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La bodega

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Como medida preventiva, debían suprimir a los pastores perversos que sublevaban el rebaño de la miseria.

– A todos los que andan por el campo, de gañanía en gañanía, repartiendo papeluchos malos y libros venenosos, cuatro tiros. A los que echan soflamas y ahullan barbaridades en esas reuniones a cencerros tapados que tienen de noche en un rancho o en los alrededores de un ventorro, cuatro tiros. Y lo mismo a los que en las viñas, desobedeciendo a los amos y con el orgullo de saber leer, enteran a sus compañeros de las majaderías que traen los periódicos… A Fernando Salvatierra, cuatro tiros…

Pero el señorito, apenas dijo esto, pareció arrepentirse. Un rubor instintivo turbó su facundia. La bondad y las virtudes de aquel rebelde infundíanle cierto respeto. Los mismos que aprobaban sus planes, permanecieron silenciosos, como si les repugnase incluir al revolucionario en la pródiga distribución de tiros. Era un loco que imponía admiración, un santo que no creía en Dios; y aquellos señores de la tierra sentían por él un respeto igual al del moro ante el santón demente que le maldice y le amenaza con su palo.

– No – siguió diciendo el señorito; – para Salvatierra una camisa de fuerza, y que vaya a propagar sus doctrinas en una casa de locos lo que le quede de vida.

El público de Dupont aprobaba estas soluciones. Los dueños de las ganaderías de caballos, viejos de patillas entrecanas que se pasaban las horas mirando la botella con un silencio sacerdotal, rompían su gravedad para sonreír al joven.

– Er muchacho tié talento – decía uno. – Habla como un diputao.

Y los demás aprobaban.

– Ya se encargará Pablito, su primo, de que lo saquemos cuando yeguen las elecciones.

Luis sentíase fatigado a veces de los triunfos que cosechaba en los casinos, del asombro que inspiraba su repentina seriedad a los antiguos compañeros de vida alegre. Renacían sus aficiones a divertirse con la gente humilde.

– Estoy harto de señoritos – decía con displicencia de hombre superior a su fiel acólito el Chivo. – Vámonos al campo: un poco de juerga lo agradece el cuerpo.

Y con el deseo de mantenerse bajo la protección de su poderoso primo, íbase a pasar el día en Marchamalo, fingiendo interés por el resultado de la vendimia.

La viña estaba llena de mujeres, y a Luis le agradaba el trato con aquellas mozas serranas que reían las gracias del señorito, y agradecían sus generosidades.

María de la Luz y su padre acogían como un honor la asiduidad con que Luis visitaba la viña. De la ruidosa aventura de Matanzuela, apenas si quedaba un lejano recuerdo. ¡Cosas del señorito! Aquellas gentes, acostumbradas por tradición al respeto de los placeres ruidosos de los ricos, disculpábanlos como si fuesen un deber de la juventud.

El señor Fermín estaba enterado de la gran mudanza que se realizaba en don Luis, de sus alardes de hombre serio, y veía con gusto que viniese a la viña huyendo de las tentaciones de la ciudad.

Su hija también acogía con afecto al señorito, tuteándolo como en los tiempos de su infancia, y riendo todas sus gracias. Era el amo de Rafael, y algún día sería ella su sirvienta en aquel cortijo, que veía a todas horas con la imaginación, como el nido de su felicidad. De la juerga escandalosa que tanto la había indignado contra el aperador, apenas si se acordaba. El señorito mostrábase arrepentido de su pasado, y la gente, al transcurrir algunos meses, había olvidado por completo el escándalo del cortijo.

Luis mostraba gran predilección por la vida en Marchamalo. Algunas veces le sorprendía la noche y se quedaba a dormir en la torre de los Dupont.

– Estoy allí como un patriarca – decía a sus amigos de Jerez. – Rodeado de muchachas que me quieren como si fuese su papá.

Reían los amigos del tono bondadoso con que hablaba el calavera de sus inocentes diversiones con el rebaño de vendimiadoras. Además, gustaba de quedarse en la viña por el fresco de la noche.

– Esto es vivir, señor Fermín – decía en la explanada de Marchamalo, a la luz de las estrellas, aspirando la brisa nocturna. – A estas horas estarán asándose los señoritos en la acera del Caballista.

Las veladas transcurrían en una paz patriarcal. El señorito ofrecía la guitarra al capataz.

– ¡Venga de ahí! ¡A ver esas manitas de oro! – gritaba.

Y el Chivo, obedeciendo sus órdenes, iba a buscar en los cajones del carruaje unas cuantas botellas del mejor vino de la casa Dupont. ¡Juerga completa! Pero pacífica, honesta, reposada, sin palabras libres, ni ademanes audaces, que asustasen a las espectadoras, muchachas que habían oído hablar en sus pueblos del terrible don Luis, y al verle de cerca perdían sus prevenciones, reconociendo que no era tan malo como su fama.

Cantaba María de la Luz, cantaba el señorito, y hasta el cejijunto Chivo, obedeciendo a su patrón, soltaba el chorro de su voz fiera, entonando broncos recuerdos a la reja de la carse y a las puñalás caballerescas por defender a la madre o a la mujer amada.

– ¡Olé, grasioso! – gritaba el capataz, irónicamente, a aquel figurón patibulario.

Después, el señorito cogió de una mano a María de la Luz, y sacándola al centro del corro, rompían a bailar las sevillanas, con una gallardía que provocaba gritos de entusiasmo.

– ¡La grasia e Dió! – exclamaba el padre rasgueando la guitarra con nueva furia. ¡Vaya una parejita de palomos!.. ¡Eso es bailá!

Y Rafael el aperador, que sólo aparecía en Marchamalo de semana en semana, al ver por dos veces este baile, se mostró orgulloso del honor que el señorito hacía a su novia. Su amo no era malo; lo de antes fueron locuras de la juventud; pero ahora, al sentar la cabeza, resultaba un señorito de chipén, ¡la mar de simpático!, con gran afición a tratar a las gentes bajas, como si fuesen sus iguales. Jaleaba a la pareja de bailadores, sin el menor asomo de celos; él, que se sentía capaz de sacar su navaja apenas se fijaba alguien en María de la Luz. Únicamente sentía un poco de envidia, por no poder bailar con el garbo de su amo. Ocupada su vida en la conquista del pan, no había tenido tiempo para aprender tales finuras. Sólo sabía cantar, pero de un modo áspero y salvaje, como le habían enseñado los compañeros de contrabando, cuando marchaban en sus jacas, tumbados sobre los fardos, atronando con coplas la soledad de las gargantas de la sierra.

Don Luis reinaba sobre la viña como si fuese el dueño. El poderoso don Pablo estaba ausente. Veraneaba con su familia en las costas del Norte, aprovechando el viaje para visitar Loyola y Deusto, los centros de santidad y sabiduría de sus buenos consejeros. El calavera, para demostrarle una vez más que era hombre serio y de provecho, le escribía largas cartas, mencionando sus visitas a Marchamalo, la vigilancia que ejercía sobre la vendimia y el buen resultado de ésta.

Realmente se interesaba por el curso de la recolección. La acometividad que sentía contra los trabajadores, su deseo de vencer a los de la huelga, le hacían ser laborioso y tenaz. Acabó por establecerse definitivamente en la torre de Marchamalo, jurando que no se movería de allí hasta que terminase la vendimia.

– Esto marcha – decía al capataz guiñando los ojos con malicia. – Se van a roer esos bandidos viendo que con las mujeres y unos cuantos trabajadores honrados, acabamos el trabajo sin necesitar de ellos. A la noche, baile y juerga decente, señor Fermín. Para que se enteren y rabien esos forajidos.

Y así llevaba adelante la vendimia, entre músicas, algazara y vino del mejor, repartido generosamente.

Por las noches, la casa de los lagares, que tenía algo de conventual por su silencio y su disciplina cuando estaba presente don Pablo Dupont, entraba en plena fiesta hasta una hora avanzada de la noche.

Los jornaleros olvidaban su sueño para beber el vino señorial, pródigamente repartido. Las muchachas, habituadas a la miseria de las gañanías, abrían los ojos con asombro, como si viesen realizada la abundancia de los cuentos maravillosos oídos en las veladas. La cena era digna de señores. Don Luis pagaba espléndidamente.

– A ver, señor Fermín: que traigan carne de Jerez; que coman todas esas muchachas hasta que revienten; que beban, que se emborrachen: yo corro con el gasto. Quiero que vean esos canallas cómo tratamos a los trabajadores que son buenos y sumisos.

Y encarándose con el rebaño agradecido, decía modestamente:

– Cuando veáis a los de la huelga, decidles cómo tratan los Dupont a sus trabajadores. La verdad: sólo la verdad.

Durante el día, cuando el sol caldeaba la tierra inflamando las blancuzcas pendientes de Marchamalo, Luis dormitaba bajo las arcadas de la casa, con una botella junto a él, destilando frescura, y tendiendo de vez en cuando su cigarro al Chivo para que lo encendiese.

Encontraba un placer nuevo ejerciendo de amo de la inmensa finca; creía de buena fe desempeñar una gran función social contemplando desde su sombreado retiro el trabajo de tanta gente, encorvada y jadeante bajo la lluvia de fuego del sol.

Las muchachas extendíanse por las pendientes, con sus faldas de colores, como un rebaño de ovejas azules y sonrosadas. Los hombres, en camisa y calzoncillos, avanzaban a gatas como corderos blancos. Iban de unas cepas a otras, arrastrando el vientre sobre la tierra caldeada. Los sarmientos esparcían sus pámpanos rojizos y verdes a ras del suelo, y las uvas descansaban en la caliza, que las comunicaba hasta el último instante su generoso calor.

Otras muchachas subían cuesta arriba las grandes cestas de racimos cortados para depositarlos en los lagares, y pasaban en continuo rosario ante el señorito, que, tumbado en el sofá de enea, sonreía protectoramente pensando en la hermosura del trabajo, y en la perversidad de la canalla, que pretendía trastornar un mundo tan sabiamente organizado.

 

Algunas veces, aburrido de su silencio, llamaba al capataz que iba de una colina a otra vigilando el trabajo.

El señor Fermín poníase en cuclillas ante él, y hablaban de la huelga, de las noticias que llegaban de Jerez. El capataz no ocultaba su pesimismo. La resistencia de los trabajadores era cada vez mayor.

– Es mucha la jambre, señorito – decía con la convicción de la gente rústica, que aprecia el estómago como el impulsor de todas las acciones.

– Y quien dice jambre, dice desorden, palos y bronca. Va a correr sangre, y en el presidio le preparan el puesto a más de uno… Milagro será que no acabe esto levantando catafalcos el carpintero, en la plaza de la Cárcel.

El viejo parecía oler la catástrofe; pero la veía llegar con una tranquilidad egoísta, ya que los dos hombres que poseían sus afectos, estaban lejos.

Su hijo había ido a Málaga, por encargo de su principal, para intervenir, como hombre de confianza, en cierta quiebra, y allá permanecía ocupado en repasar cuentas y discutir con los otros acreedores. ¡Ojalá no volviese en un año! El señor Fermín temía que al regresar a Jerez se comprometiese en favor de los huelguistas, impulsado por las enseñanzas de su maestro Salvatierra, que le arrastraban al lado de los humildes y los rebeldes. En cuanto a don Fernando, hacía muchos días que había salido de Jerez custodiado por la guardia civil.

Al iniciarse la huelga, los ricos le habían hecho saber indirectamente la conveniencia de que saliese cuanto antes de la provincia de Cádiz. El, sólo él, era el responsable de lo que ocurría. Su presencia soliviantaba a la gente trabajadora, haciéndola tan audaz y revoltosa como en tiempos de La Mano Negra. Los principales agitadores de las asociaciones obreras, que veneraban al revolucionario, le habían rogado que huyese, temiendo por su vida. Las indicaciones de los poderosos, equivalían a una amenaza de muerte. Acostumbrados los trabajadores a la represión y la violencia, temblaban por Salvatierra. Tal vez le matasen una noche en cualquier calle, sin que la justicia encontrase jamás al autor. Era posible que la autoridad, aprovechando las largas excursiones de Salvatierra por el campo, lo sometiese a mortales tormentos o lo suprimiera de una paliza en despoblado, como lo había hecho con otros más humildes.

Pero don Fernando contestaba a estos consejos con tenaces negativas. Allí estaba por su voluntad y allí se quedaba… Por fin, las autoridades habían exhumado uno de los muchos procesos que tenía pendientes por sus propagandas de rebelde social, y un juez le llamó a Madrid, emprendiendo don Fernando el viaje a viva fuerza, acompañado de la guardia civil, como si su destino fuese viajar siempre entre una pareja de fusiles.

El señor Fermín se alegraba de esta solución. ¡Que le tuviesen entretenido mucho tiempo! ¡Que no volviese en un año! Conocía a Salvatierra, y estaba seguro de que, permaneciendo en Jerez, no tardaría mucho en estallar la insurrección de los hambrientos, seguida de una represión cruel y del presidio para don Fernando, tal vez por toda su vida.

– Esto acabará con sangre, señorito – continuaba el capataz. – Hasta ahora sólo chillan los de las viñas, pero piense su mercé que este es el peor mes del año para la gente de los cortijos. La trilla ha acabao en todas partes, y hasta que empiece la sementera, hay miles y miles de hombres con los brazos cruzaos, dispuestos a bailar al son que les toquen. Verá el señorito lo que tardan en juntarse unos y otros, y entonces será ella. Ya se incendian en el campo muchos pajares, sin que se vea la mano que les prende fuego.

Dupont se exaltaba. Mejor: que se uniesen todos, que se sublevaran cuanto antes, para acuchillarlos, y obligarles a volver a la obediencia y la tranquilidad. Él deseaba la rebelión y el choque, más aún que los trabajadores.

El capataz, asombrado de que hablase así, movía la cabeza.

– Mal, muy mal, señorito. La paz con sangre, es mala paz. Mejor es arreglarse a las buenas. Crea su mercé a un viejo que ha pasado las de Caín, metido en eso de prenunciamientos y revoluciones.

Otras mañanas, cuando Luis Dupont no sentía deseos de conversar con el capataz, entrábase en la casa buscando a María de la Luz, que trabajaba en la cocina.

La alegría de la muchacha, la frescura de su piel de morena fuerte, producían en el señorito cierta emoción. La castidad voluntaria que observaba en su retiro, le hacían ver considerablemente agrandados los encantos de la campesina. Siempre había sentido cierta predilección por la muchacha, encontrando en ella un encanto modesto, pero picante y fuerte, como el perfume de las hierbas del campo. Pero ahora, en la soledad, María de la Luz le parecía superior a la Marquesita y a todas las cantaoras y mozas de arranque de Jerez.

Pero Luis contenía sus impulsos, y los ocultaba bajo una alegre confianza, recuerdo de la fraternidad infantil. Cuando instintivamente se permitía algún atrevimiento que molestaba a la moza, hacía memoria de los tiempos de la niñez. ¿No eran como hermanos? ¿No se habían criado juntos?.. En él no debía ver al señorito, al amo de su novio. Era lo mismo que su hermano Fermín: debía considerarle como de la familia.

Temía comprometerse con alguna audacia en aquella casa, que era la de su severo primo. ¿Qué diría Pablo, que por respeto a su padre consideraba al capataz y los suyos como una prolongación humilde de su propia familia? Además, la famosa noche de Matanzuela le había causado gran daño y no quería comprometer con otro escándalo su naciente fama de hombre grave. Esto le hacía ser tímido con muchas vendimiadoras que le gustaban, limitándose en sus placeres a una perversión intelectual, a hacerlas beber por la noche para verlas alegres, sin las preocupaciones del pudor, charlando entre ellas, pellizcándose y persiguiéndose, como si estuviesen solas.

Con María de la Luz mostrábase igualmente circunspecto. No podía verla sin lanzar un chorro de alabanzas a su hermosura y gallardía. Pero esto no alarmaba a la moza, acostumbrada al estallido ruidoso de la galantería de la tierra.

– Gracias, Luis – decía riendo. – ¡Y qué requetegrasioso está el señorito!.. Si sigues así me voy a enamorá y acabaremos por escaparnos juntos.

Algunas veces, Dupont, influenciado por la soledad, que incita a las mayores audacias, y por el perfume de una carne virginal que parecía humear vida a las horas de calor, dejábase arrastrar por su instinto y ponía astutamente sus manos en aquel cuerpo.

La muchacha saltaba, frunciendo las cejas y la boca con gesto agresivo.

– Luis: las manos cortas. ¿Qué es eso, señorito? Como güervas con otra, te atizo una gofetá que la van a oír hasta en Jerez.

Y mostraba en su gesto hostil y en su mano amenazante el firme propósito de largar aquella bofetada fabulosa. Entonces era cuando recordaba él, como una excusa, sus confianzas de la niñez.

– ¡Pero, sosa, mala sombra! ¡Si ha sido sin intención; nada más que por jugar, para ver ese hociquillo tan mono que pones cuando te enfadas!.. Ya sabes que soy tu hermano. Fermín y yo, la misma cosa.

La muchacha parecía serenarse, pero sin perder su gesto hostil.

– Güeno; pues que el hermano se meta las manos donde le quepan. Ande suelta la lengua too lo que quieras; pero si sacas las garras, niño, encárgate otra cara, porque esa te la eshago de un revés.

– ¡Olé las mozas de arranque! – exclamaba el señorito. – ¡Así me gusta mi niña! ¡Con riñones y too!..

Cuando Rafael presentábase en Marchamalo, el señorito no se privaba de este continuo requebrar a María de la Luz.

El aperador acogía con inocente satisfacción todos los elogios de su amo a la novia. Al fin, era como un hermano suyo, y este parentesco enorgullecía a Rafael.

– Bandido – le decía el señorito con cómica indignación, en presencia de la muchacha. – Te vas a llevar lo mejor de esta tierra, la perla de Jerez y su campo. ¿Ves toda la viña de Marchamalo, que vale una millonada?.. Pues ná: aquí lo bueno es esta mocita, este cachito de gracia. Y esto te lo llevas tú, ladrón… sinvergüenza.

Y Rafael reía como un bendito, lo mismo que el señor Fermín. ¡Pero qué don Luis tan gracioso y tan bueno! El señorito, continuando en el tono de cómica gravedad, se encaraba con su aperador:

– Ríe, bigardo… ¡Mirad ustedes, qué satisfechote está de la envidia que le tienen los demás! El mejor día te mato y me llevo a Mariquita de la Luz, y la pongo en un trono en Jerez en medio de la plaza Nueva, y al pie toos los gitanos de Andalucía para que toquen y bailen, y se arranquen cantando a la reina de la hermosura y de la gracia, todo lo que merece… Eso lo hago yo: Luis Dupont, aunque mi primo me excomulgue.

Y por el mismo estilo iba ensartando su ristra de requiebros hiperbólicos e incoherentes entre las risas de María de la Luz y los suyos, que agradecían la confianza del señorito.

Al terminar la vendimia, Luis mostrose orgulloso, como si finalizase una obra grande.

Se había hecho la recolección, valiéndose de mujeres, sin que se atrevieran a presentarse aquellos guapos de la huelga que se deshacían en amenazas. Esto era indudablemente porque él estaba allí guardando la viña; porque bastaba que supiesen que don Luis defendía Marchamalo con sus amigos, para que nadie se aproximase con la intención de perturbar el trabajo.

– Eh, ¿qué tal señor Fermín? – decía con petulancia. – Han hecho bien en no venir, porque hubiesen salido a tiros. ¿Me pagará nunca mi primo lo que hago por él? ¡Qué ha de pagarme! Luego, tal vez diga que no sirvo para nada… Pero esto hay que celebrarlo. Hoy mismo voy a Jerez, y me traigo lo mejor de la bodega. Y si rabia Pablo cuando vuelva, que rabie. Algo me ha de pagar por mis servicios. Y esta noche, juerga… la más gorda de la temporada: hasta que salga el sol. Quiero que esas muchachas, al irse a la sierra, vayan contentas y se acuerden del señorito… Y traeré tocaores para que le descansen a usté, y cantaoras para que Mariquita no haga todo el gasto… ¿Que no quiere usted mujeres de esas en Marchamalo? ¡Si mi primo no se enterará!.. Bueno: no vendrán. Usté, señor Fermín, es un rancio; pero por darle gusto quedan suprimidas las cantaoras. Bien mirado, maldita la falta que hacen más jembras, aquí donde hay tantas que parece un colegio. ¡Pero música y vino hasta por encima de la cabeza! Y baile de la tierra; y baile fino, agarrados como los señoritos. Verá usted la que se arma esta noche, señor Fermín.

Y Dupont se fue a la ciudad en su carruaje, que alborotaba la carretera con el estrépito de sus cascabeles. Volvió ya entrada la noche, una noche de verano, calurosa, sin que el más leve soplo de brisa hiciese temblar la atmósfera.

La tierra exhalaba un vaho ardiente; el azul del cielo diluíase en un tinte blanquecino, las estrellas parecían empañadas por la neblina caliginosa. En el silencio de la noche sonaban los crujidos de las cepas al dilatar su corteza resquebrajada por el calor. La cigarra chillaba furiosa en los surcos, abrasada por la tierra; la rana roncaba a lo lejos, cual si la desvelase la falta de frescura de la charca.

Los acompañantes de Dupont, en mangas de camisa, alineaban bajo las arcadas las innumerables botellas traídas de Jerez.

Las mujeres, vestidas ligeramente, con sólo una falda de percal, mostrando los brazos desnudos por debajo del pañuelo cruzado sobre el pecho, se encargaban de las cestas de provisiones, admirándolas con alabanzas para el rumboso señorito. El capataz elogiaba la calidad de los fiambres y de las aceitunas, que servían para excitar la sed.

– ¡Menúa jumera nos prepara el señorito! – decía riendo como un patriarca.

De la gran cena en medio de la explanado, lo que más atrajo la admiración de la gente, fue el vino. Comían de pie hombres y mujeres, y al tener en la mano el vaso lleno, avanzaban hasta una mesita ocupada por el señorito, el capataz y su hija, a la que daban luz dos candiles. Las llamas rojizas, que subían su lengua humosa en la calma de la noche sin el más leve temblor, iluminaban la transparencia dorada del vino. ¿Pero qué era aquello?.. Y volvían todos a paladearlo después de admirar su hermoso color, y abrían los ojos desmesuradamente con asombro grotesco, rebuscando las palabras, como si no pudiesen expresar toda la veneración que les infundía el líquido portentoso.

– Ezto e de las propios lagrimitas de Jezú – decían unos chasqueando devotamente la lengua.

– No – contestaban otros, – es la mezmízima leche de la Mare e Dió…

Y el señorito reía, gozándose en su asombro. Era vino de la bodega «Dupont Hermanos»: un vino venerable y carísimo, que sólo bebían los mislores allá en Londres. Cada gota valía una peseta. Don Pablo lo apreciaba como un tesoro, y era probable que se indignase al conocer el estrago que había hecho su aturdido pariente.

 

Pero Luis no se arrepentía de su generosidad. Le alegraba enloquecer al rebaño miserable con el vino de los ricos. Era un placer de patricio romano, embriagando a sus clientes y esclavos con bebida de emperadores.

– Bebed, hijos míos – decía con acento paternal. – Aprovechaos, que jamás os veréis en otra. Muchos señoritos del Caballista os envidiarían. ¿Sabéis lo que valen todos esas botellas? Un capital: eso es más caro que el champañ; cada botella cuesta no recuerdo cuántos duros.

Y la miserable gente arrojábase sobre el vino, y bebía y bebía avariciosamente, como si lo que les entraba por la boca fuese la fortuna.

En la mesa del señorito, se servían las botellas después de una larga permanencia en tanques llenos de hielo. El vino pasaba por la boca dejándola insensible, con la grata parálisis de la frescura.

– Nos vamos a emborrachar – decía sentenciosamente el capataz. – Esto se cuela sin sentir. Es refresco en la boca y fuego en la tripa.

Pero seguía llenándose el vaso entre bocado y bocado, paladeando el néctar frío y envidiando a los ricos que podían permitirse diariamente este placer de dioses.

María de la Luz bebía tanto como su padre. Apenas vaciaba su copa, se apresuraba el señorito a llenarla.

– No eches más, Luis – suplicaba. – Mira que me voy a emborrachá. Esta bebía es traidora.

– Tonta, ¡si es como agua! ¡Si aunque te ajumeres, esto se pasa en seguida!..

Cuando terminó la cena, sonaron las guitarras y la gente formó corro, sentándose en el suelo ante las sillas que ocupaban los músicos y el señorito con su gente. Todos estaban ebrios, pero seguían bebiendo. ¡Qué basca! La piel erizábase de gotas de sudor; los pechos se dilataban, como si no encontrasen aire. ¡Vino y más vino! Para el calor no existía remedio más acertado: era el verdadero refresco andaluz.

Batiendo palmas unos, y chocando otros las botellas vacías, como si fuesen palillos, jalearon las famosas sevillanas de María de la Luz y el señorito. Ella bailaba en medio del corro frente a Luis, con las mejillas enrojecidas y un brillo extraordinario en los ojos.

Nunca la habían visto bailar tan arrebatadamente y con tanta gracia. Sus brazos desnudos, de una palidez de perla, elevábanse en torno de la cabeza, como asas de nácar de voluptuosa redondez. La falda de percal, entre el fru-fru, que marcaba el adorable relieve de sus piernas, dejaba ver por debajo de su orla unos pies pequeños, calzados escrupulosamente, como los de una señorita.

– ¡Ay! ¡Que no pueo más! – dijo de pronto, sofocada por el baile.

Y se dejó caer jadeante en una silla, sintiendo que, con la agitación de la danza, comenzaba a rodar todo en torno de ella; la explanada, la gente y hasta la gran torre de Marchamalo.

– Eso es er calor – decía el padre gravemente.

– Un poco de refresco y se te pasará – añadía Luis.

Le presentaba una copa llena de aquel líquido de oro, coronado de burbujas, que empañaba el cristal con su frescura. Y Mariquita bebía ansiosamente, con una sed rabiosa, deseando renovar la sensación de frescura en su boca ardiente como si llevase fuego en el estómago. De vez en cuando protestaba.

– Que me voy a emborrachá, Luis. Que creo que ya lo estoy.

– ¡Y qué! – exclamaba el señorito. – Yo también estoy borracho, y tu padre, y todos lo estamos. Para eso es la fiesta. Otra copa. ¡Olé, mi niña, valiente! ¡Siga la juerga!

Bailaban en medio del corro algunas muchachas, con torpeza de campesinas, haciendo frente a los viñadores no menos rústicos.

– Eso no vale ná – gritó el señorito. – ¡Fuera, fuera! A ver, maestro Águila– continuó dirigiéndose al tocador. – Un baile de señorío por todo lo alto. Una polka, un wals, cualquier cosa. Vamos a bailar agarrados como la gente fina.

Las muchachas, turbadas por el vino, se cogieron unas a otras o cayeron en los brazos de los viñadores jóvenes. Todos comenzaron a dar vueltas, al son de la guitarra. El capataz y los acólitos de don Luis, acompañaban el ritmo chocando botellas vacías o golpeaban el suelo con sus bastones, riendo como niños de esta habilidad musical.

María de la Luz se sintió arrastrada por el señorito, que la agarró una mano, sujetándola al mismo tiempo por el talle. La moza se resistió a bailar. ¡Dar vueltas, cuando su cabeza parecía balancearse y todo giraba en torno de sus ojos!.. Pero al fin, se abandonó, entregándose a su pareja.

Luis sudaba, fatigado por la inercia de la muchacha. ¡Vaya una moza de peso! Al oprimir aquel cuerpo sin fuerzas, sentía en su pecho el contacto de elásticas prominencias. Mariquita dejaba caer la cabeza en su hombro, como si no quisiera ver, abrumada por el mareo. Sólo una vez se irguió para mirar a Luis, brillándole en los ojos una lejana chispa de rebelión y protesta.

– Suéltame, Rafaé: esto no está bien.

Dupont rompió a reír.

– ¡Conque Rafael!.. ¡Ay qué gracia, y cómo está, la niña! ¡Si me llamo Luis!..

La muchacha volvió a abatir su cabeza, como si no comprendiese las palabras del señorito.

Sentíase cada vez más anonadada por el vino y el movimiento. Con los ojos cerrados y el pensamiento dando vueltas, como una rueda loca, creía estar suspendida en el vacío, en una sima lóbrega, sin otro apoyo que aquellos brazos de hombre. Si la soltaban, caería y caería sin tocar nunca el fondo: e instintivamente se agarraba a su sostén.

Luis no estaba menos turbado que su pareja. Respiraba sofocado por el peso de la moza. Estremecíase con el contacto fresco y suave de sus brazos, con el perfume de hermosura sana, que parecía surgir en chorro voluptuoso del escote de su pecho. El soplo de sus labios le erizaba la epidermis del cuello, esparciendo un estremecimiento por todo su cuerpo… Cuando, abrumado por el cansancio, volvió a Mariquita a su asiento, la muchacha quedó tambaleando, pálida, con los ojos cerrados. Suspiraba, llevábase una mano a la frente, como si le doliese.

Mientras tanto, danzaban las parejas en el corro con una algazara loca, chocando unas con otras, empujándose intencionadamente, con encontronazos que casi derribaban a los espectadores, haciéndoles retirar las sillas.

Dos mozos comenzaron a insultarse, tirando cada uno del brazo de la misma muchacha. El vino hacía brillar sus ojos con fuego homicida, y acabaron por dirigirse a la casa de los lagares en busca de las podaderas, cortos y pesados machetes que mataban de un golpe.

El señorito les cerró el paso. ¿Qué era aquello de matarse por bailar con una muchacha, cuando tantos estaban esperando pareja? A callar, y a divertirse. Y les obligó a darse la mano, a beber juntos en la misma copa.

La música cesó. Todos miraban con ansiedad hacia el lado de la explanada donde estaban los de la riña.

– Siga la juerga – ordenó Dupont como un tirano bondadoso. – Aquí no ha pasado nada.

Sonó otra vez la música, reanudaron la danza las parejas, y el señorito volvió al corro. La silla de Mariquita estaba desocupada. Miró en torno y no vio a la joven en toda la plazoleta.

El señor Fermín estaba absorto contemplando las manos de Pacorro el Águila, con admiración de guitarrista. Nadie había visto en su retirada a María de la Luz.

Dupont entró en la casa de los lagares, andando quedamente, empujando las puertas con una suavidad felina sin saber por qué.

Registró las habitaciones del capataz: nadie. Creyó encontrar cerrada la puerta del cuarto de Mariquita; pero cedió aquélla al primer impulso. La cama estaba vacía y toda la habitación en orden, como si nadie hubiese entrado. Igual soledad en la cocina. Atravesó a tientas la vasta pieza que servía de dormitorio a los trabajadores. ¡Ni un alma! Asomó luego la cabeza en el departamento de los lagares. La luz difusa del cielo, penetrando por las ventanas, proyectaba en el suelo unas manchas de tenue claridad. Dupont, en este silencio creyó oír el sonido de una respiración, el tenue remover de alguien tendido en el suelo.