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La bodega

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– ¡Jesú! – exclamó

Zarandilla

. – ¡Y cómo van a ponerse los pobrecitos!..



El vendaval parecía empujarles. La luz de cada relámpago les mostraba más cerca; trotaban bajo la lluvia como un rebaño disperso. Al llegar los primeros grupos pasaron corriendo ante el portalón para refugiarse en la gañanía. Los hombres iban arrebujados en mantas, cayéndoles dos chorros de agua por la canal del sombrero deformado y blanducho: las mujeres pasaban chillando como ratas, cubiertas con las varias hojas de su astrosa faldamenta, llenas de barro, y mostrando sus piernas enfundadas en los pantalones masculinos que usaban para la escarda.



Habían ya llegado al cortijo casi todas las bandas de trabajadores y en la puerta de la gañanía sacudíanse mantas y refajos, derramando a chorros el agua sucia, cuando Rafael se fijó en un pequeño grupo rezagado que se aproximaba lentamente bajo la cortina oblicua de la lluvia. Eran dos hombres y un borriquillo cargado con un serón, bajo el cual apenas si asomaban las orejas y la cola.



El aperador conoció a uno de los dos hombres que tiraba del ronzal de la bestia para que acelerase la marcha. Le llamaban Manolo el de Trebujena y era un antiguo gañán que, después de una sublevación de los obreros del campo, estaba señalado por todos los amos como perturbador. Falto de trabajo después de la huelga, se ganaba el sustento yendo de cortijo en cortijo como buhonero, vendiendo a las mujeres cintas, hilos y retazos de tela, y a los hombres vino, aguardiente y periódicos libertarios cuidadosamente ocultos en aquel serón, almacén heterogéneo que, a lomos del borriquillo, vagaba de un extremo a otro de la campiña jerezana. Sólo en Matanzuela y en muy contados cortijos podía penetrar Manolo sin infundir alarma y encontrar resistencia.



Rafael miraba al acompañante del buhonero creyendo reconocerle, pero sin determinar en su memoria quién era. Caminaba con las manos en los bolsillos, el cuello de la chaqueta levantado y el sombrero sobre las cejas, chorreando agua por todos los extremos de su traje, encogiéndose estremecido de frío, sin una manta como su camarada. Pero, a pesar de esto, marchaba sin precipitación como si no le molestasen la lluvia y el viento que combatían su débil persona.



– ¡Salud, compañeros! – dijo el de Trebujena al pasar ante la puerta del cortijo, arreando su borriquillo. – Qué tiempo para los probes, ¿eh,

Zarandilla

?..



Entonces fue cuando Rafael reconoció al acompañante de Manolo, viendo su rostro exangüe de asceta, su barba rala y los ojos dulces y mortecinos tras unas gafas azuladas.



– ¡Don Fernando! – exclamó con asombro. – ¡Pero si es don Fernando!..



Y saliendo del portalón, en plena lluvia, agarró de un brazo a Salvatierra, para que entrase en el cortijo. Don Fernando opuso resistencia. Iba a refugiarse en la gañanía con su compañero; no debía contrariarle, pues este era su gusto. Pero Rafael protestaba. ¡El gran amigo de su padrino, el que había sido jefe de su padre!.. ¿Cómo podía pasar por la puerta de su casa sin entrar en ella?.. Y casi a viva fuerza lo metió en el cortijo, mientras Manolo seguía adelante.



– Anda, que hoy tendrás buen despacho – le dijo

Zarandilla

. – Los mozos se pirran por tus papeles y tendrán en qué entretenerse mientras llueva. Me paece que va pa largo.



Salvatierra entró en la cocina del cortijo, dejando, al sentarse, una gran mancha del agua que chorreaban sus ropas. La

señá

 Eduvigis, compadeciendo al «pobre señor», encendió apresuradamente en el hogar un fuego de leña menuda.



– Que sea buena la candela, mujer; que eso y mucho más se merece el forastero – decía

Zarandilla

, orgulloso de la visita.



Y luego añadió con cierta solemnidad:



– ¿Tú sabes quién es este cabayero, Eduvigis?.. ¡Qué has de saber tú! Pues es don Fernando Salvatierra, ese señor tan nombrao en los papeles, que defiende a los probes.



El gesto de la vieja, al abandonar un instante la lumbre para mirar al recién llegado, fue más de curiosidad y asombro que de admiración.



Mientras tanto, el aperador iba de un lado a otro, buscando cierta botella de vino selecto que meses antes le había regalado su padrino. Por fin dio con ella, y escanciando un vaso, se lo ofreció a don Fernando.



– Gracias, no bebo.



– ¡Pero si es de primera, señor!.. – intervino el viejo. – Beba su mercé; esto le hará bien después de la mojadura.



Salvatierra hizo un gesto negativo.



– Gracias otra vez: yo nunca he probado el vino.



Zarandilla

 le miró con asombro… ¡Qué tío! Con razón tenían a aquel don Fernando por un hombre extraordinario.



Rafael quiso que comiera algo; y habló a la vieja de freír huevos, de descolgar cierto jamón que había dejado el amo en una de sus visitas; pero Salvatierra le atajó. Era inútil: él llevaba en un bolsillo las provisiones para la noche. Y extrajo de su chaqueta un papel mojado, que contenía un mendrugo y un pedazo de queso.



La sonrisa fría con que se negaba a aceptar los obsequios, cortaba toda insistencia.

Zarandilla

 abría sus ojos turbios, como para ver mejor a aquel hombre asombroso.



– ¿Pero al menos fumará usted, don Fernando? – dijo Rafael ofreciéndole un cigarro.



– Gracias; no he fumado nunca.



El viejo no pudo callar más tiempo. ¿Tampoco fumaba?.. Ahora comprendía el asombro de ciertas gentes. Un hombre de tan pocas necesidades metía tanto miedo como un ánima del otro mundo.



Y mientras Salvatierra aproximábase a la lumbre, que comenzaba a crepitar con alegre llama, el aperador salió de la cocina. Poco después volvió, llevando al brazo su capote de monte.



– Cuando menos, déjese usted abrigar. Quítese esas ropas que chorrean.



Antes de que pudiera negarse, Rafael y la vieja le despojaron de la chaqueta y el chaleco, envolviéndole en el capote, mientras

Zarandilla

 colocaba ante el fuego las ropas mojadas, que despedían un humo tenue.



Acariciado por el calor, Salvatierra se mostró más comunicativo. Le dolía contrariar con su sobriedad a aquellas gentes sencillas que le asediaban con sus obsequios.



El aperador se extrañaba de verle en el cortijo como traído por la tempestad. Su padrino le había dicho algunos días antes que don Fernando estaba en Cádiz.



– Sí, allí estuve hasta hace poco. Fui a ver la sepultura de mi madre.



Y como si quisiera pasar apresuradamente sobre este recuerdo, explicó su llegada al cortijo. Había salido por la mañana de Jerez en la

góndola

 de la sierra, uno de aquellos coches que pasaban cargados de gente y de fardos por el inmediato camino. Deseaba ver al señor Antonio Matacardillos, el dueño del ventorro del Grajo, situado en la carretera, cerca del cortijo; un bravo que de joven le había seguido en todas sus aventuras revolucionarias. Estaba enfermo del corazón, con las piernas hinchadas, casi imposibilitado de moverse, no pudiendo llegar a la puerta de su choza más que entre ayes y tropezones. Al saber que Salvatierra vivía en Jerez, sus dolores parecían haberse aumentado con la desesperación que le causaba el no verle.



El viejo ventorrillero, al presentarse su antiguo jefe en la choza del Grajo, había llorado, abrazándole con tales extremos de emoción, que su familia creyó que iba a morir. ¡Ocho años sin ver a su don Fernando! ¡Ocho años, durante los cuales había enviado todos los meses un papel lleno de garabatos a aquel presidio del Norte, donde guardaban a su héroe! El pobre Matacardillos sabía que iba a morir de un momento a otro. Ya no dormía en la cama, se ahogaba, vivía casi artificialmente clavado en su sillón de paja, sin poder servir una copa, acogiendo con sonrisa triste a los arrieros y gañanes que le hablaban de su cara de salud y de su gordura, asegurando que se quejaba de vicio. Don Fernando debía volver alguna vez a verle. Le molestaría poco tiempo; iba a morir muy pronto; pero su presencia alegraría la poca vida que le quedase. Y Salvatierra había prometido volver, siempre que pudiese, a visitar al

veterano

, en compañía de Manolo el de Trebujena (otro de los suyos), al que había encontrado en el ventorro del Grajo. Con él emprendió el regreso a Jerez, cuando los alcanzó la tempestad, obligándoles a refugiarse en el cortijo.



Rafael habló a don Fernando de sus costumbres extraordinarias, que muchas veces había oído relatar al padrino: sus baños de mar en Cádiz en pleno invierno, ante la gente, que temblaba de frío; sus regresos a casa en cuerpo de camisa después de dar la chaqueta a un compañero menesteroso; su régimen alimenticio, que no podía pasar de los treinta céntimos diarios. Salvatierra permanecía impasible, como si hablasen de otro, y únicamente al extrañarse Rafael de su exiguo alimento, abrió los labios para protestar dulcemente.



– No tengo derecho a más. ¿Acaso esos pobres que se amontonan en la gañanía no comen peor que yo?..



Se hizo un largo silencio. El aperador y los dos viejos parecían cohibidos en presencia de aquel hombre, del que tanto habían oído hablar. Además, les intimidaba con un respeto casi religioso aquella sonrisa que, según pensaba

Zarandilla

, «parecía venir de otro mundo», y la firmeza de sus negativas, que no daba lugar a nuevas insistencias.



Cuando Salvatierra vio sus ropas casi secas, abandonó el capote y se las puso. Después se dirigió a la puerta, y a pesar de que seguía lloviendo quiso ir a la gañanía, en busca de su compañero. Pensaba pasar en ella la noche, ya que no era posible con aquel tiempo volver a Jerez.



El aperador protestó. ¡En la gañanía un hombre como don Fernando!.. Su cama estaba dispuesta para él y si no le gustaba, abriría la habitación del señorito, que era tan buena como cualquiera de Jerez… ¡La gañanía! ¿Qué diría su padrino si él toleraba tal disparate?..



Pero la sonrisa de Salvatierra quitó al joven toda esperanza. Había dicho que dormiría con los gañanes, y era capaz de pasar la noche al raso, si no le dejaban cumplir su gusto.

 



– No podría dormir en tu cama, Rafael; no tengo derecho a estar sobre colchones, mientras otros, bajo el mismo tejado, duermen en esteras.



E intentaba sortear el obstáculo que le oponía el aperador, cerrándole el paso en la puerta. El viejo

Zarandilla

 intervino.



– Aún quedan horas para dormir, don Fernando. Luego irá su mercé a la gañanía, si ese es su gusto. Pero ahora – añadió, dirigiéndose a Rafael – enséñale al señó algo del cortijo, la cuadra de los caballos, que es cosa de ver.



Salvatierra aceptó la invitación, ya que ésta no contrariaba su sobriedad ascética, único lujo de su vida. «Vamos a ver los caballos». No le interesaban gran cosa, pero agradecía el buen deseo de aquella gente sencilla, ansiosa de mostrarle lo mejor de la casa.



Atravesaron el patio, bajo el azote de la lluvia, seguidos por algunos perros que sacudían el agua de sus pelos lacios. Una bocanada de aire caliente y espeso, oliendo a estiércol y a vapor animal, dio en la cara a los visitantes al abrirse la puerta de la cuadra. Los caballos cocearon y relincharon, moviendo las cabezas al sentir tras de sus grupas la presencia de gente extraña.



Zarandilla

 se metió entre ellos, adivinándolos por el tacto, marchando a ciegas en la penumbra de la cuadra, acariciando a unos en los ijares, rascando a otros en la frente, llamándolos con nombres cariñosos y librándose por instinto de las patadas de impaciencia y de alegría que daban con sus cascos herrados. «¡Quieto,

Brillante

!» «¡No seas malo,

Lucero

!» Y pasaba, encorvándose, por debajo de los vientres para ir hasta el otro extremo de la cuadra, mientras el aperador explicaba a Salvatierra la valía de este tesoro.



Eran caballos jerezanos de pura sangre, verdaderos sementales de la tierra, y elogiaba su cara alegre, sus ojos saltones, el corte elegante y esbelto de su figura, su paso enérgico. Unos eran de color tordo; otros de un gris plateado, sedoso y brillante, y todos ellos temblaban desde las piernas a la grupa con fuertes estremecimientos, como si no pudiesen contener su exceso de vida en este encierro.



Rafael hablaba con admiración del valor de aquellos animales. Una verdadera fortuna: el señorito era hombre de gusto, un inteligente que no reparaba en el dinero para disputar a los más ricos del

Círculo Caballista

 la posesión de un buen ejemplar. Hasta a su primo don Pablo le había arrebatado la posesión de un caballo famoso. Y señalando a cada uno de los animales, hablaba de miles y miles de pesetas, enorgulleciéndose de que tales tesoros estuviesen confiados a su custodia.



El

hierro

 de Matanzuela, la marca con que se señalaba a las jacas salidas del cortijo, valía tanto como los certificados de los ganaderías más antiguas.



Mientras tanto,

Zarandilla

 acariciaba con ruidosas palmadas y motes grotescos a dos asnos garañones, grandes como caballos, huesudos, angulosos, como si fuesen esculpidos a hachazos; la cara roma, los ojos casi ocultos bajo una maraña de pelos y las orejas caídas. Dos bestias de fealdad monstruosa y fantástica, que parecían surgidas de una visión apocalíptica. El viejo, apoyado en ellos, hablaba de la primavera, cuando bajaban las yeguas de la dehesa y entraban en la cuadra con la cola recogida sobre el lomo para evitar entorpecimientos, y el yegüerizo mayor se arriesgaba bajo las patas amenazantes, encauzando la fecundación.



– Aquí tiene su mercé – decía el viejo – a toos los buenos mozos que fabrican los potrancos y las mulillas de Matanzuela.



Hablaba de los misterios reproductores de aquella cuadra, con la naturalidad de la gente campesina, tímida y ruborosa en las relaciones humanas y franca hasta el impudor al hablar de las aproximaciones de las bestias. Y como si las palabras del viejo trajesen a las dilatadas narices de los caballos un lejano perfume de la deseada primavera, comenzaron a relinchar, a dar saltos, a morderse, a estremecer sus vientres con agitaciones de péndulo, a resbalar las patas delanteras sobre las grupas más cercanas, haciendo esfuerzos por libertar sus cabezas amarradas a las anillas. Unos cuantos varazos repartidos a ciegas por

Zarandilla

 hicieron cesar el estruendo de coces y relinchos, y las bestias tornaron a alinearse ante los pesebres, exhalando los últimos restos de su agitación con bufidos y temblores.



El aperador condujo a Salvatierra a una habitación grande, de paredes enjalbegadas, que le servía de despacho. Empezaba a anochecer y encendió un velón de los antiguos de Lucena, puesto sobre una mesa, en la que se veía un tintero de loza enorme, con una pluma no más larga que un dedo. Allí hacía él sus cuentas, y en un armario inmediato estaban «los libros», de los que hablaba Rafael con cierto respeto. Cada gañán tenía su cuenta. Antes se llevaba la administración con una sencillez patriarcal, pero ahora los jornaleros eran quisquillosos y desconfiados. Además, había que marcar bien los días que eran por entero de trabajo, aquellos en que la faena sólo duraba medio día por la lluvia, y los de lluvia completa, en los que la gente se quedaba en la gañanía, comiéndose sus gazpachos sin hacer nada.



Después estaba el gran libro, el más precioso de la casa, lo que podía titularse la carta de nobleza de Matanzuela. Y el aperador sacaba del armario un amplio cuaderno, en el que se contenía la genealogía y la historia de todo caballo o mula salido del cortijo, con el apodo de nacimiento, padres y abuelos, descripción de la figura, talla, pelo, color de los ojos y defectos que se confesaban generosamente sobre el papel para quedar secretos, dejando a la penetración del comprador el adivinarlos.



Luego, enseñó Rafael la otra joya del cortijo: un palo largo rematado por un embudo de hierro, cuyos bordes entrantes y salientes daban la idea vaga de un dibujo. Era la marca de la ganadería, ¡el hierro!, y había que ver con qué respeto lo acariciaba Rafael. Una cruz sobre una media luna formaban la señal que llevaba en sus flancos todo el ganado de Matanzuela.



Hablaba con entusiasmo de la operación de herrar, que don Fernando no había visto nunca. Los yegüerizos echaban sus lazos de cerda a los potros indómitos, sujetándolos por las orejas, mientras se calentaba el hierro en un fuego de boñiga seca; y al estar la marca al rojo, ¡zas!, se la aplicaban al costado, quemándose los pelos y quedando la piel señalada para siempre con la cruz y la media luna. Y con cierta conmiseración por Salvatierra que, sabiendo tanto, ignoraba unas cosas que eran para el aperador las más interesantes del mundo, continuaba éste explicando el régimen a que se sometían los caballos jóvenes; todas las operaciones que realizaba él voluntariamente en sus entusiasmos de jinete.



Primeramente los

amarraban

, al venir de la libertad de la dehesa, para que se acostumbrasen a comer en el pesebre; luego salían al campo, frente al cortijo, con cabezón y una larga cuerda, para dar vueltas como en un picadero, y que aprendiesen a

tranquear

, a poner la pata de atrás donde habían puesto la delantera, o más allá, si era posible. Tras esto llegaba la operación suprema: colocarles la silla sobre los lomos, habituando su salvaje nerviosidad a esta servidumbre; acostumbrarles a la baticola y los estribos. Y finalmente se les montaba, para hacerles dar vueltas, al principio sin soltar la cuerda, luego manejándolos con las riendas. ¡Los potros que él llevaba desbravados, animales casi salvajes, que inspiraban miedo a muchos!..



Hablaba con orgullo de sus combates de energía y voluntad con bestias fieras que relinchaban y mordían el aire, pataleando, levantándose verticalmente o hundiendo su cabeza en tierra mientras coceaban en el espacio, sin que pudieran por esto libertarse de la opresión de sus piernas de acero; hasta que al fin, después de una carrera loca, en la que parecían buscar los obstáculos para aplastar al jinete, volvían sudorosas y vencidas, sometiéndose por completo a la mano del montador.



Rafael se detuvo en la narración de sus proezas hípicas, viendo la sombra de una persona en el cuadro de la puerta, sobre el fondo de luz violácea del crepúsculo.



– ¡Ah! ¿eres tú? – dijo riendo. – Pasa,

Alcaparrón

, no tengas miedo.



Entró un mozo de escasa estatura, avanzando cautelosamente, de medio lado, como si temiera rozar la pared. En su encogimiento parecía implorar perdón anticipadamente por todo lo que hiciese. Sus ojos brillaban en la sombra lo mismo que su fuerte y nítida dentadura. Al aproximarse a la luz del velón, Salvatierra se fijó en el color cobrizo de su cara, en las córneas de sus ojos, que parecían manchadas de tabaco, en sus manos de dos colores, con la palma sonrosada y el dorso de un negro que aún se hacía más intenso bajo las uñas. A pesar del frío, vestía una blusa de verano, una guayabera con pliegues, húmeda aún de la lluvia, y en la cabeza llevaba dos sombreros, uno dentro del otro, de distinto color, como sus manos. El de abajo mostraba una blancura gris y flamante en la parte inferior de sus alas; el de arriba era viejo, de un negro rojizo, con los bordes deshilachados.



Rafael agarró al mozuelo por un hombro, haciéndolo balancearse, y lo presentó a Salvatierra con una gravedad cómica.



– Este es

Alcaparrón

, del que usté habrá oído hablar seguramente. El gitano más ladrón de too Jerez. Si hubiese justicia, hace tiempo que le habrían dao garrote en la plaza de la Cárcel.



Alcaparrón

 dio un respingo para librarse de la garra del aperador, y moviendo las manos con ademanes femeniles, acabó por persiguarse.



– ¡Uy!, zeñó Rafaé y qué malo que es uzté… ¡Jozú! ¡y qué cosas dice este hombre!



El aperador continuó con el ceño fruncido y la voz grave:



– Trabaja en Matanzuela con su familia hace muchos años, pero es un ladrón como toos los gitanos y debía estar en presidio. ¿Sabe usté por qué se trae dos sombreros? Pa llenarlos de garbanzos o habichuelas así que me descuido: y él no sabe que el mejor día le meto un escopetazo.



– ¡Jozú! ¡señó Rafaé! ¿Pero qué dice usté, bendito?..



Y juntaba las manos con desesperación, mirando a Salvatierra y diciéndole con vehemencia infantil:



– No le crea usté, zeñó; es muy malo y me dice eso por pudrirme la sangre. Por la salusita de mi mare que too es mentira…



Y explicaba el misterio de los dos sombreros superpuestos que llevaba calados hasta las orejas, rodeando su cara de pícaro de un nimbo de dos colores. El de abajo era el nuevo, el de los días de fiesta y lo desenfundaba cuando iba a Jerez. En los días de labor, no osaba dejarlo en el cortijo por miedo a los compañeros, que se permitían toda clase de burlas con él porque era «un pobrecito gitano», y lo cubría con el viejo para que no perdiese el color gris y sedoso que era su orgullo.



El aperador continuaba exasperando al gitano con ese humor campesino que se goza en enfurecer a los pobres de espíritu y a los vagabundos.



– Oye,

Alcaparrón

, ¿tú sabes quién es este señor? Pues es don Fernando Salvatierra. ¿No has oído hablar nunca de él?..



El gitano hizo un gesto de asombro, abriendo los ojos desmesuradamente.



– ¡Pues poco nombrao que es el señó! En la gañanía hace dos horas que no jablan más que de él. ¡Por muchos años, señó! M' alegro de conosé una presona tan fina y de tanto aquel. Bien se ve que su mersé es alguien: tiene cara de gobernaor.



Salvatierra sonreía ante la obsequiosidad aduladora del gitano. Aquel infeliz no conocía categorías; juzgaba por el renombre, y considerándole un personaje poderoso, una autoridad, temblaba, ocultando su turbación con la sonrisa aduladora de las razas eternamente perseguidas.



– Don Fernando – continuó el aperador. – Usté que tiene amigos en el extranjero podía arreglarle el viaje a

Alcaparrón

. A ver si en aquellas tierras hacía tanta suerte como sus primas.



Y hablaba de las

Alcaparronas

, unas gitanas bailadoras que daban golpe en París y en muchas ciudades de Rusia, cuyos nombres no podía recordar el aperador. Sus retratos figuraban hasta en las cajas de cerillas, los periódicos hablaban de ellas; tenían diamantes a porrillo, bailaban en teatros y en palacios y a una de ellas la había robado un gran duque, archipámpano o no recordaba Rafael qué otro título, llevándosela a un castillo, donde vivía como una reina.



– Y a too esto, don Fernando, unas monas sabias, tan feas y negras como su primo aquí presente; unas desgalichás, a las que he visto de pequeñas en los cortijos robando garbanzos y otras semillas; unas ratas vivarachas, sin más que el

aquel

 gitano y unas desvergüenzas que ponen coloraos a los hombres. ¿Y eso es lo que les gusta a aquellos señorones? ¡Vamos, hombre, que hay para reír!..

 



Y reía, efectivamente, al pensar que vivían como unas grandes damas aquellas mozuelas cobrizas, de ojos de brasa, que él había visto merodear sucias y costrosas por los campos de Jerez.



Alcaparrón

 hablaba con cierto orgullo de sus primas, pero lamentando de paso la diversa suerte de familia. ¡Ellas hechas unas reinas y él con su pobre

mare

, sus hermanos pequeños, y Mari-Cruz, su pobrecita prima, siempre enferma, ganando dos reales en el cortijo! ¡y muchas gracias que les daban trabajo todos los años sabiendo que eran buenos!.. Sus primas eran unas

descastás

 que no escribían a la familia, que no la enviaban ni esto. (Y hacía crujir la uña de un pulgar, entre sus dientes de caballo.)



– Señó: paece mentira que mi tío se porte tan mal con los suyos, siendo un

cañí

. ¡Con tanto que le quería el probé de mi pare!..



Pero lejos de indignarse, rompía en elogios del tío

Alcaparrón

, un hombre de iniciativas que, cansado de pasar hambre en Jerez y verse en peligro de ir a la cárcel siempre que se extraviaba un asno o una mula, se había echado al hombro la guitarra, no parando con todo su «ganao», como él llamaba a las hijas, hasta el mismo París. Y

Alcaparrón

 reía irónicamente de la simpleza de los

gachés

, de toda la gente que domina el mundo y oprime a los pobres gitanos, recordando ciertos prospectos y periódicos que había visto con el retrato de su respetable tío, luciendo sus patillas de

boca de jacha

, y su cara de ladrón, bajo un sombrero de catite como un campanario y rodeado de columnas impresas en lengua extraña, en las que se hablaba de

mademoiselles

 las

Alcaparronas

 y se celebraba su gracia y hermosura, repitiendo, cada seis renglones

¡ollé! ¡ollé!

… ¡Y su tío, para mayor solemnidad, se titulaba el capitán

Alcaparrón

! ¿Capitán de qué?.. Y sus primas, las

mademoiselles

, se hacían robar por señorones que le tenían miedo al padre,

le terrible hidalgo

, que tantas veces había rasgueado filosóficamente la guitarra en los colmados, mientras las niñas se ocultaban con los señoritos en los cuartos más lejanos. ¡

Josú

, qué guasa!..



Pero el gitano pasaba rápidamente de la risa a la melancolía, con la incoherencia vivaracha de su alma de pájaro. ¡Ay, si viviese su

pare

, que había sido un águila, comparado con este hermano que tenía tanta fortuna!..



– ¿Murió tu padre? – preguntó Salvatierra.



– Sí, señó: fartaba uno en el campo santo, y como era bueno, le yamó er cuervo que está allí.



Y

Alcaparrón

 continuaba sus lamentaciones. ¡Si no hubiese muerto el pobrecito! En lugar de sus primas estarían él y sus hermanos disfrutando tantas riquezas. Y lo afirmaba de buena fe, despreciando como insignificante la diferencia de sexos, no dando ningún valor a la fealdad picante de sus primas, creyendo que su fortuna era debida a la habilidad en el

cante

, para el cual, la

pobresita

 de su

mare

, su prima Mari-Cruz y él, valían mucho más que todas las

Alcaparronas

 que andaban por el mundo.



El aperador, viendo triste al gitano, ofrecíale su protección. Su fortuna estaba hecha. Allí estaba don Fernando, que con sus influencias de personaje, le tenía reservado un empleo.



Alcaparrón

 abría los ojos, recelando la burla. Pero temeroso de cometer una falta si no daba las gracias a aquel señor, abrumó con palabras dulzonas a Salvatierra, mientras éste miraba al aperador, no sabiendo adonde iba a parar.



– Si, gachó – continuó Rafael. – Ya tienes empleo. El señó te hará verdugo de Seviya o de Jerez: lo que tú escojas.



El gitano dio un salto, mostrando su cómica indignación con un desbordamiento de palabras.



– ¡Mardito! ¡Arrastrao! ¡Mala escopetá le peguen, señó Rafaé, en sus entrañas renegrísimas!..



Se detuvo un instante en sus maldiciones, viendo que éstas servían de regocijo al aperador, y añadió con maligna intención:



– Premita Dió que cuando vaya su mersé a la viña de don Pablo, la gachí le resiba con cara de cuaresma.



Rafael ya no reía. Temió que el gitano, en presencia de don Fernando, hablase de sus amores con la hija del padrino, y se apresuró a despedirle.



– Toma un pitillo y lárgate… mala sombra. Tu madre estará esperándote.



Alcaparrón

 obedeció con la docilidad de un perro. Al despedirse de Salvatierra le tendió su mano de mulato, repitiendo que le esperaban en la gañanía y que la gente andaba revuelta al saber que un

presonaje

 tan alto estaba en Matanzuela.



Cuando se fue, el aperador habló a don Fernando de los

Alcaparrones

 y otros gitanos del cortijo. Eran familias que trabajaban años y años en la misma finca, como si formasen parte de ella. Resultaban de más fácil manejo, hombres y mujeres, que la demás gente de la gañanía. Con ellos no había que temer rebeliones, huelgas, ni amenazas. Eran pedigüeños y un tanto ladrones, pero se achicaban ante los gestos amenazadores, con la docilidad de una raza perseguida.



Rafael sólo había visto a los gitanos trabajar la tierra en aquella parte de Andalucía. La afición de la gente a los caballos parecía haberles expulsado de esta industria, que era la suya en todo el mundo, obligándoles a buscar la vida en los cortijos.



Las mujeres valían más que los hombres: secas, negras, angulosas, con unos pantalones varoniles bajo las faldas, doblábanse el día entero para escardar el trigo o arrancar las semillas. A veces, cuando no los vigilaban de cerca, apoderábase de ellos la indolencia de raza, el deseo de permanecer inmóviles, mirando el horizonte, sin ver nada ni pensar en nada. Pero así que presentían la proximidad del aperador, corría la voz de alarma en aquel

caló

 que era su única fuerza de resistencia, lo que les aislaba de la animadversión de los compañeros de trabajo.



¡Cha: currela, que sinela er jambo!



«¡Oye: trabaja, que mira el amo!» Y cada uno se entregaba a su faena, con tal ardor, con esfuerzos tan cómicos, que muchas veces Rafael no podía contener la risa.



Había cerrado la noche. La lluvia caía como polvo de agua, sobre los guijarros del patio. Salvatierra habló de ir a la gañanía, sin prestar atención a las protestas del aperador. ¿Pero, realmente, tenía empeño en dormir allí, un hombre de su mérito?..



– Ya sabes de dónde vengo, Rafael – dijo el revolucionario. – Llevo ocho años de dormir en peores sitios y entre gentes más infelices.



El aperador hizo un gesto de resignación y llamó a

Zarandilla

, que estaba en la cuadra. El viejo le serviría de acompañante; él se quedaba allí.



– No me conviene entrar en la gañanía, don Fernando. Hay que conservar cierto

aquel

 de autoridad; si no, toman confianza con uno y está perdido.



Y hablaba del

aquel

 de la autoridad, con firme convicción, respetándola como necesaria, después de haberla violentado muchas veces en las rudas aventuras de su primera juventud.



Salvatierra y el viejo salieron del patio entre los ladridos de los perros, y siguiendo el muro exterior, llegaron a un cobertizo que daba entrada a la gañanía.



Bajo aquel se alineaban al aire libre varios cántaros con la provisión de agua para los braceros. Los que sentían sed, pasaban del calor asfixiante de la gañanía a la frialdad de la noche, y se atracaban de un agua que parecía hielo líquido, mientras el viento les hería las sudorosas espaldas.



Al trasponer la puerta, Salvatierra sintió en sus pulmones la rareza del aire, al mismo tiempo que hería su olfato un hedor de lana húmeda, aceite rancio, barro y carne aglomerada y viscosa.



Era una pieza estrecha y larga, que aún parecía más grande por lo denso de la atmósfera y la escasez de luz. En el fondo estaba el hogar, en el que ardía una lumbre de boñiga seca, despidiendo un olor infecto. Un candil marcaba su llama como una lágrima roja y titilante en este ambiente nebuloso. El resto de la pieza, completamente a oscuras, tenía en sus tinieblas palpitaciones de vida. Adivinábase la presencia de una muchedumbre bajo la mortaja de sombras.



Salvatierra, al llegar al centro de la mísera habitación pudo ver mejor. En el hogar hervían varios pucheros vigilados por mujeres puestas de rodillas, y bajo el candil estaba sentado el

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