Kostenlos

La Catedral

Text
Als gelesen kennzeichnen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

Y los dos vigilantes cenaban en el crucero, extendiendo sobre los peldaños de mármol las viandas de sus cestas.

El camarada de Gabriel, llevaba en el cinto por todo armamento una pistola, regalo de la Obrería: una antigüedad que jamás se había disparado. A Luna le enseñó el Vara de plata una carabina, legada por el ex guardia civil a la sacristía como recuerdo de sus años de servicio. Gabriel hizo un gesto de repulsión. Bien estaba allí: ya la buscaría cuando la necesitase. Y la dejó en el rincón, con unos paquetes de cartuchos enmohecidos por la humedad y cubiertos de telarañas.

Al cerrar la noche borrábanse en lo alto los colores de las vidrieras, y en la obscuridad de las naves comenzaban a brillar, como estrellas macilentas, las luces de las lámparas. Se perdían las proporciones del templo. Gabriel creía estar a campo raso en una noche obscura, únicamente al ir de un lado a otro, con la linterna por delante, surgían de la sombra los contornos de la catedral, más grandes, más monstruosos. Las pilastras le salían al encuentro, agrandándose, subiendo hasta las bóvedas a impulsos del resplandor de la linterna. Los cuadros del embaldosado parecían danzar a cada movimiento de luz. Gabriel, en sus rondas de vigilancia, sentía batir sobre su cabeza pesadas alas. Al grito de los murciélagos se unían chillidos lúgubres de pájaros que, asustados, cortaban el aire, chocando con las pilastras. Eran las lechuzas, que bajaban atraídas por el aceite de las lámparas, estremeciendo a éstas con el roce de sus plumas.

Cada media hora se alteraba el silencio de la catedral con un ruido de muelles disparados y ruedas en movimiento. Después sonaba una campana de argentino toque. Eran los guerreros dorados de la portada del Reloj que señalaban el paso del tiempo con sus martillos.

El compañero de Gabriel se lamentaba de las innovaciones establecidas por el cardenal para fastidiar a los pobres. En otros tiempos, él y su viejo camarada, una vez encerrados, podían dormir a pierna suelta, sin miedo a que el cabildo les riñese. Pero Su Eminencia, que siempre estaba discurriendo el modo de molestar al prójimo, había colocado en lados distintos de la catedral unos relojitos traídos del extranjero, y había que ir cada media hora a abrirlos y marcar la presencia. Al día siguiente los examinaba el Vara de plata, y si encontraba un descuido, imponía multa.

–Una invención del demonio para no dejarnos dormir camarada. Cuando más, podremos descabezar un sueño. Es preciso ayudarnos. Mientras uno duerme un rato, el otro se encargará de apuntar en esas malditas máquinas. Nada de descuidos, ¿eh, novato? La paga es corta, el hambre mucha, y no estamos para multas.

Gabriel, siempre bondadoso, era el que más rondaba, cuidando escrupulosamente de los marcadores. Su compañero, el señor Fidel, descansaba tranquilo, alabando su generosidad. Buen compañero le habían dado; gustábale más que el antiguo, con sus aires imperiosos de viejo guardia, siempre riñendo por decidir a quién correspondía levantarse y hacer la ronda.

El pobre hombre tosía tanto como Gabriel. Sus catarros conmovían el silencio del templo; se agrandaban con el eco de las naves, como si en la sombra ladraran perros monstruosos.

–No sé los años que arrastro esta carraspera—decía el viejo—. Es un regalo de la catedral. Los médicos me dicen que abandone este empleo; pero lo que yo contestó: ¿quién me mantiene? Usted, compañero, ha entrado en la buena época. Hace aquí un fresquito que ya lo querrían los que sudan a estas horas en los cafés del Zocodover. Pero aunque estamos en el verano, fíjese usted en la humedad que nos entra por salva sea la parte. Cuando debe verse esto es en invierno, camarada. Hay que vestirse como una máscara, cubierto de gorros, pañuelos y mantas. En la sacristía nos hacen la caridad de dejarnos un poco de fuego; pero aun así, muchas mañanas falta poco para que nos recojan helados. Los del cabildo llaman al coro «matacanónigos». Y si esos señores se quejan por una hora de estancia en esta nevera, bien comidos y mejor bebidos, figúrese usted qué será de nosotros. Ha tenido usted suerte de entrar en verano. Cuando llegue el frío, ya verá usted lo que es bueno.

Pero aunque estaban en la mejor época del año, Gabriel tosía, empeorando en su dolencia por la humedad de la catedral.

Las noches de luna, el templo se transfiguraba de un modo fantástico. Gabriel recordaba ciertas decoraciones de ópera que había visto en sus viajes. Los ventanales destacábanse sobre las negras masas con un tono blanquecino y lechoso. Manchas de luz se deslizaban lentamente por las pilastras, como fantasmas que descendiesen de las bóvedas; después arrastrábanse por el pavimento cual espectros rampantes, y otra vez volvían a remontarse por las pilastras, hasta perderse en lo alto. Estos rayos de luz fría y difusa hacían aún más densas las tinieblas. En su marcha, sacaban de la obscuridad aquí una capilla, más allá una lápida sepulcral o el relieve de una pilastra. El gran Cristo que corona la reja del altar mayor fulguraba sobre el fondo de sombra con el brillo del oro viejo, como una aparición milagrosa que flotase en el espacio entre un nimbo de luz.

Cuando la tos no dejaba dormir al viejo guardián, hablaba a Gabriel de los años que llevaba de vida nocturna en la Primada. Era un oficio que tenía cierta semejanza con el de sepulturero; pasaban la vida entre muertos, en el silencio del abandono, sin ver a nadie hasta que terminaba la guardia. Él había acabado por acostumbrarse. Aquel oficio le curaba de muchos miedos que había sentido en su juventud. Antes, creía en resurrecciones de muertos, en almas y en apariciones de santos, pero ahora se reía de todo. Años enteros llevaba pernoctando en la catedral, y si algo oía, era el roer de los ratones, que no respetaban altares ni santos. ¡Al fin, todo madera!

Sólo temía a los hombres de carne y hueso, a los ladrones, que en otros tiempos más de una vez habían entrado en la catedral, obligando al cabildo a establecer la vigilancia nocturna.

Y entretenía a Gabriel con el relato de todas las tentativas de robo realizadas durante el siglo. En la catedral existían riquezas para tentar a un santo. Madrid estaba cerca, y él temía mucho a los ladrones «finos». Después enumeraba todas las precauciones de la vigilancia. Listo y afortunado había de ser quien consiguiera burlarlas. El Vara de plata, el campanero y los sacristanes hacían la requisa antes de cerrar, llevándose Mariano las llaves a la torre. No había que proponerse romper las cerrajas. Eran obra antigua y fuerte, y además, allí estaban ellos para dar la alarma apenas oyesen el más leve ruido. Antes, con el auxilio del perro, la vigilancia resultaba más completa; el animal era tan fino, que bastaba que un transeúnte se aproximase a una puerta exterior para que al momento acudiera ladrando. El señor Obrero, después de muerto aquél, anunciaba meses y meses la adquisición de otro, y no cumplía su promesa. Pero, en fin, aun sin el can, allí estaban los dos, que representaban algo, ¿eh…? Él, con su pistola que nunca había disparado; Gabriel, con la carabina que aún estaba en la sacristía, en el mismo rincón donde la dejó su antecesor. Se pavoneaba pensando en el miedo que podían inspirar él y su compañero; pero vuelto a la realidad ante la sonrisa de Luna, añadía:

–Además, para un caso extremo, contamos con el esquilón que llama a los canónigos. La cuerda está en el coro; no tenemos más que tirar, y ¡figúrese usted la que se armaría si sonase en el silencio de la noche! Todo Toledo se pondría de pie, adivinando que algo grave ocurría en la catedral… Con esto y con los malditos contadores, que no nos dejan dormir, puede decirse que ni el rey pasa la noche tan bien guardado como esta iglesia.

Por la mañana, al salir del encierro, subía Gabriel a su casa transido de frío, deseando tenderse en la cama. Encontraba a Sagrario en la cocina calentando la leche para que la bebiese antes de acostarse. La dulce compañera seguía llamándole tío en presencia de los de casa. Únicamente su voz adoptaba el tuteo cariñoso cuando estaban solos. Al verle en la cama se aproximaba a él con el vaso de leche humeante, se lo hacía beber con mimos maternales, le arreglaba el embozo del lecho y cerraba cuidadosamente ventanas y puertas para que no le molestase un rayo de luz.

–¡Esas noches en la catedral!—exclamaba la compañera con expresión de lamento—. Te estás matando, Gabriel: eso no es para ti. El padre dice lo mismo. Puesto que más allá de la muerte no hay nada y no hemos de vernos, prolonga tu vida, déjate cuidar. Ahora que nos conocemos y que soy dichosa, ¡sería tan triste perderte…!

Gabriel la tranquilizaba. Aquella vida no podía durar más allá del verano. Después le darían algo mejor. No debía entristecerse; por tan poca cosa no se muere. Lo mismo tosía viviendo en las Claverías que pasando la noche en la catedral.

Después de comer salía al claustro, completamente repuesto por su sueño de la mañana. Era el único momento del día en que podía ver a sus amigos. Se aproximaban a él o iba Gabriel en su busca, entrando en la casa del zapatero o subiendo a la torre.

Le saludaban, oían sus palabras con la misma atención de antes; pero notaba en ellos cierto gesto de independencia fuera y al mismo tiempo de conmiseración, como si admirándole por haberles transmitido sus ideas, tuviesen lástima de su carácter dulce, enemigo de la violencia.

–Estos pájaros—decía Gabriel hablando con su hermano—ya vuelan por su cuenta. No me necesitan y quieren estar solos.

El Vara de palo meneaba la cabeza tristemente.

–Dios quiera, Gabriel, que algún día no te arrepientas de haberles hablado de cosas que no entienden. Han cambiado mucho. A nuestro sobrino el perrero no hay quien lo sufra. Dice que ya que no le dejaron matar toros para hacerse rico, matará hombres si es necesario para salir de pobreza; que él tiene derecho a disfrutar como cualquier señor, y que todos los ricos son unos ladrones… Pero hermano, ¡por la Virgen!, ¿les has enseñado realmente esas cosas tan horribles?

 

–Déjalos—dijo Gabriel riendo—. No han digerido aún las ideas nuevas, y vomitan disparates. Pero eso pasará. Son buena gente.

Lo único que le entristecía era ver que Mariano se recataba de él. Huía su trato como si le tuviese miedo. Parecía temer que Gabriel leyera en su pensamiento, con la superioridad irresistible que desde mozo había tenido sobre él.

–Mariano, ¿qué hay?—decía al verle pasar por el claustro.

–Mucho y mal repartido—contestaba el huraño camarada.

–Lo sé, hombre, lo sé; pero parece que me huyes. ¿Por qué es eso?

–¿Huirte yo…? Nunca. Sabes que siempre te quise. Cuando subes a mi casa ya ves cómo te recibimos. Te debemos mucho: nos has abierto los ojos y ya no somos bestias.... Pero me canso de saber tanto y ser pobre; y lo mismo les ocurre a los compañeros. No queremos tener llena la cabeza y el vientre vacío…

–Pero ¿qué remedio nos queda? Hemos nacido pronto. Otros vendrán, encontrando las cosas mejor dispuestas. ¿Qué podéis hacer para arreglar lo presente, cuando en el mundo millares de trabajadores más infelices que vosotros no logran mejor éxito, aun a costa de su sangre, peleando con la autoridad?

–¿Qué hacer?—gruñía el campanero—. Eso ya lo veremos: ya lo verás tú. No somos tan tontos como crees. Tú eres muy sabio, Gabriel; te respetamos como a un maestro; todo cuanto dices es verdad; pero nos parece que cuando hay que hacer las cosas… «prácticas», ¿me entiendes?, cuando hay que llamar al pan pan y al vino vino… ¿me explico…? eres, y perdona, algo guillado, como todos los que andan entre libros. Nosotros somos brutos, pero vemos más claro.

Y se alejaba de Gabriel, que no podía comprender el verdadero alcance de este desvío de sus discípulos. Muchas veces, al entrar en las habitaciones de la torre para pasar un rato con ellos, cesaban repentinamente en la conversación y le miraban con zozobra, temiendo, sin duda, que pudiera escuchar sus palabras.

Don Martín hacía muchos días que no se presentaba en el claustro. Gabriel supo por el Vara de plata que había muerto la madre del curita, y una semana después le vio una tarde en las Claverías. Tenía los ojos enrojecidos, las facciones des-carnadas y con la piel tirante, como si hubiese llorado mucho.

–Vengo a despedirme de usted, Gabriel. He pasado un mes de penas y de insomnio cuidando a mi madre. La pobre ha muerto. No era ninguna joven; yo esperaba este final; pero por fuerte y resignado que uno sea, estos golpes siempre se sienten. Al irse la pobre vieja, quedo libre. Era lo único que me ligaba a esta iglesia, en la que ya no creo. Su dogma es absurdo y pueril, su historia un tejido de crímenes y violencias. ¿Para qué mentir, como otros, fingiendo una fe que no siento? Hoy he estado en palacio para decir que dispongan de mis siete duros mensuales y de la capellanía de las monjas. Me voy; no sólo huyo de la iglesia, quiero evitar su ambiente, y en Toledo no puede vivir un sacerdote «renegado». ¿Ve usted este disfraz? Hoy lo llevo por última vez. Mañana gozaré la primera alegría de mi vida, rasgando esta mortaja en pedazos pequeños, muy pequeños, para que nadie la pueda utilizar. Seré hombre; me iré lejos, tan lejos como pueda; quiero saber cómo es el mundo, ya que en él vivo. No conozco a nadie, no tengo protección; usted es el hombre más extraordinario que he conocido, y está oculto en una mazmorra por su voluntad, refugiado en un templo completamente vacío para su conciencia.... No me asusta la miseria; cuando se ha sido representante de Dios con seis reales diarios, se puede mirar el hambre cara a cara. Seré obrero, trabajaré la tierra si es preciso, me emplearé en cualquier cosa… pero seré hombre libre.

Pasearon los dos amigos por el claustro, aconsejando Gabriel a don Martín. Al determinar el punto adonde debía dirigirse, su predilección fluctuaba entre París y las repúblicas americanas más faltas de emigración.

Al caer la tarde, Gabriel se despidió de su discípulo: le estaba esperando el compañero en el claustro bajo para encerrarse en el templo.

–Tal vez no nos veamos más—dijo el curita con tristeza—. Usted acabará sus días aquí, en la casa de un Dios en quien no cree.

–Sí; aquí moriré—dijo Gabriel sonriendo—. Él y yo nos odiamos, y sin embargo, parece que nada puede hacer sin mí. Si ha de salir a la calle, soy quien guía sus pasos; y por la noche, yo también quien guarda sus riquezas.... Salud y buena suerte, Martín. Sea usted hombre sin desfallecimientos. La verdad bien vale la miseria.

La desaparición del capellán de las monjas se efectuó sin escándalo. Don Antolín y otros sacerdotes creyeron que el joven se había trasladado a Madrid por ambición, para engrosar el número de clérigos solicitantes. Gabriel era el único que conocía el verdadero destino de don Martín. Además, pronto hizo olvidar al joven sacerdote una noticia estupenda, que retumbó en la catedral como un trueno, poniendo en conmoción a los señores del coro, a la gente menuda de las sacristías, a toda la población del claustro alto.

Habían terminado las querellas entre el arzobispo y el cabildo. En Roma aprobaron todo lo hecho por el cardenal, y Su Eminencia rugía de júbilo en su palacio, con la fiera impetuosidad que mostraba en todas sus expansiones.

Los canónigos, al entrar en el coro, iban con la cabeza baja, como avergonzados y temerosos.

–Pero ¿ha visto usted…?—se decían al desvestirse en la sacristía.

Y a buen paso, con el manteo ondulante, abandonaban la iglesia cada uno por su lado, evitando formar grupos ni corrillos, atento cada cual a librarse de responsabilidades, a aparecer limpio de toda complicidad con los enemigos del prelado.

El Tato reía de gozo viendo la dispersión y el azoramiento de los señores del coro.

–¡Corred, corred! ¡Bueno os va a poner el cuerpo el tío…!

Se hacían los preparativos de todos los años para la gran fiesta de la Virgen del Sagrario, a mediados de agosto. En la catedral hablaban de la de aquel año con misterio unos y zozobra otros, como si aguardasen sucesos extraordinarios. Su Eminencia, que no bajaba al templo hacía muchos meses por no ver a los del cabildo, presidiría el coro el día de la fiesta. Deseaba contemplar de cerca a sus enemigos, aplastarlos con su triunfo, gozarse en su aspecto de confusa sumisión. Y conforme se aproximaba la solemnidad religiosa, temblaban muchos canónigos, pensando en la mirada dura y soberbia que clavaría en ellos el iracundo prelado.

Gabriel prestaba escasa atención a las preocupaciones del mundo clerical. Llevaba una vida extraña. Gran parte del día lo pasaba durmiendo, preparándose para la fatigosa vela de la noche, que hacía ahora solo. El señor Fidel había caído enfermo, y para que la Obrería, evitando gastos, no privase al viejo de su mísero sueldo, se abstenía de pedir un nuevo compañero. Pasaba las noches en la catedral con la misma tranquilidad que si estuviera en el claustro, alto, habituado a aquel silencio de cementerio. Para no dormirse, leía a la luz de su linterna los libros que podía encontrar en las Claverías: fríos tratados de Historia, en los que la Providencia desempeñaba el principal papel; vidas de santos, que le divertían por su crédula sencillez, rayana en lo grotesco, y aquel Quijote de los Luna que tantas veces, había deletreado de pequeño, y en el cual creía encontrar algo de la frescura de la niñez.

Llegó el día de la Virgen. La fiesta era igual a la de todos los años. La imagen famosa había salido de su capilla, ocupando sobre su peana un sitio en el altar mayor. Llevaba el manto guardado en el Tesoro y todas sus joyas, que centelleaban acariciadas por el bosque de luces, como si rieran con una escala temblona de fulgores.

Antes de comenzar la fiesta, los curiosos de la catedral, fingiéndose distraídos, paseaban entre el coro y la puerta del Perdón. Los canónigos, con sus vestiduras rojas, reuníanse cerca de la escalerilla alumbrada por la famosa piedra de luz. Por allí bajaría Su Eminencia, y los señores del coro se agrupaban tímidamente, cuchicheando, como si se preguntasen qué iba a pasar.

Apareció en el primer tramo de la escalera el portacruz, avanzando horizontalmente su insignia de dobles brazos para que pasase bajo el arco de la puerta. Después, entre familiares, y seguido por la sotana morada del obispo auxiliar, avanzó el cardenal, vestido de púrpura, que apagaba el rojo violáceo de los canónigos.

El cabildo se formó en dos filas, con la cabeza baja, prestando acatamiento a su príncipe. ¡Qué mirada la de don Sebastián! Los canónigos, inclinados, creyeron sentirla en la nuca con una frialdad de acero. Erguía el enorme cuerpo dentro de sus envolturas de púrpura con gallarda arrogancia, como si en aquel momento se sintiera curado de la enfermedad que arañaba sus entrañas y de la insuficiencia del corazón, que oprimía sus pulmones. La cara gordinflona temblaba de gozo; los pliegues de grasa de su barbilla se estremecían sobre el roquete de blondas. La birreta cardenalicia parecía hincharse de soberbia sobre su cabeza pequeña, blanca y sonrosada. Nunca fue llevada una corona con tanto orgullo como aquel gorro rojo.

Extendió su mano enguantada de púrpura, sobre la que lucía la esmeralda episcopal, y con un gesto imperioso hizo que uno tras otro fueran besándola todos los canónigos. Era la sumisión de los hombres de Iglesia, acostumbrados desde el Seminario a una humildad aparente que encubre rencores y odios de una intensidad no conocida en la vida vulgar. El cardenal adivinaba el desaliento tras esta modestia y paladeaba su triunfo.

–Tú no conoces cómo son nuestros odios—había dicho algunas veces a su amiga la jardinera—. En la vida vulgar son pocos los hombres que mueren de un disgusto. El que siente enfado se desahoga y recobra la tranquilidad. Pero en la Iglesia se cuentan a centenares los que mueren de un acceso de ira por no poder vengarse, porque la disciplina les cierra la boca y abate su cabeza. Faltos de familia y de preocupaciones para ganarse el pan, los más de nosotros sólo vivimos para el amor propio y el orgullo.

Se formó en procesión el cabildo, acompañando a Su Eminencia. Abrían la marcha el perrero rojo, los pertigueros negros y el Vara de plata, haciendo sonar las baldosas con los golpes de sus bastones. Detrás la cruz arzobispal y los canónigos por parejas, y en último término el prelado, con su cola roja, extendida en toda su longitud, llevada en alto por dos pajes. Don Sebastián bendecía a un lado y a otro, mirando con sus ojillos penetrantes a los fieles, que inclinaban la cabeza.

Su carácter imperioso y la alegría del triunfo hacían centellear su mirada. ¡Qué gran victoria…! El templo era su casa, y volvía a él tras larga ausencia, con toda la majestad de un dueño absoluto que podía aplastar a los esclavos maldicientes que osaran atacarle.

La grandeza de la Iglesia se le aparecía en aquel momento más grandiosa que nunca. ¡Qué admirable institución! El hombre fuerte que llegaba a lo alto se convertía en un dios omnipotente y temible. Nada de igualdad perniciosa y revolucionaria. El grande siempre tenía razón. El dogma ensalzaba la humildad de todos ante Dios, pero al fijar ejemplos, hablaba siempre de rebaños y de pastores que debían dirigirlos. Él era el pastor, porque así lo quería el Omnipotente. ¡Ay del que intentara descarriarse…!

En el coro, la alegría de su orgullo gustó una satisfacción aún mayor. Estaba sentado en el trono de los arzobispos de Toledo, aquella silla que había sido la estrella de su juventud, y cuyo recuerdo le turbaba en pleno episcopado, cuando paseaba la mitra por las provincias esperando la hora de llegar a la Primada. Erguíase bajo el artístico dosel del Monte Tabor, sobre cuatro escalones, para que le viesen bien todos los del coro y se convencieran de que era su príncipe. Las cabezas de las dignidades sentadas a su lado estaban casi al nivel de sus pies. Podía pisarlos como víboras si osaban levantarse de nuevo, mordiéndole en sus más íntimos afectos.

Enardecido por la apreciación de su grandeza y su triunfo, era el primero en levantarse o sentarse, conforme lo marcaba el ritual de los oficios, y unía su voz a las del coro, asombrando a todos con la áspera energía de su canto. Las palabras latinas salían de su boca como trabucazos contra aquella gente odiada; sus ojos pasaban con expresión de reto sobre la doble fila de cabezas inclinadas.

Era un hombre de fortuna, que había marchado de éxito en éxito, y sin embargo, jamás había sentido una satisfacción tan honda, tan completa como la de aquel momento. Él mismo se asustaba de su alegría, de aquel estallido de orgullo que amortiguaba sus crónicas dolencias. Parecíale que estaba gastando en unas cuantas horas toda su provisión de vida.

 

Al finalizar la misa, los cantores y demás gente menuda del coro, que eran los únicos que osaban mirarle, se alarmaron viéndole palidecer, levantarse con la faz desencajada, llevándose las manos al pecho. Advertidos los canónigos, corrieron a él, formando una apretada masa de vestiduras rojas ante su trono. Su Eminencia se ahogaba, debatiéndose entre aquel círculo de manos que le agarraban instintivamente.

–¡Aire…!—rugió—, ¡aire…! ¡Quítense de delante con mil porras! ¡Que me lleven a casa!

Aun en medio de su angustia, encontró el gesto enérgico y sus antiguos votos de soldado para rechazar a los enemigos. Se ahogaba, pero no quería que lo viesen los canónigos. Adivinaba en muchos de ellos la satisfacción tras el gesto compungido. ¡Que nadie le tocase! ¡Él se bastaba! Y apoyado en dos familiares fieles, emprendió la marcha jadeante hacia la escalera arzobispal, seguido de gran parte del cabildo.

La función religiosa terminó apresuradamente. Que perdonara la Virgen: otro año tendría mayor solemnidad. Y las autoridades e invitados abandonaron sus asientos del altar mayor para correr en demanda de noticias al palacio arzobispal.

Al despertar Gabriel, pasado mediodía, todos hablaban en el claustro alto de la salud de Su Eminencia. Su hermano preguntaba a tía Tomasa, que venía de palacio.

–Se muere, hijos—decía la jardinera—; de ésta no escapa. Doña Visita me lo ha enseñado de lejos, llorando la pobre. No puede estar acostado. El pecho le baila como un fuelle roto. Los médicos dicen que no llega a la noche. ¡Qué desgracia…! ¡Y en un día como éste…!

La agonía del príncipe eclesiástico era acogida con un silencio fúnebre. Las mujeres de las Claverías iban y venían con noticias desde el palacio al claustro alto. Los chicuelos permanecían recluidos en las habitaciones, atemorizados por las amenazas de las madres si intentaban jugar en las galerías.

El maestro de capilla, siempre insensible a los sucesos de la catedral, salía, sin embargo, a tomar noticias del estado de Su Eminencia. Tenía un proyecto, del que habló rápidamente a la familia durante la comida. Los funerales de un cardenal bien merecían que se ejecutase una misa célebre, con gran orquesta reclutada en Madrid. Él ya había echado el ojo al famoso Réquiem de Mozart. Era por lo único que le interesaba la suerte del prelado.

Gabriel, mirando a su compañera, sentía el dulce egoísmo que experimenta el que vive cuando muere el poderoso.

–Ya caen los grandes, Sagrario. Y nosotros los enfermos, los miserables, aún tenemos por delante alguna vida.

A la hora en que se cerraba el templo bajó para comenzar su vigilancia. El campanero le esperaba con las llaves.

–¿Qué hay del cardenal?—preguntó Gabriel.

–Pues que se muere hoy mismo, si es que no ha muerto ya.

Y después añadió:

–Esta noche, Gabriel, tendrás gran iluminación. La Virgen está en el altar mayor, hasta mañana, rodeada de cirios.

Calló un momento, como si vacilase.

–Tal vez—añadió—baje a hacerte un rato de compañía. Debes aburrirte solo. Espérame.

Cuando Gabriel quedó encerrado en el templo, vio un trozo del altar mayor resplandeciente de luces. Hizo su acostumbrada requisa de puertas y verjas, visitó el Locum, los grandes retretes, donde en otro tiempo se habían ocultado unos ladrones, y después que estuvo convencido de que en la catedral no había otro ser vivo que él, fue a sentarse en el crucero, con su manta y la cesta de la cena.

Allí permaneció largo rato, contemplando a través de la reja la Virgen del Sagrario. Nacido en la catedral y llevado de niño por su madre a que se arrodillase ante la imagen, la había admirado como el tipo más perfecto de hermosura. Ahora la apreciaba fríamente, con ojos de artista. Era fea y grotesca, como todas las imágenes que son ricas. La piedad suntuosa y opulenta la había disfrazado con sus tesoros. No había nada en ella del idealismo de las vírgenes pintadas por los artistas cristianos. Más bien parecía un ídolo indostánico recargado de joyas. La falda y el manto se ahuecaban con la ampulosidad de un miriñaque, y sobre las tocas lucía una corona enorme como un morrión, empequeñeciéndole la cara. El oro, las perlas, los diamantes, brillaban sobre sus vestiduras. Llevaba pendientes y pulseras de gran valor.

Gabriel sonreía pensando en la simpleza religiosa, que viste a los héroes celestiales con arreglo a las modas de la tierra.

El débil resplandor del crepúsculo que descendía de los ventanales y la inquieta llama de los cirios formaban una ondulación de luces y sombras, animando el rostro de la imagen como si gesticulase.

«¡Aún como soy yo!—se decía Gabriel—. Si en mi lugar estuviera un devoto, creería que la Virgen ríe unos momentos y después llora. Con un poco de imaginación y de fe, ¡he aquí un milagro! Estos caprichos de la luz han sido una mina inagotable para los sacerdotes. También las Venus de otros tiempos cambiaban la expresión de su cara, riendo o llorando a gusto de los fieles, como una imagen cristiana.»

Y pensó largo rato en el milagro, invención de todas las religiones, y tan antiguo como la ignorancia y la credulidad humanas.

Obscureció. Después de cenar parcamente, Gabriel abrió un libro que llevaba en la cesta y púsose a leer a la luz de su linterna. De vez en cuando levantaba la cabeza, distraído por el revoloteo y los gritos de los pajarracos nocturnos, atraídos por el resplandor extraordinario del bosque de cirios. Transcurría el tiempo lentamente. En la obscuridad de las bóvedas retumbaban los argentinos martillazos de los guerreros del reloj. Luna se levantaba y recorría la iglesia, visitando los contadores para marcar su ronda.

Habían sonado las diez, cuando Gabriel oyó abrirse el postigo de la portada de Santa Catalina, pero rápidamente y sin violencia, como si hubieran hecho uso de una llave. Luna recordó el ofrecimiento del campanero. Después sonaron los pasos de varias personas, pero agrandados por el eco, como si avanzase toda una hueste.

–¿Quién va?—gritó Gabriel, algo alarmado.

–Nosotros, hombre—contestó en la sombra la voz fosca de Mariano—. ¿No te dije que bajaríamos?

Al entrar en el crucero les dio de lleno la luz del altar mayor. Gabriel vio con el campanero al Tato y al zapaterillo. Querían acompañar a Luna una parte de la noche, para que no le fuese tan pesada la guardia, y traían una botella de aguardiente que le ofrecieron.

–Ya sabéis que no bebo—dijo Gabriel—. Nunca me ha gustado el alcohol; vino, y no mucho… Pero ¿adonde vais, vestidos como en los días de fiesta?

El Tato se apresuró a responder. El Vara de plata cerraba a las nueve las Claverías, y ellos querían pasar la noche fuera de casa. Ya habían estado un buen rato en un café del Zocodover, regalándose como señores. Estaban hechos unos calaveras. Aquella noche era extraordinaria, tanto más cuanto que la ciudad también estaba alterada por lo del arzobispo.

–¿Cómo sigue?—preguntó Gabriel.

–Creo que ha muerto hace media hora—dijo el campanero—. Cuando he subido a mi casa por las llaves, salía un médico del palacio, y así se lo decía a un canónigo.... Pero sentémonos.

Tomaron todos asiento, con la gorra calada, en los peldaños de la verja del altar mayor. Mariano dejó en el suelo el manojo de las llaves, un racimo de hierro como una maza. Las había de todas las épocas: unas groseras y herrumbrosas, con las huellas del martillo, ostentando escudos cerca del agarradero; otras más modernas, pulidas y brillantes como si fuesen de plata; pero todas enormes y pesadas, de robustos dientes, cual convenía a la grandeza del edificio.