Kostenlos

La Catedral

Text
Als gelesen kennzeichnen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

Calló unos instantes el maestro de capilla, como si el nombre de su ídolo le impusiera religioso silencio. Luego continuó:

–Toda esta avalancha de arte pasó por la Iglesia, y ella, según su costumbre, fue apropiándose lo que era más de su gusto. En cada país tomó el culto católico la música más en arreglo con sus tradiciones. En España, estábamos saturados, desde los tiempos de Palestrina, de género italiano, y la música alemana y la francesa no llegaron a nosotros. Fuimos primeramente fuguistas y contrapuntistas, y después del Stabat mater de Rossini, nos dimos tal atracón de melodía teatral, que no nos han quedado ganas de gustar un nuevo plato. La música religiosa en España ha marchado paralelamente con la ópera italiana, cosa que ignoran esos señores canónigos que se indignarían si en una misa les tocase algo de Beethoven, por considerarlo profano, y escuchan con unción mística fragmentos que han rodado hace años por los teatros de Italia. ¿Y el canto llano?, preguntará usted. El canto llano tiene su nido en esta Primada. Aquí se conservó y purificó durante siglos. Lo mejor fue recogiéndolo Toledo, y de los libros de esta catedral han salido los corales de todas las iglesias de España y las Américas. ¡Pobre canto llano! Hace tiempo que ha muerto. Ya lo ve usted, Gabriel: ¿quién viene a la catedral a las horas del coro? Nadie, absolutamente. Los maitines son rezados, y todos los oficios se entonan en medio de la mayor soledad. El pueblo creyente no conoce ya la liturgia, no la estima, la tiene olvidada; sólo se siente atraído por las novenas, triduos y ejercicios, lo que se llama culto tolerado y extralitúrgico. Ha habido que renunciar a las prácticas del catolicismo español antiguo, sano, francote y serio: un catolicismo como si dijéramos de panllevar, para atraer a la gente, dándole cantos bonitos en lengua común. Los jesuítas, con su astucia, adivinaron que había que dar al culto una atracción teatral, mezclar la liturgia con la opereta, y por eso sus iglesias, doradas, alfombradas y floridas como tocadores, se ven llenas, mientras las viejas catedrales suenan a hueco como tumbas. No han proclamado en voz alta la necesidad de una reforma, pero la han llevado a la práctica aboliendo el canto en latín, que no es grato al vulgo, sustituyéndolo con toda clase de romanzas y con versos dulzones. Esto es una abdicación de la Iglesia, una confesión de la anarquía musical en que ha vivido y vive, un reconocimiento de que su antigua liturgia es impotente para conmover al pueblo, y que ha muerto ya. En las iglesias, fuera del Tantum ergo de la reserva, nada se canta en latín. Sermón e himnos son en el idioma del país. Lo mismo que en un templo protestante. Para la masa devota que cree sin discurrir, son las exterioridades las que diferencian a las religiones entre sí, y no era preciso que se achicharrase a tanta gente en las hogueras, y que media Europa fuese a la greña en la famosa guerra de los Treinta Años, y que los papas lanzasen excomunión sobre excomunión, para venir a parar a la postre en que una iglesia católica y otra evangélica sólo se diferencian en una imagen y unos cuantos cirios, pues el culto en ambas partes es igual.... Pero vámonos, Gabriel; van a cerrar.

El campanero corría por las naves agitando su llavero, que asustaba a los murciélagos, cada vez más numerosos. Las dos devotas habían desaparecido. Sólo quedaban en la catedral el maestro de capilla y Gabriel. Por una nave baja avanzaban los vigilantes nocturnos, que iban a ocupar sus puestos hasta la mañana siguiente, precedidos por el perro.

Los dos amigos salieron al claustro, guiados en la penumbra de las naves por el vago resplandor de las vidrieras. Afuera, un rayo de sol enrojecía el jardín y el claustro de las Claverías.

–Lo repito—continuó el sacerdote artista, mirando la puerta por donde habían salido—. Ahí dentro no se ama al arte ni se le entiende. El templo sólo ha prestado un servicio a la música, y esto sin quererlo. La necesidad de tener instrumentistas y cantores para el culto le hizo sostener las capillas y colegios de seises que sirvieron para la enseñanza musical en una época falta de escuelas. Fuera de esto, nada. Los que representamos el arte en las catedrales somos tan despreciados como los ministriles de las antiguas capillas, tañedores de chirimías, bajoncillos y bajones. Para los canónigos, es griego puro todo lo que duerme en los archivos de música, y nosotros los artistas eclesiásticos formamos raza aparte, estamos, cuando más, un peldaño por encima de los sacristanes. El maestro, el organista, el tenor, el contralto y el bajo formamos la capilla. Somos clérigos como los canónigos, llegamos a beneficiados por oposición, hemos estudiado como ellos las ciencias religiosas, y además somos músicos; pues a pesar de esto, cobramos casi la mitad del sueldo de un canónigo, y para recordarnos a todas horas nuestra ínfima condición, nos hacen sentar en la sillería baja. Los únicos que en el coro sabemos música ocupamos el último lugar. El chantre es, por derecho, el jefe de los cantores; y el chantre es un canónigo cualquiera, que nombra Roma sin oposición y que no conoce ni una nota del pentagrama. ¡La anarquía, amigo Gabriel! ¡El desprecio de la Iglesia por la música, que ha sido siempre su esclava, nunca su hija! Por algo en los conventos de monjas la organista y las cantoras son siempre las más despreciadas y se las llama «las sargentas». El cantar conforme a reglas es en la Iglesia oficio bajo. Para todo hay dinero en el templo; a todo alcanzan los fondos de fábrica, menos a la música. Los canónigos nos tienen por locos que vamos disfrazados con hábito eclesiástico. Cuando llega el Corpus o la fiesta de la Virgen del Sagrario, yo sueño siempre con una gran misa digna de la catedral, pero el Obrero me ataja pidiéndome algo italiano y sencillo: asunto de media docena de instrumentistas buscados en la misma ciudad; y tengo que dirigir a unos cuantos chapuceros, rabiando al oír cómo suena la orquesta ratonil bajo esas bóvedas que se construyeron para algo más grande. En resumen, amigo Luna: esto está muerto… pero bien muerto. Aún no hemos desaparecido; nos ven, pero es de cuerpo presente. Las lamentaciones del maestro de capilla no sorprendieron a Gabriel. Todos en la catedral se quejaban de la vida mísera y sórdida que arrastraba el culto. Unos, como el Vara de plata, lo achacaban a la impiedad del tiempo; otros, como el músico, hacían responsable a la misma Religión, aunque no osaban decirlo en alta voz. El respeto a la Iglesia y sus altos poderes, aprendido desde la niñez, imponía silencio a la población de la catedral. Los más de los servidores del templo vivían moralmente en pleno siglo XVI, en una atmósfera de servilismo y de miedo supersticioso a los superiores, presintiendo lo injusto de su condición, pero sin atreverse a dar forma en el pensamiento a sus vagos intentos de protesta.

Únicamente por la noche, en el silencio del claustro alto, aquellos matrimonios que se reproducían y morían entre las piedras de la catedral osaban repetirse las murmuraciones del templo, la interminable maraña de chismes que crecía sobre la monótona existencia eclesiástica, lo que los canónigos murmuraban contra Su Eminencia y lo que el cardenal decía del cabildo, guerra sorda que se reproducía a cada elevación arzobispal; intrigas y despechos de célibes amargados por la ambición y el favoritismo; odios atávicos que recordaban la época en que los clérigos elegían a sus prelados, mandando sobre ellos, en vez de gemir, como ahora, bajo la férrea presión de la voluntad arzobispal.

Todos en el claustro alto conocían estas luchas. Llegaban hasta ellos los comentarios que se permitían los canónigos en la sacristía; pero los humildes servidores guardaban un silencio receloso cuando se repetían estas murmuraciones en su presencia, temiendo ser delatados por el vecino, que tal vez ambicionaba su puesto. Era el terror de los siglos de Inquisición que aún vivía en aquel pequeño mundo paralizado.

El perrero era el único que no mostraba miedo y hablaba en público del cabildo y del cardenal. ¡A él qué…! Casi deseaba que lo echasen de «aquella cueva», para dedicarse a su afición favorita, volviendo a la plaza de Toros sin protesta de la familia. Además, le entusiasmaba hablar mal de los señores del coro, que le habían dado más de un pescozón cuando era monaguillo.

Ponía motes a todos los canónigos, y señalándolos uno por uno a Gabriel, le contaba los secretos de su vida. Conocía la casa donde cada prebendado iba a pasar la tarde después del coro, los nombres de las señoras o de las monjas que les rizaban las sobrepellices, y las rivalidades sordas y feroces entre estas admiradoras del cabildo que se esforzaban por vencerse blanqueando y planchando la batista canonical.

A la salida del coro señalaba al chantre, un prebendado obeso, con el rostro cubierto de placas rojas.

–Mírelo usted, tío—decía a Gabriel—. Esa caspa que tiene en la cara es un recuerdo del pasado. Corrió mucho, sin fijarse dónde ponía el pie… ¡Pues con esa facha, todavía presume de conquistador! La otra tarde le decía en el claustro a un capellán de la capilla de los Reyes: «Esos capitancitos profesores de la Academia creen que en punto a mujeres se comen lo mejor de Toledo; pero donde está la Iglesia, ¡boca abajo los seglares…!»

Después reía señalando a un grupo de sacerdotes jóvenes, cuidadosamente afeitados, con las mejillas azules y sonrosadas y manteos de seda que al revolotear esparcían un fuerte olor de almizcle. Eran los pollos del cabildo, los canónigos jóvenes, que hacían con frecuencia viajes a Madrid para confesar a sus protectoras, ancianas marquesas, que en fuerza de influencias, les habían conquistado una silla en el coro. En la puerta del Mollete se detenían un instante para arreglarse los pliegues del manteo y lanzarse a la calle.

–¡Ya salen «a hacer» señoras!—decía el Tato en su argot canallesco—. ¡Brrum! ¡Paso a don Juan Tenorio…!

 

Cuando ya no salían más canónigos, el perrero hablaba a su tío del cardenal.

–Está estos días dado a los demonios. En palacio no hay quien le aguante. La dichosa fístula le trae loco.

–Pero ¿es verdad que tiene esa dolencia?—preguntó Gabriel.

–¡Anda! Todo el mundo lo sabe. Pregúnteselo usted a tía Tomasa. Hasta dicen que si son tan amigos es porque ella le fabrica cierta untura que le sienta como de mano de ángel. Lleva un perro rabioso agarrado a salva sea la parte, y por eso tiene ese genio insufrible. La mañana que se levanta de mal teque, tiembla el palacio y después toda la diócesis. Es un hombre bueno, pero cuando le muerde detrás la mala bestia, hay que huir. Yo le he visto en días de pontifical, con la mitra puesta, mirarnos a todos con tales ojos, que le faltaba muy poco para soltar el báculo y emprendernos a bofetadas. Lo que dice la tía: ¡si no bebiera…!

–Entonces son ciertas las murmuraciones del cabildo.

–Emborracharse, no señor. A cada cual lo suyo: una copita ahora y otra después, y una tercera si le visita un amigo y hay que obsequiarlo. Son costumbres que se trajo de Andalucía cuando fue obispo allá. Pero nada de juergas. Copeo fino y reposado: para ayudar las fuerzas nada más. Y el vino de primera, tío; lo sé por un familiar suyo. ¡De a cincuenta duros la arroba! Se lo guardan, de lo mejor de la Mancha, en una cuba del tiempo del francés. Un jarabe que calienta el estómago y lo templa como si fuese un órgano. Pero a Su Eminencia se le va más abajo, y le hace rabiar como un condenado. Lo que dice tía Tomasa: los médicos le arreglan, y él se encarga de enfermar otra vez con ese vinillo de gloria.

El Tato, en medio de su cinismo burlón, mostraba cierto afecto por el prelado.

–No crea usted, tío, que es un cualquiera; dejando aparte su mal genio, resulta todo un hombre. Ahí donde le ve usted, con su cabecita blanca y sonrosada como un polluelo de cría, que aún parece más pequeña sobre el corpachón enorme, ¡lleva cada cosa dentro de ella…! Ha hablado mucho en Madrid, y los papeles impresos se ocupaban de él como si fuese el Guerra. Su sabiduría encuentra remedios para todo. ¿Le hablan de la miseria que hay en el mundo? Pues receta al canto: pan para los pobres, caridad en los ricos y mucha Doctrina cristiana para todos; así no se pelearán los hombres por si tú tienes más que yo, y habrá en el mundo conformidad y decencia, que es lo que hace falta. ¿Qué tal, tío? ¿Se ríe usted? Pues a mí me gusta la receta de Su Eminencia, especialmente lo del pan, pues el Catecismo maldito si hace falta, ya que todos lo aprendemos de pequeños.

El perrero mostraba cada vez más entusiasmo hablando de su príncipe.

–¿Y como hombre? Todo un barbián. Nada de hipocresía y de llevar la cabeza baja. Bien se le conoce que fue soldado en su juventud. Tía Tomasa se acuerda de haberle visto en el claustro con casco de crines, charreteras de sargento y un chafarote que armaba gran estrépito. Él no se asusta de nada, ni se escandaliza, ni hace aspavientos. El año pasado recaló aquí cierta portuguesita, que traía locos a los cadetes con sus medias de seda y sus grandes sombreros. Usted conoce a Juanito y sabe que es hijo de un sobrino de Su Eminencia que murió hace tiempo. Pues el muchacho paseó su uniforme por Zocodover del brazo de la portuguesa para dar envidia a los compañeros de la Academia. Un día, la muchacha se presentó en palacio, y la servidumbre, viéndola con tales lujos, la dejó paso franco, creyendo que era una señora de Madrid. Su Eminencia la recibió con sonrisa paternal, oyéndola sin pestañear. Me lo contó un paje amigo, que estaba presente. La pájara iba a quejarse al cardenal de su sobrino el cadete, que la había entretenido dos días sin darla un céntimo. Su Eminencia sonrió con modestia: «Señora: la Iglesia es pobre, pero no quiero que por ese calavera sufra el buen nombre de la familia. Tome y remedíese.» Y le largó dos duros. La portuguesa, animada por la buena acogida, quiso chillar, creyendo que aterraría a don Sebastián con el escándalo. Pero hubo que ver a Su Eminencia cuando le entró la furia. «Chico, llama a la policía», gritó al paje. Y tal era su cara, que la portuguesita salió de estampía, dejando sobre la mesa las dos rodajas de plata.

Gabriel reía escuchando esta historia.

–Todo un hombre, créame usted, tío.... Yo le quiero porque tiene al cabildo en un puño; no es como su antecesor, aquel sopitas con leche, que sólo sabía rezar y temblaba ante el último canónigo. ¡Que le vayan a éste con roncas! Tiene redaños para entrar una tarde en el coro y limpiarlo a palos con el báculo. Hace más de dos meses que no baja a la catedral ni le ven los canónigos. La última vez que una comisión de éstos fue a palacio, la servidumbre tembló. Iban a proponerle no sé qué reforma en la Primada y comenzaron diciendo: «Señor: el cabildo opina…» Don Sebastián les interrumpió, hecho un basilisco: «El cabildo no puede opinar nada; el cabildo no tiene sentido común.» Y les volvió la espalda, dejándoles hechos de piedra. Después, dijo a gritos, pegando puñetazos en los muebles, que ha de hacer lo posible para que todas las vacantes de la catedral se cubran con lo peorcito del clero; que entren en el cabildo los curas borrachos, estafadores, etc. «Quiero reventar al cabildo—gritaba—, quiero ensuciarlo; así aprenderá a hablar menos de mí; quiero cubrirlo, sí señor, cubrirlo de…» Y ya se figurará usted, tío, de qué quiere Su Eminencia cubrir a los canónigos. El pobre tiene razón. ¿Por qué se han de meter los del coro en si don Sebastián vive así o asá y tiene estos líos o los otros? ¿No les deja él hacer lo que quieren? ¿Les dice acaso una palabra de sus visiteos escandalosos, a pesar de que todo Toledo los conoce?

–¿Y los canónigos qué dicen del cardenal?

–Hablan de que Juanito es su nieto, y que su padre, que murió, y aparecía como sobrino de Su Eminencia, era un hijo que tuvo de cierta señora cuando fue obispo en Andalucía. Pero esto no parece irritar mucho a don Sebastián. Otra cosa le enfurece, hasta inflamarle la fístula y ponerlo hecho un demonio: que hablen de doña Visitación.

–¿Y quién es esa señora?

–¡Anda! ¡Ésta es buena! ¿Usted aún no conoce a doña Visitación, cuando en la catedral y fuera de ella no se habla de otra persona? Pues la sobrina de Su Eminencia, que vive con él en palacio. Ella es la que manda. Don Sebastián, tan terrible como es, se convierte en un ángel cuando la ve. Rabia, grita y casi muerde, en los días que le pica la maldita enfermedad; pero se presenta doña Visita, y en seguida se contiene; sufre en silencio, gime como un niño, y basta que ella le diga una palabrita dulce o le haga un mimo, para que a Su Eminencia se le caiga la baba de gusto… ¡La quiere mucho!

–¿Pero ella es…?—preguntó con extrañeza Gabriel.

–¡Claro que es lo que usted piensa! ¿Qué otra cosa puede ser? Estaba en el Colegio de Doncellas Nobles desde niña, y apenas vino a Toledo el cardenal, la sacó, llevándosela a palacio. ¡Qué enamoramiento tan ciego el de don Sebastián! Y el caso es que la cosa no lo vale: una señoritinga delgaducha y pálida; ojos grandes y buen pelo: eso es todo. Dicen que canta, que toca el piano, que lee y sabe muchas cosas de las que enseñan en ese colegio tan rico; que tiene la gracia de Dios para traer chalao a Su Eminencia. A la catedral pasa algunas veces por el arco, hecha una beatita, con hábito y mantilla, acompañada de una criadota fea.

–No será lo que creéis, muchacho.

–¡Anda! Todo el cabildo lo asegura, y los canónigos más formales lo creen a pie juntillas. Hasta los que son amigos y favoritos de Su Eminencia y le llevan recados de lo que aquí se murmura contra él no lo niegan con mucha calor. Y don Sebastián se indigna, se enfurece cada vez que una murmuración de éstas llega a sus oídos. Si le dijeran que en el coro iban a dar un baile, se irritaría menos que cuando sabe que llevan en lenguas a doña Visita.

El perrero calló un instante, como si dudase en soltar algo grave.

–Esa señora es muy buena. Todos los de palacio la quieren porque les habla dulcemente. Además, si hace uso de su gran poder sobre el cardenal, es para evitarles las chillerías de Su Eminencia, que muchas veces, en sus ratos de dolor furioso, quiere arrojar copas y platos a la cabeza de los familiares. ¿Por qué se han de meter con ella? ¿Les hace algún daño acaso? Cada uno en su casa, y al que sea malo ya lo castigará Dios.

Se rascó la sien, como vacilando una vez más.

–En cuanto a lo que doña Visita es cerca del cardenal—añadió—, no me cabe duda alguna. Tengo datos, tío. Sé de buena tinta cómo viven. Un familiar los ha visto muchas veces besándose. Es decir, besándose los dos, no. Ella era quien besaba, y don Sebastián acogía con una sonrisa de angelón sus mimos de gatita. ¡El pobre está tan viejo…!

Y el Tato acababa sus confidencias con suposiciones obscenas.

Esta murmuración contra el cardenal, que subía desde la sacristía hasta el claustro, irritaba al hermano de Gabriel. El Vara de palo, soldado raso de la Iglesia, no podía escuchar con calma los ataques a sus superiores. Para él todo eran calumnias. Lo mismo que de don Sebastián, habían hablado los canónigos de todos los arzobispos anteriores, lo que no impedía que después de muertos fuesen unos santos. Cuando sorprendía al Tato repitiendo en las Claverías los chismes de abajo, le amenazaba con toda su autoridad de jefe de la familia.

Esteban se entristecía viendo el estado de salud de su hermano. Alababa la conducta de éste, siempre prudente, acogiendo con un silencio respetuoso las costumbres de la catedral, sin que se le escapase una palabra reveladora de su pasado; le enorgullecía la atmósfera de admiración que rodeaba a su hermano, el afán con que la gente sencilla del claustro escuchaba sus viajes, pero le apenaba la enfermedad de Gabriel, la certeza de que la muerte había puesto en él su mano, y únicamente por los cuidados de que le rodeaba iba retardando el momento de la posesión.

Había días en que el silenciario sonreía satisfecho viendo a Gabriel de buen color y oyendo con menos frecuencia su tos dolorosa.

–Muchacho, eso va bien—decía alegremente.

–Sí—contestaba Gabriel—; pero no te forjes ilusiones. Estoy bien agarrado. Ésa vendrá a su hora. Tú eres quien la repele. Pero un día podrá más que tú.

La certeza de que la muerte acabaría por vencerlo enardecía a Esteban, haciéndole redoblar los cuidados. Apelaba a la superalimentación como único remedio, y siempre que se aproximaba a Gabriel, era con algo en las manos.

–Cómete esto.... Bebe lo que te traigo.

Y luchaba con aquel organismo quebrantado, con el estómago descompuesto por la miseria, con los pulmones heridos y el corazón sujeto a desarreglos en el funcionamiento, con la máquina humana desvencijada por una vida de sufrimientos y emociones.

El constante velar sobre el enfermo había trastornado la vida económica de Esteban. Su mezquino sueldo y la pobre ayuda del maestro de capilla apenas si bastaban para aquella boca que consumía más que todos los de la casa juntos. A fines de mes, Esteban impetraba el auxilio del Vara de plata para acabar los últimos días, ingresando de este modo en la grey sumisa y miserable amarrada a la usura del sacerdote. Otras veces, el maestro de capilla, viviendo por un instante en la realidad, le entregaba unas cuantas pesetas, sacrificando el goce de adquirir una nueva partitura.

Gabriel adivinaba las privaciones a que se sometía el hermano, y quería contribuir a los gastos de la casa. Pero ¿qué trabajo podía encontrar en su aislamiento dentro de la catedral? Anheló un puesto al servicio del templo, cobrar a principios de mes unas cuantas pesetas de manos del Vara de plata, para no ser tan gravoso a su hermano. Pero todas las plazas estaban ocupadas; sólo la muerte podía abrir huecos, y eran muchos los hambrientos que aguardaban la ocasión, alegando derechos de familia.

Su impotencia para ser útil al hermano y que el sacrificio de éste resultase menos costoso era lo que apenaba a Gabriel, turbando la monótona placidez de su existencia. Preguntaba a Esteban qué podría hacer para no estar inactivo, y el hermano le respondía con su expresión bondadosa:

–Cuidarte, nada más que cuidarte. Tú no tienes otra obligación que la de guardar tu salud. Yo estoy aquí para lo demás.

Llegó Semana Santa, y Gabriel encontró ocasión para ganarse algunos jornales. Iban a levantar en la catedral el famoso Monumento entre el trascoro y la puerta del Perdón. Era una fábrica pesada y complicadísima, de estilo suntuoso y barroco, que había costado a principios de siglo una fortuna al segundo cardenal de Borbón. Un verdadero bosque de maderos formaba el andamiaje del Monumento; la riqueza del cardenal había hecho un despilfarro de solidez y suntuosidad, y para armar el sagrado catafalco se necesitaban muchos días y no pocos obreros.

 

Gabriel se avistó con don Antolín, pidiéndole un sitio en la obra. Eran siete reales diarios que podía entregar a su hermano durante dos semanas, y él, que estaba habituado en otros tiempos a ver retribuido su trabajo con largueza, acogía este jornal como una fortuna inesperada.

El Vara de palo protestó con indignación. Gabriel estaba enfermo y no debía comprometer su escasa salud con los esfuerzos del trabajo. ¿Qué iba a hacer, tosiendo y ahogándose a cada instante, en aquella tarea pesadísima de transportar maderos y acoplarlos? El enfermo le tranquilizó. Ya sabía él lo que eran los trabajos en el templo; todo se hacía con parsimonia, sin premuras de tiempo. Los obreros al servicio de la Iglesia trabajan con la calma perezosa y la lenta prudencia que parecen envolver todos los actos de la religión. Además, el Vara de plata, conociendo su estado, le reservaba el trabajo menos penoso: colocaría tornillos y clavijas, alinearía los candelabros de la escalinata, arreglaría los tapices; confiaban en él como hombre de buen gusto que había visto mucho en sus viajes.

Gabriel trabajó dos semanas en el Monumento. Este período de relativa actividad pareció causarle cierto bienestar. Se movía, se agitaba dando órdenes a sus compañeros de trabajo; iba del templo a lo alto de las Claverías, donde se guardaba el Monumento, y al verse cubierto de polvo, con los miembros fatigados por este incesante ir y venir, se hacía la ilusión de que estaba sano.

En estas dos semanas no entró en la casa del zapatero y casi perdió de vista a sus contertulios. El campanero y los amigos le admiraban. ¡Un hombre de tanta sabiduría, y trabajaba, como cualquiera de ellos, para ayudar a su hermano!

La señora Tomasa le detuvo una mañana junto a la verja del jardín.

–Hay noticias, Gabriel. Creo saber dónde está nuestra pájara. No te digo más; pero prepárate a ayudarme. El día que menos lo pienses la ves en la catedral.

Terminó la erección del Monumento. Toda la parte de la iglesia entre el coro y la puerta del Perdón estaba ocupada por la vistosa y pesada fábrica. Los toledanos acudían a admirar, según costumbre tradicional, la escalinata cubierta de filas de apretadas luces, los legionarios romanos de alabastro apoyados en sus lanzas, y la cortina riquísima, de innumerables pliegues, que bajaba desde la bóveda hasta la plataforma del Monumento.

El Jueves Santo por la tarde estaba Gabriel contemplando lo que en cierto modo era su obra, confundido en el grupo de devotos. La catedral sonreía con su inmaculada blancura, a pesar de los velos negros que cubrían imágenes y altares. Los rosetones luminosos borraban con sus chorros de colores el aspecto fúnebre de la ceremonia religiosa. En el coro gemía una voz de tenor las lamentaciones y trinos de los profetas orientales. Estos lamentos por la muerte de Cristo se perdían sin eco en el templo medioeval, monumento democrático de una época que Introdujo en todas las expansiones religiosas su alegría de vivir al amparo de los muros, mientras la muerte y la desolación corrían los campos.

Gabriel sintió que le tiraban de la chaqueta, y al volverse vio a la jardinera.

–Ven, sobrino. Ya la tenemos ahí. Te espera en el claustro.

Al salir, la señora Tomasa le mostró una mujer adosada al zócalo de piedra del jardín, encogida, envuelta en un mantón raído, con el pañuelo de la cabeza echado sobre los ojos.

Gabriel no la hubiese conocido nunca. Recordaba la carita sonrosada dos años antes, y miraba con asombro un rostro de juventud ajada, huesoso, los pómulos salientes, las ojeras profundas, y unos ojos de escasas cejas, sin pestañas, con las pupilas todavía hermosas, pero empañadas por vidriosa opacidad. Todo revelaba en ella la miseria y el desaliento. La falda era de verano, y por debajo asomaban unas botas rotas, mucho más grandes que sus pies.

–Saluda, muchacha—dijo la vieja—; es tu tío Gabriel; un ángel de Dios, a pesar de sus calaveradas. A él debes que yo te haya buscado.

La jardinera empujaba a Sagrario hacia su tío. Pero la joven bajaba la cabeza, encorvando la espalda y retrocediendo, como si no pudiera resistir la presencia de un individuo de su familia. Se cubría el rostro con el mísero mantón, ocultando sus lágrimas.

–Tía, vamos a casa—dijo Gabriel—. Esta criatura no está bien aquí.

En la escalera del claustro hicieron pasar delante a la joven, que subía con la cabeza oculta, sin mirar, como si sus pies marchasen instintivamente por aquellos peldaños.

–Hemos llegado esta mañana de Madrid—dijo la jardinera mientras subían—. La he tenido en una posada, haciendo tiempo para traerla por la tarde a la catedral. Es la mejor hora: Esteban está en el coro y tú tendrás tiempo para arreglar esto… Tres días he pasado allá. ¡Ay, Gabriel, hijo mío! ¡Qué cosas he visto! ¡En qué lugar estaba esa pobre chica! ¡Qué infiernos hay para las pobres mujeres! ¡Y aún dicen que somos cristianos! ¡Un demonio es lo que somos…! Gracias que yo tengo mis conocimientos en la corte: gentes de campanillas que han estado en la catedral y se acuerdan de la jardinera. De todo he necesitado, hasta de dinero, para sacar a esa infeliz de las garras del diablo.

El claustro alto estaba desierto. Al llegar a la puerta de los Luna, la muchacha, cual si despertase de su marcha soñolienta, se hizo atrás con expresión de terror, como si dentro de la habitación le aguardase un gran peligro.

–Entra, mujer, entra—dijo la tía—. Es tu casa: alguna vez habías de volver.

Y la empujó, hasta hacerla pasar la puerta. Dentro, en el recibimiento, cesó su llanto. Miraba en derredor con asombro, asustada sin duda de haber llegado hasta allí. Sus ojos lo examinaban todo con estupefacción, como admirados de que cada objeto estuviera en el mismo sitio que cinco años antes, con una regularidad que hacía dudar de si realmente había transcurrido el tiempo. Nada cambiaba en aquel pequeño mundo, que parecía petrificado a la sombra de la catedral. Ella era la que, abandonándolo en plena juventud, volvía aviejada y enferma.

Hubo entre las tres personas un largo silencio.

–Tu cuarto, Sagrario—dijo al fin Gabriel con dulzura—, está lo mismo que lo dejaste. Entra en él y no salgas hasta que yo te llame. Ten calma y no llores. Confía en mí. Me conoces poco, pero la tía ya te habrá dicho le que me intereso por tu suerte. Tu padre va a venir. Ocúltate y calla. Te lo repito: no salgas hasta que yo te llame.

Al quedar solos la jardinera y su sobrino, oyeron los sollozos ahogados de la muchacha, que rompía a llorar viéndose en su antiguo cuarto. Después sonó el ruido de su cuerpo cayendo sobre la cama, y el estertor de su llanto fue haciéndose cada vez más ahogado.

–¡Pobrecilla!—dijo la vieja, a la que faltaba muy poco para llorar también—. Es buena y está arrepentida de sus pecados. De haberla buscado su padre cuando la abandonó aquel tunante, menos vergüenza y miserias habría sufrido. ¿Y su salud? Yo creo, Gabriel, que ésa está peor que tú… ¡Los hombres! ¡Con su honor y demás mentiras! Lo honrado es tener caridad, compasión al semejante, y no hacer mal a nadie. Eso lo dije el otro día al sinvergüenza de mi yerno, que se indignó viendo que marchaba a Madrid en busca de la chica. Habló de la honra de la familia, de que si Sagrario regresaba no podrían vivir en la catedral las personas decentes, y él no permitiría que su hija se asomase a la puerta de la casa; y el muy ladrón todos los días le roba cera a la Virgen y estafa a las devotas tomando dinero por misas que nunca se dicen. Así le luce el pelo y está tan gordo…, con tanto honor.