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Sangre y arena

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Una inesperada aparición cortó la palabra al bandido y movió el rostro del torero con un gesto de contrariedad. ¡Maldita sea! ¡Doña Sol! Pero ¿no le había dado su aviso el Nacional?.. El banderillero venía detrás de la dama, y desde la puerta de la cocina hizo varios ademanes de desaliento para indicar al maestro que habían sido inútiles sus ruegos y consejos.

Venía doña Sol con su gabán de viaje, al aire la cabellera de oro, peinada y anudada a toda prisa. ¡El Plumitas en el cortijo! ¡Qué felicidad! Una parte de la noche había pensado en él, con dulces estremecimientos de terror, proponiéndose a la mañana siguiente recorrer a caballo las soledades inmediatas a La Rinconada, esperando que su buena suerte le hiciera tropezarse con el interesante bandido. Y como si sus pensamientos ejerciesen influencia a larga distancia, atrayendo a las personas, el bandolero obedecía a sus deseos presentándose de buena mañana en el cortijo.

¡El Plumitas! Este nombre evocaba en su imaginación la figura completa del bandido. Casi no necesitaba conocerlo: apenas iba a experimentar sorpresa. Le veía alto, esbelto, de un moreno pálido, con el calañés sobre un pañuelo rojo, por debajo del cual se escapaban bucles de pelo color de azabache, el cuerpo ágil vestido de terciopelo negro, la cintura cimbreante ceñida por una faja de seda purpúrea, las piernas enfundadas en polainas de cuero color de dátil: un caballero andante de las estepas andaluzas, casi igual a los apuestos tenores que ella había visto en Carmen abandonar el uniforme de soldado, víctimas del amor, para convertirse en contrabandistas.

Sus ojos, agrandados por la emoción, vagaron por la cocina, sin encontrar un sombrero calañés ni un trabuco. Vio un hombre desconocido que se ponía de pie: una especie de guarda de campo con carabina, igual a los que había encontrado muchas veces en las propiedades de su familia.

– Güenos días, señora marquesa… Y su señó tío el marqué, ¿sigue güeno?

Las miradas de todos convergiendo hacia aquel hombre le hicieron adivinar la verdad. ¡Ay! ¿Este era el Plumitas?..

Se había despojado de su sombrero con torpe cortesía, intimidado por la presencia de la señora, y continuaba de pie, con la carabina en una mano y el viejo fieltro en la otra.

Gallardo se asombró de las palabras del bandido. Aquel hombre conocía a todo el mundo. Sabía quién era doña Sol, y por un exceso de respeto hacía extensivos a ella los títulos de la familia.

La dama, repuesta de su sorpresa, le hizo seña para que se sentase y cubriese; pero él, aunque la obedeció en lo primero, dejó el fieltro en una silla inmediata.

Como si adivinase una pregunta en los ojos de doña Sol fijos en él, añadió:

– No extrañe la señora marquesa que la conosca; la he visto muchas veses con el marqué y otros señores cuando iban a las tientas de beserros. He visto también de lejos cómo la señora acosaba con la garrocha a los bichos. La señora es muy valiente y la más güena moza que se ha visto en esta tierra de Dió. Es gloria pura verla a cabayo, con su calañé, su corbata y su faja. Los hombres debían ir a puñalás por sus ojitos de sielo.

El bandido dejábase arrastrar por su entusiasmo meridional con la mayor naturalidad, buscando nuevas expresiones de elogio para la señora.

Esta palidecía y agrandaba sus ojos con grato terror, comenzando a encontrar interesante al bandolero. ¿Si habría venido al cortijo sólo por ella?.. ¿Si se propondría robarla, llevándosela a sus escondrijos del monte, con la rapacidad hambrienta de un pájaro de presa que vuelve del llano a su nido de las alturas?..

El torero también se alarmó escuchando estos elogios de ruda admiración. ¡Maldita sea! ¡En su cortijo… y en su misma cara! Si continuaba así, iba a subir en busca de la escopeta, y por más Plumitas que fuese el otro, ya se vería quién se la llevaba.

El bandido pareció comprender de pronto la molestia que causaban sus palabras, y adoptó una actitud respetuosa.

– Usté perdone, señora marquesa. Es cháchara, y na más. Tengo mujer y cuatro hijos, y la probesita llora por mi causa más que la Virgen de las Angustias. Yo soy moro de paz. Un desgrasio, que es como es porque le persigue la mala sombra.

Y como si tuviese empeño en hacerse agradable a doña Sol, rompió en entusiastas elogios a su familia. El marqués de Moraima era uno de los hombres que más respetaba en el mundo.

– Toos los ricos que juesen así. Mi pare trabajó pa él, y nos hablaba de su cariá. Yo he pasao unas calenturas en un chozo de pastores de una dehesa suya. Lo ha sabío él, y no ha dicho na. En sus cortijos hay orden pa que me den lo que pía y me dejen en paz… Esas cosas no se orvían nunca. ¡Con tanto rico pillo que hay en er mundo!.. A lo mejor lo encuentro solo, montao en su cabayo lo mismo que un chaval, como si por él no pasasen años. «Vaya usté con Dió, señó marqué.» «Salú, muchacho.» No me conose, no adivina quién soy, porque yevo mi compañera – y señalaba a la carabina – metía bajo la manta. Y a mí me dan ganas de pararlo y pedirle la mano, no pa chocarla, eso no (¡cómo va un señó tan güeno a chocarla conmigo, que yevo sobre el arma tantas muertes y estropisios!), sino pa besársela como si fuese mi pare, pa arrodiyarme y darle grasia por lo que jase conmigo.

La vehemencia con que hablaba de su agradecimiento no conmovía a doña Sol. ¿Y aquél era el famoso Plumitas?.. Un pobre hombre, un buen conejo del campo, que todos miraban como lobo, engañados por la fama.

– Hay ricos muy malos – prosiguió el bandido – . ¡Lo que argunos jasen sufrí a los probes!.. Serca de mi pueblo hay uno que da dinero a rédito y es más perverso que Judas. Le envié una rasón pa que no hisiese pená a la gente, y el muy ladrón, en vez de haserme caso, avisó a la Guardia siví pa que me persiguiera. Totá: que le quemé un pajar, jice contra él otras cosiyas, y yeva más de medio año sin ir a Seviya, sin salí der pueblo, por mieo a encontrarse con el Plumitas. Otro iba a desahuciar a una probe viejesita porque yevaba un año sin pagá el alquiler de una casucha en la que vive desde tiempo de sus pares. Me fui a ve al señó un anocheser, cuando iba a sentarse a cená con la familia. «Mi amo, yo soy el Plumitas, y nesesito sien duros.» Me los dio, y me fui con ellos a la vieja. «Abuela, tome: páguele a ese judío, y lo que sobre pa usté y que de salú le sirva.»

Doña Sol contempló con más interés al bandido.

– ¿Y muertes? – preguntó – . ¿Cuántos ha matado usted?

– Señora, no hablemos de eso – dijo el bandolero con gravedad – . Me tomaría usté repugnansia, y yo no soy mas que un infeliz, un desgrasiao a quien acorralan y se defiende como puee…

Transcurrió un largo silencio.

– Usté no sabe cómo vivo, señora marquesa – continuó – . Las fieras lo pasan mejor que yo. Duermo donde pueo o no duermo. Amanesco en un lao de la provinsia pa acostarme en el otro. Hay que tené el ojo bien abierto y la mano dura, pa que le respeten a uno y no lo vendan. Los probes son güenos, pero la miseria es una cosa fea que güerve malo al mejor. Si no me tuviean mieo, ya me habrían entregao a los siviles muchas veses. No tengo más amigos de verdá que mi jaca y ésta – y mostró la carabina – . A lo mejor me entra la murria de ver a mi hembra y a mis pequeños, y entro por la noche en mi pueblo, y toos los vesinos, que me apresian, jasen la vista gorda. Pero esto cualquier día acabará mal… Hay veses que me jarto de la soleá y nesesito ver gente. Hase tiempo que quería venir a La Rinconá. «¿Por qué no he de ver de serca al señó Juan Gallardo, yo que le apresio y le he tocao parmas?» Pero le veía a usté siempre con muchos amigos, o estaban en el cortijo su señora y su mare con chiquillos. Yo sé lo que es eso: se habrían asustao a morir sólo con ver al Plumitas… Pero ahora es diferente. Ahora venía usté con la señora marquesa, y me he dicho: «Vamos ayá a saluar a esos señores y platicá un rato con eyos.»

Y la fina sonrisa con que acompañaba estas palabras establecía una diferencia entre la familia del torero y aquella señora, dando a entender que no eran un secreto para él las relaciones de Gallardo y doña Sol. Perduraba en su alma de hombre del campo el respeto a la legitimidad del matrimonio, creyéndose autorizado a mayores libertades con la aristocrática amiga del torero que con las pobres mujeres que formaban la familia de éste.

Pasó por alto doña Sol estas palabras y acosó con sus preguntas al bandolero, queriendo saber cómo había llegado a su estado actual.

– Na, señora marquesa: una injustisia; una desgrasia de esas que caen sobre nosotros los probes. Yo era de los más listos de mi pueblo, y los trabajaores me tomaban siempre por pregonero cuando había que pedir algo a los ricos. Sé leé y escribí; de muchacho fui sacristán, y me sacaron el mote de Plumitas porque andaba tras de las gallinas arrancándolas plumas del rabo pa mis escrituras.

Una manotada de Potaje le interrumpió.

– Compare, ya había yo camelao denque te vi que eres rata de iglesia o argo paresío.

El Nacional callaba, sin atreverse a estas confianzas, pero sonreía levemente. ¡Un sacristán convertido en bandido! ¡Qué cosas diría don Joselito cuando él le contase eso!..

– Me casé con la mía, y tuvimos el primer chiquiyo. Una noche yama en casa la pareja de los siviles y se me yeva fuera del pueblo, a las eras. Habían disparao unos tiros en la puerta de un rico, y aqueyos güenos señores empeñaos en que era yo… Negué y me pegaron con los fusiles. Gorví a negar y gorvieron a pegarme. Pa abreviá: que me tuvieron hasta la aurora gorpeándome en todo er cuerpo, unas veses con las baquetas, otras con las culatas, hasta que se cansaron, y yo queé en er suelo sin conosimiento. Me tenían atao de pies y manos, gorpeándome como si fuese un fardo, y entoavía me desían: «¿No eres tú el más valiente del pueblo? Anda, defiéndete; a ver hasta dónde yegan tus reaños.» Esto fue lo que más sentí: la burla. La probesita de mi mujer me curó como pudo, y yo no descansaba, no podía viví acordándome de los golpes y la burla… Pa abreviá otra vez: un día aparesió uno de los siviles muerto en las eras, y yo, pa evitarme un disgusto, me fui ar monte… y hasta ahora.

 

– ¡Gachó, buena mano tiés! – dijo Potaje con admiración – . ¿Y el otro?

– No sé; debe andá po er mundo. Se fue der pueblo, pidió ser trasladao con toa su valentía; pero yo no le orvío. Tengo que darle una razón. A lo mejor, me disen que está al otro lao de España, y allá voy, aunque estuviera en er mismo infierno. Dejo la yegua y la carabina a cualquier amigo pa que me las guarde, y tomo el tren como un señor. He estao en Barselona, en Valladolí, en muchas siudades. Me pongo serca del cuartel y veo a los siviles que entran y salen. «Este no es mi hombre; este tampoco.» Se equivocan al darme informes; pero no importa. Lo busco hace años y yo lo encontraré. A no ser que se haya muerto, lo que sería una lástima.

Doña Sol seguía con interés este relato. ¡Una figura original el tal Plumitas! Se había equivocado al creerle un conejo.

El bandido callaba, frunciendo las cejas, como si temiera haber dicho demasiado y quisiera evitar una nueva expansión de confianza.

– Con su permiso – dijo al espada – voy a la cuadra a ver cómo han tratao a la jaca… ¿Vienes, camará?.. Verás cosa güena.

Y Potaje, aceptando la invitación, salió con él de la cocina.

Al quedar solos el torero y la dama, aquél mostró su mal humor. ¿Por qué había bajado? Era una temeridad mostrarse a un hombre como aquel; un bandido cuyo nombre era el espanto de las gentes.

Pero doña Sol, satisfecha del buen éxito de su presentación, reía del miedo del espada. Parecíale el bandido un buen hombre, un desgraciado cuyas maldades exageraba la fantasía popular. Casi era un servidor de su familia.

– Yo le creía otro; pero de todos modos, celebro haberle visto. Le daremos una limosna cuando se vaya. ¡Qué tierra ésta tan original! ¡Qué tipos!.. ¡Y qué interesante su caza del guardia civil a través de toda España!.. Con eso cualquiera podía escribir un folletón de gran interés.

Las mujeres del cortijo retiraron de las llamas del hogar dos grandes sartenes que esparcían un agradable olor de chorizo.

– ¡A almorzar, cabayeros! – gritó el Nacional, que se atribuía funciones de mayordomo en el cortijo de su matador.

En el centro de la cocina había una gran mesa cubierta de manteles, con redondos panes y numerosas botellas de vino.

Acudieron al llamamiento el Plumitas y Potaje y varios de los empleados del cortijo: el mayoral, el aperador, todos los que desempeñaban las funciones de mayor confianza. Iban sentándose en dos bancos colocados a lo largo de la mesa, mientras Gallardo miraba indeciso a doña Sol. Debía comer arriba, en las habitaciones de la familia. Pero la dama, riendo de esta indicación, fue a sentarse en la cabecera de la mesa. Gustábale la vida rústica, y le parecía muy interesante comer con aquellas gentes. Ella había nacido para soldado… Y con varonil ademán invitó al espada a que se sentase, ensanchando con voluptuoso husmeo su graciosa nariz, que admiraba el suculento tufillo de los chorizos. Una comida riquísima. ¡Qué hambre tenía!..

– Eso está bien – dijo sentenciosamente el Plumitas al mirar la mesa – . Los amos y los criaos comiendo juntos, como disen que hasían en los tiempos antiguos. Es la primera vez que lo veo.

Y se sentó junto al picador, sin soltar la carabina, que conservaba entre las rodillas.

– Hazte pa allá, guasón – dijo empujando a Potaje con su cuerpo.

El picador, que le trataba con ruda camaradería, contestole con otro empellón, y los dos hombretones rieron al empujarse, regocijando a todos los de la mesa con estos jugueteos brutales.

– Pero ¡mardita sea! – dijo el picador – . ¡Quítate ese chisme de entre las roíllas! ¿No ves que me está apuntando y que puee ocurrí una desgrasia?

La carabina del bandido, ladeada entre sus piernas, dirigía su negro agujero hacia el picador.

– ¡Cuerga eso, malaje! – insistió éste – . ¿Es que lo nesesitas pa comé?

– Bien está así. No hay cuidao – contestó el bandido brevemente, poniéndose fosco, como si no quisiera admitir indicación alguna sobre sus precauciones.

Cogió la cuchara, requirió un gran pedazo de pan y miró a los demás, a impulsos de su cortesía rural, para convencerse de si había llegado el momento de comer.

– ¡Salú, señores!

Acometió el enorme plato que habían colocado en el centro de la mesa para él y los dos toreros. Otro plato igual humeaba más allá para la gente del cortijo.

Su voracidad pareció avergonzarle de pronto, y a las pocas cucharadas se detuvo, creyendo necesaria una explicación.

– Dende ayer mañana que no he probao mas que un mendrugo y un poco de leche que me dieron en un chozo de pastor. ¡Güen apetito!..

Y volvió a acometer el plato, acogiendo con guiños de ojos y un continuo mover de mandíbulas las bromas de Potaje sobre su voracidad.

El picador quería hacerle beber. Intimidado en presencia del maestro, que temía sus borracheras, miraba con ansiedad los frascos de vino puestos al alcance de su mano.

– Bebe, Plumitas. El pasto en seco es mu malo. Hay que remojarlo.

Y antes de que el bandido aceptara su invitación, el picador bebía y bebía apresuradamente. Plumitas sólo de tarde en tarde tocaba su vaso, luego de vacilar mucho. Le tenía miedo al vino: había perdido la costumbre de beberlo. En el campo no siempre lo encontraba. Además, el vino era el peor enemigo para un hombre como él, que necesitaba vivir muy despierto y en guardia.

– Pero aquí estás entre amigos – decía el picador – . Haste cuenta, Plumitas, que estás en Seviya bajo el mismisimo manto de la Virgen de la Macarena. No hay quien te toque… Y si vinieran por una casualiá los siviles, yo me pongo a tu lao, agarro una garrocha y no dejamos vivo a uno de esos gandules. ¡Y poco que me gustaría haserme caballista der monte!.. Siempre me ha tirao eso.

– ¡Potaje! – dijo el espada desde el extremo de la mesa, temiendo la locuacidad del picador y su vecindad con las botellas.

El bandido, a pesar de beber poco, tenía el rostro coloreado y sus ojillos azules brillaban con una luz de alegría. Había escogido su sitio frente a la puerta de la cocina, en un lugar desde el cual enfilaba la entrada del cortijo, viendo una parte del camino solitario. De vez en cuando pasaba por esta cinta de terreno una vaca, un cerdo, una cabra, y la sombra de sus cuerpos, proyectada por el sol sobre el suelo amarillo, bastaba para que Plumitas se estremeciese, pronto a dejar la cuchara y empuñar el rifle.

Hablaba con sus compañeros de mesa, pero sin apartar la atención del exterior, con el hábito de vivir a todas horas pronta a la resistencia o a la fuga, cifrando su honra en no ser sorprendido nunca.

Cuando acabó de comer aceptó de Potaje un vaso más, el último, y quedó con una mano bajo la mandíbula, mirando hacia afuera, entorpecido y silencioso por la digestión. Era una digestión de boa, de estómago acostumbrado a nutrirse irregularmente, con prodigiosos atracones y largas épocas de ayuno.

Gallardo le ofreció un cigarro habano.

– Grasias, señó Juan. No fumo, pero me lo guardaré pa un compañerito que anda por er monte, y el probe apresia más esto der fumá que la misma comía. Es un mozo que tuvo una desgrasia, y me ayuda cuando hay trabajo pa dos.

Se guardó el cigarro bajo la blusa, y el recuerdo de este compañero, que a aquellas horas vagaba seguramente muy lejos de allí, le hizo sonreír con una alegría feroz. El vino había animado a Plumitas. Era otra su cara. Los ojos tenían unos reflejos metálicos de luz inquietante. El rostro mofletudo contraíase con un rictus que parecía repeler su habitual aspecto de bondad. Adivinábase en él un deseo de hablar, de alabarse de sus hazañas, de pagar la hospitalidad asombrando a sus bienhechores.

– Ustés habrán oído hablá de lo que hise el mes pasao en er camino de Fregenal. ¿De veras que no saben na de eso?.. Me puse en er camino con er compañerito, pues había que parar la diligensia y darle una razón a un rico que se acordaba de mí a toas horas. Un metomentoo er tal hombre, acostumbrao a mover a su gusto alcardes, personas y hasta siviles. Eso que yaman en los papeles un casique. Le envié una razón pidiéndole sien duros pa un apuro, y lo que hizo fue escribir al gobernaor de Seviya, armar un escándalo ayá en Madrí y haser que me persiguiesen más que nunca. Por curpa de él tuve un fuego con los siviles, der que salí tocao en una pierna; y entoavía no contento, pidió que metieran presa a mi mujer, como si la probesita pudiera sabé dónde pillarían a su marío… El Judas no se atrevía a salir de su pueblo por mieo al Plumitas; pero en esto desaparecí yo; me fui de viaje, uno de esos viajes que les he contao, y nuestro hombre tomó confianza y fue un día a Seviya por sus negosios y pa azuzar contra mí a las autoridaes. Esperamos al coche que volvía de Seviya, y el coche yegó. El compañerito, que tié unas manos de oro pa pará a cualquiera en er camino, le dio el alto al mayoral. Yo metí la cabesa y la carabina por la portesuela. Gritos de mujeres, yoros de niños, hombres que na desían, pero que paresían jechos de sera. Y yo dije a los viajeros: «Con ustés no va na. Cálmense, señoras; salú, cabayeros, y buen viaje… A ve, que eche pie a tierra ese gordo.» Y nuestro hombre, que se encogía como si fuese a esconderse bajo las faldas de las mujeres, tuvo que bajar, too blanco como si se le hubiese ido la sangre, hasiendo eses lo mismo que si estuviera borracho. Se fue el coche, y quedamos solos en medio der camino. «Oye, yo soy el Plumitas, y te voy a dar argo para que te acuerdes.» Y le di. Pero no lo maté en seguía. Le di en sierto sitio que me sé yo, pa que viviese aún veinticuatro horas y cuando lo recogiesen los siviles pudiera desir que era el Plumitas quien le había matao. Así no había equivocasión ni podían otros darse importansia.

Doña Sol escuchaba, intensamente pálida, con los labios apretados por el terror y en los ojos el extraño brillo que acompañaba a sus misteriosos pensamientos.

Gallardo contraía el rostro, molestado por este relato feroz.

– Ca uno sabe su ofisio, señó Juan – dijo el Plumitas, como si adivinase lo que pensaba – . Los dos vivimos de matá: usté mata toros y yo personas. No hay mas que usté es rico y se yeva las parmas y las buenas jembras, y yo rabio muchas veses de hambre, y acabaré, si me descuío, hecho una criba en medio der campo, pa que se me coman los cuervos. ¡Pero a saber el ofisio no me gana, señó Juan! Usté sabe dónde debe darle al toro pa que venga al suelo en seguía. Yo sé dónde darle a un cristiano pa que caiga reondo, pa que dure algo entoavía, y pa que pase rabiando unas cuantas semanas acordándose der Plumitas, que no quié meterse con nadie, pero que sabe sacudirse a los que se meten con él.

Doña Sol sintió otra vez la curiosidad de conocer el número de sus crímenes.

– ¿Y muertos?.. ¿Cuántas personas ha matado usted?

– Me va usté a tomar antipatía, señora marquesa; pero ¡ya que se empeña!.. Crea que no me acuerdo de toos, por más que quiero haser memoria. Tal vez irán pa los treinta o los treinta y sinco: no lo sé bien. Con esta vía tan arrastrá, ¿quién piensa en yevar cuentas?.. Pero yo soy un infeliz, señora marquesa, un desgrasiao. La curpa fue de aqueyos que me hisieron malo. Esto de las muertes es como las cerezas. Se tira de una y las otras vienen detrás a ocenas. Hay que matar pa seguir viviendo, y si uno siente lástima, se lo comen.

Hubo un largo silencio. La dama contemplaba las manos cortas y gruesas del bandido, con sus uñas roídas. Pero el Plumitas no se fijaba en la «señora marquesa». Toda su atención era para el espada, queriendo manifestarle su agradecimiento por haberle recibido a su mesa y desvanecer el mal efecto que parecían causarle sus palabras.

– Yo le respeto a usté, señó Juan – añadió – . Denque le vi torear por primera vez, me dije: «Eso es un mozo valiente.» Usté tiene muchos afisionaos que le quieren, ¡pero como yo…! Figúrese que pa verle me he disfrasao muchas veses y he entrao en las siudades, expuesto a que me echen el guante. ¿Es eso afisión?

Gallardo sonreía, con movimientos afirmativos de cabeza, halagado ahora en su orgullo de artista.

– Aemás – continuó el bandido – , nadie dirá que yo he venío a La Rinconá a pedí ni un pedaso de pan. Muchas veses he tenío hambre o me han hecho farta sinco duros andando por serca de aquí, y entoavía hasta hoy se me ocurrió pasar el alambrao der cortijo. «El señó Juan es sagrao pa mí (me dije siempre). Gana el dinero lo mismo que yo: exponiendo la vía. Hay que tené compañerismo…» Porque usté no negará, señó Juan, que aunque usté sea un presonaje y yo un desgrasiao de lo peorsito, los dos somos iguales, los dos vivimos de jugar con la muerte. Ahora estamos aquí tranquilos comiendo, pero el mejor día, si Dió nos deja de la mano y se cansa de nosotros, a mí me recogen al lao de un camino, como un perro rabioso, hecho peazos, y a usté, con toos sus capitales, le sacan de una plaza con los pies pa alante, y aunque hablen cuatro semanas los papeles de su desgrasia, mardito lo que usté lo agradeserá estando en el otro mundo.

 

– Es verdad… es verdad – dijo Gallardo con súbita palidez por estas palabras del bandido.

Reflejábase en su rostro el temor supersticioso que le acometía al aproximarse los momentos de peligro. Su destino le parecía igual al de aquel vagabundo terrible, que forzosamente un día u otro había de caer en su lucha desigual.

– Pero ¿usté cree que yo pienso en la muerte? – continuó el Plumitas– . No me arrepiento de na y sigo mi camino. Yo también tengo mis gustos y mis orgullitos, lo mismo que usté cuando lee en los papeles que estuvo muy bien en tal toro y que le dieron la oreja. Figúrese usté que toa España habla der Plumitas, que los periódicos cuentan las mayores mentiras sobre mi persona, que hasta, según disen, van a sacarme en los teatros, y que en Madrí, en ese palasio donde se reunen los diputaos a platicar, hablan de mi persona casi toas las semanas. Ensima de eso, el orguyo de yevar un ejérsito detrás de mis pasos, de verme yo, un hombre solito, gorviendo locos a mil que cobran del gobierno y gastan espada. El otro día, un domingo, entré en un pueblo a la hora de misa y detuve la yegua en la plaza, junto a unos ciegos que cantaban y tocaban la guitarra. La gente miraba boba un cartelón que yevaban los cantores representando un güen mozo de calañé y patiyas, vestido de lo más fino, montao en un cabayo magnífico, con el trabuco en el arzón y una gachí de buenas carnes a la grupa. Tardé en enterarme que aquer güen mozo era el retrato der Plumitas… Eso da gusto. Ya que uno anda roto y hecho un Adán, pasando hambres, güeno es que la gente se lo figure de otro modo. Les compré el papel con lo que cantaban, y aquí lo yevo: la vía completa der Plumitas, con muchas mentiras, pero toda ella puesta en versos. Cosa güena. Cuando me tiendo en el monte, la leo pa aprendérmela de memoria. Debe haberla escrito algún señó que sabe mucho.

El temible Plumitas mostraba un orgullo infantil al hablar de sus glorias. Repelía ahora la modestia silenciosa con que había entrado en el cortijo, aquel deseo de que olvidasen su persona, para no ver en él mas que un pobre viandante empujado por el hambre. Se enardecía al pensar que su nombre era famoso y sus actos alcanzaban inmediatamente los honores de la publicidad.

– ¿Quién me conosería – continuó – si hubiese seguío viviendo en mi pueblo?.. Yo he pensao mucho sobre esto. A los de abajo no nos quea otro recurso que rabiar trabajando pa otros o seguir la única carrera que da dinero y nombre: matá. Yo no servía pa matá toros. Mi pueblo es de la sierra y no tiene reses bravas. Aemás, soy pesao y poco habilioso… Por eso maté personas. Es lo mejor que puee haser un probe pa que le respeten y abrirse camino.

El Nacional, que había escuchado hasta entonces con muda gravedad las palabras del bandido, creyó necesario intervenir.

– El probe lo que nesesita es instrucsión: sabé leé y escribí.

Provocaron estas palabras del Nacional las risas de todos los que conocían su manía.

– Ya sortaste la tuya, camará – dijo Potaje– . Deja que Plumitas siga explicándose, que lo que él dise es mu güeno.

El bandido acogió con desprecio la interrupción del banderillero, al que tenía en poco por su prudencia en el redondel.

– Yo sé leé y escribí. ¿Y pa qué sirve eso? Cuando vivía en el pueblo, me servía pa hacerme señalá y pa que mi suerte me paeciese más dura… Lo que el probe nesesita es justisia, que le den lo suyo; y si no se lo dan, que se lo tome. Hay que ser lobo y meté mieo. Los otros lobos le respetan a uno y las reses hasta se dejan comer, agradesías. Que te vean cobarde y sin fuerzas, y hasta las ovejas harán aguas en tu cara.

Potaje, que estaba ya borracho, asentía con entusiasmo a todo lo dicho por el Plumitas. No entendía bien sus palabras, pero al través de la neblina opaca de su embriaguez creía distinguir un resplandor de suprema sabiduría.

– Esa es la verdá, camará. Palo a too er mundo. Sigue, que estás mu güeno.

– Yo he visto lo que es la gente – continuó el bandido – . El mundo está dividío en dos familias: esquilaos y esquilaores. Yo no quiero que me esquilen; yo he nasío pa esquilaor, porque soy muy hombre y no tengo mieo a nadie. A usté, señó Juan, le ha pasao lo mismo. Por riñones se ha salío der ganao de abajo; pero su camino es mejó que el mío.

Permaneció un rato contemplando al espada, y luego añadió con acento de convicción:

– Creo, señó Juan, que hemos venío al mundo argo tarde. ¡Las cosas que hubiésemos hecho en otros tiempos unos mozos como nosotros, de valor y de vergüenza! Ni usté mataría toros ni yo andaría por los campos perseguío como una mala bestia. Seríamos virreyes, archipámpanos, cuarquier cosa grande, al otro lao de los mares. ¿Usté no ha oído hablar de un tal Pizarro, señó Juan?..

El señor Juan hizo un gesto indefinible, no queriendo revelar su ignorancia ante este nombre misterioso que oía por vez primera.

– La señora marquesa sí que sabe quién es mejor que yo, y me perdonará si igo barbariaes. Yo me enteré de esa historia cuando era sacristán y me sortaba a leer en los romances viejos que guardaba el cura… Pues Pizarro era un probe como nosotros, que pasó el mar, y con doce o trece gachós tan pelaos como él se metió en una tierra que ni el propio Paraíso… un reino donde está el Potosí: no igo más. Tuvieron no sé cuántas batallas con las gentes de las Américas, que yevan plumas y flechas, y al fin se hisieron los amos, y apandaron los tesoros de los reyes de allá, y el que menos llenó su casa hasta el tejao, toa de moneas de oro, y no quedó uno que no lo hisiesen marqués, general o presonaje de justisia. Y como éstos, otros muchos. Figúrese usté, señó Juan, si llegamos a vivir entonses… Lo que nos habría costao a usté y a mí, con algunos de estos güenos mozos que me oyen, haser tanto o más que ese Pizarro…

Y los hombres del cortijo, siempre silenciosos, pero brillándoles los ojos de emoción por esta historia maravillosa, asentían con la cabeza a las ideas del bandido.

– Repito que hemos nasío tarde, señó Juan. El güen camino está cerrao a los probes. El español no sabe qué haser. No queda ya aónde ir. Lo que había en er mundo por repartirse se lo han apropiao los ingleses y otros extranjis. La puerta está cerrá, y los hombres de corazón tenemos que pudrirnos dentro de este corral, oyendo malas palabras porque no nos conformamos con nuestra suerte. Yo, que tal vez hubiera llegao a rey en las Américas o en cualquier otro sitio, voy pregonao por los caminos y hasta me llaman ladrón. Usté, que es un valiente, mata animales y se lleva parmas; pero yo sé que muchos señores miran lo del toreo como ofisio bajo.

Doña Sol intervino para dar un consejo al bandolero. ¿Por qué no se hacía soldado? Podía huir a lejanos países, adonde hubiese guerras, y utilizar sus fuerzas noblemente.

– Sí que sirvo pa eso, señora marquesa. Lo he pensao muchas veses. Cuando duermo en algún cortijo o me escondo en mi casa por unos días, la primera vez que me meto en cama como cualquier cristiano y como de caliente en una mesa como ésta, me lo agradese el cuerpo; pero endispués me canso y paese que me tira el monte con sus miserias, y que me hase farta dormir al raso envuelto en la manta y con una piedra de cabesera… Sí; yo sirvo pa sordao; yo sería un güen sordao… Pero ¿aónde ir?.. Se acabaron las guerras de verdad, donde ca uno, con un puñao de camarás, hacía lo que le aconsejaba su caletre. Hoy no hay mas que ganaerías de hombres, toos con el mismo color y la misma marca, que sirven y mueren como payasos. Ocurre lo mismo que en el mundo: esquilaos y esquilaores. Hace usté una gran cosa, y se la apropia el coronel; riñe usté como una fiera, y le dan el premio al general… No: también he nasío tarde pa sordao.