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La bodega

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Era un continuo transitar de gentes prisioneras, cogidas en el momento en que intentaban salir de la población. Otros habían sido detenidos en el refugio de las tabernas o tropezados al azar en aquel ojeo que envolvía las calles.

Algunos eran de la ciudad. Habían salido de sus casas poco antes, al ver terminada la invasión, pero su aspecto de pobres bastaba para que los detuviesen como si fueran rebeldes. Y los grupos de prisioneros pasaban y pasaban. La cárcel resultaba pequeña para tanta gente. Muchos eran conducidos a los acuartelamientos de la tropa.

Fermín sentíase fatigado. Desde el anochecer que vagaba por Jerez en busca de un hombre. La entrada de los huelguistas, la incertidumbre de lo que podría resultar de esta aventura, le habían distraído durante algunas horas, haciéndole olvidar sus asuntos. Pero ahora, finalizado el suceso, sentía desvanecerse su excitación nerviosa y que el cansancio se apoderaba de él.

Pensó por un momento en retirarse a su hospedaje. Pero sus asuntos no eran de los que podían dejarse para el día siguiente. Era preciso aquella misma noche, en seguida, terminar la cuestión que le hizo salir como un loco del hotel de don Pablo, separándose de éste para siempre.

Volvió a vagar por las calles en busca de su hombre, sin fijarse ya en las ristras de prisioneros que pasaban junto a él.

Cerca de la plaza Nueva ocurrió el deseado encuentro:

– ¡Viva la guardia civil! ¡Vivan las personas decentes!..

Era Luis Dupont el que gritaba, en medio del silencio que imponían a la ciudad tantos fusiles en sus calles. Iba borracho: bien a las claras lo daban a entender sus ojos brillantes y su aliento fétido. Detrás de él marchaban el Chivo, y un camarero de colmado, con vasos en las manos y botellas en los bolsillos.

Luis, al reconocer a Fermín, se arrojó en sus brazos queriendo besarle. ¡Qué jornada! ¿eh?.. ¡qué victoria! Y hablaba, como si fuese él solo quien había puesto en dispersión a los huelguistas.

Al saber que la gentuza entraba en la ciudad, se había metido con su valiente acólito en el colmado del Montañés, cerrando bien las puertas para que nadie les estorbase. Había que hacer genio, beber un poco antes de emprender la faena. Tiempo les quedaba para salir y hacer correr a tiros a la canalla. Él y el Chivo se bastaban para ello. Convenía que el enemigo se entretuviese y tomase confianza, hasta el momento oportuno en que surgiesen ellos dos como ministros de la muerte. Y por fin, habían salido con el revólver en una mano y el cuchillo en la otra: ¡la fin del mundo!; pero con tan mala sombra, que encontraron ya las tropas en las calles. Aun así, algo habían hecho.

– Yo – decía el borracho con orgullo – he ayudado a detener a más de una docena. Además, he repartido no sé cuántas bofetadas entre esa gentuza, que, luego de acorralada, aún hablaba mal de las personas decentes… ¡Buena tunda van a llevar!.. ¡Viva la guardia civil! ¡Vivan los ricos!

Y como si estas aclamaciones le secasen el gaznate, hizo una seña al Chivo, que acudió, presentando dos cañas de vino.

– Bebe – ordenó Luis a su amigo.

Fermín vaciló.

– No tengo ganas de beber – dijo con voz sorda. – Lo que deseo, es hablar contigo, y en seguida. Hablar de algo muy interesante…

– Está bien: ya hablaremos – contestó el señorito sin dar importancia a la petición. – Hablaremos tres días seguidos: pero primero hay que cumplir el deber. Quiero obsequiar con una copa a todos los valientes que conmigo han salvado a Jerez. Porque, créeme, Ferminillo, que soy yo, sólo yo, quien ha resistido a esos pillos. Mientras las tropas estaban en los cuarteles, yo estaba en mi sitio. ¡Me parece que la ciudad me lo debe agradecer, haciéndome algo!..

Pasó un pelotón de jinetes, con los caballos al trote. Luis avanzó hacia el oficial, llevando en alto una copa de vino; pero el militar pasó adelante sin hacer caso del ofrecimiento, seguido de sus soldados, que casi atropellaron al señorito.

Su entusiasmo no se enfrió por esta falta de atención.

– ¡Olé, los jinetes garbosos! – dijo arrojando su sombrero a las patas traseras de los caballos.

Y al recogerlo, cuadrose, y con gesto grave, llevándose una mano al pecho, gritó:

– ¡Viva el ejército!

Fermín no quería soltarlo, y armándose de paciencia le acompañó en su excursión por las calles. Se detenía el señorito ante los grupos de soldados, haciendo avanzar a sus dos acompañantes con toda la provisión de botellas y copas.

– ¡Olé los hombres valientes! ¡Viva la caballería… y la infantería… y la artillería aunque no esté! Una copa, mi teniente.

Los oficiales, malhumorados por esta jornada estúpida, sin gloria y sin peligro, repelían con un gesto severo al borracho. ¡Adelante! Allí nadie bebía.

– Pues ya que no pueden ustedes beber – insistía el señorito con la pesadez del ebrio – yo la beberé por ustedes. ¡A la salud de los hombres guapos!.. ¡Muera la pillería!

Un grupo de guardia civil atrajo su atención en una bocacalle. El sargento que lo mandaba, un viejo de bigote duro y entrecano, tampoco admitió el obsequio de Dupont.

– ¡Olé los hombres con riñones! ¡Bendita sea la mamá de todos ustedes! ¡Viva la guardia civil! Van ustedes a tomarse una copa conmigo. Chivo, sirve a estos caballeros.

El veterano volvió a excusarse. La ordenanza… el reglamento del cuerpo… Pero su firme negativa la acompañaba con una sonrisa bondadosa. Tenía enfrente a un Dupont; a uno de los más ricos de la ciudad. El sargento le conocía, y a pesar de que momentos antes había dado de culatazos a todos los que pasaban por la calle con trazas de jornalero, toleraba resignado los brindis del señorito.

– ¡Adelante, don Luis! – decía con tono de ruego. – Váyase usted a casa: esta noche no es de alegrías.

– Bueno… me voy, respetable veterano. Pero antes me bebo otra copa… y otra, tantas como son ustedes. Yo beberé, ya que no pueden ustedes hacerlo por la pijotera ordenanza; y que les sirva de provecho… ¡A la salud de todos ustedes! Choca, Fermín: choca tú, Chivo. Decid todos conmigo: ¡Viva el tricornio!..

Se cansó por fin de ir de grupo en grupo sin que aceptasen sus ofrecimientos y dio por terminada la expedición. Tenía tranquila la conciencia: había obsequiado a todos los héroes que, secundando su valor, salvaban la ciudad. Ahora a casa del Montañés a acabar la noche.

Cuando Fermín se vio en un camarote del colmado ante nuevas botellas, creyó llegado el momento de abordar su asunto.

– Yo tenía que hablarte de algo importante, Luis. Creo que te lo dije.

– Me acuerdo… tenías que hablarme… Habla cuanto quieras.

Estaba tan borracho, que se le cerraban los ojos y su voz gangueaba como la de un viejo.

Fermín miró al Chivo que, como de costumbre, se había sentado al lado de su protector.

– Tengo que hablarte, Luis, pero es de algo muy delicado… Sin testigos.

– ¿Lo dices por el Chivo? – exclamó Dupont abriendo los ojos. – El Chivo soy yo: todo lo mío lo sabe él. Si viniese aquí mi primo Pablo a hablarme de sus negocios, el Chivo se quedaría oyéndolo todo. ¡Habla sin miedo, hombre! Este es un pozo para todo lo mío.

Montenegro se resignó a sufrir la presencia de aquel tagarote, no queriendo demorar por sus escrúpulos la explicación deseada.

Habló a Luis con cierta timidez, velando su pensamiento, pesando bien las palabras para que sólo pudieran entenderlas ellos dos, dejando al matón en la ignorancia.

Si él le buscaba, ya podía figurarse para qué era… Lo sabía todo. El recuerdo de lo ocurrido en la última noche de la vendimia en Marchamalo no habría desaparecido seguramente de su memoria. Pues bien: él se presentaba para que remediase el mal causado. Siempre le había tenido por amigo y esperaba que como tal se portase… porque de no ser así…

El cansancio, la turbación nerviosa de una noche de emociones, no permitieron a Fermín un largo disimulo, y la amenaza asomó a sus labios al mismo tiempo que brillaba en sus ojos.

Las copas que llevaba bebidas le abrasaban el estómago, como si el vino se transformase en veneno, por la repugnancia con que lo había tomado de aquellas manos.

Dupont, oyendo a Montenegro, fingíase más ebrio de lo que realmente estaba, para ocultar de este modo su turbación.

La amenaza de Fermín hizo abandonar al Chivo su mutismo. El perdonavidas creyó oportuno el momento para una intervención aduladora.

– Aquí nadie amenaza, ¿sabe usté, pollo?.. Donde esté el Chivo no hay quien le diga ná a su señorito.

El joven saltó con arrogancia, fijando en la bestia siniestra una mirada de reto.

– Usted se calla – dijo con imperio. – Usted se guarda la lengua en… el bolsillo o donde le quepa. Usted no es nadie aquí; y para hablarme me pide licencia.

Quedó indeciso el matón, como aplastado por la arrogancia del joven, y antes de que pudiera reponerse de la acometida, añadió Fermín dirigiéndose a Luis:

– ¿Y eres tú ese que se cree tan valiente?.. ¡Valiente, y vas a todas partes con un acompañante, como los niños de la escuela! ¡Valiente, y ni para hablar a solas con un hombre te separas de él! Merecías llevar calzones cortos.

Dupont olvidó su embriaguez, la echó a un lado para erguirse ante el amigo con toda la grandeza de su valor. ¡Hombre, justamente le hería en su parte más sensible!..

– Ya sabes, Ferminillo, que soy más valiente que tú; y que todo Jerez me tiene miedo. Vas a ver si necesito acompañantes. Tú, Chivo, ahueca.

El valentón se resistió, refunfuñando.

– ¡Ahueca! – repitió el señorito, como si fuese a darle de patadas, con la arrogancia de la impunidad.

El Chivo salió y los dos amigos volvieron a sentarse. Luis ya no parecía ebrio: antes bien, hacía esfuerzos por mostrarse sereno, abriendo los ojos desmesuradamente, como si intentase anonadar con la mirada a Montenegro.

 

– Cuando te parezca – dijo con voz sorda, para inspirar mayor pavor, – saldremos a matarnos. Aquí no, porque el Montañés es amigo y no quiero comprometerlo.

Fermín levantó los hombros, como si despreciase esta comedia terrorífica. Ya hablarían de matarse, pero después; según lo que resultara de su conversación.

– Ahora al grano, Luis. Tú sabes el mal que has hecho. ¿Qué es lo que piensas para remediarlo?

El señorito perdió de nuevo su serenidad al ver que Fermín abordaba directamente el temido asunto. Hombre, a él no le correspondía toda la culpa. Era el vino, la maldita juerga, la casualidad… el ser bueno en demasía; pues de no haber estado en Marchamalo, cuidando los intereses de su primo (que maldito si se lo agradecía), nada habría ocurrido. Pero, en fin, el mal estaba hecho. Él era un caballero, se trataba de una familia amiga y no huía la cara. ¿Qué deseaba Fermín?.. Su fortuna, su persona, todo estaba a su disposición. Creía lo más acertado que los dos señalasen una cantidad, de común acuerdo: él la reuniría, fuese como fuese, para darla a la chica como dote, y raro sería que con esto no encontrase un buen marido.

¿Por qué ponía Fermín aquel gesto? ¿Había dicho él algún disparate?.. Pues si no le gustaba esta solución, tenía otra. María de la Luz podía irse a vivir con él. Le pondría una gran casa en la ciudad, viviría como una reina. A él le gustaba la muchacha: bastante sentía los desprecios con que le había afligido después de aquella noche. Haría cuanto supiera para que fuese feliz. Muchos ricos de Jerez vivían de este modo con sus hembras, a las que todos respetaban como esposas legítimas; y si no llegaban al matrimonio, era únicamente por ser de baja condición… ¿Tampoco le bastaba este arreglo? A ver: que propusiera algo Fermín, y acabarían de una vez.

– Sí, hay que acabar de una vez – repitió Montenegro. – Menos palabras, pues me duele hablar de esto. Lo que tú vas a hacer, es ir mañana a avistarte con tu primo y decirle que, avergonzado de tu falta, te casas con mi hermana, como debe hacerlo un caballero. Si él da su permiso, mejor: si no lo da, es igual. Tú te casas, y procuras, corrigiéndote, no hacer infeliz a tu mujer.

El señorito había echado atrás su silla, como escandalizado por lo enorme de la pretensión.

– Hombre… ¡casarse nada menos! ¡Pues tú pides poco!..

Habló de su primo, augurando resueltamente su negativa. Él no podía casarse. ¿Y su carrera? ¿Y su porvenir? Justamente, la familia, de acuerdo con los Padres de la Compañía, andaba en tratos para su matrimonio con una muchacha rica de Sevilla; antigua hija espiritual del Padre Urizábal. Y bien lo necesitaba él, pues su fortuna estaba muy resentida después de tantos despilfarros, y para su carrera política le convenía ser rico.

– Casarme con tu hermana, no – terminó Dupont. – Eso es una locura, Fermín; piénsalo bien: un disparate.

Fermín se exaltó al contestar. ¡Un disparate! conforme; pero lo era para la pobre Mariquilla. ¡Vaya una fortuna! ¡Cargar con un hombre como él, que era un saco de vicios, y no podía vivir ni con las mujerzuelas más soeces de aquella tierra! Para María de la Luz, este casamiento significaba un nuevo sacrificio: pero no había otro remedio que pasar por él.

– ¿Tú crees que yo tengo verdadero deseo de emparentar contigo y que esto me da alegría?.. Pues te equivocas. ¡Ojalá no hubieses tenido nunca el mal pensamiento que ha hecho infeliz a mi hermana! A no existir eso de por medio, no te aceptaría por cuñado, aunque llegases a pedírmelo de rodillas, cargado de millones… Pero el mal está hecho y hay que remediarlo del único modo que puede remediarse, aunque reventemos todos de pena… Ya sabes que yo me río del matrimonio: es una de las muchas pamplinas que existen en el mundo. Lo necesario para ser felices, es el amor… y nada más. Yo puedo expresarme así porque soy hombre; porque me cisco en la sociedad y en lo que diga la gente. Pero mi hermana es mujer y necesita, para que la respeten, para vivir tranquila, hacer lo que las demás mujeres. Tiene que casarse con el hombre que ha abusado de ella, aunque no sienta ni una migaja de cariño. Jamás volverá a hablar con su antiguo novio; sería una villanía el engañarle. Podrás decir tú que siga soltera, ya que nadie conoce lo ocurrido; pero todo lo que se hace se sabe. Tú mismo, si yo te dejara, acabarías por revelar en una noche de borrachera, tu buena suerte, el magnífico bocado que te tragaste en la viña de tu primo. ¡Cristo! eso, no. Aquí no hay más arreglo que el casamiento.

Y con palabras cada vez más fuertes estrechaba a Luis, pretendiendo obligarle a que aceptase su solución.

El señorito se defendía con la angustia del que se ve acorralado.

– Te ofuscas, Fermín – decía. – Yo veo más claro que tú…

Y para salir del paso, pretendía dejar la conversación para el día siguiente. Examinarían con más claridad el asunto… El temor de verse obligado a aceptar las proposiciones de Montenegro le hacía insistir en su negativa. Todo menos casarse… No le era posible; le repudiaría su familia, se reiría de él la gente; perdería su porvenir político.

Pero el hermano insistió con una firmeza que aterraba a Luis:

– Te casarás; no hay otro remedio. Harás lo que debes, o uno de nosotros está de sobra en el mundo.

La manía de la guapeza reapareció en Luis. Se sentía fuerte pensando que el Chivo estaba cerca, que tal vez oía sus palabras en el inmediato corredor.

¿Amenazas a él? No había en todo Jerez quien se las dirigiera impunemente. Y se llevaba la mano al bolsillo, acariciando el revólver invicto que había estado próximo a salvar la ciudad, repeliendo él solo toda la invasión. El contacto del cilindro del arma pareció comunicarle nuevos bríos.

– ¡Ea! se acabó. Haré lo que buenamente pueda para quedar bien, como un caballero que soy. Pero no me caso, ¿lo entiendes? No me caso… Además, ¿por qué he de ser yo el culpable?

El cinismo brillaba en sus ojos. Fermín apretaba los dientes y hundía sus manos en los bolsillos, haciéndose atrás, como si temiese las palabras crueles que iban a salir de la boca del señorito.

– ¿Y tu hermana? – prosiguió. – ¿No tiene ella la culpa? Tú eres un infeliz, un chiquillo. Créeme; a la que no quiere, no la fuerzan. Yo soy un perdido, conforme; pero tu hermana… tu hermana es algo…

Dijo la palabra insultante, pero apenas si se oyó.

Fermín abalanzose a él con tal ímpetu, que rodaron las sillas y tembló la mesa, deslizándose con el empujón hasta la pared. Llevaba en una mano la navaja de Rafael, el arma que había olvidado dos días antes el aperador en aquel mismo colmado.

El revólver del señorito quedó asomando a la abertura del bolsillo, sin que la mano tuviese fuerzas para tirar de él.

Vaciló Dupont sobre sus pies, sonó un ronquido de bestia degollada; un estertor que aceleró los borbotones del chorro negro que salía de su cuello, como un caño roto.

Y acabó por desplomarse de bruces, con gran estrépito de botellas y copas que le siguieron en su caída, como si el vino quisiera mezclarse con la sangre.

X

Tres meses iban transcurridos desde que el señor Fermín abandonó la viña de Marchamalo, y sus amigos apenas si le reconocían, viéndole sentado al sol, en la puerta de la miserable casucha que habitaba con su hija en un arrabal de Jerez.

– ¡Pobre señó Fermín! – decían las gentes al verle. – No es ni su sombra.

Había caído en un mutismo cercano a la imbecilidad. Permanecía horas enteras inmóvil, con la cabeza abatida, como si le abrumasen los recuerdos. Cuando su hija se aproximaba a él para hacerle entrar en la casa o anunciarle que la comida estaba en la mesa, parecía despertar, darse cuenta de lo que le rodeaba, y sus ojos seguían a la muchacha con una mirada severa.

– ¡Mala mujer! – murmuraba. – ¡Jembra mardita!

Ella, sólo ella, era la culpable de la desgracia que pesaba sobre la familia.

Su cólera de padre a uso antiguo, incapaz de ternura y de perdón, su orgullo viril que le había hecho considerar siempre a la hembra como un ser inferior, incapaz de otra cosa que de causar al hombre inmensos daños, perseguían a la pobre María de la Luz. También ella estaba desmejorada, pálida, flacucha, con los ojos agrandados por las huellas del llanto.

Tenía que hacer prodigios de economía en la nueva existencia que llevaba con su padre en aquella casucha. Y encima de las estrecheces y preocupaciones de la miseria, había de sufrir el reproche mudo de los ojos de su padre, el rezo de maldiciones sordas con que parecía azotarla cada vez que se aproximaba, arrancándolo de sus reflexiones.

El señor Fermín vivía con el pensamiento puesto en la lúgubre noche de la invasión de los huelguistas.

Para él nada había ocurrido después, que fuese importante. Le parecía estar oyendo aún el retemblar de las puertas de Marchamalo, una hora antes de amanecer, bajo los golpes furiosos de un desconocido. Se levantaba con la escopeta preparada y abría una reja… Pero era su hijo, su Fermín, sin sombrero, con las manos manchadas de sangre y un rasguño en la cara, como si hubiese luchado con mucha gente.

Las palabras fueron pocas. Había matado al señorito Luis, y después se había abierto paso hiriendo al matón que le acompañaba. Aquel rasguño insignificante era un testimonio de la pelea. Tenía que huir, ponerse en salvo inmediatamente. Los enemigos pensarían seguramente que estaba en Marchamalo, y al amanecer, los caballos de la guardia civil trotarían por la cuesta de la viña.

Fue un momento de loca agitación que el pobre viejo creyó interminable. ¿Adónde ir?.. Sus manos abrían los cajones de la cómoda, revolviendo las ropas. Buscaba sus ahorros.

– Toma, hijo mío: tómalo todo.

Y le llenaba los bolsillos de duros, de pesetas, de toda la plata enmohecida por el encierro, reunida lentamente en el curso de los años.

Cuando creyó haberle dado bastante, le sacó de la viña. ¡A correr! Aún era de noche y podían pasar por fuera de Jerez sin que les viesen. El viejo tenía su plan. Había que buscar a Rafael en Matanzuela. El mozo aún conservaba sus amistades con los antiguos camaradas de contrabando, y él le llevaría por los senderos extraviados de la sierra hasta Gibraltar. Allí podía embarcarse para cualquier punto: el mundo es grande.

Y durante dos horas, el padre y el hijo habían marchado casi corriendo, sin sentir cansancio, aguijoneados por el miedo, saliéndose del camino cada vez que sonaba a lo lejos un rumor de voces, un galope de caballo.

¡Ay, el viaje cruel con sus dolorosas sorpresas! Esto era lo que le había matado. Al hacerse de día, en mitad de la marcha, vio a su hijo, con cara de moribundo, manchado de sangre, con todo el aspecto de un asesino que huye. Le dolía contemplar a su Fermín en tal estado, pero el caso no era para desesperarse. Al fin, era un hombre, y los hombres matan muchas veces sin dejar de ser honrados. Pero cuando su hijo le explicó en pocas palabras por qué había matado, creyó perder la vida; le temblaron las piernas y hubo de hacer un esfuerzo para no quedarse tendido en medio de la carretera. ¡Era Mariquita, su hija, la que había provocado todo aquello! ¡Ah, perra maldita! Y al pensar en la conducta del muchacho, le admiraba, agradeciendo su sacrificio con toda su alma de hombre rudo.

– Fermín, hijo mío… has hecho bien. No había otro remedio que la venganza. Tú eres el mejor de la familia. Mejor que yo, que no he sabido guardar a una moza.

La entrada en Matanzuela fue trágica: Rafael quedó absorto de sorpresa. Habían matado a su señorito, ¡y era él, Fermín, quien lo había hecho!

Montenegro se impacientaba. Quería que lo condujese a Gibraltar, sin ser visto de nadie. Menos palabras. ¿Estaba dispuesto a salvarle, o se negaba a ello? El aperador, por toda respuesta, ensilló su jaca valiente, y otro de los caballos del cortijo. Iba a llevarle en seguida a la sierra, y una vez allí, se encargarían otros de él.

El viejo los vio alejarse a todo galope, y emprendió su regreso, encorvado por repentina vejez, como si toda su vida se fuera con su hijo.

Luego su existencia había transcurrido como entre las nieblas de un ensueño. Recordaba que abandonó espontáneamente Marchamalo, para refugiarse en el arrabal, en la casucha de una parienta de su mujer. Él no podía seguir en la viña después de lo ocurrido. Entre su familia y la del amo había sangre, y antes que se lo echasen en cara debía huir.

Don Pablo Dupont hizo llegar hasta él ofrecimientos de limosna para sostener su vejez, aunque le consideraba el principal culpable de todo lo ocurrido, por no haber enseñado a sus hijos religión. Pero el viejo rehusó todo socorro. Muchas gracias, señor: admiraba su caridad, pero moriría de hambre, antes que aceptar una moneda de los Dupont.

 

Algunos días después de lo fuga de Fermín, vio llegar a su ahijado Rafael. Se hallaba sin colocación: había abandonado el cortijo. Venía a decirle que Fermín estaba en Gibraltar, y que un día de aquellos se embarcaría para la América del Sur.

– También a ti – dijo el viejo con tristeza – te ha picado la mardita bicha, que nos emponzoña a toos.

El mocetón estaba triste, desalentado. Hablando con el viejo en la puerta de la casucha, miraba adentro con cierta inquietud, como si temiese la aparición de María de la Luz. En la huida a la sierra, Fermín se lo había contado todo… todo.

– ¡Ay, padrino! ¡y qué gorpe me han dao! Yo creo que voy a morir… ¡Y no poer vengarme! ¡Irse del mundo aquel sinvergüensa, sin que yo le metiese una puñalá! ¡No poer resucitarlo pa volverle a matar!.. ¡Cuántas veces se habrá burlao el ladrón, viéndome hecho un bobo, sin saber lo que ocurría!..

En su tristeza de macho fuerte, lo que más le desesperaba era lo ridículo de su situación, al servir a aquel hombre. Lloraba porque su mano no había sido la ejecutora de la venganza.

Ya no quería trabajar. ¿De qué servía el ser bueno? Iba a volver a la vida del contrabando. ¿Mujeres?.. para un rato, y después tratarlas a golpes como bestias impúdicas y sin corazón… Quería declararle la guerra a medio mundo, a los ricos, a los que gobernaban, a los que infundían miedo con sus fusiles, y eran la causa de que los pobres fuesen pisoteados por los poderosos. Ahora que la gente pobre de Jerez andaba loca de terror, y trabajaba en el campo sin levantar la vista del suelo, y la cárcel estaba llena, y muchos que antes querían tragárselo todo iban a misa para evitar sospechas y persecuciones, ahora empezaba él. Iban a ver los ricos qué fiera habían echado al mundo, por destrozar uno de ellos sus ilusiones.

Lo del contrabando era para entretenerse. Más adelante, cuando recogiesen las cosechas, prendería fuego a los pajares, incendiaría los cortijos, envenenaría los ganados de las dehesas. Los que estaban en la cárcel, esperando el momento del suplicio, Juanón, el Maestrico y los otros desgraciados que morirían en garrote, iban a tener un vengador.

Si encontraba hombres con bastante corazón para seguirle, formaría una partida de a caballo, dejando como un niño de teta a José María el Tempranillo. Por algo conocía la sierra. Ya podían prepararse los ricos. Abriría en canal a los malos, y los buenos sólo podrían salvarse dándole dinero para los pobres.

Exaltábase al desahogar su cólera con estas amenazas. Hablaba de hacerse bandolero, con el entusiasmo que desde la niñez sienten los jinetes rústicos por los aventureros de carretera. Para él, todo hombre ofendido sólo podía buscar su venganza haciéndose ladrón.

– Me matarán – continuaba – pero antes de que me maten, diga usted, padrino, que habré acabao con medio Jerez.

Y el viejo, que participaba de las mismas preocupaciones que el mozo, aprobaba con la cabeza. Hacía bien. De ser él joven y fuerte, tendría un compañero más en la partida.

Rafael ya no volvió. Huía de que el demonio le pusiera enfrente de María de la Luz. Al verla, podía matarla o podía echarse a llorar como un chiquillo.

De vez en cuando, llegaba en busca del señor Fermín alguna gitano viejo, algún mochilero de los que vendían, en cafés y casinos, su exiguo cargamento de tabaco.

– Abuelo, esto es para usted… De parte de Rafaé.

Era dinero que le enviaba el contrabandista y que el viejo entregaba silencioso a su hija. El muchacho jamás se presentaba. De tarde en tarde aparecía en Jerez, y esto bastaba para que el Chivo y otros acólitos del difunto Dupont, se ocultaran en sus casas, evitando el mostrarse en las tabernas y cafetines frecuentados por el contrabandista. ¡Aquel gachó venía con las de Caín, y les guardaba ojeriza, por su antigua amistad con el señorito! Y no es que le tuviesen miedo. Ellos eran valientes… pero de ciudad, y no iban a medirse con un bruto, que se pasaba la semana durmiendo en la sierra con los lobos.

El señor Fermín dejaba transcurrir el tiempo mostrándose insensible a cuanto le rodeaba, a cuanto se decía cerca de él.

Un día, el triste silencio de la ciudad le sacó por unas horas de su anonadamiento. Iban a dar garrote a cinco hombres por la invasión de Jerez. El proceso había marchado de prisa: el castigo era urgente para que las personas de bien se tranquilizasen.

La entrada de los trabajadores rebeldes se abultaba al transcurrir el tiempo, como una revolución llena de horrores. El miedo hacía enmudecer. Los mismos que habían visto desfilar a los huelguistas sin intento alguno de hostilidad por delante de las casas de los ricos, aceptaban en silencio el inaudito castigo.

Se hablaba de dos muertos en aquella noche, uniendo el señorito ebrio con el infeliz escribiente. Fermín Montenegro era perseguido por homicidio; su proceso seguíase aparte, pero nada perdía la sociedad con exagerar los sucesos, poniendo un muerto más en la cuenta de los revolucionarios.

Habían sido condenados muchos a presidio. La sentencia derramaba cadenas con una prodigalidad aterradora sobre el mísero rebaño, que parecía preguntarse con asombro qué era lo que había hecho en aquella noche. De los condenados a muerte, dos eran los asesinos del jovenzuelo del escritorio: los otros tres iban al suplicio en clase de peligrosos, por hablar, por amenazar, por creer fieramente que tenían derecho en el mundo a una parte de felicidad.

Mucha gente guiñaba los ojos con malicia al saber que el Madrileño, el iniciador de la entrada en la ciudad, sólo iba a presidio por algunos años. Juanón y su camarada el de Trebujena esperaban resignados el último suplicio. No querían vivir, les daba asco la vida después de las amargas decepciones de la noche famosa. El Maestrico abría con asombro sus ojos cándidos de doncella, como resistiéndose a creer en la maldad de los hombres. ¡Necesitaban su vida porque era un ser peligroso, porque soñaba con la utopia de que la sabiduría de los menos pasase a ser de la inmensa masa de los infelices, como un instrumento de redención! Y poeta sin conocerlo, su espíritu, encerrado en ruda envoltura, esparcíase con el fuego de la fe, consolando la angustia de sus últimos momentos con la esperanza de que otros llegaban detrás empujando, como él decía, y que esos otros acabarían por arrollarlo todo con la fuerza de la cantidad, como las gotas de agua que forman la inundación. Les mataban porque eran pocos. Algún día serían tantos, que los fuertes, cansados de asesinar, aterrados por la inmensidad de su tarea sangrienta, acabarían por desalentarse, entregándose vencidos.

El señor Fermín no percibió de este suplicio más que el silencio de la ciudad, que parecía avergonzada; el gesto de miedo de los pobres; la sumisión cobarde con que hablaban de los señores.

A los pocos días olvidó por completo este suceso. Llegó una carta a sus manos: era de su hijo, de su Fermín. Estaba en Buenos Aires y le escribía mostrando cierta confianza en su porvenir. Los primeros tiempos eran duros, pero en aquellas tierras, con el trabajo y la constancia, era casi seguro el triunfo, y él abrigaba la certeza de que marcharía adelante.

Desde entonces, el señor Fermín tuvo una ocupación y sacudió el marasmo en que le había sumido el dolor. Escribía a su hijo y esperaba sus cartas. ¡Cuán lejos estaba! ¡Si él pudiese ir allá!..

Otro día le agitó una nueva sorpresa. Sentado al sol, a la puerta de su casa, vio la sombra de un hombre inmóvil junto a él. Levantó la cabeza y dio un grito. ¡Don Fernando!.. Era su ídolo, el buen Salvatierra, pero envejecido, más triste, con la mirada apagada tras las gafas azules, como si pesasen sobre él todas las desgracias y las iniquidades de la ciudad.

Le habían soltado, le dejaban vivir libremente, sabiendo, sin duda, que en ninguna parte encontraría un rincón para hacer su nido; que sus palabras iban a perderse sin eco en el silencio del terror.