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La bodega

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IX

A media tarde llegaron los primeros grupos de trabajadores al inmenso llano de Caulina. Presentábanse como negras bandadas, saliendo de todos los puntos del horizonte.

Unos bajaban de la serranía, otros venían de los cortijos del llano, o de las tierras situadas al otro lado de Jerez, llegando a Caulina después de rodear la ciudad. Los había de los confines de Málaga y de la vecindad de Sanlúcar de Barrameda. El aviso misterioso había volado de los ventorros a los ranchos, por toda la extensa campiña, y cuantos trabajaban en ella acudían presurosos, creyendo llegado el momento de la venganza.

Miraban con ojos feroces a Jerez. El desquite de los pobres estaba próximo, y la ciudad blanca y risueña, la ciudad de los ricos, con sus bodegas y sus millones, iba a arder, iluminando la noche con el esplendor de su ruina.

Se agrupaban los recién llegados a un lado del comino, en la llanura cubierta de matorrales. Los toros que pastaban en ella retirábanse hacia el fondo, como asustados por esta mancha negruzca, que crecía y crecía, alimentada incesantemente con nuevos grupos.

Toda la horda de la miseria acudía a la cita. Eran hombres tostados, enjutos, sin la más leve ondulación de grasa bajo la lustrosa epidermis. Fuertes esqueletos acusando tras la piel de tirante rigidez, sus aristas salientes y sus oquedades oscuras. Cuerpos, en los que era mayor el desgaste que la nutrición, y la ausencia de músculos estaba suplida por los manojos de tendones engruesados por el esfuerzo.

Se cubrían con mantas deshilachadas, llenas de remiendos, que esparcían un olor de miseria, o tiritaban, sin más abrigo que un chaquetón haraposo. Los que habían salido de Jerez para unirse a ellos, se distinguían por sus capas, por su aspecto de obreros de ciudad, más próximos en sus costumbres a los señores que a la gente del campo.

Los sombreros, nuevos y flamantes unos, deformados e incoloros otros, con alas caídas y bordes de sierra, cubrían unos rostros en los que se mostraba toda la gradación del gesto humano, desde la indiferencia abobada y bestial, a la acometividad del que nace bien preparado para la lucha por la vida.

Aquellos hombres recordaban lejanos parentescos animales. Unos tenían la faz prolongada y ósea, con grandes ojos bovinos y el gesto dulce y resignado: eran los hombres-bueyes deseosos de tenderse en el surco, para rumiar sin la más leve idea de protesta, con inmovilidad solemne. Otros mostraban el hocico elástico y bigotudo, los ojos de reflejo metálico de los felinos: eran los hombres-fieras, que se estremecían, dilatando sus narices, como si percibiesen ya el olor de la sangre. Y los más, de cuerpo negro y miembros retorcidos y angulosos como sarmientos, eran los hombres-plantas unidos para siempre a la tierra de donde habían surgido, incapaces de movimiento y de ideas, resignados a morir en el mismo sitio, nutriendo su vida buenamente con lo que desechasen los fuertes.

La agitación de la rebeldía, el apasionamiento de la venganza, el egoísmo de mejorar su suerte, parecían igualarlos a todos, con una semejanza de familia. Muchos, al abandonar su vivienda habían tenido que arrancarse de los brazos de sus mujeres, que lloraban presintiendo el peligro, pero al verse entre los compañeros, erguíanse arrogantes, mirando a Jerez con ojos bravucones, como si fueran a comérsela.

– ¡Vamos! – exclamaban. – ¡Que da ánimo ver tantos probes juntos, dispuestos a hacer una hombrada!..

Eran más de cuatro mil. Al llegar una nueva banda, sus individuos, embozándose en las mantas haraposas para dar mayor misterio a la pregunta, se dirigían a los que aguardaban en el llano.

– ¿Qué hay?..

Y los que oían la pregunta parecían devolverla con la mirada. «Sí; ¿qué hay?» Todos estaban allí, sin saber por qué, ni para qué; sin conocer con certeza quién era el que los convocaba.

Había circulado por el campo la noticia de que aquella tarde, al anochecer, sería la gran revolución, y ellos acudían exasperados por las miserias y persecuciones de la huelga, llevando en la faja una pistola vieja, las hoces, las navajas o las terribles podaderas, que de un solo revés podían hacer saltar una cabeza.

Llevaban algo más: la fe que acompaña a toda muchedumbre en los primeros momentos de rebeldía, la credulidad, que la hace entusiasmarse con las más absurdas noticias, exagerándolas cada cual por su cuenta para engañarse a sí mismo, creyendo que fuerza a la realidad con el peso de sus disparatadas invenciones.

La iniciativa de la reunión, la primera noticia, la creían obra del Madrileño, un joven forastero que había aparecido en el campo de Jerez en plena huelga, enardeciendo a los simples con sus predicaciones sanguinarias. Nadie le conocía, pero era muchacho de gran verbosidad y pájaro de cuenta, a juzgar por las amistades de que hacía gala. Le había enviado Salvatierra, según él decía, para suplirle en su ausencia.

El gran movimiento social que iba a cambiar la faz del mundo, debía iniciarse en Jerez. Salvatierra y otros hombres no menos famosos estaban ya ocultos en lo ciudad, para presentarse en el momento oportuno. Las tropas se unirían a los revolucionarios apenas entrasen éstos en la población.

Y los crédulos, con la viveza imaginativa de su raza, aderezaban la noticia, adornándola con toda clase de detalles. Una confianza ciega se esparcía por los grupos. No iba a correr más sangre que la de la gente rica. Los soldados estaban con ellos; los oficiales también estaban al lado de la revolución. Hasta la guardia civil, tan odiada por los braceros, merecía su simpatía momentáneamente. Los tricornios también se ponían de parte del pueblo. Salvatierra andaba en ello y su nombre bastaba para que todos aceptasen el prodigio sobrenatural.

Los más viejos, los que habían presenciado el levantamiento de Septiembre contra los Borbones, eran los más crédulos y confiados. Ellos habían visto y no necesitaban que nadie les probase las cosas. Los generales sublevados, los jefes de la escuadra, no habían sido más que autómatas, sometidos al poder del grande hombre de aquella tierra. Don Fernando lo había hecho todo: él había sublevado los barcos, él había arrojado los batallones a Alcolea contra las tropas que venían de Madrid. ¿Y lo que hizo por destronar a una reina y preparar el aborto de una República sietemesina, no había de repetirlo cuando se trataba nada menos que de conquistar el pan para los pobres?..

La historia de aquel país, la tradición de la tierra gaditana, provincia de revoluciones, influía en la credulidad de las gentes. Habían visto con tanto facilidad, de la noche a la mañana, derribar tronos y ministerios, y hasta llevar presos a reyes, que nadie dudaba de la posibilidad de una revolución de mayor importancia que las anteriores, pues aseguraría el bienestar de los infelices.

Transcurrieron las horas y comenzaba a ocultarse el sol, sin que la muchedumbre supiese con certeza qué aguardaba y hasta cuándo iba a permanecer allí.

El tío Zarandilla iba de un grupo a otro para satisfacer su curiosidad. Se había escapado de Matanzuela, riñendo con la vieja que quería impedirle el paso, desoyendo los consejos del aperador, que le recordaba que a sus años no estaba para aventuras. Quería ver de cerca lo que era una rigolución de pobres; presenciar el bendito momento (si es que llegaba) en que los trabajadores de la tierra se quedasen con ella por riñones, partiéndola en pequeñas parcelas, poblando las inmensas y deshabitadas propiedades, realizando su ensueño.

Intentaba reconocer a la gente con sus débiles ojos, extrañándose de la inmovilidad de los grupos, de la incertidumbre, de la falta de plan.

– Yo he servío, muchachos – decía; – yo he hecho la guerra, y esto que preparáis ahora es lo mismo que una batalla. ¿Dónde tenéis la bandera? ¿Dónde está el general?..

Por más que giraba en torno de él su mirada turbia, sólo veía grupos de gentes que parecían abobadas por una espera sin término. ¡Ni general, ni bandera!

– Malo, malo – musitaba Zarandilla. – Me paece que me güelvo al cortijo. La vieja tenía razón; esto güele a palos.

Otro curioso iba también de grupo en grupo, oyendo las conversaciones. Era Alcaparrón, con el doble sombrero hundido basta las orejas, moviendo su cuerpo, con femenil contoneo, dentro del traje haraposo. Los gañanes acogíanlo con risas. ¿Él también allí?.. Le darían un fusil cuando entrasen en la ciudad; a ver si se batía con los burgueses como un valiente.

Pero el gitano contestaba a la proposición con exagerados ademanes de miedo. La gente de su raza no gustaba de guerras. ¡Coger él un fusil! ¿Acaso habían visto muchos gitanos que fuesen soldados?..

– Pero robar sí que robarás – le decían otros. – Cuando toque el momento del reparto ¡cómo te vas a poner el cuerpo, gachó!

Y Alcaparrón reía como un mono, frotándose las manos al hablar del saqueo, halagado en sus atávicos instintos de raza.

Un antiguo gañán de Matanzuela le recordó a su prima Mari-Cruz.

– Si eres hombre, Alcaparrón, esta noche podrás vengarte. Toma esta hoz y se la metes en el vientre al granuja de don Luis.

El gitano rehusó la mortífera herramienta, huyendo del grupo para ocultar sus lágrimas.

Comenzaba a anochecer. Los jornaleros, cansados de la espera, se movían, prorrumpiendo en protestas. ¡A ver! ¿quién mandaba allí? ¿Iban a permanecer toda la noche en Caulina? ¿Dónde estaba Salvatierra? ¡Que se presentase!.. Sin él no iban a ninguna parte.

La impaciencia y el descontento hicieron surgir un jefe. Se oyó la voz de trueno de Juanón sobre los gritos de la gente. Sus brazos de atleta se elevaron por encima de las cabezas.

– ¿Pero quién dio la orden para reunirnos?.. ¿El Madrileño? A ver: que venga: que lo busquen.

Los obreros de la ciudad, el núcleo de compañeros de la idea que había salido de Jerez y tenía empeño en volver a entrar con la gente del campo, se agrupó en torno de Juanón, adivinando en él al jefe que iba a unir todas las voluntades.

 

Encontraron, por fin, al Madrileño, y Juanón lo abordó para saber qué hacían allí. El forastero se expresaba con gran verbosidad, pero sin decir nada.

– Nos hemos reunido para la revolución, eso es: para la revolución social.

Juanón daba patadas de impaciencia. ¿Pero y Salvatierra? ¿Dónde estaba don Fernando?.. El Madrileño no le había visto, pero sabía, le habían dicho, que estaba en Jerez aguardando la entrada de la gente. También sabía, o más bien, le habían dicho, que la tropa estaría con ellos. La guardia de la cárcel andaba en el ajo. No había más que presentarse, y los mismos soldados abrirían las puertas, poniendo en libertad a todos los compañeros presos.

El gigantón quedó un momento pensativo, rascándose la frente, como si quisiera ayudar con estos restregones la marcha de su pensamiento embrollado.

– Está bien – exclamó después de larga pausa. – Esto es cuestión de ser hombres, o de no serlo: de meterse en la ciudad, y salga lo que saliere, o de marcharse a dormir.

Brillaba en sus ojos la fría resolución, el fatalismo de los que se resignan a ser conductores de hombres. Echaba sobre él la responsabilidad de una rebelión que no había preparado. Sabía tanto del movimiento sedicioso, como aquella gente que parecía absorta en la penumbra del crepúsculo, sin acertar a explicarse qué hacía allí.

– ¡Compañeros! – gritó imperiosamente. – ¡A Jerez los que tengan riñones! Vamos a sacar de la cárcel a nuestros pobres hermanos… y a lo que se tercie. Salvatierra está allí.

El primero en aproximarse al improvisado caudillo, fue Paco el de Trebujena, el bracero rebelde, despedido de todos los cortijos, que andaba por el campo con su borriquillo vendiendo aguardiente y papeles revolucionarios.

– Yo voy contigo, Juanón, ya que el compañero Fernando nos espera.

– ¡El que sea hombre, y tenga vergüenza, que me siga! – continuó Juanón a grandes gritos, sin saber ciertamente adonde conducir a los compañeros.

Pero a pesar de sus llamamientos a la virilidad y la vergüenza, la mayor parte de los reunidos se hacía atrás instintivamente. Un rumor de desconfianza, de inmensa decepción, elevábase de la muchedumbre. Los más, pasaban de golpe del entusiasmo ruidoso al recelo y al miedo. Su fantasía de meridionales, siempre dispuesta a lo inesperado y maravilloso, les había hecho creer en la aparición de Salvatierra y otros revolucionarios célebres, todos montados en briosos corceles, como caudillos arrogantes e invencibles, seguidos de un gran ejército que surgía milagrosamente de la tierra. ¡Asunto de acompañar a estos auxiliares poderosos en su entrada en Jerez, reservándose la fácil tarea de matar a los vencidos y adjudicarse sus riquezas! Y en vez de esto, les hablaban de entrar solos en aquella ciudad, que se dibujaba en el horizonte, sobre el último resplandor de la puesta del sol y parecía guiñarles satánicamente los ojos rojizos de su alumbrado, como atrayéndolos a una emboscada. Ellos no eran tontos. La vida resultaba dura con su exceso de trabajo y su hambre perpetua; pero peor era morir. ¡A casa! ¡a casa!..

Y los grupos comenzaron a desfilar en dirección opuesto a la ciudad; a perderse en la penumbra, sin querer oír los insultos de Juanón y los más exaltados.

Estos, temiendo que la inmovilidad facilitase las deserciones, dieron la orden de marcha.

– ¡A Jerez! ¡A Jerez!..

Emprendieron el camino. Eran unos mil; los obreros de la ciudad, y los hombres-fieras, que habían ido a la reunión oliendo sangre y no podían retirarse, como si les empujase un instinto superior a su voluntad.

Al lado de Juanón, entre los más animosos, marchaba el Maestrico, aquel muchacho que pasaba las noches en la gañanía, enseñándose a leer y escribir.

– Creo que vamos mal – decía a su vigoroso compañero. – Marchamos a ciegas. He visto hombres que corrían hacia Jerez, para avisar nuestra llegada. Nos esperan; pero no para nada bueno.

– Tú te cayas, Maestrico– repuso imperiosamente el caudillo, que, orgulloso de su cargo, acogía como una irreverencia la menor objeción. – Te cayas; eso es. Y si tienes miedo, te najas como los otros. Aquí no queremos cobardes.

– ¡Yo cobarde! – exclamó con sencillez el muchacho. – Adelante, Juanón. ¡Pa lo que vale la vida!..

Marchaban silenciosos, con la cabeza baja, como si fuesen a embestir a la ciudad. Trotaban cual si deseasen salir lo antes posible de la incertidumbre que les acompañaba en su carrera.

El Madrileño explicaba su plan. A la cárcel seguidamente: a sacar a los compañeros presos. Allí se les uniría la tropa. Y Juanón, como si no se pudiera ordenar nada que no fuese por su voz, repetía a gritos:

– ¡A la cárcel, muchachos! ¡A salvar a nuestros hermanos!

Dieron un largo rodeo para entrar en la ciudad por una callejuela, como si les avergonzase pisar las vías anchas y bien iluminadas. Muchos de aquellos hombres habían estado en Jerez muy contadas veces, desconocían las calles y seguían a sus conductores con la docilidad de un rebaño, pensando con inquietud en el modo de salir de allí si les obligaban a escapar.

La avalancha negra y muda avanzaba con sordo tropel de pasos que conmovía el piso. Cerrábanse las puertas de las casas, apagábanse las luces en las ventanas. Desde un balcón los insultó una mujer.

– ¡Canallas! ¡Gentuza ordinaria! ¡Ojalá os ahorquen, que es lo que merecéis!..

Y en los guijarros del pavimento, resonó el choque de una vasija de barro rompiéndose, sin que los fragmentos alcanzasen a nadie. Era la Marquesita, que desde el balcón del ganadero de cerdos, indignábase contra aquella gentuza, antipática por su ordinariez, que osaba amenazar a las personas decentes.

Sólo unos pocos levantaron la cabeza: Los demás siguieron adelante, insensibles a la ridícula agresión, deseando llegar cuanto antes al encuentro de los amigos. Los que eran de la ciudad reconocieron a la Marquesita, y al alejarse contestaron sus insultos con palabras tan clásicas como impúdicas. ¡Pero qué punta aquella! De no ir de prisa, la hubieran dado una zurra por debajo de las enaguas…

La columna sufrió cierto reflujo al subir la cuesta que conducía a la plaza de la Cárcel: el sitio de peor sombra de la ciudad. Muchos de los rebeldes se acordaban de los camaradas de La Mano Negra: allí les habían dado garrote.

La plaza estaba solitaria: el antiguo convento convertido en cárcel tenía cerradas todas sus aberturas, sin una luz en las rejas. Hasta el centinela se había ocultado detrás del gran portón.

Detúvose la cabeza de la columna al entrar en la plaza, resistiendo el empujón de los que venían detrás. ¡Nadie! ¿Quién iba a ayudarles? ¿Dónde estaban los soldados que debían unirse a ellos?..

No tardaron en saberlo. De una reja baja partió una llama fugaz, una línea roja disolviéndose en humo. Un trallazo enorme y seco conmovió la plaza. Después, otro y otro, hasta nueve, que a la gente, inmóvil por la sorpresa, le parecieron infinitos en número. Era la guardia, que hacía fuego antes de que ellos se pusieran delante de los fusiles.

La sorpresa y el terror dieron a algunos un cándido heroísmo. Avanzaban gritando, con los brazos abiertos.

– ¡No tiréis, hermanos, que nos han vendío!.. ¡Hermanos: que no venimos por la mala!..

Pero los hermanos eran duros de oreja, y seguían tirando. De pronto se inició en la turba el pavor de la fuga. Corrieron todos cuesta abajo, cobardes y valientes, empujándose unos a otros, atropellándose, como si les azotasen las espaldas aquellos disparos que seguían conmoviendo la plaza desierta.

Juanón y los más enérgicos, contuvieron al doblar una esquina el torrente de hombres. Los grupos se rehicieron: pero más pequeños, menos compactos. Ya no eran más que unos seiscientos hombres. El crédulo caudillo blasfemaba con voz sorda.

– A ver: que venga el Madrileño: que nos explique esto.

Pero fue inútil buscarle. El Madrileño había desaparecido en la dispersión, se había ocultado en las callejuelas al sonar los disparos, como todos los que conocían la ciudad. Sólo quedaban al lado de Juanón los que eran de la sierra y marchaban a tientas por las calles, asombrados de ir de un lado a otro, sin ver a nadie, como si la ciudad estuviese deshabitada.

– Ni Salvatierra está en Jerez, ni sabe nada de esto – dijo el Maestrico a Juanón. – Me paece que nos la han dao.

– Lo mismo creo – contestó el atleta. – ¿Y qué vamos a jacer? Ya que estamos aquí, vámonos al centro de Jerez, a la calle Larga.

Emprendieron una marcha en desorden por el interior de la ciudad. Lo que les tranquilizaba, infundiéndoles cierto valor, era no encontrar obstáculos ni enemigos. ¿Dónde estaba la guardia civil? ¿Por qué se ocultaba la tropa? El hecho de permanecer encerrada en sus acuartelamientos, dejando la ciudad en poder de ellos, les infundía la absurda esperanza de que aún era posible la aparición de Salvatierra, al frente de las tropas sublevadas.

Llegaron sin ningún obstáculo a la calle Larga. Ninguna precaución a su llegada. La vía estaba limpia de transeúntes; pero en los casinos los balcones mostrábanse iluminados; los pisos bajos no tenían otro cierre que las cancelas de cristales.

Los rebeldes pasaban ante las sociedades de los ricos lanzándolas miradas de odio, pero sin detenerse apenas. Juanón esperaba un arrebato de cólera del rebaño miserable: hasta se preparaba a intervenir con su autoridad de jefe para aminorar la catástrofe.

– ¡Esos son los ricos! – decían en los grupos.

– Los que nos engordan con gazpachos de perro.

– Los que nos roban. ¡Míalos cómo se beben nuestra sangre!..

Y después de una breve detención, seguían su desfile apresuradamente, como si fuesen a alguna parte y temieran llegar con retraso.

Empuñaban las terribles podaderas, las hoces, las navajas… ¡Que saliesen los ricos y verían cómo rodaban sus cabezas sobre el adoquinado! Pero había de ser en la calle, pues todos ellos sentían cierta repugnancia a empujar las cancelas, como si los cristales fuesen un muro infranqueable.

Los largos años de sumisión y cobardía pesaban sobre la gente ruda al verse frente a sus opresores. Además, les intimidaba la luz de la gran calle, sus anchas aceras con filas de faroles, el resplandor rojo de los balcones. Todos formulaban mentalmente la misma excusa para disculpar su debilidad. ¡Si pillasen en campo raso a aquella gente!..

Al pasar frente al Círculo Caballista, aparecieron tras los cristales varias cabezas de jóvenes. Eran señoritos que seguían con inquietud mal disimulada el desfile de los huelguistas. Pero al verles pasar de largo, mostraron cierta ironía en sus ojos, recobrando la confianza en la superioridad de su casta.

– ¡Viva la Revolución Social! – gritó el Maestrico, como si le doliese pasar silencioso ante el nido de los ricos.

Los curiosos desaparecieron, pero al ocultarse reían, causándoles la aclamación gran regocijo. ¡Mientras se contentasen con gritar!..

Llegaron en su marcha sin objeto a la plaza Nueva, y al ver que el jefe se detenía, agrupáronse en torno de él, con la mirada interrogante.

– ¿Y ahora qué hacemos? – preguntaron con inocencia. – ¿Adónde vamos?

Juanón ponía un gesto feroz.

– Podéis diros donde queráis; ¡pa lo que hacemos!.. Yo a tomar el fresco.

Y arrebujándose en la manta, apoyó la espalda en la columna de un farol, quedando inmóvil, en una actitud que revelaba desaliento.

La gente se esparció, dividiéndose en pequeños grupos. Improvisábanse jefes, guiando cada uno a los camaradas en distinta dirección. La ciudad era suya: ¡ahora comenzaba lo bueno! Aparecía el instinto atómico de la raza, incapaz de acometer nada en conjunto, privada del valor colectivo, y que únicamente se siente fuerte y emprendedora cuando cada individuo puede obrar por inspiración propia.

La calle Larga se había oscurecido: los casinos estaban cerrados. Después de la ruda prueba sufrida por los ricos, viendo pasar el desfile amenazante, temían éstos un reculón de la fiera, arrepentida de su magnanimidad, y todas las puertas se cerraban.

Un grupo numeroso se dirigió al teatro. Allí estaban los ricos, los burgueses. Había que matarlos a todos: un drama de verdad. Pero al llegar los jornaleros ante la puerta iluminada, detuviéronse con un temor que tenía algo de religioso. Nunca habían entrado allí. El aire, caliente, cargado de emanaciones de gas, y el rumor de innumerables conversaciones que se escapaban por las rendijas de la cancela, intimidábanles como la respiración de un monstruo oculto tras las cortinas rojas del vestíbulo.

 

¡Que salieran! ¡que salieran y sabrían lo que era bueno!.. ¿Pero, entrar allí?..

Asomaron a la puerta varios espectadores, atraídos por la noticia de la invasión que llenaba las calles. Uno de ellos, con capa y sombrero de señorito, osó avanzar hasta aquellos hombres envueltos en mantas, que formaban un grupo frente al teatro.

Cayeron sobre él, rodeándolo, con las podaderas y las hoces en alto, mientras los otros espectadores huían, refugiándose en el teatro. ¡Ya tenían, por fin, lo que buscaban! Era el burgués, el burgués ahíto, al que había que sangrar, para que devolviese al pueblo toda la substancia que había sorbido…

Pero el burgués, un joven robusto, de mirada tranquila y franca, les contuvo con un gesto.

– ¡Eh, compañeros! ¡Que soy un trabajador como vosotros!

– Las manos: a ver las manos – rugieron algunos braceros, sin abatir sus armas amenazantes.

Y por entre los embozos de la capa, aparecieron unas manos fuertes, cuadradas, con las uñas roídas por el trabajo. Uno tras otro, iban aquellos hombres acariciando las palmas, apreciando sus duricias. Tenía callos: era de los suyos. Y las armas amenazadoras volvían a ocultarse bajo las mantas.

– Sí, soy de los vuestros – siguió diciendo el joven. – Soy carpintero, pero me gusta vestir como los señoritos, y en vez de pasar la noche en la taberna, la paso en el teatro. Cada cual tiene sus aficiones…

Esta decepción causó tal desaliento en los huelguistas, que muchos de ellos se retiraron. ¡Cristo! ¿dónde se ocultaban los ricos?..

Marchaban por las calles anchas y por las callejuelas apartadas, en pequeños grupos, deseando encontrar a alguien, para que les enseñase las manos. Era el mejor medio de reconocer a los enemigos del pobre. Pero ni con callos ni sin ellos, encontraban a nadie ante su paso.

La ciudad parecía desierta. La gente, viendo que la fuerza armada seguía oculta en los cuarteles, corría a encerrarse en sus casas, exagerando la importancia de la invasión, creyendo que eran millones de hombres los que ocupaban las calles y los alrededores de la ciudad.

Un grupo de cinco braceros tropezó en una calleja con un señorito. Eran de los más feroces de la banda; hombres que sentían una impaciencia homicida, al ver que transcurrían las horas sin que corriese la sangre.

– Las manos; enséñanos las manos – rugieron rodeándole, elevando sobre su cabeza las cuchillas cuadradas y relucientes.

– ¡Las manos! – contestó de mal humor el joven, desembozándose. – ¿Y por qué he de enseñarlas? No me da la gana.

Pero uno de ellos le agarró los brazos con sus zarpas, y de un violento tirón, le hizo enseñar las manos.

– ¡No tié callos! – exclamaron con lúgubre alegría.

Y se hicieron un paso atrás, como para caer sobre él con mayor ímpetu. Pero les detuvo la serenidad del joven.

– No tengo callos, ¿y qué? Pero soy un trabajador como vosotros. Tampoco los tiene Salvatierra, ¡y para que seáis más revolucionarios que él!..

El nombre de Salvatierra pareció detener en lo alto las pesadas cuchillas.

– Dejad al muchacho – dijo a espaldas de ellos la voz de Juanón. – Yo le conozco y respondo de él. Es el amigo del compañero Fernando; es de la idea.

Aquellos bárbaros abandonaron a Fermín Montenegro con cierta pena, viendo malogrado su placer. La presencia de Juanón les imponía respeto. Además, por el fondo de la calleja avanzaba otro joven. Aquel no sería de la idea; algún retoño de burgués, que se retiraba a su casa.

Mientras Montenegro agradecía a Juanón su oportuna presencia, que le salvaba de la muerte, verificábase un poco más allá el encuentro de los braceros con el transeúnte.

– Las manos, burgués; enséñanos las manos.

El burgués era un adolescente pálido y desmedrado, un muchacho de dieciséis años, con el traje raído, pero con gran cuello y vistosa corbata; el lujo de los pobres. Temblaba de miedo al enseñar sus pobres manos finas y anémicas, manos de escribiente encerrado a las horas de sol en la jaula de una oficina. Lloraba, al excusarse con palabras entrecortadas, mirando las podaderas con ojos de terror, como si le hipnotizase el frío del acero. Venía del escritorio… había velado… estaban en el trabajo del balance…

– Gano dos pesetas, señores… dos pesetas. No me peguen… me iré a casa; mi madre me espera… ¡aaay!..

Fue un alarido de dolor, de miedo, de desesperación, que conmovió toda la calle. Un aullido espeluznante, al mismo tiempo que estallaba algo como una olla rota, y el joven caía de espaldas en el suelo.

Juanón y Fermín, estremecidos de horror, corrieron hacia el grupo, viendo en el centro de él al muchacho, con la cabeza en un charco negro que crecía y crecía, y las piernas estirándose y contrayéndose con el estertor agónico. Una podadera le había abierto el cráneo, rompiendo los huesos.

Los brutos parecían satisfechos de su obra.

– Mialo – decía uno de ellos. – ¡El aprendiz de burgués! Se muere como un pollo… Ya vendrán luego los maestros.

Juanón prorrumpió en blasfemias. ¿Esto era todo lo que sabían hacer? ¡Cobardes! Habían pasado ante los casinos, donde estaban los ricos, los verdaderos enemigos, sin ocurrírseles más que dar voces, temiendo romper los cristales que eran su única defensa. Sólo servían para asesinar a un niño, a un trabajador como ellos, a un pobre zagal de escritorio, que ganaba dos pesetas y tal vez mantenía a su madre.

Fermín llegó a temer que el atleta cayese navaja en mano sobre sus compañeros.

– ¡Aonde ir con estos brutos! – rugía Juanón. – Premita Dios u el demonio que nos cojan a todos y nos ajorquen… Y a mí el primero, por bestia; por haber creído que servíais pa algo.

El desdichado hombretón se alejó, queriendo evitar un choque con sus feroces camaradas. Estos escaparon también, como si las palabras del jayán les hubiesen devuelto la razón.

Montenegro, al verse solo frente al cadáver, tuvo miedo. Comenzaban a crujir algunas ventanas después de la fuga precipitada de los matadores y huyó, temiendo que le sorprendiesen los vecinos junto al muerto.

No se detuvo en su fuga hasta llegar a las calles grandes. Allí creía estar mejor guardado de las fieras sueltas, que iban exigiendo que las enseñasen las manos.

Al poco rato pareciole que la ciudad despertaba. Sonó a lo lejos un estruendo que hacía temblar el suelo, y poco después pasó al trote un escuadrón de lanceros por la calle Larga. Luego, al extremo de ésta, brillaron las hileras de bayonetas y avanzó la infantería con rítmico paso. Las fachadas de las grandes casas parecían alegrarse abriendo de golpe sus puertas y balcones.

La fuerza armada extendíase por toda la ciudad. La luz de los faroles hacía brillar los cascos de los jinetes, las bayonetas de los infantes, los tricornios charolados de la guardia civil. En la penumbra se destacaban las manchas rojas de los pantalones de la tropa y los correajes amarillos de los guardias.

Los que habían contenido en el encierro a estas fuerzas, creían llegado el momento de esparcirlas. Durante algunas horas, la ciudad se había entregado, sin resistencia, fatigándose en una monótona espera por la parsimonia de los rebeldes. Pero ya había corrido la sangre. Bastaba un solo cadáver, el cadáver que justificaría las crueles represalias, para que despertase la autoridad de su sueño voluntario.

Fermín pensaba, con honda tristeza, en el infeliz escribiente, tendido allá en la callejuela, víctima explotada hasta en su muerte, que facilitaba el pretexto buscado por los poderosos.

Comenzó por todo Jerez la cacería de hombres. Pelotones de guardia civil y de infantería de línea, guardaban inmóviles la entrada de las calles, mientras la caballería y fuertes patrullas de a pie ojeaban la ciudad, deteniendo a los sospechosos.

Fermín iba de un lado a otro sin encontrar obstáculos. Su exterior era de señorito, y la fuerza armada sólo daba caza a las mantas, a los sombreros de campo, a los chaquetones rudos; a todos los que tenían aspecto de trabajadores. Montenegro los veía pasar en fila, camino de la cárcel, entre las bayonetas y las grupas de los caballos, unos abatidos, como si les sorprendiese la aparición hostil de la fuerza armada «que había de unirse a ellos»: otros, asombrados, no comprendiendo cómo las cuerdas de presos despertaban tal alegría en la calle Larga, cuando habían desfilado por ella horas antes como triunfadores, sin permitirse el menor atropello.