Kostenlos

La bodega

Text
0
Kritiken
iOSAndroidWindows Phone
Wohin soll der Link zur App geschickt werden?
Schließen Sie dieses Fenster erst, wenn Sie den Code auf Ihrem Mobilgerät eingegeben haben
Erneut versuchenLink gesendet

Auf Wunsch des Urheberrechtsinhabers steht dieses Buch nicht als Datei zum Download zur Verfügung.

Sie können es jedoch in unseren mobilen Anwendungen (auch ohne Verbindung zum Internet) und online auf der LitRes-Website lesen.

Als gelesen kennzeichnen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

Salvatierra, en la exaltación de su pensamiento, quería estrujar todos los fantasmas con los que se había aterrado o entretenido durante siglos a los menesterosos, para que no estorbasen la feliz placidez de los privilegiados.

Sólo la Justicia social podía salvar a los hombres, y la Justicia no estaba en el cielo, vivía en la tierra.

Más de mil años se habían resignado los parias, con el pensamiento puesto en el cielo, confiando en una compensación eterna. Pero el cielo estaba vacío. ¿Qué desgraciado podía ya creer en él? Dios se había ido con los ricos; apreciaba como una virtud digna de la gloria eterna, el que de tarde en tarde repartiesen éstos un fragmento de su fortuna, conservándola íntegra y reputando como un crimen las reclamaciones de bienestar de los de abajo.

Aunque el cielo existiese, el infeliz se negaría a entrar en él, como en un lugar de injusticia y privilegio donde penetra lo mismo el que pasa la vida sufriendo, que el que vive en la riqueza distrayendo su tedio con la voluptuosidad de la limosna.

El cristianismo era una mentira más, desfigurada y explotada por los de arriba para justificar y santificar sus usurpaciones. ¡Justicia, y no Caridad! ¡Bienestar en la tierra para los infelices y que los ricos se reservasen, si la deseaban, la posesión del cielo, abriendo la mano para soltar sus rapiñas terrenales!

Los miserables no podían esperar nada de lo alto. Sobre sus cabezas sólo existía un infinito insensible a la desesperación humana: otros mundos que ignoraban la vida de millones de míseros gusanos sobre esta esfera deshonrada por el egoísmo y la violencia. Los hambrientos, los que tenían sed de justicia, sólo debían confiar en ellos mismos. ¡Arriba, aunque fuese para morir! Otros vendrían detrás, que esparcirían la simiente germinadora en los surcos fecundados por su sangre. ¡De pie y en marcha la horda de la miseria, sin más Dios que la rebelión, iluminando su camino la estrella roja, el eterno diablo de las religiones, guía insustituible de todos los grandes movimientos de la humanidad!..

El grupo de braceros escuchaba en silencio al revolucionario. Muchos seguían sus palabras abriendo desmesuradamente los ojos, como si quisieran absorberlas con la vista.

Juanón y el de Trebujena asentían con movimientos de cabeza. Habían leído confusamente lo que decía Salvatierra, pero en boca de éste les conmovía como una música vibrante de pasión.

El viejo Zarandilla no temió romper este ambiente de entusiasmo, interviniendo con su sentido práctico.

– Too eso está muy bien, don Fernando. Pero el pobre necesita tierra pa vivir y la tierra es de los amos.

Salvatierra se irguió con arrogancia. La tierra no era de nadie. ¿Qué hombres la habían creado para apropiársela como obra suya? La tierra era de los que la trabajaban.

La injusta distribución del bienestar; el aumento de la miseria conforme aumenta la civilización; el aprovecharse los poderosos de todos los inventos de la mecánica, ideados para suprimir el trabajo corporal y que sólo servían para hacerlo más pesado y embrutecedor; todos los males de la humanidad, provenían de la apropiación de la tierra por unos cuantos miles de hombres que no siembran y sin embargo recogen, mientras millones de seres hacen abortar al suelo sus tesoros de vida sufriendo un hambre de siglos y siglos.

La voz de Salvatierra resonó en el silencio de la gañanía como un grito de combate.

– El mundo empieza a despertar de su sueño de miles de años; protesta de haber sido robado en su infancia. La tierra es vuestra: nadie la ha creado y pertenece a todos. Si en ella existe algún mejoramiento, obra es de vuestras negras manos, que son vuestros títulos de propiedad. El hombre nace con derecho al aire que respira, al sol que lo calienta, y debe exigir la posesión de la tierra que le sostiene. El suelo que cultiváis para que otro recoja la cosecha, os pertenece, aunque vosotros, infelices, envilecidos por miles de años de servidumbre, dudéis de vuestro derecho, temiendo avanzar la mano para que no os crean ladrones. El que acapara un pedazo de tierra, excluyendo de él a los demás, el que lo entrega a las bestias humanas para que lo hagan producir mientras él permanece ocioso, ese es el que verdaderamente roba a sus semejantes.

IV

Los dos mastines que guardaban durante la noche los alrededores de la torre de Marchamalo, cesaron de dormitar bajo las arcadas de la casa de los lagares, con el cuerpo en círculo, apoyando en el rabo las feroces mandíbulas.

Irguiéronse los dos al mismo tiempo, husmearon el espacio, y después de balancearse con cierto titubeo, rugieron, lanzándose viña abajo con un impulso arrollador que hacía saltar la tierra entre sus patas.

Eran unos animales casi salvajes, de ojos de fuego y boca roja, erizada de dientes que daban frío. Los dos se abalanzaron sobre un hombre que marchaba encorvado por entre las cepas, fuera del camino que en recta pendiente conducía de la carretera a la torre.

El encontronazo fue terrible: el hombre vaciló, tirando de su manta en la que había hecho presa uno de los mastines. Pero, de repente, cesaron éstos de rugir, de revolverse en torno de él buscando sitio para hincar sus colmillos, y se colocaron a su lado escoltándolo y acogiendo con ronquidos de satisfacción el roce de sus manos.

– ¡Bárbaros! – decía Rafael en voz queda, sin dejar de acariciarles. – ¡Malas personas!.. ¿Ya no me conocéis?

Le acompañaron hasta la meseta de Marchamalo, y de nuevo fueron a enroscarse bajo las arcadas, reanudando su dormitar receloso que se desvanecía al menor ruido.

Rafael se detuvo un momento en la plazoleta, para reponerse de este encuentro. Se arregló la manta sobre los hombros y cerró la navaja que había sacado para hacer frente a las hurañas bestias.

Sobre el espacio azulado por el brillo de las estrellas, dibujábase el contorno de aquel Marchamalo nuevo que había hecho construir don Pablo.

En el centro, la torre señorial, que se veía desde Jerez, dominando las colinas cubiertas de viñas que hacían de los Dupont los primeros propietarios de la comarca: una construcción pretenciosa de ladrillo rojo, con la base y los ángulos de piedra blanca; unidas las agudas almenas de su remate por una barandilla de hierro que convertía en terraza vulgar el coronamiento de una obra semifeudal. A un lado estaba lo mejor de Matanzuela, lo que don Pablo había cuidado más de sus nuevas construcciones, la capilla espaciosa, ornada de columnas y mármoles como un gran templo. Al otro lado permanecía casi intacta la obra del antiguo Marchamalo. Apenas si con una ligera reparación se había fortalecido este cuerpo de edificio, bajo y con arcadas, en el que estaban las habitaciones del capataz y el dormitorio de los viñadores, espacioso y desabrigado, con un fogaril que ennegrecía de humo las paredes.

Dupont, que había traído artistas de Sevilla para decorar la iglesia, y encargado a los santeros de Valencia varias imágenes deslumbrantes de colorines y oro, sintió cierto remordimiento ante la antigua casa de los viñadores, no atreviéndose a tocarla. Tenía mucho carácter; equivalía a un atentado rejuvenecer con reformas este refugio de los braceros. Y el capataz siguió en sus cuartuchos, cuya vejez disimulaba María de la Luz con un cuidadoso enjalbegado, y los jornaleros durmieron vestidos sobre las esterillas de enea que les proporcionaba la generosidad de don Pablo, mientras las santas imágenes permanecían entre mármoles y dorados, semanas enteras, sin ser vistas de nadie, pues las puertas de la capilla sólo se abrían cuando el amo llegaba a Marchamalo.

Rafael contempló largo rato los edificios, temiendo que en su oscura masa se iluminase una rendija, se abriera una ventana y asomase el capataz alarmado por la carrera de los mastines. Transcurrieron algunos minutos sin que en Marchamalo se notase el menor movimiento. Subía el rumor soñoliento de los campos hundidos en la sombra: las estrellas parpadeaban intensamente en el cielo invernal, como si el frío aguzase su fulgor.

El mozo salió de la plazoleta, y volviendo la esquina del edificio viejo, anduvo por el callejón que quedaba entre la casa y una fila de compactas chumberas. Se detuvo junto a una reja, y al tocar ligeramente con los nudillos en sus maderas, se abrieron éstas, destacándose sobre el fondo oscuro de la habitación el arrogante busto de María de la Luz.

– ¡Qué tarde, Rafaé! – dijo con voz queda. – ¿Qué hora es?..

El aperador miró al cielo un instante, leyendo en los astros con su experiencia de hombre de campo.

– Deben ser ansí como las dos y media.

– ¿Y el cabayo? ¿dónde lo has dejao?

Rafael explicó su viaje. El caballo estaba en el ventorro de la Corneja, a dos pasos de allí; una cabaña al borde de la carretera. Bien necesitaba descansar, pues había venido al galope desde el cortijo.

Aquel sábado había sido de trabajo. Muchos hombres y muchachas de la gañanía querían pasar el domino en sus pueblos de la sierra, y le habían pedido los jornales para llevarlos a sus familias. Una tarea de volverse loco, el ajustar las cuentas de aquella gente que siempre se creía engañada. Además, había tenido que cuidar a un semental que andaba malucho; darle friegas y otros remedios, ayudado por Zarandilla. Luego, las gentes de la dehesa le traían escamado, pues al hacer carbón, seguramente robaban al señorito… En fin, que en Matanzuela no se paraba un momento, y sólo después de media noche, cuando en la gañanía habían apagado la luz los que allí quedaban, se había decidido a emprender el galope. Apenas amaneciese volvería al ventorrillo, y montando en la jaca, se presentaría como si acabase de llegar de Matanzuela, para que el padrino no recelase que habían estado pelando la pava.

Luego de estas explicaciones quedaron los dos en silencio, agarrados a la reja, sin que sus manos osaran encontrarse, mirándose de cerca a la luz difusa de las estrellas, que daba a sus ojos un brillo extraordinario. Era el momento de mutua contemplación y silenciosa timidez de todos los amantes que se ven después de una larga ausencia. Rafael fue el primero en romper el silencio.

 

– ¿Y no ties na que icirme? ¿Endimpués que no nos vemos en toa una semana, te quedas como una boba mirándome como si juese yo un mal bicho?

– ¿Y qué te he de icir yo, arrastrao?.. Que te quiero mucho: que toos estos días los he pasao con una penita muy jonda, muy negra, pensando en mi gitano…

Y los dos novios, puestos ya en la pendiente del apasionamiento, arrullábanse con la música de sus palabras, con la exuberancia verbosa propia de la tierra.

Rafael, agarrado a los hierros, temblaba emocionado al hablar a María de la Luz, como si sus palabras no fuesen suyas y le turbasen con dulce embriaguez. Los arrullos de las canciones populares, todos los requiebros arrogantes que había oído, acompañados del puntear de la guitarra, mezclábalos en la letanía amorosa con que envolvía a la novia su voz susurrante.

– Que toos los pesares de tu vida vengan a mí, entrañas de mi arma, y que tú sólo goces alegrías. Ties la cara de Dios, gitana; tus labios son casquites de limón, y cuando me miras, creo que me mira el buen Jesú de los milagritos con sus ojos dulces… Quisiera ser don Pablo Dupont con toas sus bodegas, para soltar el vino de las botas viejas que tiene er tío, y que vale miles de pesos: y tú meterías en el charco tus pies bonitos y yo le diría a too Jerez: «Beban ustés, cabayeros, que esto es la gloria». Y toos dirían: «Tiene razón Rafaé: ni que juesen los pinreles de la mismísima mare de Dios»… ¡Ay, niña! ¡si no me quisieras, güena suerte te esperaba! Tendrías que hacerte monja, pues no habría guapo que te pidiera relaciones. Me abriría de patas en tu puerta y ni a Dios dejaba pasar.

María de la Luz sentíase halagada por la expresión feroz que tomaba su novio, sólo al pensar que otro hombre pudiera aproximarse a ella requiriéndola de amores. La brutalidad de los celos amenazantes gustábala aún más que los requiebros amorosos.

– ¡Pero, tonto! ¡si yo sólo te quiero a ti! ¡Si estoy chalaíta por mi cortijero y aguardo como quien espera a los ángeles el momento de ir a Matanzuela pa cuidar a mi aperador salao!.. Ya sabes que yo podría casarme con cualquiera de esos señoritos del escritorio que son amigos de mi hermano. La señora me lo dice muchas veces. Otras me camela pa que sea monja; pero monja de señorío, de las de gran dote, y me promete correr con todo el gasto. Pero yo digo que no: «Señora, no quiero ser santa; me gustan mucho los hombres…» Pero ¡Jesú! ¡qué barbariaes digo! Toos los hombres, no: uno, sólo uno: mi Rafaé, que cuando va en su jaca paece, por lo bonito, un San Miguel a cabayo. ¡Pero no vayas a ponerte tonto con estas alabanzas, que too es broma!.. Quiero ser cortijera con mi cortijero, que me quiere y me dise cosos bonitas. Más me gusta con él un gazpacho pobre que todo el señorío de Jerez…

– ¡Bendita sea tu boca! ¡Sigue niña, que me subes al cielo diciéndome esas cosas! Nada has de perder queriéndome. Pa que estés bien soy capaz de todo; y aunque el padrino se enfade, ansí que nos casemos güervo al contrabando para llenarte el delantal de onzas.

María de la Luz protestó con un ademán de miedo. Eso nunca. Aún se conmovía recordando aquella noche en que lo vio llegar pálido como un muerto y chorreando sangre. Serían felices en su pobreza, sin tentar a Dios con nuevas aventuras que podían costarle la vida. ¿Para qué el dinero?..

– Lo que importa es quererse, Rafaé, y ya verás ¡cachito del arma! cuando estemos en Matanzuela, qué vidita tan dulce voy a darte…

Ella era del campo como su padre, y en el campo quería permanecer. No le asustaban las costumbres del cortijo. En Matanzuela debía sentirse la falta de un ama que convirtiese la habitación del aperador en una «tacita de plata». Ya se enteraría él de lo que era buena vida, acostumbrado a la existencia desordenada del contrabandista y al cuidado de aquella vieja del cortijo. ¡Pobrecito! Bien notaba ella en su ropa la falta que le hacía una mujer… Se levantarían al romper el día: él a vigilar la salida de los gañanes para el tajo, ella a preparar el almuerzo, a limpiar la casa con las manitas que Dios la había dado, sin ningún miedo al trabajo. Vestido con aquel traje de campo que tan bien le sentaba, montaría a caballo, pero sin faltarle un botón en la chaquetilla, sin el menor descosido en los calzones, con una camisa siempre blanca como la nieve, bien cepillado, lo mismo que un señorito de Jerez. Y cuando volviese, la vería esperándole en la puerta del cortijo; pobre, pero limpia como los chorros de agua, bien peinada, con flores en el moño, y unos delantales que quitarían la luz de los ojos. La olla humearía en la mesa. ¡Poquito aquel que tenía la niña para la cocina! Su padre lo declaraba a todo el mundo… Después de comer en dulce compaña, con la satisfacción de los que saben que su pan está bien ganado, él, otra vez al campo y ella a coser, a cuidar del gallinero, a vigilar el amasijo de las teleras. Y al cerrar la noche, a cenar y a acostarse con los huesos cansados del trabajo, pero contentos de la jornada; a dormir en la santa paz de los que emplean bien el día y no sienten el remordimiento de haber hecho mal a nadie.

– ¡Venga de ahí! – murmuraba Rafael con apasionamiento. – Y aún no dices too lo bueno. Después, tendremos chiquiyos, unos churumbeles muy monos que correrán por el patio del cortijo…

– ¡Para, condenao! – exclamó María de la Luz. – No corras tanto, que te despeñas…

Y los dos quedaron en silencio, Rafael sonriendo del rubor de su novia, mientras ésta le amenazaba con una de sus manecitas por su atrevimiento.

Pero el mozo no podía callarse, y con la tenacidad de los enamorados volvió a hablar a María de la Luz de sus primeras angustias, cuando se dio cuenta de que estaba enamorado de ella. La primera vez que supo que la amaba fue en Semana Santa, durante la procesión del Entierro. Y Rafael reía, encontrando chusco el haberse enamorado, entre el aparato terrorífico de los encapuchados de las cofradías, el llamear inquisitorial de los blandones y el desgarrador estrépito de los clarines y atabales.

La procesión iba a altas horas de la noche por las calles de Jerez, en medio de un silencio lúgubre, como si el mundo fuese a morir; y él, con el sombrero en la mano, muy compungido, veía desfilar esta ceremonia que le llegaba al alma. De pronto, al hacer un descanso el «Santísimo Cristo de la Coronación de Espinas» y «Nuestra Señora de la Mayor Aflicción», una voz rasgaba el silencio de la noche, una voz que hizo llorar al fiero contrabandista.

– Y eras tú, chavala; tu voz de oro fino que gorvía loquita a la gente. «Es la chica del capataz de Marchamalo», decían a mi lao. «Bendito sea su pico: es un riuseñor». Y yo me ajogaba de pena sin saber por qué; y te veía delante de tus amigas, tan bonita como una santa, cantando la saeta, con las manos juntas, mirando al Cristo con esos ojasos que paecen espejos, en los que se veían toos los cirios de la procesión. Y yo, que había jugao contigo de pequeñuelo, creí que eras otra, que te habían cambiao de pronto; y sentí algo en la espalda, como si me arañasen con una navaja; y miré al buen Señor de las Espinas con envidia, porque cantabas para él como un pájaro y para él eran tus ojos; y me fartó poco pa dicile: «Señó, sea su mercé misericordioso con los pobres y déjeme un rato su puesto en la cruz. Na me importa que me vean desnúo, con enagüillas y los remos enclavaos, con tal que María de la Luz me orsequie con su voz de ángel…»

– ¡Loco! – decía la joven riendo. – ¡Pamplinero! ¡Así me tienes chalaíta con esas mentiras que te traes!

– Endimpués volví a oírte en la plaza de la Cárcel. Los pobrecitos presos, agarraos a las rejas, como si fuesen malas bestias, le cantaban al Señó unas cosas muy tristes, unas saetas hablando de sus jierros, de sus penitas, de la madre que lloraba por ellos, de sus hijitos que no podían besar. Y tú, entrañas mías, desde abajo contestabas con otras saetas, que eran un jipío durce como el de los ángeles, pidiendo al Señó que se apiadase de los infelices. Y yo entonses juré que te quería con toa mi arma, que habías de ser mía, y tuve tentasiones de gritar a los pobrecitos de las rejas: «Hasta la vista, compañeros; si esta mujer no me quiere, yo jago una barbariá: mato a arguien y el año que viene cantaré enjaulao con vosotros al Señó de las Espinas.»

– Rafaé, no seas bárbaro – dijo la muchacha con cierto temor. – No digas esas cosas; eso es tentar la paciencia de Dios.

– No, tonta; esto no es más que un dicir. ¡Qué he de ir yo a aquel sitio de penas! Donde iré es a la gloria, casándome con mi riuseñor moreno, llevándomelo al nidito de Matanzuela… Pero ¡ay, niña! ¡Lo que yo sufrí desde aquel día! ¡Las penitas que pasé para decirte «te quiero»! Venía a Marchamalo por las tardes cuando había hecho buen alijo, con una porción de indirectas bien preparás para que me comprendieses, y tú ¡ná! como si fueses la Dolorosa, que mira lo mismo en Semana Santa que en el resto del año.

– Pero, ¡bobito! ¡Si te calé desde el primer momento! ¡Si adivinaba el querer que me tenías y estaba muy alegre! Pero mi obligasión era disimulá. Una mocita no debe meterse por los ojos pa que le digan «te quiero». Eso no es decente.

– ¡Calla, mal corazón! ¡Poquito que me hiciste sufrir en aquella temporá!.. Yegaba en mi jaca, después de haber ido en la sierra a tiros con los del resguardo, y lo mismo era verte que abrírseme las entrañas con un miedo que me hacía temblar. «Le diré esto, le diré lo otro». Y verte y no icirte na, too era lo mismo. Se me trababa la lengua, se me hacía de noche dentro del caletre, como cuando iba a la escuela; tenía miedo de que te ofendieras y que el padrino me diese encima unos cuantos palos con una tranca, disiéndome: «¡Arre allá, so sinvergüensa!», lo mismo que cuando se mete en la viña un perro vagabundo… Por fin, salió la cosa. ¿Te acuerdas? Algo costó, pero nos entendimos. Fue dimpués der balazo, cuando tú me cuidabas como una marecita y por las tardes hacíamos nuestro poquito de cante ahí cerca, bajo los arcadas. El padrino tañía la guitarra y yo, sin saber cómo, me arranqué por martinetes, con los ojos fijos en los tuyos, como si fuese a comérmelos:

 
Fragua, yunque y martillo
Rompen los metales,
Pero este cariño que yo te tengo
No lo rompe nadie.
 

Y mientras el padrino contestaba «tra, tra; tra, tra», como si con un martillo golpease el jierro, tú te pusiste coloradilla y bajaste los ojos leyendo al fin en los míos. Y yo me dije: «Güeno, esto va bien». Y bien fue: pues, sin saber cómo, nos dijimos nuestro querer. Tal vez fuiste tú, ¡indina! que cansada de hacerme sufrir, acortaste el camino para que yo perdiese el miedo… Y dende entonses no hay en Jerez y en too su campo hombre más feliz y más rico que Rafaé, el aperador de Matanzuela… ¿Ves tú a don Pablo Dupont con toos sus millones? Pues a mi lao, ¡ná!; ¡cerato simple! Y toos los demás cosecheros ¡ná! Y mi amo, el señorito Luis, con toa su fachenda y el mujerío de pendones que se trae en derredor… ¡ná tampoco! El más rico de Jerez soy yo, que se llevará al cortijo una morenucha fea, que está cieguecita porque a la pobre apenas se le ven los ojos, y que tiene el defecto de que al reírse se le jasen en la cara unos joyitos muy monos, como si estuviera picá de viruelas.

Y agarrado a la reja se expresaba con tal vehemencia, que parecía querer meter su cara por entre los hierros buscando la de María de la Luz.

– Quieto, ¿eh? – dijo la muchacha con risueña amenaza. – A ti sí que te voy a picá yo, pero con una horquilla del moño, si no te estás quieto. Ya sabes, Rafaé, que no me gustan ciertas bromas y que salgo a la reja porque me prometes que serás formal.

El gesto de María de la Luz y la amenaza de cerrar la reja, hicieron que Rafael se mostrase menos vehemente, separando su cuerpo de los hierros.

– Güeno, como tú quieras, mal corazón. Tú no sabes lo que es el querer y por eso pareces tan fría, tan tranquila, como si estuvieses en misa.

– ¿Que yo no te quiero?.. ¡Chiquiyo! – exclamó la muchacha.

Y fue ella la que olvidando su enfado se expresó con más calor aún que su novio. Le quería tanto como a su padre. Era otro modo de querer, pero estaba segura de que puestos en una balanza los dos afectos, no se diferenciarían en nada. Su hermano conocía mejor que ella la vehemencia con que amaba a Rafael. ¡Así se burlaba Fermín, cuando venía a la viña y le hacía preguntas sobre su noviazgo!..

 

– Te quiero, y creo que te quise siempre, desde que éramos pequeños y venías tú a Marchamalo de la mano de tu padre, hecho un gañancito con tu ordinariez de la sierra, que nos hacía reír a los señoritos y a nosotros. Te quiero porque estás solo en el mundo, Rafaé, sin pare y sin familia: porque necesitas un arma buena que esté contigo, y esa soy yo. Te quiero porque has padecío mucho pa ganarte la vida, ¡pobrecito mío!, porque te vi casi muerto en aquella noche, y entonces adiviné que te llevaba dentro del corazón. Además, mereces que te quiera por bueno y por honrao: porque viviendo como un perdío entre mujeres y matones, siempre de juerga, expuesto a perder la piel con cada onza que ganabas, pensaste en mí, y para no dar más pesares a tu nena quisiste ser pobre y trabajar. Y yo te premiaré too lo que has hecho, queriéndote mucho, ¡pero mucho! Seré tu mare, y tu jembra, y too lo que haya que ser pa que vivas contento y feliz.

– ¡Olé! ¡Sigue soltando por ese pico, serrana! – dijo Rafael con nuevo entusiasmo.

– Y te quiero también – continuó María de la Luz con cierta gravedad – porque soy digna de ti: porque me creo buena y estoy segura de que al ser tu mujer no he de darte la menor pesadumbre. Tú no me conoces aún, Rafaé. Si un día creyese que podía causarte pena, que no me merecía un hombre como tú, te gorvería la espalda y me ajogaría de tristeza al verme sin ti: pero aunque te pusieras de rodillas fingiría haberme olvidado de tu cariño. Ya ves, pues, si te quiero…

Y su acento, al decir estas palabras, era tan triste, que Rafael tuvo que animarla. ¿Quién pensaba en tales cosas? ¿Qué podía ocurrir que tuviese fuerza bastante para separarlos? Los dos se conocían y eran dignos el uno del otro. Él, si acaso, por su vida pasada, no merecía ser amado, pero ella era buena y misericordiosa y le concedía la regia limosna de su cariño. ¡A vivir! ¡a quererse mucho!..

Y para huir de la tristeza que les habían infundido estas palabras, torcieron el curso de la conversación, hablando de la fiesta que don Pablo había organizado en Marchamalo para dentro de unas horas.

Los viñadores, que todos los sábados marchaban a Jerez al caer la tarde para ver a sus familias, estaban durmiendo cerca de allí. Eran más de trescientos: el amo les había ordenado que se quedasen para asistir a la misa y la procesión. Con don Pablo vendrían todos sus parientes, los señores del escritorio y mucha gente de la bodega. Una gran fiesta, a la que forzosamente asistiría su hermano. Y ella reía pensando en la cara de Fermín, en lo que diría después cuando viniese a la viña y se encontrara con Salvatierra, que de tarde en tarde visitaba con cierto recato a su antiguo amigo el capataz.

Rafael habló entonces de Salvatierra, de su inesperada visita al cortijo y de la rareza de sus costumbres.

– Ese buen señor es una excelente persona, pero está algo chiflao. Por poco me pone en revolución toda la gañanía. «Que si esto va mal; que si los pobres necesitan vivir», y ecétera. No, esto no está muy bien arreglao que digamos, pero lo que importa en el mundo es quererse y tener ganas de trabajar. Cuando nos najemos al cortijo no tendremos más que las tres pesetas, el pan y lo que caiga. El oficio de aperador no da pa mucho. Pero ya verás qué ricamente lo pasamos a pesar de cuanto dice en sus sermones y soflamas el señor de Salvatierra… Pero que no sepa el padrino lo que yo digo de su camará, pues tocarle a don Fernando es peor que si yo te fartase a ti, pongo por caso.

Rafael hablaba de su padrino con veneración y miedo al mismo tiempo. El viejo conocía sus amores, pero no hablaba nunca de ellos al muchacho y a su hija. Los toleraba silencioso, con su gesto grave de padre a uso latino, seguro de su autoridad, convencido de que le bastaba un solo ademán para desbaratar todas las esperanzas de los enamorados. Rafael no osaba proponerle el casamiento, y María de la Luz, cuando el novio, echándolas de valiente, quería hablar a su padrino, le disuadía con cierto miedo.

Nada perdían esperando: sus padres también habían pelado la pava muchos años. La gente honrada no se casa con precipitación. El silencio del señor Fermín era de asentimiento: esperarían, pues. Y Rafael, escondiéndose del padrino para galantear a su hija, aguardaba pacientemente a que un día se plantase el viejo delante de él, diciéndole con su campechana rudeza: «¿Pero qué esperas para llevártela, bobalicón? Carga con ella y que de salú te sirva».

Comenzaba a amanecer. Rafael veía más claramente la cara de su novia al través de la reja. La luz difusa del alba, daba un tono azulado a su tez morena; hacía brillar con reflejos de nácar la blancura de sus córneas y marcaba con huella profunda la sombra de sus ojeras. Por la parte de Jerez abríase el cielo con un desgarrón de luz violácea, que iba extendiéndose, y borrando en su seno las estrellas. De la bruma de la noche surgía a lo lejos la ciudad, con la apiñada arboleda del Tempul y las aglomeraciones de blanco caserío, en las que palpitaban los últimos faroles de gas como estrellas agonizantes. Soplaba una brisa helada: la tierra y las plantas parecían sudar al contacto de la luz. Un pájaro salió aleteando de las chumberas, con agudo silbido, que hizo estremecer a la joven.

– Anda, Rafaé – dijo ella con la precipitación del miedo; – márchate en seguía. Amanece, y mi padre se levanta pronto. Además, no tardarán en salir los viñadores. ¿Qué dirían si nos viesen a estas horas?..

Pero Rafael se resistía a irse. ¡Tan pronto! ¡Después de una noche tan dulce!..

La muchacha se impacientaba. ¿Para qué hacerla sufrir, si se verían pronto? No tenía más que bajar al ventorrillo y subir a caballo apenas se abriesen las puertas de la casa.

– No me voy: no me voy – decía él con voz suplicante y un fulgor de pasión en los ojos. – No me voy… ¿Y sí quieres que me vaya?..

Se pegó más a la reja, murmurando con timidez la condición que exigía para irse. María de la Luz se hizo atrás con un gesto de protesta, como si temiese el avance de aquella boca, que suplicaba entre los hierros.

– ¡No me quieres! – exclamó. – ¡Si me quisieras, no me pedirías esas cosas!

Y ocultó su cabeza entre las manos, como si fuese a llorar. Rafael metió un brazo por los hierros y de un suave tirón separó los dedos entrecruzados que le ocultaban los ojos de su novia.

– ¡Pero si ha sido una broma, niña!.. Perdóname, soy muy bruto. Pégame: dame una bofetada, que bien lo merezco.

María de la Luz, con el rostro ligeramente arrebolado por el restregón de sus manos, sonreía vencida por la humildad con que el novio imploraba su perdón.

– Te perdono, pero márchate en seguía. ¡Mira que van a salir!.. Sí, ¡te perdono! ¡te perdono! No seas pelma. ¡Vete!

– Pues pa que vea que me perdonas de veras, dame una bofetada. ¡O me la das o no me voy!

– ¡Una bofetada!.. ¡Bueno estás tú! Ya sé lo que quieres, ladrón: toma y vete en seguía.

Sacó por entre los hierros, echando atrás el cuerpo, una mano de suave almohadillado y graciosos hoyuelos. Rafael la cogió para acariciarla con arrobamiento. Después besó las uñas sonrosadas, chupó las yemas de sus dedos finos con una delectación que hizo agitarse a María de la Luz con nerviosas contorsiones detrás de la reja.

– ¡Déjame, mala persona!.. ¡Que chillo, asesino!..

Y librándose de un tirón de estas caricias que le estremecían con intenso cosquilleo, cerró la ventana de golpe. Rafael permaneció inmóvil largo rato, alejándose al fin, cuando dejó de percibir en sus labios la impresión de la mano de María de la Luz.

Transcurrió aún mucho tiempo antes de que los habitantes de Marchamalo diesen señales de vida. Los mastines ladraron dando saltos, cuando el capataz abrió la puerta de la casa de los lagares. Después, con caras de malhumor, fueron saliendo a la explanada los viñadores, obligados a permanecer en Marchamalo para asistir a la fiesta.