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Sangre y arena

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– ¡Una! – clamó con vocerío burlesco el público de los tendidos de sol.

«¡Mardita sea!..» ¿Por qué le atacaba esta gente con tanta injusticia?

Volvió a apoyar la espada y pinchó, acertando a dar esta vez en el punto vulnerable. El toro cayó instantáneamente, como si lo hubiese tocado un rayo, hiriéndole en el centro nervioso de su vida, y quedó con los cuernos clavados en el suelo y el vientre en alto entre las patas rígidas.

Aplaudieron las gentes de la sombra con un entusiasmo de clase, mientras el público del sol prorrumpía en silbidos e improperios.

– ¡Niño litri!.. ¡Aristócrata!

Gallardo, vuelto de espaldas a estas protestas, saludaba con la muleta y la espada a sus entusiastas. Los insultos del populacho, que siempre había sido su amigo, le dolían, haciéndole cerrar los puños.

– Pero ¿qué quié esa gente? El toro no daba más de sí. ¡Mardita sea! Esto son cosas de los enemigos.

Y pasó gran parte de la corrida junto a la barrera, mirando desdeñosamente lo que hacían los compañeros, acusándolos en su pensamiento de haber preparado contra él las muestras de desagrado.

Igualmente prorrumpía en maldiciones contra el toro y el pastor que lo crió. ¡Tan bien preparado que venía para hacer grandes cosas, y tropezarse con aquella bestia que no le había permitido lucirse! Debían fusilar a los ganaderos que soltaban tales animales.

Cuando tomó por segunda vez los trastos de matar, dio una orden al Nacional y a otro de sus peones para que se llevasen con la capa el toro hacia la parte de la plaza donde estaba el populacho.

Conocía al público. Había que halagar a los «ciudadanos» del sol, tumultuosa y terrible demagogia que llevaba a la plaza los odios de clase, pero con la mayor facilidad convertía los silbidos en aplausos así que una leve muestra de consideración acariciaba su orgullo.

Los peones, arrojando sus capas al toro, emprendieron carrera para llevarlo al lado del redondel caldeado por el sol. Un movimiento de alegre sorpresa del populacho acogió esta maniobra. El momento supremo, la muerte del toro, iba a desarrollarse bajo sus ojos, y no a gran distancia, como ocurría casi siempre, para comodidad de los ricos que se sentaban en la sombra.

La fiera, al quedar sola en este lado de la plaza, acometió el cadáver de un caballo. Hundió la cabeza en el vientre abierto, levantando sobre sus cuernos, como un harapo flácido, la mísera carroña, que esparcía en torno entrañas sueltas y excrementos. Cayó en el suelo el cadáver, quedando casi doblado, y el toro fue alejándose con paso indeciso. Otra vez volvió a olisquearlo, dando sonoros bufidos y hundiendo sus cuernos en la cavidad del vientre, mientras el público reía de esta tenacidad estúpida, de este rebusque de vida en el cuerpo inánime.

– ¡Duro ahí!.. ¡Qué poer tienes, hijo!.. ¡Sigue, que ahora güervo!

Pero la atención de todos se apartó de este ensañamiento de la bestia, para fijarse en Gallardo, que atravesaba la plaza con menudo paso, cimbreante el talle, en una mano la plegada muleta y moviendo con la otra la espada cual si fuese un bastoncillo.

Todo el público del sol aplaudió, agradecido por esta aproximación del espada.

– Te los has metió en er borsiyo – dijo el Nacional, que estaba con el capote preparado cerca del toro.

La muchedumbre manoteaba llamando al torero. «¡Aquí, aquí!» Cada uno quería que matase al toro frente a su tendido, para no perder ni un detalle, y el espada vacilaba entre los llamamientos contradictorios de miles de bocas.

Con un pie en el estribo de la barrera, calculaba el lugar mejor para dar muerte al toro. Había que llevarlo más allá. Al torero le estorbaba el cadáver del caballo, que parecía llenar con su despanzurrada miseria todo aquel lado de la plaza.

Iba a llamar al Nacional para darle orden de que se llevase la bestia, cuando oyó a sus espaldas una voz conocida, una voz que no adivinó de quién era, pero que le hizo volverse rápidamente.

– Güenas tardes, señó Juan… ¡Vamo a aplaudí la verdá!

Vio en primera fila, bajo la maroma de la contrabarrera, un chaquetón plegado en el filo de la valla, cruzados sobre él unos brazos en mangas de camisa y apoyada en las manos una cara ancha, afeitada recientemente, con un sombrero metido hasta las orejas. Parecía un rústico bonachón venido de su pueblo para presenciar la corrida.

Gallardo le reconoció. Era Plumitas.

Cumplía su promesa, y allí estaba, audazmente, entre doce mil personas que no podían reconocerle, saludando al espada, que sintió cierto agradecimiento por esta muestra de confianza.

Gallardo se asombraba de su temeridad. Bajar a Sevilla, meterse en la plaza, lejos de los montes y los desiertos, donde le era fácil la defensa, sin el auxilio de sus dos compañeras, la jaca y la carabina, ¡y todo por verle matar toros!.. De los dos, aquel hombre era el valiente.

Pensó además en su cortijo, que estaba a merced del Plumitas, en la vida campestre, que sólo era posible guardando buenas relaciones con aquel personaje extraordinario. Para él debía ser el toro.

Sonrió al bandido, que seguía contemplándole con rostro plácido, se quitó la montera, y gritó dirigiéndose a la revuelta muchedumbre, aunque con los ojos fijos en Plumitas.

– ¡Vaya por ustés!

Arrojó la montera al tendido, y las manos se abalanzaron unas contra otras, luchando por atrapar el sagrado depósito.

Gallardo hizo seña al Nacional para que con un capeo oportuno trajese el toro hacia él.

Extendió su muleta el espada, y la bestia acometió con sonoro bufido, pasando bajo el trapo rojo. «¡Olé!», rugió la muchedumbre, familiarizada ya con su antiguo ídolo y dispuesta a encontrar admirable todo cuanto hiciese.

Siguió dando pases al toro, entre las aclamaciones de la gente que estaba a pocos pasos de él y viéndole de cerca le daba consejos. ¡Cuidado, Gallardo! El toro estaba muy entero. No debía meterse entre él y la barrera. Convenía que guardase franca la salida.

Otros, más entusiastas, excitaban su atrevimiento con audaces consejos.

– Suértale una de las tuyas… ¡Zas! Estocá, y te lo metes en er borsiyo.

Era demasiado grande y receloso el animal para que se lo pudiera meter en el bolsillo. Excitado por la vecindad del caballo muerto, tenía la tendencia de volver a él, como si le embriagase el hedor de su vientre.

En una de las evoluciones, el toro, fatigado por la muleta, quedó inmóvil sobre sus patas. Gallardo tenía detrás de él el caballo muerto. Era una mala situación, pero de peores había salido victorioso.

Quiso aprovechar la posición de la bestia. El público le excitaba a ello. Entre los hombres puestos de pie en la contrabarrera, con el cuerpo echado adelante para no perder un detalle del momento decisivo, reconoció a muchos aficionados populares que comenzaban a apartarse de él y volvían ahora a aplaudirle, conmovidos por su muestra de consideración al «pueblo».

– ¡Aprovéchate, güen mozo!.. ¡Vamo a ve la verdá!.. ¡Tírate de veras!

Gallardo volvió un poco la cabeza para saludar a Plumitas, que permanecía sonriente, con la cara de luna asomada sobre los brazos y el chaquetón.

– ¡Por usté, camará!..

Se perfiló con la espada al frente para entrar a matar, pero en el mismo instante creyó que la tierra temblaba, despidiéndolo a gran distancia, que la plaza se venía abajo, que todo se volvía negro y soplaba un vendaval de feroz bramido. Vibró dolorosamente su cuerpo de pies a cabeza, próximo a estallar; le zumbó el cráneo cual si reventase; una mortal angustia contrajo su pecho… y cayó en un vacío lóbrego e interminable, con la inconsciencia del no ser.

El toro, en el mismo instante en que él se disponía a entrar a matar, había arrancado inesperadamente contra él, atraído por la «querencia» del caballo que estaba a sus espaldas. Fue un encontronazo brutal, que hizo rodar y desaparecer entre sus patas aquel cuerpo forrado de seda y oro. No lo enganchó con los pitones, pero el golpe fue horrible, demoledor, y testuz y cuernos, toda la defensa frontal de la fiera, abatió al hombre como una maza de hueso.

El toro, que sólo veía al caballo, sintió entre sus patas un obstáculo, y despreciando el cadáver de la bestia, se revolvió para atacar de nuevo al brillante monigote que yacía inmóvil en la arena. Lo levantó con un cuerno, arrojándolo a algunos pasos de distancia tras breve zarandeo, y quiso volver sobre él por tercera vez.

La muchedumbre, aturdida por la velocidad con que había ocurrido todo esto, permanecía silenciosa, con el pecho oprimido. ¡Lo iba a matar! ¡Tal vez lo había matado ya!.. De pronto, un alarido de todo el público rompió este silencio angustioso. Una capa se tendió entre la fiera y la víctima, un trapo casi pegado al testuz por unos brazos vigorosos que pretendían cegar a la bestia. Era el Nacional, que, a impulsos de la desesperación, se arrojaba sobre el toro, queriendo ser cogido por éste para librar al maestro. La bestia, aturdida por el nuevo obstáculo, se lanzó contra él, volviendo el rabo al caído. El banderillero, metido entre los cuernos, corrió de espaldas agitando la capa, no sabiendo cómo librarse de esta situación peligrosa, pero satisfecho al ver que alejaba al toro del herido.

El público casi olvidó al espada, impresionado por este nuevo incidente. El Nacional iba a caer también; no podía salirse de entre los cuernos: la fiera le llevaba ya casi enganchado… Gritaban los hombres, como si sus gritos pudieran servir de auxilio al perseguido; suspiraban de angustia las mujeres, volviendo la cara y agarrándose convulsas las manos; hasta que el banderillero, aprovechando un momento en que la fiera bajaba la cabeza para engancharle, se salió de entre los cuernos, quedando a un lado, mientras aquélla corría ciegamente conservando el capote desgarrado entre las astas.

 

La emoción estalló en un aplauso ensordecedor. La muchedumbre, tornadiza, impresionada únicamente por el peligro del momento, aclamaba al Nacional. Fue uno de los mejores momentos de su vida. El público, ocupado en aplaudirle, apenas se fijó en el cuerpo inánime de Gallardo, que era sacado del redondel, con la cabeza caída, entre toreros y empleados de la plaza.

Al anochecer, sólo se habló en la ciudad de la cogida de Gallardo: la más terrible de su vida. A aquellas horas se estaban publicando hojas extraordinarias en muchas ciudades, y los periódicos de toda España daban cuenta del suceso con extensos comentarios. Funcionaba el telégrafo lo mismo que si un personaje político acabase de ser víctima de un atentado.

Circulaban por la calle de las Sierpes noticias aterradoras, exageradas por el hiperbólico comentario meridional. Acababa de morir el pobre Gallardo. El que daba el triste aviso le había visto en una cama de la enfermería de la plaza blanco como el papel y con una cruz entre las manos. Otro se presentaba con noticias menos lúgubres. Aún no había muerto, pero moriría de un momento a otro.

– Lo tié suerto too: er corazón, los reaños, ¡too! Ar probesito lo ha dejao er bicho como una criba.

Habíanse establecido guardias en los alrededores de la plaza, para que la gente ansiosa de noticias no asaltase la enfermería. Fuera del circo agolpábase la muchedumbre, preguntando a los que entraban y salían por el estado del espada.

El Nacional, vestido aún con el traje de lidia, se asomó varias veces, malhumorado y ceñudo, dando gritos y enfadándose porque no estaba dispuesto lo necesario para la traslación del maestro a su casa.

La gente, al ver al banderillero, olvidaba al herido para felicitarle.

– Señó Sebastián, ha estao usté mu güeno. ¡Si no es por usté!..

Pero él rehusaba estas felicitaciones. ¿Qué importaba lo que él hubiese hecho? ¡Todo… «líquido»! Lo interesante era el pobre Juan, que estaba en la enfermería luchando con la muerte.

– ¿Y cómo está, señó Sebastián? – preguntaba la gente, volviendo a su primer interés.

– Muy malito. Ahora acaba de gorverle el conosimiento. Tiene una pierna hecha porvo, un puntaso bajo el brazo, ¡y qué sé yo!.. El probe está como mi santo… Vamo a yevarlo a casa.

Cerrada la noche, salió Gallardo del circo tendido en una camilla. La multitud marchaba silenciosa detrás de él. El viaje fue largo. A cada momento, el Nacional, que iba con la capa al brazo, confundiendo su traje vistoso de torero con los vulgares de la muchedumbre, inclinábase sobre el hule de la cubierta de la camilla y mandaba descansar a los portadores.

Los médicos de la plaza caminaban detrás, y con ellos el marqués de Moraima y don José el apoderado, que parecía próximo a desmayarse en los brazos de algunos compañeros de los Cuarenta y cinco, todos confundidos y revueltos por la común emoción con las gentes desarrapadas que seguían al torero.

La muchedumbre estaba consternada. Era un desfile triste, como si acabase de ocurrir uno de esos desastres nacionales que suprimen las diferencias de clases y nivelan a todos los hombres bajo el infortunio general.

– ¡Qué desgrasia, señó marqué! – dijo al de Moraima un rústico mofletudo y rubio llevando el chaquetón sobre un hombro.

Por dos veces había apartado rudamente a uno de los portadores de la camilla, queriendo ayudar a su conducción. El marqués le miró con simpatía. Debía ser alguno de aquellos hombres del campo que estaban acostumbrados a saludarle en los caminos.

– Sí; una desgrasia grande, muchacho.

– ¿Y cree usté que morirá, señó marqué?..

– Eso se teme, a menos que no lo salve un milagro. Está hecho porvo.

Y el marqués, poniendo su diestra en un hombro del desconocido, parecía agradecer la tristeza que se reflejaba en su rostro.

La llegada a la casa de Gallardo fue penosa. Sonaron adentro, en el patio, alaridos de desesperación. En la calle gritaban y se mesaban los pelos otras mujeres vecinas y amigas de la familia, que creían ya muerto a Juanillo.

Potaje, con otros camaradas, tuvo que oponer en la puerta el obstáculo de su cuerpo, repartiendo empellones y golpes para que la multitud no asaltase la casa en seguimiento de la camilla. La calle quedó repleta de una muchedumbre que zumbaba comentando el suceso. Todos miraban la casa, con la ansiedad de adivinar algo al través de las paredes.

La camilla penetró en una habitación inmediata al patio, y el espada, con minuciosas precauciones, fue trasladado a la cama. Estaba envuelto en trapos y vendajes sanguinolentos que olían a fuertes antisépticos. De su traje de lidia sólo conservaba una media de color rosa. Las ropas interiores estaban rotas en unos sitios y cortadas en otros por tijeras.

La coleta pendía deshecha y enmarañada sobre su cuello; el rostro tenía una palidez de hostia. Abrió los ojos al sentir una mano en las suyas, y sonrió levemente viendo a Carmen, pero una Carmen tan blanca como él, con los ojos secos, la boca lívida y una expresión de espanto, como si fuese aquel su último instante.

Los graves señores amigos del espada intervinieron prudentemente. Aquello no podía continuar: Carmen debía retirarse. Aún no se había hecho al herido mas que la primera cura, y quedaba mucho trabajo para los médicos.

La esposa acabó por salir de la habitación, empujada por los amigos de la casa. El herido hizo una seña con los ojos al Nacional, y éste se inclinó, esforzándose por comprender su ligero susurro.

– Dice Juan – murmuró saliendo al patio – que telegrafíen en seguida al doctó Ruiz.

El apoderado le contestó, satisfecho de su previsión. Ya había telegrafiado él a media tarde, al convencerse de la importancia de la desgracia. Era casi seguro que el doctor estaría a aquellas horas en camino, para llegar a la mañana siguiente.

Después de esto, don José siguió preguntando a los médicos que habían hecho la cura en la plaza. Pasado su primer aturdimiento, mostrábanse éstos más optimistas. Era posible que no muriese. ¡Tenía aquel organismo tales energías!.. Lo temible era la conmoción que había sufrido, el sacudimiento, capaz de matar a otros instantáneamente; pero ya había salido del colapso y recobrado sus sentidos, aunque la debilidad era grande… Cuanto a las heridas, no las consideraban de peligro. Lo del brazo era poca cosa; tal vez quedase menos ágil que antes. Lo de la pierna no ofrecía iguales esperanzas. El hueso estaba fracturado: Gallardo podía quedar cojo.

Don José, que había hecho esfuerzos para mostrarse impasible cuando horas antes consideraban todos inevitable la muerte del espada, se conmovió al oír esto. ¡Cojo su matador!.. ¿Entonces no podría torear?..

Indignábase ante la calma con que hablaban los médicos de la posibilidad de que Gallardo quedase inútil para el toreo.

– Eso no puede ser. ¿Ustedes creen lógico que Juan viva y no toree?.. ¿Quién ocuparía su puesto? ¡Que no puede ser digo! El primer hombre del mundo… ¡y quieren que se retire!

Pasó la noche en vela con los individuos de la cuadrilla y el cuñado de Gallardo. Este, tan pronto estaba en la habitación del herido como subía al piso superior para consolar a las mujeres, oponiéndose a su propósito de ver al torero. Debían obedecer a los médicos y evitar emociones al enfermo. Juan estaba muy débil, y esta debilidad inspiraba más cuidado a los doctores que las heridas.

A la mañana siguiente, el apoderado corrió a la estación. Llegó el expreso de Madrid, y en él el doctor Ruiz. Venía sin equipaje, vestido con el abandono de siempre, sonriendo bajo su barba de un blanco amarillento, bailoteándole en el suelto chaleco, con el vaivén de sus piernas cortas, el grueso abdomen, semejante al de un Buda. Había recibido la noticia en Madrid al salir de una corrida de novillos organizada para dar a conocer a cierto «niño» de las Ventas. Una payasada que le había divertido mucho… Y reía, tras una noche de cansancio en el tren, recordando esta corrida grotesca, como si hubiese olvidado el objeto de su viaje.

Al entrar en la habitación del torero, éste, que parecía sumido en el limbo de su debilidad, abrió los ojos y le reconoció, animándose con una sonrisa de confianza. Ruiz, luego de escuchar en un rincón los susurros de los médicos que habían hecho la primera cura, se aproximó al enfermo con aire resuelto.

– ¡Animo, buen mozo, que de ésta no acabas! ¡Tienes una suerte!..

Y luego añadió, dirigiéndose a sus colegas:

– Pero ¡qué magnífico animal este Juanillo! Otro, a estas horas, no nos daría ningún trabajo.

Le reconoció con gran atención. Una cogida de cuidado; pero ¡había visto tantas!.. En los casos de enfermedades que llamaba «corrientes», vacilaba indeciso, no atreviéndose a sostener una opinión. Pero las cogidas de toro eran su especialidad, y en ellas aguardaba siempre las más estupendas curaciones, como si los cuernos diesen al mismo tiempo la herida y el remedio.

– El que no muere en la misma plaza – decía – casi puede decir que se ha salvado. La curación no es mas que asunto de tiempo.

Durante tres días permaneció Gallardo sometido a operaciones atroces, rugiendo de dolor, pues su estado de debilidad no le permitía ser anestesiado. De una pierna le extrajo el doctor Ruiz varias esquirlas de hueso, fragmentos de la tibia fracturada.

– ¿Quién ha dicho que ibas a quedar inútil para la lidia? – exclamó el doctor, satisfecho de su habilidad – . Torearás, hijo; aún te ha de aplaudir mucho el público.

El apoderado asentía a estas palabras. Lo mismo había creído él. ¿Así podía acabar su vida aquel mozo, que era el primer hombre del mundo?..

Por mandato del doctor Ruiz, la familia del torero se había trasladado a la casa de don José. Estorbaban las mujeres: su proximidad era intolerable en las horas de operación. Bastaba un quejido del torero, para que al momento respondiesen desde todos los extremos de la casa, como ecos dolorosos, los alaridos de la madre y la hermana, y hubiera que contener a Carmen, que se debatía como una loca, queriendo ir al lado de su marido.

El dolor había trastornado a la esposa, haciéndola olvidar sus rencores. Muchas veces su llanto era de remordimiento, pues se creía autora inconsciente de aquella desgracia.

– ¡Yo tengo la curpa, lo sé! – decía con desesperación al Nacional– . Repitió muchas veces que ¡ojalá lo cogiese un toro, pa acabar de una vez! He sido muy mala: le he amargao la vida.

En vano el banderillero hacía memoria del suceso, con toda clase de detalles, para convencerla de que la desgracia había sido casual. No; Gallardo, según ella, había querido acabar para siempre, y a no ser por el banderillero, le habrían sacado muerto del redondel.

Cuando terminaron las operaciones, la familia volvió a la casa.

Entraba Carmen en la habitación del herido con leve paso, bajos los ojos, como avergonzada de su anterior hostilidad.

– ¿Cómo estás? – preguntaba cogiendo entre sus dos manos una de Juan.

Y así permanecía, silenciosa y tímida, en presencia de Ruiz y otros amigos que no se apartaban de la cama del herido.

De estar sola, tal vez se habría arrodillado ante su esposo, pidiéndole perdón. ¡Pobrecito! Lo había desesperado con sus crueldades, impulsándolo a la muerte. Había que olvidarlo todo. Y su alma sencilla asomaba a los ojos con una expresión abnegada y cariñosa, mezcla de amor y ternura maternal.

Gallardo parecía empequeñecido por el dolor, flaco, pálido, con un encogimiento infantil. Nada quedaba del mozo arrogante que enardecía a los públicos con sus audacias. Quejábase de su quietismo, de aquella pierna sometida a la inmovilidad, con un peso abrumador, como si fuese de plomo. Parecía acobardado por las terribles operaciones sufridas en pleno conocimiento. Su antigua dureza para el dolor había desaparecido, y gemía a la más leve molestia.

Su cuarto era a modo de un lugar de reunión, por donde pasaban durante el día los aficionados más célebres de la ciudad. El humo de los cigarros mezclábase al hedor del yodoformo y otros olores fuertes. En las mesas asomaban entre los frascos de medicamentos y los paquetes de algodones y vendajes las botellas de vino con que eran obsequiados los visitantes.

– Eso no es nada – gritaban los amigos, queriendo animar al torero con su ruidoso optimismo – . Dentro de un par de meses ya estás toreando. En buenas manos has caído. El doctor Ruiz hace milagros.

El doctor se mostraba igualmente alegre.

– Ya tenemos hombre. Mírenlo ustedes: ya fuma. ¡Y enfermo que fuma…!

Hasta altas horas de la noche acompañaban al herido el doctor, el apoderado y algunos individuos de la cuadrilla. Cuando llegaba Potaje, quedábase cerca de una mesa, procurando tener las botellas al alcance de la mano.

 

La conversación entre Ruiz, el apoderado y el Nacional era siempre sobre los toros. Imposible juntarse con don José para hablar de otra cosa. Comentaban los defectos de todos los espadas, discutían sus méritos y el dinero que ganaban, mientras el enfermo escuchábales en forzosa inmovilidad o caía en una torpeza soñolienta, mecido por el susurro de la conversación.

Las más de las veces era el doctor el único que hablaba, seguido en el curso de sus palabras por los ojos admirativos y graves del Nacional. ¡Lo que sabía aquel hombre!.. El banderillero, a impulsos de la fe, retiraba a don Joselito, al maestro, una parte de su confianza, y preguntaba al doctor cuándo sería la revolución.

– ¿Y a ti qué te importa? Tú lo que debes desear es conocer a los toros para librarte de una desgracia, y torear mucho para llevar dinero a la familia.

El Nacional protestaba de esta humillación que pretendía imponerle por su carácter de torero. El era un ciudadano como los demás, un elector al que buscaban los personajes políticos en días de elecciones.

– Yo creo que tengo derecho a opinar. Digo, ¡me paece!.. Yo soy del comité de mi partido: eso es… ¿Que soy torero? Ya sé que es un ofisio bajo y reasionario, pero eso no quita que tenga mis ideas.

Insistía en lo de la reacción, sin hacer caso de las burlas de don José, pues él, aun respetando mucho a éste, sólo hablaba para el doctor Ruiz. La culpa de todo la tenía Fernando VII, sí señor; un tirano que al cerrar las universidades y abrir la Escuela de Tauromaquia de Sevilla había hecho odioso este arte, poniendo en ridículo al toreo.

– ¡Mardito sea el tirano, dotor!

El Nacional conocía la historia política del país en relación con la tauromaquia, y a la par que execraba al Sombrerero y otros lidiadores partidarios del rey absoluto, hacía memoria del arrogante Juan León, desafiador de los públicos durante la época del absolutismo, el cual se presentaba a torear en traje negro, ya que a los liberales les llamaban «negros», y tenía que salir de la plaza entre las amenazas del populacho, afrontando impávido sus iras. El Nacional insistía en sus creencias. El toreo era arte de otros tiempos, oficio de bárbaros, pero también tenía sus hombres dignos de iguales consideraciones que los demás.

– ¿Y de dónde sacas eso de reaccionario? – dijo el doctor – . Tú eres una buena persona, Nacional, con los mejores deseos del mundo, pero también eres un ignorante.

– Eso – exclamó don José – , eso es la verdad. En el comité lo han vuelto medio tonto con sermones y soflamas.

– El toreo es un progreso – continuó el doctor, sonriendo – , ¿te enteras, Sebastián? un progreso de las costumbres de nuestro país, una dulcificación de las diversiones populares a que se entregaban los españoles de otros tiempos; esos tiempos de que te habrá hablado muchas veces tu don Joselito.

Y Ruiz, con una copa en la mano, hablaba y hablaba, deteniéndose solamente para beber un sorbo.

– Eso de que el toreo es antiquísimo no pasa de ser una enorme mentira. Se mataban fieras en España para diversión de la gente, pero no existía el toreo tal como hoy se conoce. El Cid alanceaba toros, conforme; los caballeros moros y cristianos se entretenían en los cosos; pero ni existía el torero de profesión, ni a los animales se les daba una muerte noble y conforme a reglas.

El doctor evocaba el pasado de la fiesta nacional durante siglos. Sólo en muy contadas circunstancias, cuando se casaban los reyes, se firmaba una paz o se inauguraba una capilla en una catedral, celebrábanse tales sucesos con corridas de toros. Ni había regularidad en la repetición de estas fiestas, ni se conocía el lidiador profesional. Los apuestos caballeros, vestidos de brillantes sedas, salían al coso, jinetes en sus corceles, para alancear la bestia o rejonearla ante los ojos de las damas. Si el toro llegaba a desmontarlos, tiraban de la espada, y con ayuda de los lacayos daban muerte a la bestia, hiriéndola donde podían, sin ajustarse a regla alguna. Cuando la corrida era popular, bajaba a la arena la muchedumbre, atacando en masa al toro, hasta que conseguía derribarlo, rematándole a puñaladas.

– No existían las corridas de toros – continuaba el doctor – . Aquello eran cacerías de reses bravas… Bien considerado, la gente tenía otras ocupaciones y contaba con otras fiestas propias de la época, no necesitando perfeccionar esta diversión.

El español belicoso tenía como medio seguro de abrirse paso las guerras incesantes en diversos territorios de Europa y el embarcarse para las Américas, siempre necesitadas de hombres valerosos. Además, la religión daba con frecuencia espectáculos emocionantes, en los cuales sentíase el escalofrío que proporciona el peligro ajeno y se ganaban indulgencias para el alma. Los autos de fe, seguidos de quemas de hombres, eran espectáculos fuertes que quitaban interés a unos juegos con simples animales montaraces. La Inquisición resultaba la gran fiesta nacional.

– Pero llegó un día – siguió diciendo Ruiz con fina sonrisa – en que la Inquisición comenzó a debilitarse. Todo se gasta en este mundo. Al fin se murió de vieja, mucho antes de que la suprimiesen las leyes revolucionarias. Estaba cansada de existir; el mundo había cambiado, y sus fiestas resultaban algo semejante a lo que sería una corrida de toros en Noruega, entre hielos y con cielo obscuro. Le faltaba ambiente. Comenzó a sentir vergüenza de quemar hombres, con todo su aparato de sermones, vestiduras ridículas, abjuraciones, etc. Ya no se atrevió a dar autos de fe. Cuando le era necesario revelar que aún existía, contentábase con unos azotes dados a puerta cerrada. Al mismo tiempo, los españoles, cansados de andar por el mundo en busca de aventuras, nos metimos en casa: ya no hubo más guerras en Flandes ni en Italia; se terminó la conquista de América con el continuo embarque de aventureros, y entonces fue cuando comenzó el arte del toreo, y se construyeron plazas permanentes, y se formaron cuadrillas de toreros de profesión, y se ajustó la lidia a reglas, y se crearon tal como hoy las conocemos las suertes de banderillas y de matar. La muchedumbre encontró la fiesta muy de su gusto. El toreo se hizo democrático al convertirse en una profesión. Los caballeros fueron sustituidos por plebeyos, que cobraban al exponer su vida, y el pueblo entró en masa en las plazas como único señor, dueño de sus actos, pudiendo insultar desde las gradas a la misma autoridad que le inspiraba terror en la calle. Los hijos de los que asistían con religioso y concentrado entusiasmo al achicharramiento de herejes y judaizantes se dedicaron a presenciar con ruidosa algazara la lucha del hombre con el toro, en la que sólo de tarde en tarde llega la muerte para el lidiador. ¿No es esto un progreso?..

Ruiz insistía en su idea. A mediados del siglo XVIII, cuando España se metía en su caparazón, renunciando a lejanas guerras y nuevas colonizaciones, y se extinguía por falta de ambiente la fría crueldad religiosa, era cuando florecía el torero. El heroísmo popular necesitaba nuevos caminos para subir hasta la notoriedad y la fortuna. La ferocidad de la muchedumbre, habituada a fiestas de muerte, necesitaba una válvula de escape para dar expansión a su alma, educada durante siglos en la contemplación de suplicios. El auto de fe era sustituido por la corrida de toros. El que un siglo antes hubiese sido soldado en Flandes o colonizador militar de las soledades del Nuevo Mundo, convertíase en torero. El pueblo, al ver cerradas sus fuentes de expansión, labraba con la nueva fiesta nacional una salida gloriosa para todos los ambiciosos que tenían valor y audacia.

– Un progreso – continuó el doctor – . Me parece que está claro. Por eso yo, que soy revolucionario en todo, no me avergüenzo de decir que me gustan los toros… El hombre necesita el picante de la maldad para alegrar la monotonía de su existencia. También es malo el alcohol y sabemos que nos hace daño, pero casi todos lo bebemos. Un poco de salvajismo de vez en cuando da nuevas energías para continuar la existencia. Todos gustamos de volver la vista atrás, de tarde en tarde, y vivir un poco la vida de nuestros remotos abuelos. La brutalidad hace renacer en nuestro interior fuerzas misteriosas que no es conveniente dejar morir. ¿Que las corridas de toros son bárbaras? Conforme; pero no son la única fiesta bárbara del mundo. La vuelta a los placeres violentos y salvajes es una enfermedad humana que todos los pueblos sufren por igual. Por eso yo me indigno cuando veo a los extranjeros fijar sus ojos en España, como si sólo aquí existiesen fiestas de violencia.