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La bodega

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Avanzó. Sus pies tropezaron con unas arpilleras y sobre ellas un cuerpo. Al arrodillarse para ver mejor, adivinó por el tacto, más bien que por los ojos, a María de la Luz, que se había refugiado allí. Sin duda la repugnaba ocultarse en su propia habitación, en tan vergonzoso estado.

Al contacto de las manos de Luis, pareció despertar aquella carne sumida en el sopor de la embriaguez. Se revolvió el cuerpo adorable, brillaron sus ojos un momento, pugnando por mantenerse abiertos, y algo murmuró la boca ardorosa junto al oído del señorito. Éste creyó escuchar:

– Rafaé… Rafaé…

Pero no dijo más.

Los brazos desnudos se cruzaron sobre el cuello de Luis.

María de la Luz caía y caía en el agujero negro de la inconsciencia, y al caer se agarraba con desesperación a este sostén, concentrando en ello toda su voluntad, dejando el resto de su cuerpo en insensible abandono.

VIII

A principios de Enero, la huelga de los trabajadores se había extendido por todo el campo de Jerez. Los gañanes de los cortijos hacían causa común con los viñadores. Los dueños de los campos, como en los meses de invierno no eran importantes los trabajos agrícolas, sobrellevaban sin impaciencia el conflicto.

– Ya se rendirán – decían. – El invierno es duro y el hambre mucha.

En las viñas, el cuidado de las cepas se hacía por los capataces y los braceros más allegados al dueño, arrostrando la indignación de los huelguistas, que les tachaban de traidores, amenazándolos con venganzas colectivas.

La gente rica, a pesar de sus arrogancias, revelaba cierto miedo. Como era costumbre en ella, había hecho hablar a los periódicos de Madrid de la huelga de Jerez, ennegreciéndola con sombríos colores, hinchándola, como si fuese una calamidad nacional.

Se censuraba a los gobernantes por su abandono, pero con tales arrebatos de urgencia, que no parecía sino que cada rico estaba sitiado en su casa, defendiéndose a tiros contra una muchedumbre famélica y feroz. El gobierno, como de costumbre, había enviado fuerza armada para cortar los lamentos de estos pordioseros de autoridad y llegaron a Jerez nuevas fuerzas de guardia civil, dos compañías de infantería de línea y un escuadrón que se unió a los jinetes del depósito de sementales.

Las personas decentes, como las llamaba Luis Dupont, sonreían con beatitud al ver en las calles tantos pantalones rojos. En sus oídos sonaba como la mejor de las músicas el arrastre de los sables por las aceras, y al entrar en sus casinos se les ensanchaba el alma viendo en torno de las mesas los uniformes de los oficiales.

Los que semanas antes aturdían al gobierno con sus lamentaciones, como si fuesen a morir degollados por aquellas turbas que permanecían en la campiña, con los brazos cruzados, sin atreverse a entrar en Jerez, mostrábanse ahora arrogantes y jactanciosos hasta la crueldad. Se reían del gesto fosco de los huelguistas, de sus ojos, que tenían el estrabismo malsano del hambre y la desesperación.

Además, las autoridades creían llegado el momento de imponerse por el miedo, y la guardia civil prendía a los que figuraban al frente de las asociaciones obreras. Todos los días ingresaba gente en la cárcel.

– Pasan ya de cuarenta los que están a la sombra – decían los mejor informados en las tertulias.

– Cuando sean cien o doscientos, esto quedará como una balsa de aceite.

A media noche, los señores, al salir del casino, encontraban mujeres arrebujadas en raídos mantones o con la falda a la cabeza, que les tendían la mano.

– Señor, que no comemos… Señor, que nos mata la jambre… Tengo tres churumbeles, y mi marío, con esto de la juelga, no trae pan a casa.

Los señores reían, apresurando el paso. Que les diesen pon Salvatierra y los otros predicadores. Y miraban con simpatía casi amorosa a los soldados que pasaban por la calle.

– ¡Mardito seáis ustedes, señoritos! – rugían las míseras hembras en su desesperación. – Quiera Dios que algún día mandemos los probes…

Fermín Montenegro contemplaba tristemente el curso de esta lucha sorda, que había de terminar forzosamente con algo ruidoso; pero de lejos, rehuyendo el trato con los rebeldes, ya que no estaba en Jerez su maestro Salvatierra. Callaba también en el escritorio, cuando en su presencia manifestaban los amigos de don Pablo los crueles deseos de una represión que atemorizase a los trabajadores.

Desde que había vuelto de Málaga, su padre no le veía una sola vez que no le recomendase la prudencia. Debía callar; al fin, ellos comían el pan de los Dupont, y no era noble el unirse con los desesperados, aunque éstos se quejasen con harto motivo. Además, para el señor Fermín, todas las aspiraciones humanas se resumían en don Fernando Salvatierra, y éste se hallaba ausente. Lo retenían en Madrid sometido a una continua vigilancia para que no volviese a Andalucía. Y el capataz de Marchamalo, faltando su don Fernando, consideraba la huelga desprovista de interés, y a los huelguistas como un ejército sin caudillo y sin bandera; una horda que forzosamente había de ser diezmada y sacrificada por los ricos.

Fermín obedeció a su padre, manteniéndose en una reserva prudente. Dejaba sin respuesta las pullas de los compañeros de escritorio que, conociendo su amistad con Salvatierra, para adular al amo se burlaban de los rebeldes. Evitaba presentarse en la plaza Nueva, donde se reunían en grupos los huelguistas de la ciudad, inmóviles, silenciosos, siguiendo con miradas de odio a los señores que intencionadamente pasaban por allí con la cabeza alta y una expresión de reto en los ojos.

Montenegro dejó de pensar en la huelga, atraído por otros asuntos de mayor interés.

Un día, al salir de su escritorio para ir a comer en la casa donde estaba de huésped, encontró al aperador de Matanzuela.

Rafael parecía esperarle apoyado en una esquina de la plazoleta, cuyo frente ocupaban las bodegas de Dupont. Fermín no le había visto en mucho tiempo. Lo encontraba algo desfigurado; con las facciones enjutas y los ojos hundidos en un cerco oscuro. Su traje de campo estaba sucio de polvo; lo llevaba con descuido, como si olvidase aquella arrogancia que le hacía ser considerado como el más elegante y majo de los jinetes rústicos.

– ¿Pero estás enfermo, Rafael? ¿Qué te pasa? – exclamó Montenegro.

– Penas – dijo lacónicamente el aperador.

– El domingo pasado no te vi en Marchamalo; y el otro tampoco. ¿Es que estás de morros con mi hermana?..

– Tengo que hablar contigo, pero mu largo, ¡mu largo! – dijo Rafael.

Allí en la plaza no podía ser; en la casa de huéspedes tampoco, pues lo que el aperador quería decirle era para guardarse en secreto.

– Está bien – dijo Fermín bromeando, al adivinar que se trataba de penas de enamorado. – Pero como yo he de comer, ¡criatura triste! nos iremos a casa del Montañés y allí desembucharás todas esas penillas que te ahogan, mientras yo hago por la vida.

En el colmado del Montañés, al pasar frente al cuarto más grande del establecimiento, oyeron rasgueos de guitarra, palmas y gritos de mujeres.

– Es el señorito Dupont – les dijo el camarero – que está con unos amigos y una jembra magnífica que se ha traído de Sevilla. Ahora empieza la juerga… ¡hay tela cortada lo menos hasta mañana!

Los dos amigos buscaron el cuarto más lejano para que el estrépito de la fiesta no interrumpiese su conversación.

Montenegro encargó su comida, y el criado puso la mesa en aquel cuartucho, que olía a vino, y, por lo menguado, parecía un camarote. Poco después volvió con una gran batea llena de cañas. Era un obsequio de don Luis.

– El señorito – dijo el camarero – se ha enterado de que están aquí, y les envía esto. Además, pueden ustedes tomar lo que gusten; todo está pagado.

Fermín le encargó anunciase a don Luis que pasaría a verle así que terminase su comida, y cerrando la puerta del camarote se quedó solo con Rafael.

– Vamos, hombre – dijo señalándole los platos: – ponte de eso.

– Yo no como – contestó Rafael.

– ¿Que no comes? Vaya… pasarás del aire como todos los enamorados… ¿Pero beber sí que beberás?

Rafael hizo un gesto, como extrañando lo superfluo de la pregunta. Y sin levantar la vista de la mesa, comenzó a apurar rabiosamente las cañas que tenía delante.

– Fermín – dijo de pronto mirando a su amigo con los ojos enrojecidos. – Yo estoy loco… loco perdío.

– Ya lo veo – contestó Montenegro flemáticamente, sin dejar de comer.

– Fermín; paece que un demonio me sopla a la oreja las mayores barbaridades. Si tu padre no fuese mi padrino, y si tú, no fueses tú, hace días que habría matao a tu hermana, a María de la Lú. Te lo juro por esta, por mi mejor compañera, por la única herencia de mi padre.

Y abriendo con gran estrépito de muelles una navaja de cachas viejas, besaba ferozmente la tersa hoja, con dibujos coloreados por el óxido rojizo.

– Hombre, ya será algo menos – dijo Montenegro mirando fijamente a su amigo.

Había dejado caer el tenedor, y una nubecilla roja pasó por su frente. Pero este gesto hostil sólo duró un instante.

– ¡Bah! – añadió – sí que estás loco, y más lo está el que te haga caso.

Rafael rompió a llorar. Por fin, sus ojos podían dar paso a las lágrimas que se agolpaban a ellos, y deslizándose por sus mejillas caían en el vino.

– Es verdá, Fermín, estoy loco. Suelto bravatas y… na: soy un mandria. Mira cómo estaré, que un zagal me pegaría. ¿Qué he de matar yo a Mariquita? Ojalá tuviera entrañas negras para eso. Después me matarías tú, y toos descansaríamos.

El rasgueo lejano de la guitarra y las voces que cortaban su ritmo, jaleando el taconeo de una bailaora, parecían acompañar la caída de las lágrimas del mocetón.

– Pero, vamos a ver – exclamó Fermín con impaciencia. – ¿Qué es todo eso? Habla, y cesa de llorar, que pareces una beata en la procesión del Santo Entierro. ¿Qué te pasa con Mariquita?..

 

– ¡Que no me quiere! – gritó el aperador con acento desesperado. – ¡Que ya no me hace caso! ¡Que hemos roto y no quié verme!..

Montenegro sonrió. ¿Y eso era todo? ¡Riñas de novios; caprichitos de muchacha, que se enfada para animar la monotonía de un largo noviazgo! Ya pasaría el mal viento. Él conocía aquello de oídas. Se expresaba con su escepticismo de joven práctico, a la inglesa, como él decía, enemigo de los amoríos ideales que duraban años y eran una de las tradiciones de la tierra. A él no se le había conocido noviazgo alguno en Jerez. Se contentaba con tomar lo que podía, buenamente, de vez en cuando, para satisfacción de sus deseos.

– Eso lo agradece siempre el cuerpo – continuó. – Pero relaciones por lo fino, con suspiros, penas y celillos, ¡eso nunca! Necesito el tiempo para otras cosas.

Y Fermín, con tono zumbón, intentaba consolar a su amigo. Aquella mala racha pasaría. ¡Caprichos de mujeres, que se ponen de morros y fingen enfado para que las quieran más! El día en que menos lo pensase, vería a María de la Luz ir hacia él, diciendo que todo había sido una broma, para poner a prueba su cariño, y que lo quería más que antes.

Pero el mocetón movía la cabeza negativamente.

– No; no me quiere. Esto se acabó y yo voy a morir.

Relataba a Montenegro cómo habían terminado sus amores. Ella le llamó una noche para hablar en la reja, y con una voz y un gesto, cuyo recuerdo aún estremecía al pobre mozo, le anunció que todo había acabado entre los dos. ¡Cristo; qué noticia para recibirla así, de sopetón!

Rafael se agarró a los hierros para no caer. Después hubo de todo: súplicas, amenazas, lloros; pero ella se mantenía inflexible, con una sonrisa que daba miedo, negándose a continuar los amoríos. ¡Ah, las mujeres!..

– Sí, hijo mío – decía Fermín. – Unas arrastrás. Aunque se trate de mi hermana, no hago excepción. Por eso tomo yo de ellas lo que necesito y rehuyo el trato… ¿Pero qué excusa te daba Mariquita?..

– Que ya no me quiere; que se ha apagao de repente el aquel que me tenía. Que no siente por mi ni una miaja de afecto y no quiere mentir fingiendo cariño… ¡Como si un querer pudiera apagarse de pronto, lo mismo que una luz!..

Rafael recordaba el final de su última entrevista. Cansado de suplicar, de llorar agarrado a la reja, de arrodillarse como un chiquillo, la desesperación le había hecho prorrumpir en amenazas. ¡Que le perdonase Fermín! pero en aquel momento se sintió capaz del crimen. La muchacha, cansada de sus ruegos, asustada de sus maldiciones, acabó por cerrar de golpe la ventana. ¡Y hasta ahora!

Dos veces había ido de día a Marchamalo con la excusa de ver al señor Fermín; pero María de la Luz escondíase, apenas adivinaba su caballo galopando por la carretera.

Montenegro le oía pensativo.

– ¿Tendrá otro novio? – dijo. – ¿Se habrá enamorado de alguien?

– No; eso no – se apresuró a responder Rafael, como si esta convicción le sirviese de consuelo. – Lo mismo pensé en el primer momento y me vi ya metío en la cárcel de Jerez y luego en presidio. Al que me quite a mi Mariquilla de la Lú, lo mato. Pero ¡ay! que no me la quita nadie: que es ella la que se va… He pasao los días vigilando de lejos la torre de Marchamalo. ¡Las copas que llevo bebías en el ventorro de la carretera y que se me golvían veneno al ver bajar o subir a alguien la cuesta de la viña!.. He pasao las noches tendido entre las cepas, con la escopeta al lado, dispuesto a meterle un puñao de postas en el vientre al primero que se acercase a la reja… Pero no he visto más que a los mastines. La reja cerrá. Y entretanto, el cortijo de Matanzuela anda desgobernao, aunque mardita la falta que hago yo con esto de la huelga. Nunca estoy allí: el pobre Zarandilla se lo carga too; si lo supiera el amo, me despedía. Sólo tengo ojos y oídos para celar a tu hermana y sé que no hay noviazgo, que no quiere a nadie. Casi estoy por decirte que aun me tiene algo de ley, ¡mira tú si soy tonto!.. Pero la mardita huye de verme, y dice que no me quiere.

– ¿Pero tú la has hecho algo, Rafael? ¿No estará enfadada por alguna ligereza tuya?

– No: eso tampoco. Soy más inocente que el niño Jesú y el cordero que lleva al lao. Desde que tengo relaciones con tu hermana, que no miro a una moza. Toas me parecen feas, y Mariquilla lo sabe. La última noche que hablé con ella, cuando yo le pedía que me perdonase, sin saber por qué, y le preguntaba si la había ofendío en algo, la pobrecita lloraba como la Malaena. Bien sabe tu hermana que yo no la he fartao en tanto como esta uña. Ella misma lo decía: «¡Pobre Rafaé! ¡Tú eres bueno! Olvídame: serías infeliz conmigo». Y me cerró la ventana…

El mocetón gemía al decir esto, mientras su amigo, que había acabado de comer, apoyaba pensativo su frente en una mano.

– Pues, hijo – murmuró Fermín. – No entiendo este jeroglífico. Mariquilla te deja y no tiene otro novio: te compadece, te dice que eres bueno, mostrando que aun te tiene algún querer, y te cierra la ventana. ¡El demonio que entienda a las mujeres! ¡Y qué mala alma tienen a veces las condenadas!..

Aumentó el estrépito en el cuarto de la juerga, y una voz de mujer, aguda, de un temblor metálico, llegó hasta los dos amigos.

 
Me dejó… ¡mala gitana!
Cuando yo más la quería…
 

Rafael no pudo oír más. La poesía popular le arañaba el alma con su ingenua tristeza. Rompió a llorar con gemidos de niño, como si la copla fuese su historia: como si la hubiesen compuesto luego de ser despedido él de aquella reja, donde estaba la felicidad de su vida.

– ¿Oyes, Fermín? – dijo entre suspiros. – Ese, soy yo. Me ocurre lo que al pobresito de la copla. Se le tiene compasión a un perrito de cría, se le quiere, no se le deja, sus chillidos inspiran lástima, y yo, que soy un hombre, una criatura de Dios, ¡a la calle! ¡si te quise, ya no te quiero! ¡a reventar de pena!.. ¡Cristo! ¡Paece mentira que aún no me haya muerto!..

Quedaron en silencio largo rato. Abstraídos en sus pensamientos, ya no oían el estrépito de la juerga, la voz femenil que seguía entonando coplas.

– Fermín – dijo de pronto el aperador. – Tú eres el único que lo puee arreglar todo.

Por esto le había esperado a la salida del escritorio. Conocía su gran influencia sobre la familia. María de la Luz le respetaba más que a su padre, y se hacía lenguas de su sabiduría.

La educación en Inglaterra, y los elogios del capataz, que veía en su hijo una inteligencia casi tan grande como la de su maestro, influían en la muchacha, ingiriendo en su afecto fraternal una gran dosis de admiración. Rafael no se atrevía a hablar al padrino: le tenía miedo. Pero de Fermín lo esperaba todo, y se confiaba a él.

– Lo que tú le digas que haga, eso hará… Ferminillo, no me abandones, protégeme. Tú eres mi patrón; quisiera ponerte en un altar y encenderte velas y rezarte una letanía. Fermín; santito mío: no me dejes, defiéndeme. Ablanda aquel peñasco, de corazón; agárrame, porque si no, me caigo y voy a presidio o a la casa de los locos.

Montenegro se burló de las exageraciones lloriqueantes de su amigo.

– Está bien, hombre: se hará lo que se pueda, pero no llores más, ni sueltes esas oraciones, que pareces don Pablo, mi principal, cuando le hablan de Dios. Veré a Mariquita: le hablaré de ti: le diré a la muy indina lo que merece. ¿Qué; estás ya contento?..

Rafael limpiábase los lagrimones, y sonreía con sencillez infantil, mostrando sus dientes cuadrados, de nítida blancura. Pero su gozo era impaciente. ¿Cuándo pensaba Fermín ver a Mariquita?

– Hombre, iré mañana. En el escritorio estamos muy atareados en la liquidación de fin de año. Las cuentas de los ingleses me dan mucho quehacer.

El mocetón hizo un gesto de contrariedad. ¡Mañana!.. Una noche más de no dormir, de llorar su desgracia, de incertidumbre cruel no sabiendo si debía esperar algo.

Montenegro rió ante la tristeza del aperador. ¡Pero cómo ponía el amor a los hombres! Daba ganas de propinar unos cuantos azotes a aquel mozo, como si fuera un niño grandullón y enfurruñado.

– No, Fermín; por tu salú te lo pido. Haz algo por mí; ve en seguida y sacarás un alma de pena. Nada te dirán en el escritorio: esos señores te quieren; eres su niño mimao.

Y le asediaba con ruegos ardorosos, con palabras acariciadoras, para que fuese en seguida a avistarse con su hermana. Montenegro cedió, vencido por la ansiedad del mocetón. Iría aquella misma tarde a Marchamalo; mentiría al jefe del escritorio diciéndole que su padre estaba enfermo. Don Ramón era bueno y haría la vista gorda.

El impaciente Rafael habló entonces de lo cortas que eran las tardes de Enero y de la necesidad de aprovechar el tiempo.

Fermín llamó al criado, que se extrañaba de la parquedad de los dos amigos, invitándoles a pedir más cosas. ¡Todo estaba pagado! ¡Don Luis tenía cuenta abierta!..

Al salir Rafael, marchó directamente a la calle, temiendo que el amo le viese con los ojos enrojecidos. Fermín asomó la cabeza al cuarto de la juerga, y después de aceptar una copa de Dupont huyó de éste, que intentaba cogerle por las solapas, para que se quedase.

Antes de media tarde llegó Fermín a Marchamalo. Rafael le llevó en las ancas de su jaca. Su impaciencia le hacía mover nerviosamente los talones, espoleando al animal.

– ¡Que vas a reventarlo, bárbaro! – gritaba Montenegro, pegando su pecho a la espalda del jinete. – ¡Que pesamos mucho los dos!..

Pero Rafael sólo pensaba en la entrevista próxima.

– En el mismísimo carro de San Elías quisiera yo llevarte, Ferminillo, para que vieses antes a la gachí.

Hicieron alto en el ventorro de la carretera, cerca de la viña.

– ¿Quieres que te espere? – dijo el aperador. – Yo te aguardo aquí con gusto hasta el día del Juicio.

Sentía impaciencia por conocer la resolución de la muchacha. Pero Fermín no quiso que le aguardase. Pensaba pasar la noche en la viña. Y siguió la marcha a pie, mientras Rafael le anunciaba a voces que vendría a buscarle al día siguiente.

Cuando el señor Fermín vio llegar a su hijo, le preguntó con cierta ansiedad si ocurría algo en Jerez. «Nada, padre.» Él venía a pasar la noche con la familia, ya que en el escritorio le habían dado permiso por falta de trabajo. El viejo agradeció la visita, pero sin desechar la inquietud que había manifestado a la llegada de su hijo.

– Creí, al verte, que algo malo pasaba en Jerez: pero si nada ocurre aún, ocurrirá pronto. Yo, desde aquí, lo sé todo; nunca falta un amigo de las otras viñas que me trae el soplo de lo que piensan los huelguistas. Además, en el ventorro repiten los arrieros lo que oyen en los ranchos.

Y el capataz habló a su hijo de la gran reunión que los trabajadores iban a celebrar el día siguiente en los llanos de Caulina. Nadie sabía quién daba las órdenes, pero el llamamiento había circulado de boca en boca por el campo y la sierra, y se juntarían miles y miles de hombres, viniendo hasta de los límites de la provincia de Málaga, todos los que ganaban el jornal en la campiña jerezana.

– Una verdadera revolución, hijo. Anda en todo esto un forastero, un muchacho al que llaman el Madrileño, que habla de matar a los ricos y repartirse los tesoros de la ciudad. La gente parece loca: todos creen que mañana van a triunfar y que se acaba la miseria. El Madrileño emplea el nombre de Salvatierra, como si obrase por orden suya, y muchos afirman, como si le hubieran visto, que don Fernando está escondido en Jerez y se presentará en el momento de la revolución. ¿Qué sabes tú de esto?..

Fermín movió la cabeza con aire incrédulo. Salvatierra le había escrito algunos días antes, sin manifestar propósitos de volver a Jerez. Dudaba de que fuese cierto su viaje. Además, le parecía inverosímil este intento de sublevación. Sería una alarma más de las muchas inventadas por la desesperación de los hambrientos. Equivalía a una locura intentar la invasión de la ciudad estando en ella las tropas.

– Ya verá usted, padre, cómo si se reúnen en Caulina, quedará todo reducido a gritos y amenazas, como en las reuniones en los ranchos. Y de don Fernando, no pase usted pena. Tengo la convicción de que está en Madrid. No es tan insensato que vaya a comprometerse en una locura como esta.

– Lo mismo creo, hijo; pero por lo que pueda ocurrir, procura tú mañana no mezclarte con esos locos, si es que entran en la ciudad.

Fermín miraba a todos lados, buscando con los ojos a su hermana. Por fin salió de la casa María de la Luz, sonriendo a su Fermín, acogiendo su visita con exclamaciones de alegre sorpresa. El muchacho la miró con atención. ¡Nada! De no hablarle Rafael, no hubiera podido adivinar aquellas tristezas que habían cortado sus amores.

 

Transcurrió más de una hora sin que pudiese hablar a solas con su hermana. En las miradas fijas de Fermín parecía adivinar la moza algo de sus pensamientos. Procuraba mostrarse impasible, pero su rostro, tan pronto palidecía con la transparencia de la cera, como se arrebolaba con una oleada de sangre.

El señor Fermín bajó la cuesta de la viña, yendo al encuentro de unos arrieros que pasaban por la carretera. Su aguda vista de campesino les reconocía desde lo alto. Eran amigos, y quería saber por ellos lo que hablaban en los ranchos de la reunión del día siguiente.

Al quedar solos los dos hermanos, cruzaron sus miradas en medio de un silencio embarazoso.

– Tengo que hablarte, Mariquita – dijo al fin el muchacho con resolución.

– Pues empieza cuando quieras, Fermín – contestó ella con acento tranquilo. – Ya adiviné al verte que por algo venías.

– No: aquí no. Podría volver padre, y lo que nosotros hemos de hablar requiere tiempo y calma. Vamos a dar un paseo.

Y los dos emprendieron la marcha colina abajo, por la pendiente opuesta a la carretera. Bajaban por entre las cepas, a espaldas de la torre, dirigiéndose a una línea de chumberas que limitaba la gran viña por este lado.

María de la Luz intentó detenerse varias veces no queriendo ir tan lejos. Deseaba hablar cuanto antes para salir de su angustiosa incertidumbre. Pero el hermano se resistía a iniciar la conversación mientras pisasen aquella tierra sometida a la vigilancia de su padre.

Se detuvieron en la cerca de chumberas, junto a una gran brecha que dejaba ver un copudo olivar, tras cuyo ramaje descendía el sol.

Fermín hizo que su hermana se sentara en el ribazo, y plantándose ante ella, dijo con dulce sonrisa para animarla a la confianza:

– Vamos a ver, loquilla: vas a decirme por qué has roto con Rafael; por qué le has despedido como si fuese un perro, causándole tal pena que el pobre parece que va a morir.

María de la Luz pareció echar a broma el asunto, pero estaba pálida y su risa tenía la crispación de una mueca triste.

– Porque no le quiero: porque me he cansao de él, ¡ea! Es un soso que me aburre. ¿No soy yo dueña de querer al hombre que me guste?..

Fermín la habló como a una niña revoltosa. Estaba mintiendo: se lo conocía en la cara. No podía ocultar que seguía amando a Rafael. Algo había en todo aquello, que era preciso que él conociera para bien de los dos novios, para juntarlos de nuevo. ¡Mentira aquel aburrimiento! ¡Mentira aquella energía de moza bravucona con que se expresaba Mariquita al justificar su rompimiento con Rafael! Ella no era mala; no podía tratar con tanta crueldad a su antiguo novio. ¡Qué! ¿así se rompen unos amores comenzados casi en la infancia? ¿Así se despide a un hombre después de haberlo tenido durante años y años, como quien dice, cosido a las faldas? Algo había en su conducta que no podía explicarse, y era preciso que ella se lo dijese. ¿No era su hermano único y el mejor de sus amigos? ¿No le contaba todas las cosas que no se atrevía a decir al padre, por el respeto que éste le inspiraba?..

Pero la muchacha se mostró insensible al tono acariciador y persuasivo de su hermano.

– No hay nada de eso – repuso enérgicamente, irguiendo su busto como si fuese a levantarse. – Todo son invenciones tuyas. No hay más, que estoy cansada de noviazgos, que no quiero hombre, que pienso pasarme la vida al lado de padre y de ti. ¿Con quién mejor que con vosotros? ¡Se acabaron los novios!

El hermano acogía estas palabras con un gesto de incredulidad. ¡Mentira otra vez! ¿Por qué se cansaba de pronto del hombre al que tanto había querido? ¿Qué causa poderosa había deshecho con tanta rapidez su amor?.. ¡Ah Mariquita! Él no era tan bobo que se tragase unas excusas faltas de sentido.

Y como la muchacha, para ocultar su turbación levantase la voz, repitiendo enérgicamente que era dueña de su voluntad y podía hacer lo que fuese de su gusto, Fermín comenzó a irritarse.

– ¡Ah, mocita falsa! ¡Alma dura! ¡Corazón de canto! ¿Crees tú que a un hombre se le deja cuando a una le parece, después de haberle entretenido años enteros junto a la reja, enloqueciéndolo con palabritas de miel, afirmando que se le quiere más que a la vida? Por mucho menos les han partido a algunas el corazón de una puñalada… Grita: repite que harás lo que te dé la gana: yo pienso en aquel infeliz que, mientras tú hablas como una arrastrá, el pobrecito anda por ahí hecho una lástima, llorando como un chiquillo, a pesar de que es el hombre más hombre de todo el campo de Jerez. Y eso por ti… ¡por ti, que te portas peor que una gitana! ¡por ti, veleta!..

Exaltándose a impulsos de su ira, hablaba de la tristeza de Rafael, del gesto lloroso con que había implorado su auxilio, de la angustia con que aguardaba el resultado de su mediación. Pero no pudo hablar más. María de la Luz, pasando repentinamente de la resistencia al desaliento, rompió a llorar, aumentándose sus gemidos y sus lágrimas conforme avanzaba Fermín en el relato de la desesperación amorosa del novio.

– ¡Ay, pobrecito! – gemía la muchacha, olvidando todo disimulo. – ¡Ay, mi Rafael de mi arma!..

Se dulcificó la voz del hermano.

– Le quieres, ¿no lo ves? le quieres. Tú misma te delatas. ¿Por qué hacerle sufrir? ¿Por qué esa testarudez, que a él le desespera y a ti te hace llorar?

Y el muchacho, inclinándose sobre su hermana, la envolvía en sus ruegos o la empujaba los hombros con violencia, presintiendo la gravedad del secreto que ocultaba Mariquita y que él a todo trance quería conocer.

Callaba la muchacha. Gemía oyendo a su hermano, como si cada una de sus palabras penetrase en su alma, crispándola con el dolor de las heridas desgarradas; pero no abría su boca: temía decir demasiado y únicamente lloraba, poblando de lamentos el silencio de la tarde.

– Habla – gritaba imperiosamente Fermín. – Di algo. Tú quieres a Rafael; le quieres tal vez más que antes. ¿Por qué te separas de él? ¿Por qué le despides? Esto es lo que me interesa; tu silencio me da miedo. ¿Por qué? ¿por qué? Habla, mujer; habla, o creo que te mato.

Y empujaba rudamente a María de la Luz, la cual, como si no pudiera sostenerse bajo el peso de la emoción, se había tendido en el ribazo, con la cara entre las manos.

Comenzaba a ocultarse el sol. Se veía el disco de color de cereza, detrás de las ramas del olivar, como al través de una celosía negra. Sus últimos rayos, a ras de tierra, coloreaban con un resplandor anaranjado la columnata de troncos de los olivos, las marañas de plantas de la tierra, las curvas del cuerpo de la moza tendido en el suelo. La punzante película de las chumberas erizábase como una epidermis luminosa.

– Habla, Mariquita – rugía la voz de Fermín. – Di por qué haces eso. ¡Dilo por tu vida! ¡Mira que me vuelves loco! ¡Díselo a tu hermano, a tu Fermín!

La voz de la muchacha salió tenue, vergonzosa, lejana, de aquel bulto tendido.

– No le quiero… porque le quiero mucho. No puedo quererle, porque le amo demasiado para hacerle infeliz.

Y cual si tras estas palabras confusas cobrase ánimos, Mariquita se irguió, mirando fijamente a Fermín con sus ojos llenos de lágrimas.

Podía pegarla, podía matarla; pero ella no volvería a hablar con Rafael. Había jurado que si se consideraba indigna de él, le abandonaría, aunque con esto destrozase su alma. Era un crimen premiar aquel amor tan intenso introduciendo en su futura existencia algo que pudiese afrentar a Rafael, tan bueno, tan noble, tan amoroso.

Se hizo un largo silencio.

El sol había desaparecido. Ahora el negro ramaje del olivar se destacaba sobre un cielo de color de violeta, con una leve franja de oro a ras del horizonte.

Fermín callaba, como si le aterrase el contacto de la verdad misterioso, cuyo roce creía ya sentir.

– Según eso – dijo con una calma solemne, – tú te consideras indigna de Rafael. Huyes porque hay algo en tu vida que puede avergonzarle, hacerle infeliz.