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La araña negra, t. 3

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La educación de Enriqueta corría a cargo de su hermanastra, que en esta tarea era ayudada por su director espiritual. Pero hay que decir que la mística pareja tenía numerosas ocupaciones, pues sólo de tarde en tarde se ocupaba de la niña, tomando sus lecciones con aire distraído.

El padre Felipe alcanzaba en aquella casa una preponderancia aún más grande que la del padre Claudio; y tan convencida estaba la servidumbre de que aquel jesuíta, siendo el dueño de la baronesa, era el verdadero amo, que muchas veces desatendía al conde de Baselga por mostrarse atenta y solícita con el bondadoso padre.

El conde, dominado por aquella taciturna misantropía que constituía ya su carácter, no veía lo que ocurría en su casa, o fingía no verlo. Sin duda, la sotana de jesuíta era para él el uniforme de un terrible enemigo al que había que temer y respetar.

La simplicidad del padre Felipe habíala reconocido desde el primer instante, y aun adivinaba algo de las verdaderas relaciones que existían entre aquél y su hija, pero callaba cuidadoso de provocar un escándalo, porque tras la grotesca figura del director espiritual veía la diabólica personalidad del padre Claudio, siempre amenazante y capaz de anonadarle a la más leve muestra de enemistad.

Aquel hombre, en otro tiempo tan altivo y enérgico, que se hacía muchas veces intolerable por su levantisca independencia, era ahora un autómata, habiendo el temor roído poco a poco su firme voluntad. Sentía miedo ante el padre Claudio, personificación de aquella Compañía de Jesús, tan terriblemente poderosa.

Además, en su cerebro estaban muy embrolladas las ideas y no tenía ninguna creencia determinada que le diera valor para emanciparse de la tiranía encubierta que sobre él pesaba.

La desgracia le había hecho exageradamente religioso. Aquella rápida e inesperada muerte de la mujer amada, recordada a todas horas, le hacía ver la fragilidad de las cosas humanas, y la continua lectura de "La imitación de Cristo" exageraba su desprecio al mundo, engolfándolo cada vez más en la religión.

Convertíase el conde, por instantes, en un monomaníaco religioso; era un asceta en plena sociedad y veía en todas partes la mano de aquel Dios poderoso, vengativo y repleto de todas las pasiones humanas, del cual eran legítimos representantes los jesuítas.

A su buen juicio y a su propia experiencia no se les ocultaban los defectos y las ambiciones de la Compañía; pero la acomodaticia y absurda enseñanza religiosa de los jesuítas había trastornado su raciocinio, y pensando en que Dios saca muchas veces el bien del mal, y para la salvación eterna del hombre emplea los más difíciles y tortuosos medios, no sabía al fin qué pensar ciertamente y si considerar a los individuos de la Orden como dechados de bondad, que se sacrificaban dirigiendo la conciencia de los demás, o como diabólicos malvados, dignos de execración.

La imagen de aquel Dios iracundo y vengador que columbraba en el fondo de todos los libros religiosos, escritos con estilo de pegajosa dulzura, le hacían transigir con su actual situación, pues pensaba que tanto la muerte de su segunda esposa como la degradante dependencia en que vivía, siempre amenazado por las terribles revelaciones del padre Claudio, eran castigos impuestos por Dios para que de este modo expiase el crimen que había cometido en un instante de arrebato, dando muerte a Pepita Carrillo.

Pero en aquel cerebro, perturbado por los consejos del bello jesuíta y las costumbres y lecturas que éste le aconsejaba, no existía nada sólido, y de aquí que en ciertos instantes el oleaje de las ideas barriese unas para colocar otras en el mismo sitio.

Su sentido común, aunque amortiguado, lanzaba en algunos momentos rápidos destellos, y examinando los recuerdos que guardaba su memoria, adquiría el convencimiento de su degradación y de que la Orden tenía sobre él ambiciosas miras.

No; aquella Institución que tan villanamente había conspirado en París contra la fortuna de Avellaneda, no podía ser buena ni santa, a pesar de las explicaciones que daba el padre Claudio por librar a la Compañía de responsabilidad.

Había instantes en que la duda desvanecía por completo su fe, creada artificialmente por los jesuítas, y veía claro lo que éstos eran. Entonces temblaba, imaginándose que no habían terminado sus desgracias y que el terrible vampiro todavía había de intentar una nueva agresión por absorber aquella fortuna respetable que ahora pertenecía a sus hijos.

En uno de estos momentos de dudas fué cuando a doña Fernanda se le ocurrió proponer a su padre el ingreso de Enriqueta en un colegio dirigido por monjas, fundándose en razones tales, como que la educación de la niña estaba muy descuidada, que en casa lo revolvía todo con su genio rebelde, alentado por Tomasa, y que era lo más elegante y propio de una familia distinguida meter a los pequeños en un establecimiento de enseñanza que tenía la organización de un monasterio.

La baronesa, antes de que su padre le contestara, añadió que había consultado su idea con el padre Claudio y que a éste le había parecido muy bien.

La solterona sabía que para conseguir algo del conde no había como nombrar al hermoso y terrible jesuíta, pero en esta ocasión sus esperanzas resultaron fallidas.

Baselga se mostró más animado que de costumbre, y hasta su tez cetrina se coloreó un poco. Su voz, siempre lenta y fosca, se hizo rápida y vibrante, y con el mismo imperio que mandaba en otro tiempo a sus soldados, se negó a que Enriqueta saliese de la casa.

La baronesa quiso protestar, pero se detuvo ante el modo imponente con que su padre le dijo:

– Cállese usted; tengo motivos sobrados para negarme a que me despojen de mi hija y sé de quién nace la idea de que Enriqueta vaya a un colegio, así como también el porqué de tal consejo. Basta ya con que se me haya quitado a mi hijo.

El conde recordaba al hipócrita señor García y a María Avellaneda cuando fué llevada por éste a un convento de París.

Sin duda, la misma mano seguía moviendo a su familia y le quería arrebatar a Enriqueta después de haberse llevado a Ricardo.

Lo único que consolaba a Baselga es que éste sería un hombre y sabría librarse mejor que su hermana de las seducciones que pudieran ejercer sobre él por medio de una educación mística.

XI
Auxilio inesperado

Transcurrió todo el verano sin que la existencia del capitán Alvarez se viese turbada por ningún incidente notable.

Hacía la vida de un oficial vulgar en tiempo de paz. Pasaba horas enteras en el café, murmuraba de sus superiores y de todo cuanto saltaba en la conversación, sin fijarse bien en lo que decía; en el cuarto de banderas lucía su ingenio de un modo gracioso, hasta el punto de hacer sonreír a los jefes más adustos, y seguía mereciendo el apodo de “Séneca” a los ojos del regimiento, que lo consideraba como una de sus glorias.

Sólo alguna noche rompía sus habituales costumbres, y era para acudir a aquella casa misteriosa donde le había visto entrar su asistente. Allí veía algunas veces al general Prim, y otras, con conspiradores tan conocidos como el coronel Moriones, el periodista Carlos Rubio o el agitador Muñiz, se ocupaba en los trabajos preparatorios de una revolución.

Haciendo esta vida le sorprendió el otoño. El tiempo que, según Voltaire, es el gran consolador, había desvanecido algo en el ánimo del capitán aquel recuerdo amoroso que tanto le dominaba algunos meses antes.

La imagen de Enriqueta Baselga, sólo muy de tarde en tarde, vigorosa, con luz fantástica y los contornos casi borrados, surgía en su imaginación, y el capitán se preguntaba:

– ¿Qué hará ahora esa chica?

Sus trabajos revolucionarios, con los que exponía su carrera y hasta su vida, le preocupaban demasiado para permitirle, como otras veces, entregarse a románticas ilusiones, y de aquí que su antiguo amor estuviese amortiguado, aunque no por esto se hubiese borrado por completo.

Una mañana el capitán, cansado por algunas horas de ejercicio en el campo de maniobras, regresó a su casa en busca del almuerzo, y al entrar en su habitación vió sentada a la puerta de ésta a una mujer que conversaba amistosamente con la patrona.

Alvarez, ante la mirada de respetuoso cariño que le dirigió aquella mujer, detúvose un instante, al mismo tiempo que su patrona sonreía por hacer algo.

El capitán se fijó en ella. Tenía un aspecto vulgar y vestía modestamente, pero su mantilla y su traje, aunque algo ordinarios, eran flamantes, y demostraban cierta rumbosidad. Estaba ya la mujer rayando en la vejez, pero era alta y robusta; su cabello tenía el negro mate del plumaje del cuervo, y sus ojillos destacábanse vivos y maliciosos sobre las prominencias grasosas de su cara. En su apostura había algo de resuelto y varonil que la hacía simpática.

Al ver que Alvarez la miraba, levantóse de la silla, sonriendo de un modo franco, y dijo sin demostrar cortedad:

– Usted no me conoce, señorito, pero yo hace mucho tiempo que lo quiero. Vengo a buscar a su asistente Perico, y lo estoy esperando.

– ¡Ah! – exclamó Alvarez, por decir algo – . Perico no tardará en venir.

– Usted debe de conocerme, porque algunas veces me habrá nombrado mi sobrino. Soy la señora Tomasa, la tía de Perico.

Alvarez sonrió con espontánea amabilidad. Efectivamente, conocía de nombre a aquella buena mujer, a aquella aragonesa todo corazón, que se desvivía por su sobrino, cuidando de llenarle el bolsillo, y que algunas veces le había enviado regalos a él mismo, agradecida por lo bien que trataba a su asistente.

Al capitán le resultaba muy simpática la tía de Perico, y además, encontraba en su apostura marcial y resuelta ciertas reminiscencias de su madre, aquella heroica navarra que pasó la luna de miel entre los peligros de la guerra carlista, sin llegar a saber con certeza lo que era el miedo.

 

– Entre usted en mi cuarto. Ahí está usted mal. Dentro esperará a su sobrino.

Cuando Tomasa tomó asiento en la habitación del capitán rompió a hablar inmediatamente, pues no era mujer que pudiera permanecer callada. Se enteró minuciosamente de si "el chico" cumplía sus obligaciones y de si daba algún pesar a su amo y ensalzó con pintorescas comparaciones el inmenso cariño que el asistente profesaba a su señorito.

– Yo, francamente, don Esteban, algunas veces tengo celos al ver lo mucho que ese muchacho le quiere a usted. Crea que le tiene una ley de dos mil demonios, y que si algún día se casa no ha de querer tanto a su mujer. Cuando una habla con él está inaguantable, pues siempre sale con la misma solfa. Que si su amo por aquí, que si su señorito por allá, que si el capitán Alvarez es el más guapo del regimiento, que si es el que sabe más… Crea que si Perico fuese mujer haría usted un buen negocio casándose con él.

Al capitán le hacía mucha gracia la charla francota de aquella aragonesa, y acogía sus palabras con sonrisas.

– Yo le tengo mucha ley al pobrecito; ya puede usted considerar: él solo es mi única familia, y además, apenas si ha conocido a su madre. Yo soy, fuera de usted, la única persona que le quiere, y si al morir dejo un duro será para él. Además, el chico podrá ser muy bruto, pero es dócil y sencillote y se deja llevar por donde una quiere sin decir una mala palabra ni perder nunca su buen humor. Mi gusto sería que saliese del servicio, que yo ya me encargaría de buscarle un buen acomodo; pero él, “erre” que “erre”, encaprichado con su señorito, y antes reventará de puro viejo que dejará de ser el asistente del capitán Alvarez… ¡Qué alegría va a tener el pobrete cuando me vea!

– Ahora recuerdo que estaba usted fuera; se lo he oído a Perico varias veces. ¿Y no sabe él su llegada?

– ¡Qué ha de saber! Quería sorprenderlo, y por eso ha sido para él mi primera visita: llegamos anoche. Mi señor, con toda su familia, ha vivido algunos meses en una de sus posesiones.

Calló Tomasa, y durante algunos instantes reinó el silencio.

– Usted no cambia – dijo al fin la aragonesa, que era poco amiga de permanecer silenciosa – . Está ahora tan guapo como la última vez que le vi en la calle. A mí no me gusta alabar a nadie, pero crea que es de los militares más templados que se pasean por Madrid. De seguro que con usted no andarán con remilgos las mujeres. Debe usted de tener muchas novias.

Y la tía de Perico acompañaba estas francoterías con ruidosas risotadas que hacían reír también a Alvarez, algo ruborizado.

– Y luego, esos trajes tan majos, que caen tan bien a los buenos mozos. Mire usted, yo siempre he tenido ley a los soldados y los he mirado bien en mis tiempos, porque aunque ahora sea una un vejestorio capaz de meter miedo al más valiente, no por esto he dejado de tener mis veinte y llamar la atención como cualquier prójima.

Al capitán le hacía mucha gracia aquel carácter ingenuo y chusco a fuerza de ser franco, y de aquí que fomentase su charla y le dirigiese en tono festivo algunos cumplidos de su repertorio soldadesco.

– ¡Bah! Me conozco y hace años que soy abuela; pero en mis tiempos he llamado la atención, y hasta sargentos bien portados se han parado para decirme: "¡Buenos ojos tienes!" Mire usted si a mí me ha gustado la gente de uniforme, que hasta en París, cuando estaba con mis antiguos amos, tuve un novio que era eso que allá dicen gendarme y que llamaba la atención por lo bien plantado y por sus bigotazos, que eran poco más o menos como los de usted. ¡Valiente perro era el tal “gabacho”! Con él me enseñé a mascullar un poco la jerga francesa, pero supe que el gran pillo era casado y con hijos y lo planté en la puerta. Eso sí; no he visto gente más lista de manos y de más malas intenciones que todos ustedes, con perdón sea dicho.

Alvarez seguía muy entretenido por la charla de Tomasa y la dejaba hablar mientras se despojaba de una parte del uniforme para que después lo cepillase Perico.

– Mi amo también fué militar en su juventud, y le aseguro que a buen mozo y bien portado, pocos le ganarían en su época.

– ¿En qué casa sirve usted?

– Sirvo al conde de Baselga. Soy el ama de llaves y vi nacer a su esposa, así como he visto nacer a los hijos.

Poco faltó para que Alvarez, que acababa de sentarse, diese un salto en su silla. ¡Cómo! ¡La tía de Perico era la criada de confianza en casa de Enriqueta y él no lo sabía hasta aquel momento! Aquello resultaba casual, pero no podía ser más cierto. Alvarez oía hablar continuamente a su asistente de su tía y del señor a quien servía, sin que nunca, en su indiferencia, le ocurriese preguntar su nombre.

Ahora las palabras que acababa de decir la aragonesa le habían producido en su interior un nervioso sacudimiento, y como si una mano misteriosa hubiese abierto la atrancada puerta de los recuerdos, desparramábanse por su memoria todos los incidentes de su pasión amortiguada; el encuentro en el Retiro, los paseos por la calle de Atocha, los galopes ridículos por la Castellana y las furiosas miradas de la tía.

Por un extraño fenómeno la imagen de Enriqueta, que antes se extendía ante su imaginación vagorosa e incierta, surgía ahora en su memoria vigorosa y viviente, como si un cuerpo real acabase de pasar frente a sus ojos envuelto en nimbos de luz.

Por algunos instantes Alvarez estuvo tan turbado a causa del repentino descubrimiento, que no supo qué decir; pero al fin, con el deseo de saber algo cierto sobre la mujer amada, determinóse a excitar la charla de Tomasa.

– He oído algunas veces hablar del conde. Vive retirado del gran mundo y tiene dos hijos, ¿no es cierto?

– Sí; los señoritos Ricardo y Enriqueta, dos ángeles que me recuerdan a su madre, que santa gloria haya.

– En Madrid se habla de su gran fortuna. Son ricos y tienen los dos un brillante porvenir.

– Sí; ¡buen porvenir te dé Dios! Si El desde el cielo no arregla esto y hace que el demonio se lleve a la baronesa de Carrillo, esa hermanastra “arrastrá” que tanto martiriza a los dos, es posible que éstos no pasen de ser desgraciados.

– ¿Tal mal los trata la baronesa?

– ¡Calle usted! ¡Si aquello es para enrabiarse y echarlo todo a rodar! Figúrese usted que los dos pobrecitos son como todos los jóvenes, alegres, bulliciosos y amigos de ver mundo y de divertirse; pues a pesar de esto, la tal doña Fernanda, con sus consejos y los de los curas que continuamente la visitan, ha conseguido que los dos se conviertan en dos beatos y que hablen del mundo como si fuesen unos viejos cansados de él. Quien más lástima, me produce es el señorito Ricardo. ¡Ver un niño de doce años con deseos de hacerse fraile, cuando ya debía ir pensando en echarse una novia! Antes no era así, y le aseguro que en punto a alegre y amigo del bullicio le ganaba a su hermana; pero desde que lo metieron en el colegio de los padres jesuítas ha cambiado completamente, y como si ya fuese un cura se pasa las horas enteras entregado al rezo, y anda y mira del mismo modo que si llevase ya la sotana. Este verano lo ha pasado con nosotros en el campo, y hasta su mismo padre, el señor conde, se mostraba algo disgustado por las aficiones de su hijo. Y hay que tener en cuenta que mi señor, desde la muerte de la infeliz doña María, se ha hecho también un beato ceñudo y malhumorado, con el que no se puede hablar. En fin, aquella casa es un convento, y si no fuese por la ley que le tengo al conde y a los niños, hace tiempo que no estaría allí pues yo soy enemiga de las beaterías, tanto más cuanto que sé por experiencia lo que son los jesuítas.

– ¿Y la señorita Enriqueta también es aficionada a la devoción?

– ¡Oh! Esa no hay cuidado que por su propia voluntad abandone el mundo. Le gusta mucho la vida de señorita elegante, y cuando su padre, después de pensarlo mucho, se decide a ponerse sus condecoraciones y su uniforme de gentilhombre, y la lleva a un baile de Palacio, la pobrecita tiene para contar durante una semana. Su hermanastra quiere hacerla monja, pero a ella, aunque dice que sí por evitarse disgustos, se halla muy lejos de gustarle la vida de convento. ¡Buena monja te dé Dios! Ella sí quería ser monja, pero sería, como dicen en mi tierra, "monja de Santa Clara, de las que duermen con cuatro zapatos bajo la cama".

Y Tomasa celebraba sus propias agudezas con ruidosas risotadas.

El capitán estaba impaciente por hacer hablar a la aragonesa antes de que llegase su asistente, así es que continuó preguntando:

– A mí me han dicho que es muy hermosa la señorita Enriqueta.

– En eso no le han engañado, y crea usted que en Madrid hay muy pocas jóvenes que le puedan disputar la fama de hermosa. Es el vivo retrato de su madre, y aun me atrevería a decir que es más guapa que ésta, pues tiene en su porte mucho del señor conde, que aunque viejo, es todavía un real mozo.

– Es extraño que con tales condiciones no haya sido requerida de amores por ningún hombre.

– La pobrecita vive tan pegada a las faldas de su hermanastra, y de tal modo la vigila ésta, que no es fácil que pueda tener amoríos con nadie. Y a ella… ¿por qué negarlo?, le gustan los hombres como a cualquier mujer, y no le haría ascos a un novio. En las fiestas a que la lleva su padre, siempre encuentra algún mocosuelo tísico de la aristocracia que le hace carantoñas, pero la niña es tan dócil y tiene tal miedo a su padre y a la baronesa, que responde ariscamente a todos los floreos que la dirigen, lo que no impide que después venga a contarme todo lo sucedido con ese aire satisfecho de las jovencitas cuando se ven atendidas y obsequiadas.

– ¿Es posible que ella no haya encontrado entre esos ridículos polluelos de la aristocracia un hombre que le guste?

– Así es. El que la produjo alguna impresión fué un militarete que este invierno pasado la hizo el amor. ¡Diablo de hombre! ¡Qué tenaz y qué pesado era!

El capitán Alvarez quedó frío al oír estas palabras y hasta pensó que Tomasa lo sabía todo y con aquel aire inocente se estaba burlando de él. A pesar de esto no tardó en reponerse, y con afectada indiferencia, exclamó:

– ¡Ah! ¿Conque era muy pesado el tal pretendiente? ¿Y le vió usted?

– No llegué a conocerle, a pesar de que tenía ganas de ello; pero el tal galanteador produjo en la casa un zipizape de mil diablos. La baronesa, cada vez que veía al militar paseando por la acera de enfrente, poníase como una furia y reñía a la señorita, llegando algunas veces a querer golpearla, como si la pobre tuviese la culpa de ser tan hermosa que los hombres se enamoran de ella inmediatamente. El conde al principio tomó la cosa con indiferencia y hasta llegó a reírse al ver la rabia que producía en la baronesa la terquedad de aquel importuno; pero un día en que salió a caballo con su hija volvió a casa como loco y echándolo todo a rodar. También a él le enfurecía el militarete, que a lo que parece, les había seguido a caballo cometiendo mil imprudencias que llamaron la atención de los paseantes. El conde hablaba de dar unos cuantos latigazos a aquel cargante, diciendo que se había detenido por temor a un escándalo, y tan preocupado estaba por el suceso, que al día siguiente nos dió a toda la servidumbre las órdenes oportunas para hacer los preparativos de viaje. En una de sus posesiones hemos estado desde entonces, y vea usted cómo las imprudencias de un pretendiente pesado han obligado a toda la familia a permanecer mucho tiempo lejos de Madrid.

– Y la señorita Enriqueta – dijo el capitán después de reflexionar un rato sobre los resultados que había producido su conducta – , ¿qué piensa ella de aquel adorado? ¿Nunca ha dado a conocer a usted su opinión?

– Es tan callada la señorita, y tan tímida y retraída la ha hecho la educación que la da su hermanastra, que es muy difícil adivinar lo que piensa. Pero yo tengo buen ojo, y si he de decir lo que creo, aquel militar no le parecía mal. Ella no me ha hablado nunca de él como de los otros mozuelos que la hacían el amor en los salones; pero muchas veces la he visto pensativa, y como esto fué desde que el tal militar le rondó la calle, creo que en él y sólo en él pensaba cuando se mostraba tan distraída. Sólo un día habló de él, y fué en la capilla de la casa solariega del conde, donde hemos pasado tanto tiempo. Mirando un cuadro de San Miguel volvióse a mí y me dijo que tenía cierto parecido con el guapo militar que tan tenazmente la perseguía.

– ¿Parecido a San Miguel? – dijo Alvarez con extrañeza.

– No sé si será así, aunque aquel santo era rubio y barbilampiño y el amoroso militar, según mis informes, llevaba bigote como usted. Pero esto me prueba más aún que la señorita siente interés por el tal sujeto, pues es una verdad aquello de "es propio de enamorados ver su amor en todas partes".

 

Esto convenció al capitán, quien, dejándose llevar de un risueño optimismo, creyó ya que Enriqueta le amaba.

Tan absoluta fué su confianza, que se sintió tentado de revelar toda la verdad a la tía de su asistente.

Aquella mujer le servía de mucho para sus planes amorosos, pues contando con su cooperación podía llegar hasta la mujer amada.

Además, el carácter franco y sencillo de Tomasa dábale confianza y comprendía que por el cariño que profesaba a Enriqueta y el odio que sentía contra la baronesa, era capaz de ponerse a sus órdenes, aunque esto le hiciera correr el peligro de ser despedida de una casa que consideraba ya como su propio hogar.

Alvarez sintió impulsos de espontanearse y dar a entender a Tomasa que él era el militar en cuestión, pidiéndola su auxilio como intermediaria en sus amores.

Iba a hablar el capitán, iba a decir: "¡Ese militar era yo!", cuando, con ademán respetuoso, entró el asistente en la habitación, y apenas lo vió su tía, se arrojó en sus brazos.

Alvarez calló, dejando para más adelante la conquista de aquella intermediaria.