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La Catedral

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–No; si nos permiten vivir tranquilos, es porque esas potencias omnipotentes, con sus ambiciones y celos, guardan cierto equilibrio. Son como los grandes capitalistas, que, ocupados en enormes concepciones de explotación, dejan por descuido y desprecio que existan en torno de ellos industrias modestas. ¿Cree usted que Suiza y Bélgica y otros países pequeños viven tranquilos enclavados entre grandes potencias porque poseen un ejército? Lo mismo existirían aunque no tuviesen un soldado. Y España, por su poderío militar, no es más que cualquiera de las pequeñas naciones de Europa. La pobreza económica y la escasez de población nos obligan a la humildad. Hay hoy dos categorías de ejércitos: los organizados para la conquista y los que sólo sirven para guardar el orden interior, que no son más que una gendarmería en grande, con cañones y generales. El de España, por mucho que cueste y por más que lo agranden, no sale de esta última clasificación.

–Y aunque sólo sea eso—dijo el cadete—, ¿no es algo? Guardamos el orden interior; velamos por la tranquilidad de la patria…

–Pues eso puede hacerse con menos gente y menos dinero. Además, ¿y la gloria? Ustedes, jóvenes llenos de ilusiones, exuberantes de acometividad, con energías para empresas nuevas, ¿se resignan con esa profesión de vigilantes y cuidadores de un pueblo? Su porvenir es tan monótono como el de un clérigo de la catedral. Todos los días lo mismo: amaestrar hombres para que se muevan de este modo o el otro, jugar al dominó o al billar en un café, pasear el uniforme o echar un sueño en el sillón del cuarto de banderas. No puede haber para ustedes otro suceso extraordinario que un motín contra el impuesto de Consumos, una huelga, un cierre de tiendas protestando de los impuestos, y hacer fuego entonces sobre una muchedumbre armada de piedras y palos. Si alguna vez manda usted en su vida disparar, tenga la certeza de que será contra españoles. Los gobiernos no quieren ejército: saben que es inútil para la defensa exterior de la nación, pues la fortuna nacional no permite su mantenimiento, y les basta con una organización embrionaria, que vive en pleno desorden, agitada por incesantes y contradictorias reformas, copiando los adelantos extranjeros, como una muchacha pobre imita las galas de la gran señora. Crea usted que nada tiene de agradable vivir una existencia de apocamiento y monotonía, sin otra gloria que fusilar al obrero que protesta o al pueblo que se queja.

–Pero ¿y la libertad?, ¿y el progreso político?—preguntó el cadete—. Yo he oído a un capitán viejo de la Academia, que si en España existe el régimen liberal es por el ejército.

–Mucho hay de eso—dijo Gabriel—. Es indudablemente el servicio más importante que el ejército ha prestado a España. Sin él, ¡quién sabe en lo que hubiesen parado las guerras civiles, en este país tan estacionario y tímido ante las reformas! Lo repito: no desconozco este servicio, pero crea usted que las guerras civiles entre la libertad y el absolutismo político no se repetirán, como no podrían reproducirse con éxito las guerrillas de la Independencia. Los medios de comunicación y los progresos militares han matado la guerra de montaña. El máuser, que es el arma del día, necesita llevar tras de sí un parque bien provisto, tener almacenes de cartuchos a la espalda, y esto es incompatible con la guerra de partidas.

–Pero reconocerá usted que de algo servimos y que préstamos a la nación un buen servicio.

–Lo reconozco dentro del actual orden de cosas. Pero aún lo reconocería mejor si fuesen ustedes menos. Consumen la mejor parte del presupuesto, y sin embargo viven ustedes en una miseria decente y disimulada, pedo miseria al fin. Un teniente gana menos que ciertos obreros, y tiene que costearse uniformes vistosos, ir limpio, y frecuentar, cuando necesita esparcimiento, los mismos lugares que los ricos. Sólo ve ante él largos años de espera y de oculta miseria, sobrellevada con dignidad, hasta que un ascenso le proporciona unos cuantos duros más al mes. Ustedes sufren arrastrando esta vida de proletarios de la espada, y la nación productora se queja viéndoles inactivos, y olvida otros gastos superfluos para fijarse únicamente en los militares. Créame usted: para ejército moderno, son ustedes muy pocos y mal organizados; para guardia interior, sobran muchos y son caros. No es de ustedes la culpa. Es de su Vocación que llega tarde, cuando España está muerta, por fortuna, para las empresas aventureras. Si resucita, ha de seguir una dirección que no será ciertamente la de la espada. Por esto digo que yerran el camino los jóvenes que buscan la gloria allí donde creyeron encontrarla sus antepasados.

La aparición del Vara de plata cortó el diálogo. Corría, pálido de emoción, jadeante, agitando su manojo de llaves.

–Va a venir Su Eminencia—dijo apresuradamente—. Ya está en el arco. Quiere pasar la tarde en el jardín. ¡Es un capricho…! Hoy dicen que está inaguantable.

Y corrió a abrir la escalera de Tenorio, que ponía en comunicación las Claverías con el claustro bajo.

El cadete se alarmó ante la inesperada proximidad de su tío. No quería que le encontrase allí: temía el carácter del cardenal; y huyó hacia la escalera de la torre. Se marchaba a los toros; sacrificaba a la novia antes que encontrarse con don Sebastián.

Gabriel, al quedar solo en el claustro, se arrimó a una columnilla, aguardando de lejos el paso del temible príncipe de la Iglesia. Le vio salir por la puerta que conducía al departamento de los gigantones. Iba seguido por dos familiares. Luna pudo examinarle bien por primera vez. Era enorme, y a pesar de su edad, se mantenía erguido. Sobre la negra sotana con ribetes rojos descansaba la cruz de oro. Se apoyaba en un bastón de mando con cierta marcialidad, y las borlas de oro de su sombrero caían sobre su nuca grasienta, de una piel rosada y cubierta de pelos blancos. Sus ojos pequeños y penetrantes miraban a todos lados con la esperanza de encontrar un descuido, algo que contraviniese las reglas establecidas, para estallar en gritos y amenazas que diesen salida al mal humor y a la ira reconcentrada que fruncían su entrecejo.

Desapareció por la escalera de Tenorio precedido por don Antolín, que, después de abrir las verjas, se había puesto a sus órdenes, trémulo de miedo. El silencio y la soledad de las Claverías no se alteraron. Parecía que la gente oculta en las casas quedaba inmóvil, adivinando el peligro que pasaba.

Gabriel, asomado a la barandilla, vio cómo el cardenal salía al claustro bajo, recorriendo dos de sus galerías hasta llegar a la puerta del jardín. Un ligero ademán del prelado bastó para que se detuvieran los familiares, y él avanzó solo por la avenida central, dirigiéndose al cenador, donde Tomasa dormitaba entre los muros de hojas con la calceta en las manos.

La vieja despertó con el ruido de pasos. Al ver al prelado, dio un grito de sorpresa:

–¡Don Sebastián! ¡Aquí usted…!

–He querido visitarte—dijo el cardenal con sonrisa bondadosa, sentándose en una silla—. No siempre habías de ser tú la que me buscases. Te debo muchas visitas, y aquí estoy.

Hundiendo una mano en las profundidades de la sotana sacó una petaca de oro, encendiendo un cigarrillo. Extendía sus piernas con la complacencia del que se ve un momento en libertad, acostumbrado a todas horas a imponerse con el ceño adusto de la dominación.

–Pero ¿no estaba usted enfermo?—preguntó la jardinera—. Yo pensaba pasar esta tarde a palacio para preguntar a doña Visita por su salud.

–Calla, tonta; nunca me he sentido mejor: especialmente desde esta mañana. La bofetada que he dado a «ésos» no asistiendo al coro por no rozarme con ellos me ha puesto de un humor magnífico. Para que conste mejor mi intención, he venido a verte. Quiero que sepan que estoy bien, que lo de la enfermedad no es cierto. Que se enteren todos en Toledo que el arzobispo no quiere ver a sus canónigos, y que esto lo hace por dignidad, no por soberbia, pues al mismo tiempo baja a ver a su antigua amiga la jardinera.

Y el temible hombrón reía como un niño al pensar en el disgusto que esta visita podía dar a los del cabildo.

–Y, no creas, Tomasa—continuó—, que he venido a verte sólo por conveniencia; esta tarde estaba triste en palacio, me aburría. Visitación anda ocupada con unas amigas de Madrid, y yo he sentido ese arrechucho que me da de vez en cuando al recordar el pasado. Sentía necesidad de verte, y he pensado además en que el jardín de la catedral es siempre fresco. Fuera de aquí hace un calor de horno… ¡Ay, Tomasa!, ¡qué fuerte te veo! Tan delgada y tan ágil, te mantienes mejor que yo. No estás envuelta en grasa como este pecador, ni tienes dolencias que te amarguen las noches. Tu pelo aún está casi negro, la dentadura se conserva bien, no necesitas, como este cardenal, llevar un artefacto dentro de la boca.... Pero de todos modos, Tomasa, eres vieja como yo. Nos quedan pocos años de vida, por mucho que el Señor quiera conservarnos. ¡Quién pudiese volver a aquellos tiempos, cuando subía a tu casa con la sotanita roja, en busca de tu padre el sacristán, y te quitaba el almuerzo! ¿Eh, Tomasa…?

Los dos ancianos, olvidando las diferencias sociales, con esa fraternidad resignada de los seres que caminan a la muerte, recordaban el pasado. Todo estaba lo mismo que en su niñez: el jardín, el claustro; la catedral no había cambiado.

Su Eminencia, cerrando los ojos, se creía aún el monago travieso de medio siglo antes. La espiral azulada de su cigarrillo parecía arrastrar su pensamiento por las interminables revueltas del pasado.

–¿Te acuerdas cómo se burlaba de mí tu pobre padre? «Este chiquillo—decía en la sacristía—es un Sixto V.» «¿Qué quieres ser?», me preguntaban. Y yo respondía siempre lo mismo: «Arzobispo de Toledo.» ¡Y poco que se burlaba el buen sacristán de la seguridad con que hablaba yo de mis pretensiones! Cuando me consagraron obispo, cree, Tomasa, que me acordé mucho de él, sintiendo que hubiese muerto. Habría gozado viendo sus lágrimas de alegría al contemplarme con la mitra en la cabeza.... Yo os he querido siempre; sois una familia excelente, y muchas veces me matasteis el hambre.

 

–Calle, señor, calle y no recuerde esas cosas. Yo soy la que tengo que agradecerle que sea tan bueno, tan llanote, a pesar de su categoría, que casi es la que viene detrás del Papa.... Y la verdad es—añadió la vieja con la arrogancia de su franqueza—que nada pierde siendo así. Amigas como yo no tendrá usted ninguna. A usted no le rodean más que aduladores y pillos, como a todos los grandes de la tierra. Si se hubiera quedado en cura de misa y olla, nadie le miraría la cara; pero Tomasa continuaría siendo su amiga, siempre dispuesta a hacerle un servicio. Si le quiero tanto, es porque usted es sencillo y afable. Si gastase orgullo, como otros arzobispos, le besaría el anillo y ¡hasta la vista! El cardenal en su palacio y la jardinera en su jardín.

El prelado acogía con sonrisas la franqueza enérgica de la buena mujer.

–Usted siempre será don Sebastián para mí—continuó—. Cuando me dijo que no le llamase Eminencia y todos esos tratamientos que le da la gente, lo agradecí más que si me hubiese regalado el manto de la Virgen del Sagrario. Se me atragantaba tanto tratamiento; me daban ganas de gritar: «¡Pero qué porra de Eminencia e Ilustrísima, si nos hemos arañado de pequeños mil veces, porque este grandísimo ladrón no veía mendrugo ni albaricoque en mis manos que no quisiera zampárselo!» Gracias que le hablo de usted desde que le vi beneficiado de la catedral, pues a un sacerdote no está bien tutearle como a un monago.

Quedaron silenciosos los dos viejos. Sus miradas vagaban por el jardín con cierto enternecimiento, como si en cada árbol o arcada cubierta de follaje encontrasen un recuerdo.

¿Sabe usted lo que ahora me viene a la memoria?—dijo Tomasa—. Pues me acuerdo de otra vez que nos vimos aquí mismo, en este jardín, hace una friolera de años: lo menos cuarenta y ocho o cincuenta. Yo estaba con mi pobre hermana mayor, que acababa de casarse con Luna el jardinero. Por el claustro andaba rondándome el que luego fue mi marido. Vi entrar en el cenador un hermoso soldadote, un sargento, con gran ruido de espuelas, el chafarote al brazo y un casco con rabo, como el de los judíos del Monumento. Era usted, don Sebastián, que había venido a Toledo para ver a su tío el beneficiado, y no quería marcharse sin visitar a su amiga Tomasita. ¡Y qué guapo estaba usted! Es la verdad; no lo digo por adularle. ¡Tenía usted un aire de pillo para las muchachas! Hasta recuerdo que me dijo algo sobre lo hermosa y fresca que me encontraba después de los años de ausencia. A usted no le sienta mal que recuerde esto, ¿verdad? Eran chicoleos de soldado. ¡Tantos diría entonces! Cuando se fue usted, dijo mi cuñado: «Éste ha colgado los hábitos para siempre; es inútil que su tío el beneficiado quiera hacerlo sacerdote.»

–Fue una locura de la juventud—dijo el cardenal, que sonreía con orgullo recordando al arrogante sargento de dragones—. En España sólo hay tres carreras dignas del hombre: la de la espada, la de la Iglesia o la de la toga. La sangre me bullía, y quise ser soldado; pero tuve la desgracia de pillar tiempos de paz. Mi carrera hubiese sido lenta, y para no amargar los últimos años de mi tío, seguí sus consejos y reanudé los estudios, volviendo a la Iglesia. En un sitio y en otro se puede servir a Dios y a la patria; pero cree que muchas veces, con todo mi cardenalato a cuestas, pienso con envidia en aquel militar que tú viste. ¡Qué tiempos tan dichosos! Aún me tira la espada. Cuando veo a los cadetes, cambiaría a gusto con cualquiera de ellos, entregándoles mi báculo y mi cruz. ¡Y tal vez lo hiciese mejor que todos ellos! ¡Ah! ¡si volviesen aquellos tiempos de la Reconquista, en que los prelados salían a matar moros! ¡Qué gran arzobispo de Toledo hubiese hecho yo…!

Y don Sebastián erguía su cuerpo de anciano obeso, estirando los brazos con la arrogancia de los últimos restos de su vigor.

–Usted ha sido siempre muy hombre—dijo la jardinera—. Yo se lo digo muchas veces a ciertos curitas qué hablan de usted, criticándolo por si patatín o patatán. «No jueguen ustedes con Su Eminencia, que es muy capaz de entrar un día en el coro, y a éste quiero y a éste no, sacarlos a todos a bofetada limpia.»

–Más de una vez he estado tentado de hacerlo—dijo el prelado con firmeza, brillando en sus ojos una chispa de energía—. Pero me detiene la consideración de mi cargo y mi carácter de sacerdote pacífico. Soy pastor del católico rebaño, no lobo que aterra a las ovejas con su fiereza. Pero a veces no puede uno más, y ¡Dios me perdone! he sentido la tentación de levantar el cayado para empezar a golpes con el rebaño rebelde que se guarece en la catedral.

El prelado excitábase hablando de sus luchas con el cabildo. La placidez de espíritu que le proporcionaba la tranquilidad del jardín desaparecía al recordar a sus hostiles subordinados. Necesitaba, como otras veces, confiar sus pesares a la jardinera, con esa benevolencia instintiva que impulsa a los grandes a franquearse con los humildes.

–Tú no sabes, Tomasa, lo que esos hombres me hacen sufrir. Quiero dominarlos porque soy el amo, porque me deben obediencia con arreglo a la disciplina, sin la cual no habría Iglesia ni religión, y se me resisten y me desobedecen. Mis órdenes son cumplidas a regañadientes, y cuando quiero imponerme, hasta el último cura sale con lo que llama sus derechos, y me pone pleito, y acude a la Rota y a Roma si es preciso. Vamos a ver: ¿soy el amo o no lo soy? ¿Es que el pastor discute con sus ovejas y las consulta para guiarlas por el buen camino…? Me marean y aturden con sus pleitos y cuestiones. No hay entre ellos ni medio hombre; todos son chismosos y cobardes. En mi presencia tienen la vista baja; sonríen y alaban a Su Eminencia; y apenas vuelvo la espalda, son víboras que intentan morderme, lenguas de escorpión que nada respetan… ¡Ay, Tomasa! ¡Hija mía! ¡Tenme lástima! Cree que cuando pienso en esto me pongo muy enfermo.

Y el prelado palidecía, abandonando su asiento con gesto doloroso, como si sus entrañas se conmoviesen con intensas punzadas.

–No haga usted caso—dijo la jardinera—. Usted está por encima de todos; usted los vencerá.

–Claro que los venceré; ¡pues no faltaba más! Sería la primera vez que quedase debajo. Estas triquiñuelas de comadres me molestan poco. Sé que al final veré a mis pies a los repugnantes enemigos. ¡Pero sus lenguas, Tomasa! ¡Lo que dicen de los seres que más amo en el mundo! Esto es lo que me hiere, lo que me mata.

Volvió a sentarse, aproximándose a la jardinera para hablar en voz queda:

–Tú conoces mi pasado mejor que nadie; te lo he contado porque me inspiras gran confianza. Además, tú eres lista, y lo que no sabes lo adivinas. Conoces lo que es Visitación para mí, e indudablemente no ignoras lo que esos miserables dicen de ella. No te hagas la tonta: lo sabes; todos en la catedral y aun fuera de ella se enteran de esas calumnias y las creen. Tú eres la única que no puedes creerlas, porque conoces la verdad… Pero ¡ay!, la verdad no puedo decirla, no puedo gritarla: me lo impiden estos hábitos.

Y agarraba un puñado de su sotana con los dedos crispados, como si quisiera rasgarla.

Transcurrió un largo rato de silencio. Don Sebastián miraba al suelo con ojos duros, contrayendo sus manos como si quisiera agarrar a los invisibles enemigos. De vez en cuando sentía las punzadas de su enfermedad y suspiraba dolorosamente.

–¿Por qué pensar en tales cosas?—dijo la jardinera—. Se pone usted malo, y para esto no era preciso que se molestase bajando a verme. Mejor hubiera hecho quedándose en palacio.

–No; tú me distraes; encuentro cierto consuelo comunicándote mis penas. Allá arriba me desespero solo, teniendo que hacer esfuerzos para tragarme la rabia. No quiero que se enteren mis familiares, pues serían capaces de reírse; no quiero que sepa nada mi pobre Visitación… ¡Y yo no sé disimular!, ¡no puedo fingir alegría cuando estoy irritado…! ¡Qué infierno el que sufro! ¡No poder decir que he sido hombre, que he sido débil, como hecho de carne que soy, y que llevo conmigo los frutos de mi falta, sin querer separarme de ellos aunque la calumnia me persiga! Cada uno obra como quien es, y yo quiero ser bueno en medio de mis pecados. Podía haberme separado de mis hijos, haberlos abandonado, como hacen otros por conservar su fama de santos; pero yo soy hombre, me enorgullezco de ello: un hombre con sus defectos y sus virtudes, ni una más ni una menos que la generalidad de los humanos. El sentimiento de la paternidad está en mí tan arraigado, tan hondo, que antes perdería la mitra que abandonar a mis hijos. Ya recuerdas cómo me puse cuando murió el padre de Juanito, que pasaba por mi sobrino. Creí morir. ¡Un hombrón tan hermoso y con un porvenir tan brillante! Yo le hubiese hecho magistrado, presidente del Supremo, ministro, ¡qué sé yo! Y en veinticuatro horas se me muere, como si el cielo quisiera castigarme. Es verdad que me queda mi nieto; pero ese Juanito en nada se parece a su padre, y te lo confieso: le quiero poco; no veo en él más que un reflejo lejano de mi pobre hijo. De mi pasado, de aquella época que fue la más feliz de mi vida, sólo me resta Visitación. Es el retrato de la pobre muerta; ¡la adoro! Y esta dicha mezquina me la turba esa gentuza con sus calumnias… ¡Hay para matarlos!

Dominado por el grato recuerdo de la primavera que había florecido en sus primeros años de obispo, allá en una diócesis andaluza, repetía a Tomasa, una vez más, sus relaciones con cierta dama devota que sentía desde la niñez horror al mundo. La devoción los había juntado, pero la vida no tardó en recobrar sus fueros, abriéndose paso en sus relaciones casi místicas y uniéndolos en carnal abrazo. Habían vivido fieles uno al otro en el misterio de la vida eclesiástica, amándose con prudencia escrupulosa, sin que el secreto de sus relaciones trascendiese al público, hasta que ella murió, dejándole dos hijos. Don Sebastián, hombre de enérgicas pasiones, sentía la paternidad hasta la vehemencia. Aquellos dos seres eran la imagen de la pobre muerta, el recuerdo del único idilio de una vida dedicada por completo a la ambición. Las calumnias que circulaban los enemigos, fundándolas en la presencia de su hija en el palacio arzobispal, le ponían como loco.

–¡La creen mi querida!—decía con acento iracundo—. ¡Mi pobre Visitación, tan buena, tan cariñosa, tan mansita para todo, convertida en una cualquiera por esos miserables! ¡Una amante que he sacado para mi diversión del Colegio de Doncellas nobles…! ¡Como si yo, viejo y enfermo, estuviera para pensar en esas porquerías! ¡Indecentes…!, ¡miserables…! ¡Por menos se cometen muchos crímenes…!

–Déjelos que digan; Dios está en lo alto y nos ve a todos.

–Lo sé; pero esto no basta a tranquilizarme. Tú tienes hijos, Tomasa, y conoces lo que es quererlos. No sólo nos hiere lo que se hace contra ellos, sino lo que se dice… ¡Qué días llevo de sufrimiento! De pequeño ya sabes que toda mi ilusión era llegar a lo que soy. Miraba el trono del coro y pensaba en lo bien que se estaría en él, en la inmensa felicidad de ser príncipe de la Iglesia. Pues bien; ya estoy en el trono. He caminado medio siglo apartando las piedras, dejando la piel y hasta la carne en las zarzas de la cuesta. ¡Yo sé cómo pude salir del montón negro y llegar a obispo! Después… ¡ya soy arzobispo!, ¡ya soy cardenal!, ¡ya no puedo llegar a más! ¿Y qué? La felicidad siempre marcha delante de nosotros, como la nube de luz que guiaba a los israelitas. La vemos, casi la tocamos, pero no se deja coger. Me siento ahora más infeliz que en la época en que luchaba por ser algo y me creía el más desgraciado de los hombres. No tengo la juventud: la altura en que me veo, fijas en mí todas las miradas, me impide defenderme. ¡Ay, Tomasa! Compadéceme, soy digno de lástima. ¡Ser padre, y tener que ocultarlo como un crimen! ¡Querer a mi hija con un cariño que se acrecienta más y más conforme se aproxima la muerte, y tener que sufrir que la gente tome este afecto tan puro por algo repugnante…!

Y la terrible mirada de don Sebastián, que asustaba a toda la diócesis, nublóse con lágrimas.

–Además, tengo otras penas—continuó—, pero son de hombre previsor que teme el porvenir. Cuando muera, todo lo que tengo será para mi hija. Juanito cuenta con lo de su madre, que era rica, y además tiene una carrera y el apoyo de mis amigos. Visitación será poderosa. Ya sabes que-mis adversarios me echan en cara lo que ellos llaman mi avaricia. Avaricioso, no: previsor, amante del bienestar de los míos. He ahorrado mucho; no soy de los que reparten pan a la puerta de su palacio, ni busco la celebridad por la limosna. Tengo dehesas en Extremadura, muchas viñas en la Mancha, casas, y sobre todo, papel del Estado, mucho papel. Como buen español, quiero ayudar al gobierno con mi dinero, tanto más cuanto que ésto produce ganancias. No sé ciertamente lo que poseo: serán veinte millones de reales: tal vez más. Todo ahorrado por mí, aumentado con buenos negocios. No puedo quejarme de la suerte; el Señor me ha ayudado. ¡Y todo para mi pobre Visitación! Mi gozo sería verla casada con un hombre bueno, pero ella no quiere separarse de mí. Le atrae la iglesia, y éste es mi miedo. No lo extrañes, Tomasa; yo, príncipe de la Iglesia, tiemblo al ver cómo se entrega a la devoción, y hago cuanto puedo por desviarla. Me gusta la mujer religiosa, no la devota que sólo se encuentra bien en la iglesia. La mujer debe vivir, debe gozar y ser madre. Siempre he mirado mal a las monjas.

 

–Déjela, señor—dijo la jardinera—. Nada tiene de extraño que le guste la iglesia. Del modo como vive, no puede tener otras aficiones.

–Por hoy, nada temo. Estoy a su lado, y nada me importa que guste del trato con monjitas. Pero puedo morir mañana, y ¡figúrate qué magnífico bocado será la pobre Visita con sus millones, sola, y con esa afición a la vida religiosa, que otros más listos pueden explotar…! Yo he visto mucho; soy de la clase y estoy en el secreto. No faltan órdenes religiosas que se dedican a la caza de herencias, para mayor gloria de Dios, según dicen. Además, andan por ahí esas monjas extranjeras, de gran papalina, que son linces para esta clase de trabajo. Me aterra el pensar que caigan sobre mi hija. Yo soy del catolicismo a la antigua, de aquella religiosidad española neta: un catolicismo castellano, como quien dice de panllevar, limpio de extranjerías modernas. Sería triste haber pasado la vida ahorrando, para engordar a los jesuítas o a esas hermanas que no saben hablar en castellano. No quiero que mis dineros sufran la misma suerte que los del sacristán del adagio. Por esto, a los sinsabores de mi lucha con la gentuza enemiga se une el dolor que me causa el carácter débil de mi hija. Tal vez la cacen, y algún tuno se ría de mí apoderándose de mi dinero.

Y excitado por sus negros pensamientos, soltó una interjección castiza y obscena, recuerdo de sus tiempos de soldado. En presencia de la jardinera, no tenía por qué contenerse. La vieja estaba acostumbrada a los desahogos de su carácter.

–Vamos a ver—dijo imperiosamente, después de un largo silencio—. Tú que me conoces mejor que nadie: ¿soy tan malo como suponen los enemigos? ¿Merezco que el Señor me castigue por mis faltas? Tú eres un alma de Dios, sencilla y buena, y sabes más de esto con tu instinto que todos los doctores en Teología.

–¿Usted malo, don Sebastián? ¡Jesús…! Usted es un hombre como los otros: ni más ni menos. Tal vez mejor que muchos, pues es sencillo, todo de una pieza, sin engaños ni hipocresías.

–Un hombre: tú lo has dicho. Soy un hombre como los demás. Los que llegamos a cierta altura somos como los santos que están en las fachadas de las iglesias. De abajo, causan admiración por su hermosura; vistos de cerca, producen horror por la fealdad de la piedra roída por el tiempo. Por más que intentemos santificarnos, poniéndonos a distancia, no somos más que hombres; seres de carne flaca para aquellos que nos rodean. En la Iglesia son contadísimos los que se libran de las pasiones humanas. ¡Y quién sabe si aun esos pocos privilegiados no se sienten mordidos por el demonio de la vanidad, y al extremar los ascetismos de su vida, piensan en la gloria de verse en los altares…! El sacerdote que logra dominar la carne cae en la avaricia, que es el vicio eclesiástico por excelencia. Yo jamás he atesorado por vicio; he ahorrado para los míos, nunca para mí.

Calló largo rato el prelado; pero en su irresistible afán de confesarse con la sencilla mujer, continuó:

–Estoy seguro de que no me despreciará Dios cuando llegue mi hora. Su infinita misericordia está por encima de todas las pequeñeces de la vida. ¿Cuál es mi delito? Haber amado a una mujer, como mi padre amó a mi madre; tener hijos, como los tuvieron apóstoles y santos. ¿Y qué? El celibato eclesiástico es una invención de los hombres, un detalle de disciplina acordado en los concilios; pero la carne y sus exigencias son anteriores en muchísimos siglos: datan del Paraíso. Quien salta esta barrera, no por vicio, sino por pasión irresistible, porque no puede vencer el impulso de crear una familia y tener una compañera, ése falta indudablemente a las leyes de la Iglesia, pero no desobedece a Dios.... Al aproximarse la muerte, tengo miedo. Muchas noches dudo y tiemblo como un niño.... Yo he servido a Dios a mi modo. En otros tiempos le hubiera defendido con la espada, peleando contra los herejes; ahora soy su sacerdote, y por él batallo cada vez que veo la impiedad de los tiempos cercenar algo de su gloria. El Señor me perdonará, recibiéndome en su seno. Tú que eres tan buena, Tomasa, y tienes alma de ángel bajo tu corteza ruda, ¿no lo crees así…?

La jardinera sonrió, y sus palabras atravesaron con lentitud el silencio de la tarde agonizante.

–Tranquilícese, don Sebastián. Yo he visto muchos santos en esta casa, y valían menos que usted. Por asegurar su salvación hubiesen abandonado a los hijos. Por mantener lo que llaman la pureza del alma habrían renegado de la familia. Créame usted a mí: aquí no entran santos; hombres, todos hombres. No hay que arrepentirse de haber seguido el impulso del corazón. Dios nos hizo a su imagen y semejanza, y por algo nos puso el sentimiento de la familia. Lo demás, castidad, celibato y otras zarandajas, lo inventaron ustedes para distinguirse del común de las gentes. Sea usted hombre, don Sebastián, que cuanto más lo sea, resultará más bueno y mejor lo acogerá el Señor en su gloria.