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La bodega

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El cielo se azuleaba sin la más leve mancha de nubes. En el límite del horizonte una faja de escarlata anunciaba la salida del sol.

– ¡Buen día nos dé Dios, cabayeros! – dijo el capataz a los jornaleros.

Pero estos torcían el gesto o levantaban los hombros, como presos a los que nada importa la placidez del tiempo fuera de su encierro.

Rafael se presentó a caballo, subiendo a galope la cuesta de la viña, como si llegase del cortijo.

– Mucho madrugas, chaval – dijo el padrino con sorna. – Se conoce que no te dejan dormir las cosas de Marchamalo.

El aperador rondó por cerca de la puerta sin ver a María de la Luz.

Bien entrada la mañana, el señor Fermín, que vigilaba la carretera desde lo alto de la viña, vio al final de la cinta blanca que cortaba el llano una gran nube de polvo, marcándose en su seno las manchas negras de varios carruajes.

– ¡Ya están ahí, muchachos! – gritó a los viñadores. – El amo llega. A ver si lo recibís como lo que sois; como personas decentes.

Y los braceros, siguiendo las indicaciones del capataz, se formaron en dos filas a ambos lados del camino.

La gran cochera de Dupont se había vaciado en honor de la festividad. Todos los troncos de caballos y mulas, así como los corceles de silla del millonario, habían salido de las grandes cuadras que tenía adosadas a la bodega; y con ellos, los brillantes arreos y los vehículos de todas clases que compraba en España o encargaba a Inglaterra, con su prodigalidad de rico, imposibilitado de poder demostrar de otro modo su opulencia.

Descendió don Pablo, de un gran landó, dando su mano a un sacerdote grueso, de cara sonrosada, con hábitos de seda que relucían al sol. Luego que se convenció de que el acompañante había descendido sin ningún contratiempo, atendió a su madre y a su esposa, que bajaron del carruaje vestidas de negro, con la mantilla sobre los ojos.

Los viñadores, rígidos en su doble fila, se quitaron los sombreros saludando al amo. Dupont sonrió satisfecho, y el sacerdote hizo lo mismo, abarcando en una mirada de protectora conmiseración a los jornaleros.

– Muy bien – dijo al oído de don Pablo con acento adulador. – Parecen buena gente. Ya se conoce que sirven a un señor cristiano que les edifica con buenos ejemplos.

Iban llegando los otros carruajes, con ruidoso cascabeleo y polvoriento patear de las bestias en la cuesta de Marchamalo. La explanada se llenaba de gente. Formaban la comitiva de Dupont todos sus parientes y empleados. Hasta su primo Luis, que tenía cara de sueño, había abandonado al amanecer la respetable compañía de sus amigotes, para asistir a la fiesta y agradar con esto a don Pablo, cuya protección necesitaba en aquellos días.

El dueño de Matanzuela, al ver a María de la Luz bajo las arcadas, fue a su encuentro, confundiéndose con el cocinero de los Dupont y un grupo de criados que acababan de llegar cargados de vituallas, y pedían a la hija del capataz que los guiase a la cocina de los señores, para preparar el banquete.

Fermín Montenegro descendió de otro coche con don Ramón, el jefe del escritorio, y los dos se alejaron a un extremo de la explanada, como si huyesen del autoritario Dupont, que en medio del gentío daba órdenes para la fiesta y se enfurecía al notar ciertas omisiones en los preparativos.

La campana de la capilla comenzó a voltear en su espadaña, dando el primer toque para la misa. Nadie había de llegar de fuera de la viña, pero don Pablo deseaba que sonasen los tres toques y que fueran largos, hasta que no pudiese más el gañán que tiraba de la cuerda. Le alegraba este estrépito metálico: creía que era la voz de Dios extendiéndose sobre sus campos, protegiéndolos como tenía el deber de hacerlo, por ser su amo un buen creyente.

Mientras tanto, el sacerdote, que había llegado con don Pablo, parecía huir también de las voces y ademanes descompuestos con que éste acompañaba sus órdenes, y agarraba suavemente al señor Fermín, ponderando el hermoso espectáculo que ofrecían las viñas.

– ¡Cuan grande es la providencia de Dios! ¡Y qué cosas tan hermosas crea! ¿No es cierto, buen amigo?..

El capataz conocía al sacerdote. Era el apasionamiento más reciente de don Pablo, su último entusiasmo; un padre jesuita del que se hacía lenguas, por el acierto con que trataba en sus conferencias para hombres solos la llamada cuestión social, un embrollo para los impíos, que no atinaban con la solución y que el sacerdote resolvía en un periquete valiéndose de la caridad cristiana.

Dupont era veleidoso y tornadizo como un amante en sus apasionamientos por las gentes de la Iglesia. Una temporada adoraba a los Padres de la Compañía y no encontraba misa buena ni sermón aceptable, si no era en su iglesia: pero de pronto se cansaba de la sotana, le seducía el hábito con capucha, según sus colores, y abría su caja y las puertas de su hotel a los Carmelitas, a los Franciscanos o a los Dominicos establecidos en Jerez. Siempre que iba a la viña se presentaba con un sacerdote de distinta clase, adivinando por esto el capataz cuáles eran sus favoritos del momento. Unas veces eran frailes con vestimenta blanca y negra, otras pardos o de color de castaña: hasta los había llevado de luengas barbas, que venían de lejanos países y apenas si chapurreaban el español. Y el señor, con sus entusiasmos de enamorado, ganoso de propalar los méritos de su pasión, le decía al capataz en amistosa confidencia:

– Es un héroe de la fe: viene de convertir infieles y hasta creo que ha obrado milagros. Si no fuera por herir su modestia, le diría que se arremangase el hábito, para que te pasmases viendo las cicatrices de sus martirios…

Sus disentimientos con doña Elvira estribaban siempre en que ella tenía sus favoritos, que rara vez eran al mismo tiempo los del hijo. Cuando él adoraba a los jesuitas, la noble hermana del marqués de San Dionisio hacía el elogio de los franciscanos, alegando la antigüedad de su orden sobre las fundaciones que habían venido después.

– ¡No, mamá! – exclamaba él, conteniendo su carácter iracundo, con el respeto que le inspiraba su madre. – ¿Cómo comparar a unos mendicantes con los Padres de la Compañía, que son los más sabios de la Iglesia?..

Y cuando la piadosa señora se iba con los sabios, su hijo hablaba casi llorando de emoción, del santo solitario de Asís y de sus hijos los franciscanos, que podían dar a los impíos lecciones de verdadera democracia y eran los que iban a arreglar el día menos pensado la cuestión social.

Ahora la veleta de su fervor apuntaba del lado de la Compañía, y no sabía ir a parte alguna sin el Padre Urizábal, un vasco, compatriota del glorioso San Ignacio, méritos que bastaban para que Dupont se hiciese lenguas de él.

El jesuita contemplaba las viñas con el éxtasis de un hombre acostumbrado a vivir dentro de vulgares edificios, sin ver más que de tarde en tarde la grandiosidad de la naturaleza. Hacía preguntas al capataz sobre el cultivo de las viñas, alabando el aspecto de las de Dupont, y el señor Fermín, halagado en su orgullo de cultivador, se decía que aquellos jesuitas no eran tan despreciables como los consideraba su amigo don Fernando.

– Oiga su mercé, padre: Marchamalo no hay más que uno; esto es la flor del campo de Jerez.

Y enumeraba las condiciones que debe tener una buena viña jerezana, plantada en tierra caliza, que esté pendiente, para que las lluvias corran y no refresquen en demasía la tierra, quitando fuerza al mosto. Así se producía aquel racimo, gloria del país, con sus granos pequeños como balines, transparentes y de una blancura de marfil.

Arrastrado por su entusiasmo enumeraba al sacerdote, como si éste fuese un cultivador, todas las operaciones que durante el año había que realizar con aquella tierra, sometida a un continuo trabajo para que diese su dulce sangre. En los tres meses últimos del año se abrían las piletas, los hoyos en torno de las cepas para que recibiesen la lluvia: a esta labor la llamaban Chata. También hacían entonces la poda, que provocaba conflictos entre los viñadores y hasta algunas veces había ocasionado muertes, por si debía hacerse con tijeras, como deseaban los amos, o con las antiguas podaderas, unos machetes cortos y pesados, como lo querían los trabajadores. Luego venía la labor llamada Cava bien, durante Enero y Febrero, que igualaba la tierra, dejándola llana como si la hubiesen pasado un rasero. Después el Golpe lleno en Marzo, para destruir las hierbas crecidas con las lluvias, esponjando al mismo tiempo el suelo; y en Junio y Julio la Vina, que apretaba la tierra, formando una dura corteza, para que conservase todo su jugo, trasmitiéndolo a la cepa. Aparte de esto, en Mayo azufraban las vides, cuando empezaban a apuntar los racimos, para evitar el cenizo, una enfermedad que endurecía los granos.

Y el señor Fermín, para demostrar el cuidado incesante que durante el año exigía aquel suelo, que era como de oro, agachábase para coger un puñado de caliza y mostraba la finura de sus pequeños terrones blancos y desmenuzados, sin que se dejase apuntar en ellos el germen de una planta parásita. Entre las hileras de cepas veíase la tierra, machacada, alisada, peinada, con la misma tersura que si fuese el suelo de un salón. ¡Y la viña de Marchamalo se perdía de vista, ocupaba varias colinas, lo que exigía un trabajo enorme!

A pesar de la rudeza con que el capataz trataba a los viñadores durante el trabajo, ahora que no estaban presentes, se apiadaba de sus fatigas. Ganaban diez reales, un jornal exorbitante comparado con el de los gañanes de los cortijos; pero sus familias vivían en la ciudad, y, además, ellos se pagaban la comida, asociándose para adquirir el costo, el pan y la menestra que todos los días traían de Jerez en dos caballerías. La herramienta era suya: una azada de nueve libras de peso, que habían de manejar con ligereza, como si fuese un junco, de sol a sol, sin más descanso que una hora para el almuerzo; otra para la comida, y los minutos que les concedía el capataz con su voz de mando para que echasen cigarro.

 

– Nueve libras, padre – añadía el señor Fermín. – Eso se ice fácilmente y resulta un juguete pa un rato; pero hay que ver cómo se pone un cristiano después de estar too el día subiendo y bajando la herramienta. Al final de la jorná, pesa arrobas… ¿qué digo arrobas? tonelás. Parece que uno levanta en vilo a too Jerez cuando da un gorpe.

Y como hablaba con un amigo del amo, no quiso ocultarle las astucias de que se valían en las viñas para acelerar el trabajo y sacarle al jornal todo su jugo. Se buscaba a los braceros más fuertes y rápidos en la faena y se les prometía un real de aumento poniéndolos a la cabeza de la fila. Este era el que se llamaba hombre de mano. El jayán, para agradecer el aumento de jornal, trabajaba como un desesperado, acometiendo la tierra con su azadón, sin respirar apenas entre golpe y golpe, y los otros infelices tenían que imitarle para no quedarse atrás, manteniéndose, con esfuerzos sobrehumanos, al nivel del compañero que servía de acicate.

Por las noches, rendidos de fatiga, entretenían la espera del último rancho jugando a los naipes, o canturreando. Don Pablo les había prohibido severamente que leyesen periódicos. Su única alegría era el sábado, cuando al anochecer salían de la viña, camino de Jerez, para ir a misa, como ellos decían. Hasta la noche del domingo estaban con sus familias entregando los ajorros a las mujeres; la parte de jornal que les restaba después de pagar el costo.

El sacerdote mostraba su extrañeza al ver que los viñadores se habían quedado en Marchamalo siendo domingo.

– Porque son muy buenos, padre – dijo el capataz con acento hipócrita. – Porque quieren mucho al amo, y ha bastado que les dijese yo de parte de don Pablo lo de la fiesta, pa que los pobrecitos se quedasen voluntariamente sin ir a sus casas.

La voz de Dupont llamando a su ilustre amigo el padre Urizábal hizo que éste abandonase al capataz, dirigiéndose a la iglesia, escoltado por don Pablo y toda su familia.

El señor Fermín vio entonces que su hijo paseaba con don Ramón, el jefe del escritorio, por un sendero. Hablaban de la belleza de las viñas. Marchamalo volvía a ser lo que en sus tiempos más famosos, gracias a la iniciativa de don Pablo. La filoxera había matado muchas de las cepas que eran la gloria de la casa Dupont, pero el actual jefe había plantado en las vertientes desoladas por el parásito la vid americana, una innovación nunca vista en Jerez, y el famoso predio volvería a sus tiempos gloriosos sin miedo a nuevas invasiones. Para esto era la fiesta; para que la bendición del Señor cubriese con su eterna protección las colinas de Marchamalo.

El jefe del escritorio se entusiasmaba contemplando el oleaje de viñedos y prorrumpía en líricos elogios. Era el encargado de la publicidad de la casa, y de su pluma de viejo periodista, de vencido intelectual, salían los prospectos, los folletos, las memorias, las cartas en la cuarta plana de los periódicos, que pregonaban la gloria de los vinos de Jerez, y especialmente los de la casa Dupont, pero en un estilo pomposo, solemne, entonado, que no llegaba a adivinarse si era sincero o una broma que don Ramón se permitía con su jefe y con el público. Leyéndole, no había más remedio que creer que el vino de Jerez era tan indispensable como el pan, y que los que no lo bebían estaban condenados a una muerte próxima.

– Mira, Fermín, hijo mío – decía con entonación oratoria. – ¡Qué hermosura de viñas! Me siento orgulloso de prestar mis servicios a una casa que es dueña de Marchamalo. Esto no se encuentra en ninguna nación, y cuando yo oigo hablar de los progresos de la Francia, del poder militar de los alemanes o de la soberbia naval de los ingleses, contesto: «Está bien; ¿pero dónde tienen ellos vinos como los de Jerez?» Todo lo que se diga es poco de este vino grato a los ojos, gustoso a la nariz, deleite del paladar y reparo del estómago. ¿No lo crees tú así?..

Fermín hizo un gesto afirmativo y sonrió, como si adivinase lo que iba a decirle don Ramón. Se sabía de memoria los períodos oratorios de los prospectos de la casa, apreciados por don Pablo como las muestras más gloriosas de la literatura profana.

Siempre que hallaba ocasión, el viejo empleado los repetía en tono declamatorio, embriagándose con el paladeo de su propia obra.

– El vino, Fermín, es la bebida universal por excelencia, la más sana de todas la que el hombre usa para su nutrición o su recreo. Es la bebida que mereció los honores de la embriaguez de todo un dios del paganismo. Es la bebida cantada por los poetas griegos y romanos, la celebrada por los pintores, la ensalzada por los médicos. En el vino encuentra el poeta inspiración, el soldado ardimiento, el trabajador fuerza, el enfermo salud. En el vino halla el hombre goce y alegría y el anciano fortaleza. El vino excita la inteligencia, aviva la imaginación, fortifica la voluntad, mantiene la energía. No podemos explicarnos los héroes griegos ni sus admirables poetas, sino bajo el estímulo de los vinos de Chipre y de Samos; y la licencia de la sociedad romana nos es incomprensible sin los vinos de Falerno y de Siracusa. Sólo podemos imaginarnos la heroica resistencia del paisano aragonés en el sitio de Zaragoza, sin descanso y sin comida, viendo que, además de la admirable energía moral de su patriotismo, contaba para su sostén físico con el porroncillo de vino tinto… Pero dentro de la producción vinícola que abarca muchos países, ¡qué asombrosa variedad de clases y tipos, de colores y aromas, y cómo se destaca el Jerez a la cabeza de la aristocracia de los vinos! ¿No crees tú lo mismo, Fermín? ¿No encuentras que es justo y está bien dicho todo lo que se me ocurre?..

El joven asintió. Todo aquello lo había leído muchas veces en la introducción del gran catálogo de la casa; un cuaderno con vistas de las bodegas de Dupont, y sus numerosas dependencias, acompañadas de la historia de la casa y de elogios a sus elaboraciones; la obra maestra de don Ramón, que el amo regalaba a los clientes y visitantes con una encuadernación blanca y azul, los colores de las Purísimas pintadas por Murillo.

– El vino de Jerez – continuó con acento solemne el jefe del escritorio – no es un advenedizo, un artículo elevado por la veleidosa moda; su reputación está de abolengo bien sentada, no sólo como bebida gratísima, sino como insustituible agente terapéutico. Con la botella de Jerez se recibe al amigo en Inglaterra, con la botella de Jerez se obsequia al convaleciente en los países escandinavos, y restauran en la India los soldados ingleses sus fuerzas agotadas por la fiebre. Los marinos, con Jerez combaten el escorbuto, y los santos misioneros han reducido con él en Australia los casos de anemia ocasionados por el clima y los sufrimientos… ¿Cómo, señores, no ha de realizar tales prodigios un vino de Jerez de buena y genuina procedencia? En él se encuentran el alcohol legítimo y natural del vino con las sales que le son propias; el tanino astringente y los éteres estimulantes, provocando el apetito para la nutrición del cuerpo, y el sueño para su restauración. Es, a la vez, un estimulante y un sedante, excelentes condiciones que no se encuentran reunidas en ningún producto, que al mismo tiempo sea, como el Jerez, grato al paladar y a la vista.

Calló un instante don Ramón para tomar aliento y recrearse en el eco de su elocuencia, pero al instante prosiguió, mirando a Fermín fijamente, como si éste fuese un enemigo difícil de convencer:

– Por desgracia, muchas gentes creen paladear el vino de Jerez cuando beben inmundas sofisticaciones. En Londres, bajo el nombre de Jerez, se venden líquidos heterogéneos. No podemos transigir con esta mentira, señores. El vino de Jerez es como el oro. Podemos admitir que el oro sea puro, de mediana o de baja ley, pero no podemos admitir que se llame oro al doublé. Sólo es Jerez el vino que dan los viñedos jerezanos, que recrían y añejan sus almacenistas y que exportan, bajo su honrada firma, casas de intachable crédito, como por ejemplo la de Dupont Hermanos. Ninguna casa puede compararse con ella: abarca todos los ramos; cultiva la vid y elabora el mosto; almacena y añeja el vino; se dedica por si misma a la exportación y a la venta, y además destila mostos, elaborando su famoso cognac. Su historia abarca cerca de siglo y medio. Los Dupont constituyen una dinastía; su fuerza no admite auxiliares ni asociados; planta las vides en terrenos propios, y sus cepas han nacido antes en viveros de Dupont. La uva se prensa en lagares de Dupont, y los toneles en que fermenta el vino son fabricados por Dupont. En bodegas de Dupont se añeja y envejece el vino bajo la vigilancia de un Dupont, y por Dupont se encasca y se exporta sin la intervención de otro interesado. Buscad, pues, los vinos legítimos de Dupont en la seguridad de que es la casa que los conserva, puros y genuinos.

Fermín reía escuchando a su jefe, lanzado a escape por entre los fragmentos de prospectos y reclamos, que conservaba en su memoria.

– ¡Pero, don Ramón! ¡Si yo no he de comprar ni una botella!.. ¡Si soy de la casa!

El jefe del escritorio pareció despertar de su pesadilla oratoria, y rió lo mismo que su subordinado.

– Tal vez habrás leído en las publicaciones de la casa mucho de esto, pero convendrás conmigo en que no está mal del todo. Además – prosiguió irónicamente, – los grandes hombres vivimos bajo el peso de nuestra grandeza y como no podemos salir de ella, nos repetimos.

Miró las extensiones cubiertas de cepas, y continuó con un tono de sincera alegría:

– Me satisface que se hayan replantado con vides americanas los grandes claros que dejó la filoxera. Yo se lo aconsejé muchas veces a don Pablo. Así aumentaremos dentro de poco la producción, y los negocios, que marchan bien, aún irán mejor. Ya puede volver la plaga cuando quiera: por aquí pasará de largo.

Fermín hizo un gesto que invitaba a la confianza.

– Con franqueza, don Ramón, ¿en quién cree usted más? ¿en la vid americana, o en las bendiciones que ese padre les echará a las cepas?..

Don Ramón miró fijamente al joven como si quisiera verse en sus pupilas.

– ¡Muchachito! ¡muchachito! – dijo con tono severo.

Después giró la vista en torno con cierta alarma, y continuó en voz baja como si las cepas pudiesen oírle:

– Tú ya me conoces: te trato con confianza porque eres incapaz de andar con soplos y porque has visto mundo y te has desasnado en el extranjero. ¿A qué me vienes con preguntas? Ya sabes que callo y dejo rodar las cosas. No tengo derecho a más. La casa Dupont es mi refugio: si saliese de ella, tendría que volver con toda mi prole a la miseria desesperada de Madrid. Estoy aquí como un vagabundo que encuentra posada y toma buenamente lo que le dan, sin permitirse criticar a sus bienhechores.

El recuerdo del pasado, con sus ilusiones y sus alardes de independencia, despertaba en él cierto rubor. Para tranquilizarse a sí mismo quería explicar el cambio radical de su vida.

– Me retiré, Fermín, y no me arrepiento. Aún quedan muchos de los que fueron mis compañeros de miserias y entusiasmos, que siguen fieles al pasado con una consecuencia que es testarudez. Pero ellos han nacido para héroes y yo no soy más que un hombre que considera el comer como la primera función de la vida… Además, me cansé de escribir por la gloria y las ideas, de sudar para los demás y vivir en perpetua pobreza. Un día me dije que sólo se puede trabajar para ser grande hombre o para comer. Y como estaba convencido de que el mundo no podía sentir la más leve emoción por mi retirada, ni había llegado a enterarse de que existo, recogí los bártulos que yo titulaba ideales, me decidí a comer, y aprovechando ciertos bombos dados por mí en los periódicos a la casa Dupont, me metí en ello para siempre, y no puedo quejarme.

Don Ramón creyó ver en los ojos de Fermín cierta repugnancia por el cinismo con que se expresaba y se apresuró a añadir:

– Yo soy quien soy, muchacho. Si me rascan, aparecerá el de antes. Créeme: el que muerde la fatal manzana de que hablan esos señores amigos de nuestro principal, no se quita jamás el gusto de los labios. Se cambia de envoltura para seguir viviendo, pero de alma ¡nunca! El que duda una vez, y razona y critica, ese ya no cree jamás como los devotos sinceros; cree porque se lo aconseja la razón, o porque se lo imponen sus conveniencias. Por esto, cuando veas a uno, como yo, hablar de fe y de creencias, di que miente porque le conviene, o que se engaña a sí mismo para proporcionarse cierta tranquilidad… Fermín, hijo mío; el pan no me lo gano dulcemente, sino a costa de bajezas de alma, que me dan vergüenza. ¡Yo, que en mis tiempos era de una altivez y una virtud con púas de erizo!.. Pero piensa que llevo a cuestas a mis hijas, que quieren comer y vestir y todo lo demás que es necesario para atrapar a un marido, y que mientras éste no se presente debo mantenerlas aunque sea robando.

 

Don Ramón creyó ver de nuevo en su amigo un gesto de conmiseración.

– Despréciame cuanto quieras: los jóvenes no entendéis ciertas cosas; podéis ser puros, sin que por esto sufran más que vuestras personas… Además, muchacho; yo no estoy arrepentido de lo que llaman mi apostasía. Soy un desengañado… ¿Sacrificarse por este pueblo? ¡Para lo que vale!.. He pasado media vida rabiando de hambre y esperando la gorda. A ver, dime tú, ¿cuándo se ha levantado de veras este país? ¿Cuándo hemos tenido una revolución?.. La única de verdad fue el año 8, y si el país se sublevó fue porque se le llevaban secuestrados unos cuantos príncipes e infantes, que eran bobos de nacimiento y malvados por instinto hereditario; y la bestia popular derramó su sangre para que volviesen esos señores, que agradecieron tantos sacrificios enviando a unos a presidio y a otros a la horca. ¡Famoso pueblo! Anda y sacrifícate esperando algo de él… Después ya no se han visto revoluciones; todo han sido pronunciamientos del ejército, motines por el medro o por antagonismo personal, que si sirvieron de algo fue indirectamente, por apoderarse de ellos las corrientes de opinión. Y como ahora los generales ya no se sublevan, porque tienen todo lo que quieren, y cuidan en lo alto de halagarles, aleccionados por la Historia, ¡se acabó la revolución! Los que trabajan por ella sudan y se fatigan con tanto éxito como si sacasen agua en espuertas… ¡Saludo a los héroes desde la puerta de mi retiro!.. pero no doy ni un paso para acompañarles. Yo no pertenezco a su gloriosa clase; soy ave de corral tranquila y bien cebada, y no me arrepiento de ello cuando veo a mi antiguo camarada Fernando Salvatierra, el amigote de tu padre, vestido de invierno en el verano, y de verano en invierno, comiendo pan y queso, con una celda reservada en todos las cárceles de la Península y molestado a cada paso por la vigilancia… Muy bonito; los periódicos publican el nombre del héroe, tal vez la historia llegue a hablar de él, pero yo prefiero mi mesa en el escritorio, mi sillón, que me hace pensar en los canónigos reunidos en el coro, y la generosidad de don Pablo, que es espléndido como un príncipe con los que saben llevarle el aire.

Fermín, molestado por el tono irónico con que aquel vencido, satisfecho de su servidumbre, hablaba de Salvatierra, iba a contestarle, cuando en lo alto de la explanada sonó la voz imperiosa de Dupont y las fuertes palmadas del capataz llamando a su gente.

La campana lanzaba en el espacio el tercer toque. Iba a comenzar la misa. Don Pablo, desde los peldaños de la capilla, abarcó en una mirada a todo su rebaño y entró en ella con apresuramiento, pues quería edificar a la gente ayudando la misa.

La muchedumbre de trabajadores llenó la capilla, permaneciendo todos de pie, con un gesto hosco que hacía perder a Dupont, en ciertos momentos, toda esperanza de que aquella gente agradeciese los cuidados que tenía con sus almas.

Cerca del altar, sentadas en rojos sillones, estaban las señoras de la familia, y detrás los parientes y los empleados. El ara estaba adornada con hierbas del monte y flores del invernadero del hotel de los Dupont. El acre perfume de los ramos silvestres, mezclábase con el olor de carne fatigada y sudorosa que exhalaba el amontonamiento de los jornaleros.

De vez en cuando, María de la Luz abandonaba la cocina para correr a la puerta de la iglesia y oír un cachito de misa. Empinándose sobre las puntas de los pies, pasaba su vista por encima de todas las cabezas para fijarse en Rafael, que estaba al lado del capataz, en las gradas que conducían al altar, como una barrera entre el señorío y la pobre gente.

Luis Dupont, muy estirado, detrás del sillón de su tía, al ver a María de la Luz la hizo varios gestos, llegando a amenazarla con la mano. ¡Ah, maldito guasón! Siempre el mismo. Hasta el instante de la misa había estado en la cocina importunándola con sus bromas, como si aún durasen los juegos de la infancia. En algunos momentos había tenido que amenazarle entre risueña y ofendida por tener las manos largas.

Pero María de la Luz no podía permanecer mucho tiempo en el mismo sitio. La reclamaban las gentes de la cocina al no encontrar las cosas más indispensables para sus guisos.

Avanzaba la misa. La señora viuda de Dupont enternecíase viendo la humildad, la gracia cristiana con que su Pablo cambiaba de sitio el misal o manejaba las vinajeras. ¡Un hombre que era el primer millonario de su país, dando a los pobres este ejemplo de humildad para los sacerdotes de Dios; sirviendo de acólito al padre Urizábal! Si todos los ricos hiciesen lo mismo, de otro modo pensarían los trabajadores, que sólo sienten odios y deseos de venganza. Y emocionada por la grandeza de su hijo, bajaba los ojos suspirando, próxima a llorar.

Terminada la misa, llegó el momento de la gran ceremonia. Iban a ser bendecidas las viñas para librarlas del peligro de la filoxera… después de haberlas plantado de vid americana.

El señor Fermín salió apresuradamente de la capilla e hizo arrastrar hasta la puerta varios serones que el día anterior habían traído de Jerez. Estaban llenos de cirios, y el capataz fue distribuyéndolos entre los viñadores.

Bajo la luz esplendorosa del sol comenzaron a brillar, como pinceladas rojas y opacas, las llamas de la cera. Se formaron en dos filas los jornaleros, y guiados por el señor Fermín, emprendieron una marcha lenta, viña abajo.

Las señoras, agrupadas en la plazoleta, con todas sus criadas y María de la Luz, contemplaban la salida de la procesión, el lento desfile de las dos hileras de hombres, con la cabeza baja y el cirio en la mano, unos con chaqueta de paño pardo, otros en cuerpo de camisa y un pañuelo rojo al cuello, llevando todos su sombrero apoyado en el pecho.

El señor Fermín que iba a la cabeza de la procesión, estaba ya en mitad de la cuesta, cuando apareció en la entrada de la capilla el grupo más interesante; el padre Urizábal, con una capa de claveles rojos y dorados deslumbrantes, y junto a él Dupont, empuñando su cirio como una espada, mirando a todos lados imperiosamente, para que la ceremonia marchase bien y no la desluciera el menor descuido.

Detrás, como un cortejo de honor, marchaban todos sus parientes y empleados, con el gesto compungido. Luis era el que se mostraba más grave. El se reía de todo, menos de las cosas de la religión, y esta ceremonia le enternecía por su carácter extraordinario. Había recibido una excelente enseñanza de los Padres de la Compañía. «Su fondo era bueno», como decía don Pablo cuando le hablaban de las calaveradas de su primo.

El padre Urizábal, abrió el libro que llevaba sobre el pecho, el Ritual Romano, y comenzó a recitar la Letanía de los Santos, la Letanía grande, como la titulan las gentes de la iglesia.

Dupont ordenó con el gesto a todos los que le rodeaban, que le siguiesen fielmente en sus respuestas al sacerdote.

¡Sancte Michael!

– Ora pro nobis– contestó el amo con voz firme, mirando a sus acompañantes.

Estos repitieron las mismas palabras, y el Ora pro nobis se extendió como un rugido, hasta la cabeza de la procesión, donde el señor Fermín, parecía llevar el compás de tantas voces.

¡Sancte Raphael!

– Ora pro nobis.

¡Omnes sancti Angeli et Archangeli!