vientres hinchados por ocultos y dolorosos desarreglos; todo un batallón de humanidad doliente escapada de la muerte por bondad del Señor del Gran Poder y su Santísima Madre, caminando detrás de sus imágenes para cumplir una promesa.

La santa cofradía, después de marchar lentamente por las calles, con largas detenciones acompañadas de cánticos, entraba en la catedral, que permanecía toda la noche con las puertas abiertas. El desfile de luces introducíase en las naves gigantescas de este templo, disparatado por su extraordinaria grandeza, y sacaba de la obscuridad las enormes pilastras forradas de terciopelo carmesí con rayas de oro, sin llegar a disipar las compactas tinieblas de las bóvedas. Los encapuchados desfilaban como puntiagudos insectos negros en la rojiza claridad de los hachones a ras del suelo, mientras la noche seguía amasada en lo alto. Salían otra vez a la luz de las estrellas, abandonando esta obscuridad de cripta, y el sol acababa por sorprender a la procesión en plena calle, apagando el resplandor de los cirios, haciendo brillar el oro de las santas vestiduras y las lágrimas y sudores de agonía de las imágenes.

Gallardo era entusiasta del Señor del Gran Poder y del majestuoso silencio de su cofradía. ¡Cosa muy seria! De los otros «pasos» era posible reírse, por la falta de devoción y el desorden de los cofrades; pero de éste… ¡vamos, hombre!.. El sentía un escalofrío de emoción al contemplar la imagen poderosa de Jesús, «la primera escultura del mundo», y ver la majestad con que marchaban los encapuchados. Además, en esta cofradía se trataba uno con gente muy buena.

A pesar de esto, el espada decidió abandonar este año a los del Gran Poder, para salir con los de la Macarena, que escoltaban a la milagrosa Virgen de la Esperanza.

La señora Angustias se alegró mucho al conocer su decisión. Bien se lo debía a la Virgen, por haberle salvado de la última cogida. Además, esto halagaba sus sentimientos de plebeya sencillez.

 

– Ca uno con los suyos, Juaniyo. Güeno que te trates con el señorío, pero piensa que los probes te quisieron siempre, y que ya hablaban contra ti, creyendo que los desprecias.

Demasiado lo sabía el torero. El tumultuoso populacho que ocupaba en la plaza de Toros los tendidos de sol comenzaba a mostrar cierta animosidad contra él, creyéndose olvidado. Le criticaban su trato con las gentes ricas y el apartamiento de los que habían sido sus primeros entusiastas. Para evitar esta animosidad, Gallardo valíase de todos los medios, halagando al populacho con ese servilismo sin escrúpulos de los que necesitan vivir del aplauso público. Había llamado a los cofrades más influyentes de la Macarena para manifestarles que iría en la procesión. Nada de dar la noticia a la gente. El lo hacía como devoto, y quería que su acto quedase en secreto.

Pero a los pocos días, en todo el barrio no se hablaba de otra cosa, con un orgullo de vecindad. ¡Y poco hermosa que iba a salir este año la Macarena!.. Despreciaban a los ricos del Gran Poder con su procesión ordenada y sosa, y se fijaban únicamente en sus rivales del otro lado del río, los bullangueros de Triana, que tan satisfechos estaban de su Nuestra Señora del Patrocinio y el Cristo de la Expiración, al que llamaban el «Santísimo Cachorro».

– Habrá que ve a la Macarena – decían en los corrillos comentando la decisión del torero – . La señá Angustias va a llená el «paso» de flores. Lo menos se gasta sien duros. Y Juaniyo va a ponerle a la Virgen toas sus alhajas. ¡Un capitá!..

Así era. Gallardo reunía todas sus joyas y las de su mujer para que las luciese la Macarena. En las orejas le pondrían unos pendientes de Carmen que había comprado el espada en Madrid, invirtiendo en ellos el precio de varias corridas. Al pecho llevaría una cadena de oro doble del torero, y pendiente de ella todas sus sortijas y los gruesos botones de brillantes que se colocaba en la pechera cuando salía a la calle vestido «de corto».

– ¡Josú! ¡Y qué reguapa va a salí nuestra morena! – decían las vecinas hablando de la Virgen – . El señó Juan corre con todo. Va a rabiá media Seviya.

El espada, cuando le preguntaban acerca de esto, sonreía modestamente. El había tenido siempre mucha devoción a la Macarena. Era la Virgen de los barrios en que había nacido, y además su pobre padre no dejaba ningún año de ir en la procesión vestido de «armado». Era un honor que le correspondía a la familia, y a no ser él quien era, se calaría el casco y empuñaría la lanza, yendo de legionario romano, como habían ido muchos Gallardos que estaban pudriendo tierra.

Le halagaba esta popularidad devota; quería que todos supiesen en el barrio su asistencia a la procesión, y al mismo tiempo temía que la noticia se esparciese por la ciudad. Creía en la Virgen y deseaba ponerse bien con ella, para los peligros futuros, con devoto egoísmo; pero temblaba pensando en las burlas de los amigos que se reunían en los cafés y sociedades de la calle de las Sierpes.

– Me van a tomá er pelo si me conosen – decía – . Hay que viví con too er mundo.

El Jueves Santo por la noche fue a la catedral con su mujer, para oír el Miserere. El templo, con sus arcos ojivales disparatadamente altos, estaba sin otra luz que la de unos cirios rojizos colocados en las pilastras: la necesaria nada más para que la muchedumbre no marchase a tientas. Tras las rejas de las capillas laterales estaban enjauladas las gentes de buena posición social, huyendo del contacto con la muchedumbre sudorosa que se empujaba en las naves.

En la obscuridad del coro brillaban como una constelación de estrellas rojas las luces destinadas a los músicos y cantores. El Miserere de Eslava esparcía sus alegres melodías italianas en este ambiente terrorífico de sombra y misterio. Era un Miserere andaluz, algo juguetón y gracioso, como el batir de alas de un pájaro, con romanzas semejantes a serenatas de amor y coros que parecían rondas de bebedores; la alegría de vivir en un país dulce que hace olvidar a la muerte y se rebela contra las lobregueces de la Pasión.

Cuando la voz del tenor terminó la última romanza y sus lamentos se perdieron en las bóvedas apostrofando a la ciudad deicida, «Jerusalén, Jerusalén», la muchedumbre se esparció, deseando cuanto antes volver a las calles, que tenían aspecto de teatro con sus focos eléctricos, sus filas de sillas en las aceras y sus palcos en las plazas.

Gallardo volvió a casa para vestirse de «nazareno». La señora Angustias había cuidado de su traje con una ternura que la volvía a los tiempos de la juventud. ¡Ay, su pobrecito marido, que en esta noche cubríase con sus arreos belicosos, y echándose la lanza al hombro salía a la calle para no volver hasta el día siguiente, con el casco abollado y el tonelete perdido de suciedad, luego de acampar con sus hermanos de armas en todas las tabernas de Sevilla!..

El espada cuidó de sus bajos con una escrupulosidad femenil. Manejaba el traje de «nazareno» con las mismas atenciones que un vestido de lidia en tarde de corrida. Se calzó con medias de seda y zapatos de charol. Púsose el ropón de satén blanco, confeccionado por las manos de su madre, y sobre éste la alta y puntiaguda caperuza de terciopelo verde, que descendía sobre sus hombros formando una máscara y se prolongaba hasta más abajo de las rodillas, a modo de casulla. A un lado del pecho, el escudo de la cofradía estaba bordado con rica y minuciosa profusión de colores. El torero se puso unos guantes blancos y agarró el alto bastón, signo de dignidad en la cofradía: una vara forrada de terciopelo verde, con contera de plata y rematada por un óvalo del mismo metal.

Eran más de las doce cuando el elegante encapuchado se encaminó a San Gil, por las calles llenas de gentío. En las blancas paredes de las casas, las luces de los cirios y las puertas iluminadas de las tabernas trazaban un reflejo temblón de sombras y resplandores de incendio.

Antes de llegar a la iglesia, Gallardo encontró en la estrecha calle por donde iba a marchar la procesión la compañía de los «judíos», la tropa de los «armados», fieros sayones que, impacientes por mostrar su guerrera disciplina, marcaban el paso sin moverse del sitio, al compás de un tambor que redoblaba sin cansarse.

Eran mozos y viejos con el rostro encuadrado por las carrilleras metálicas del casco, un sayo color de vino, las piernas enfundadas en calzas de algodón que imitaban el rosa de la carne femenil, y altas sandalias. Al cinto llevaban la espada romana, y para imitar a los soldados modernos, colgaban de un hombro, a guisa de portafusil, el cordón que sostenía sus lanzas. Al frente de la compañía ondeaba la bandera romana con su inscripción senatorial, meciéndose al compás de los redobles del tamborcillo como todas las filas de legionarios.

Un personaje de suntuosidad imponente contoneábase con la espada en la mano al frente de este ejército. Gallardo lo reconoció al pasar.

– ¡Mardita sea! – dijo riendo bajo su máscara – . No me van a hacé caso. Ese gachó se lleva toas las parmas esta noche.

Era el capitán Chivo, un gitano cantaor que había llegado por la mañana del mismísimo París, fiel a la disciplina militar, para ponerse al frente de sus soldados.

Faltar a este llamamiento del deber era renunciar al título de capitán que ostentaba el Chivo en todos los carteles de los music-halls de París donde cantaba y bailaba con sus hijas. Eran éstas a modo de graciosas lagartijas, de donosos movimientos, grandes ojos, una delgadez algo subida de color y una diabólica movilidad que trastornaba a los hombres. La mayor había hecho una gran fortuna fugándose con un príncipe ruso, y los periódicos de París hablaron varios días de la desesperación del «bravo oficial del ejército español», que deseaba matar, vengando su honor, y hasta le compararon con Don Quijote. En un teatro del Bulevar habían dado una opereta sobre el rapto de la gitana, con bailes de toreros, coros de frailes y demás escenas de exacto colorido local. El Chivo acabó por transigir con este yerno de la mano izquierda, admitiendo sus indemnizaciones, y siguió bailando en París con las niñas, en espera de otro ruso. Su graduación de capitán dejaba pensativos a muchos extranjeros conocedores exactos de todo lo que ocurre en el mundo. «¡Ah, España!.. País decaído, que no paga a sus nobles soldados y obliga a los «hidalgos» a exhibir las hijas en las tablas…»