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La araña negra, t. 3

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IX
El caballo padre

Pocos días después, Fernanda recibió la visita del padre Claudio y de su compañero, cuya presentación le había anunciado.

Estaba la baronesa ocupada en reñir a las sirvientas por una travesura de Ricardito, su pequeño hermanastro, que por entonces cumplía tres años, y si detenía algunos momentos el chorro de palabras irritadas y vibrantes que salía de su boca, era para fijar sus airados ojos en el muchacho, que, temeroso, se había escondido en un rincón, y en su hermana Enriqueta, que era entonces una preciosa niña de siete años y estaba en aquel momento arrodillada y con los brazos en cruz, en castigo de cierta fechoría infantil.

La fea baronesa disponía en aquella casa como señora absoluta desde la muerte de su madrastra.

Baselga, todavía no repuesto de tan terrible golpe, e influído por la mística lectura, pasaba el día entero encerrado en su habitación o paseando por los solitarios alrededores de Madrid; los hijos de su segundo matrimonio, que eran todo su cariño, estaban momentáneamente olvidados, y la que se aprovechaba de todo aquello era Fernanda, a quien su padre dejaba hacer, por lo mismo que rehuía hablar con ella, odiándola, por conocer perfectamente su infame origen.

La hija de Pepita Carrillo estaba en sus glorias con aquella desdeñosa indiferencia. Mandar para poder reñir desahogando su mal humor, era su pasión favorita, y por esto se consideraba feliz teniendo bajo la tiranía de su irritable carácter a unos cuantos criados y a sus pequeños hermanastros, que eran las víctimas de su genio atrabiliario y los que sufrían las consecuencias de sus decepciones amorosas.

No por esto odiaba la baronesa a los dos niños. Enriqueta le era casi indiferente, a pesar de que cierto disgusto le causaba su graciosa hermosura y el gran parecido que tenía con su madre; pero a Ricardito lo quería entrañablemente, tal vez porque había sido la causa de la muerte de aquélla. Además, pertenecía al sexo masculino, y esto era una gran recomendación para alcanzar la simpatía de la baronesa.

Al entrar los dos jesuítas en el salón, las criadas, que aguantaban impávidas el chaparrón de injurias de su señora, bajaron la cabeza con aire de arrepentidas, y salieron sin esperar la orden de aquélla. Los dos niños, contentos de que una visita viniera a librarlos de los tormentos impuestos por su hermanastra, aprovecharon la ocasión y salieron disparados, sin hacer caso de las llamadas del padre Claudio, que quería acariciarlos.

La baronesa, con un movimiento instintivo y propio de su coquetería trasnochada, se arregló un poco el peinado, y, después, con aire regio, sentóse en un sillón cerca del sofá que ocupaban los dos sacerdotes.

Fernanda tenía esa mirada rápida y sintética propia de las personas duchas en el curioseo, y de una sola ojeada se enteró de cómo era de pies a cabeza el director espiritual que le proporcionaba el padre Claudio.

No parecía mala persona aquel padre Felipe. Era más joven que su superior, pues apenas si demostraba tener unos treinta y cinco años. A primera vista parecía feo con su corpachón fuerte y membrudo, rematado por una cabeza enorme, morena, con el rostro algo picado de viruelas y coronado por cabello negro, áspero y algo hirsuto. Dos detalles únicamente dulcificaban un tanto aquel rostro de gigante, que con sus rasgos grandiosos y sus huellas variolosas, recordaba la cabeza de Mirabeau. La boca, de labios frescos y sonrosados, que respiraba cierta voluptuosidad, enseñaba al entreabrirse una dentadura fuerte, igual y deslumbrante, digna de ser envidiada por una dama, y sus ojos, que tenían cierto reflejo dorado, miraban de un modo acariciador, causando el mismo efecto que el roce de un terciopelo. Fuera de esto, el jesuíta era un Hércules, y aquel cuello congestionado, jadeante y de perfil taurino, que escapaba por la abertura de su sotana, iba pregonando el inagotable caudal de brutalidades insaciables y de goces sin freno de que era capaz un cuerpo como aquél, en que existía un tremendo desequilibrio, ahogando completamente la materia la escasa parte espiritual que pudiera haber en él.

A Fernanda le gustaba su futuro confesor conforme avanzaba en su examen. Se estremecía imaginándose lo que era interiormente el bravo padre Felipe; con la mirada ardiente le despojaba de la sotana y le veía en su imaginación desnudo como un luchador griego, mostrando la armoniosa trabazón de sus poderosos músculos hinchados por la fuerza vital y amenazando estallar la piel, y cuando, mareada por tales imágenes, fijaba sus ojos en los del jesuíta, sentía correr una dulce caricia por todo su cuerpo; algo semejante al estremecimiento del gato cuando siente una fina mano a lo largo de su espina dorsal.

Era feo su confesor; pero entre todos los lindos bailarines de la alta sociedad no había encontrado un hombre que tan rápida y decisivamente la impresionase.

La conversación fué vulgar. Limitóse a una sencilla presentación, a un cambio de ligeras confianzas, para que fueran después más fáciles las relaciones entre el nuevo director y la penitente, y a la media hora ya se levantaban los dos jesuítas, dando por terminada la visita.

La inflamable doña Fernanda ya se mostraba arrepentida de haber sentido en otros tiempos una pasión tan fogosa por el padre Claudio.

Comparábalo ahora con el otro jesuíta y encontraba al hermoso superior, sobradamente amadamado, a pesar de su hermosura. La ruda musculosidad del otro, su continente resuelto, que recordaba a Hércules en su hazaña de las cincuenta doncellas, y, sobre todo, aquel punzante olor a hombre que se escapaba de su sotana, la causaban gran impresión; era para ella como un aperitivo excitante y la hacía mirar con desprecio la figura interesante del padre Claudio, rizada y perfumada.

Quedó el padre Felipe dueño de su penitente, que de buena gana lo hubiese retenido para comenzar "ipso facto" un examen general de culpas, y siguió a su superior, que se dirigía a la casa donde tenía establecido su despacho y archivo, que era la misma que en 1825, salvo ligeras modificaciones.

Cuando los dos jesuítas entraron en el gran despacho, rodeado de estanterías atestadas de carpetas y legajos, estaba el repulsivo secretario del padre Claudio ocupado en clasificar papeles como en pasados tiempos. El tono macilento que la edad había dado al rostro del padre Antonio y las muchas canas que se destacaban en su roja y áspera cabeza, era lo único que daba a entender el tiempo que había transcurrido. Por lo demás, el despacho presentaba el mismo aspecto que en tiempos de la segunda reacción.

El padre Antonio levantó ligeramente la cabeza, pero al ver que su superior no le miraba, volvió a enfrascarse en su tarea y a hacer todo lo posible para que los dos jesuítas no recordasen su presencia.

El padre Claudio se sentó en su viejo sillón de cuero, y sin dignarse ofrecer asiento a su gigantesco subordinado, que le miraba con el respetuoso cariño del perro, le preguntó:

– ¿Sabe usted para qué le he traído aquí en vez de ir a la casa residencia?

– No, reverendo padre.

– Tengo que encargarle una misión de importancia y usted no está muy acostumbrado a que la Orden le dispense tal honor.

El padre Felipe hizo un gesto con el que quería significar que él se tenía a sí propio por muy poca cosa, y su superior continuó:

– ¿Qué le parece a usted la baronesa de Carrillo?

– ¡Oh! Una señora muy apreciable.

– ¿Y cómo la encuentra usted como mujer?

El padre Felipe vaciló en contestar no comprendiendo bien la pregunta, y, al fin, respondió con cierta precipitación:

– Me parece muy amable; pero la encuentro algo fea.

– Perfectamente. Tiene usted buen ojo y por algo le han puesto la fama de que goza. ¿Y por qué cree usted que la Orden le ha designado para director espiritual de la baronesa?

El padre Felipe levantó los hombros para indicar su ignorancia y el superior continuó, siempre con gravedad:

– En nuestra Orden cada uno sirve para una cosa. Así como tenemos grandes oradores y hombres de ciencia para deslumbrar a los imbéciles, poseemos hombres hábiles que dirigen las familias despóticamente y llevan su dinero a las arcas de nuestra Orden, y… créame usted, éstos valen aún más que aquéllos. ¿Cuál es su habilidad, padre Felipe?

El aludido quedó perplejo, y, al fin, dijo, sonriendo estúpidamente y con sencilla modestia:

– Reverendo padre; yo no tengo ninguna; soy un inútil, lo confieso.

– En nuestra Orden, querido hermano, no hay nada inútil. Vamos; le ayudaré a refrescar la memoria. ¿Por qué tuve yo que intervenir en un escándalo que surgió con la presencia de vuestra paternidad en cierto convento de monjas de Valladolid? ¿Por qué estuvo vuestra paternidad más de un mes en cama a consecuencia de cierta paliza que le administró en Sevilla un marido celoso?

El gigantazo se ruborizó como un niño, balbuceando:

– Perdone vuestra reverencia… La carne es flaca y a mí me domina el demonio de la voluptuosidad.

– Sea por muchos años; pues de este modo sirve usted a la Orden y todos los medios son buenos cuando se trabaja para la mayor gloria de Dios. Quedamos, pues, en que tiene usted una habilidad, la de enloquecer a las señoras que la Compañía pone bajo su dirección.

El padre Felipe, a pesar del temor casi supersticioso que sentía ante su superior, creyó propio del caso el reírse, y prorrumpió en una franca carcajada, guiñando los ojos con malicia.

– ¡Oh! Lo que es para eso me pinto solo… – dijo con acento de alegre convicción.

Pero se calló inmediatamente viendo que el padre Claudio permanecía grave e inmóvil y que su secretario, inclinado sobre los papeles, seguía presentando el aspecto de un ser petrificado.

– La Compañía – dijo el superior, después de un largo silencio – desea que usted no dé el menor disgusto a doña Fernanda, la baronesa de Carrillo. Es una buena señora, muy devota de nuestra Orden, y tenemos el deber de corresponder a su cariño. Cumpla usted, pues, con su obligación.

 

– ¡Mi obligación! ¿Acaso vuestra reverencia quiere?..

– Quiero que se porte usted del mismo modo que en otras ocasiones, con la seguridad de que, tanto nosotros como su nueva penitente, sabremos agradecer sus esfuerzos.

– Conforme, reverendo padre – dijo el atlético jesuíta, rascándose el cogote como si con esto quisiera dar a entender lo escabroso de aquel asunto.

– La baronesa es fea; pero usted, padre Felipe, no es hombre capaz de pararse ante tan pequeño obstáculo. Conozco sus aficiones.

– ¡Oh! Lo que es por eso, no he de detenerme. Soy animal de buenas tragaderas y más si se trata de servir a la Orden.

Esta ingenuidad, que su mismo autor acompañó con brutales carcajadas, sí que consiguió hacer sonreir al padre Claudio, y hasta el secretario levantó un poco la cabeza con el entrecejo contraído como para contener la risa. Aquel garañón ensotanado resultaba gracioso.

El padre Claudio permaneció algunos minutos entregado a la reflexión, y, al fin, dijo a su subordinado con cierto entusiasmo:

– Comprenda usted bien lo que la Compañía desea de su única habilidad y para qué quiere emplear ésta. Nuestro poder indestructible, que se extiende por todo el universo, tiene su principal base en el estudio que hacemos del carácter de cada persona que deseamos explotar y los medios que ponemos en práctica para halagar sus aficiones. Si se trata de un entusiasta por la ciencia, ponemos a su lado a un individuo de la Orden versado en toda clase de conocimientos; si de un escritor, le enviamos otro que le hable lo mismo de Horacio que de San Agustín y de Voltaire; si es una mujer histérica y fanatizada, le damos por director espiritual un monomaníaco que la relate con entusiasmo y convicción visiones celestes y milagros estupendos; y cuando tropezamos con una baronesa de Carrillo, arca de comprimido placer que está esperando la ansiada llave para desbordarse, nos valemos de un padre Felipe, ogro insaciable de carne femenil, incapaz de distinguir en su ciego apetito, y que lo mismo se almuerza una diosa que se cena una Maritornes. "El mundo, comedia es", como dijo un poeta; y aquí lo importante es que la Compañía tenga siempre preparados buenos actores, capaces de desempeñar con naturalidad y perfección los más difíciles papeles. Todos sirven igual a la Orden, y tanto mérito como cualquiera de nuestros hermanos que confiesan reinas y princesas, tiene usted, padre Felipe, apagando la hidrópica sed de amor que siente doña Fernanda. Cumpla usted su misión tan perfectamente como yo espero.

El brutal jesuíta quedó como desvanecido por aquellos elogios que le disparaba su superior, y después de una larga pausa, preguntó:

– ¿De modo que mi misión se reduce, sencillamente, a conquistar a la baronesa?

– A satisfacerla, pues su conquista, es cuestión de poca importancia. Conozco bien a doña Fernanda, y sé que ella le adelantará la mitad del camino.

– La dejaré satisfecha – dijo el jesuitazo, con el mismo orgullo del campeón que está muy seguro de sus fuerzas.

– No lo dudo. Hace tiempo que estudio a usted, y me convenzo de que es un bárbaro que únicamente sirve para tan inmundas empresas.

El padre Felipe acogió estas palabras con tanta indignación como el artista que oyera desacreditar su arte. Profesaba gran respeto a su superior; pero esto no impidió que en su rostro se trasluciera cierta expresión de desprecio a aquel hombre que llamaba al amor inmundicia, y del cual se relataban "sotto voce", en las celdas de los buenos padres, algunas historietas poco limpias.

El padre Claudio leyó en el pensamiento de su subordinado.

– Adivino lo que usted piensa – dijo con tono de ira – , y le advierto que yo hago lo que me da la gana, sin que pueda pedirme cuentas nadie, a excepción del general que está en Roma. Podía castigarle por sus malos pensamientos, pero me compadezco de esa inocencia brutal que constituye su carácter. Retírese usted, pero antes oiga un consejo. Persevere en sus carnales aficiones a la mujer, ya que esto está en su temperamento y la Compañía así lo necesita; pero recuerde que su afición a las faldas ha de traerle muchos compromisos y tal vez su ruina. La mujer es la ruina del hombre, y el que a ella se aficiona pierde la mitad de su fuerza. Para servir a la Orden tan bien como yo la sirvo, es preciso prescindir del amor de ese ser hermoso, pero lenguaraz, caprichoso y débil, que sólo nos acarrea compromisos, y valerse de los hombres aun para dar satisfacción al apremiante llamamiento de la naturaleza.

El padre Claudio, después de estas palabras, con las cuales pintaba su verdadero carácter, cosa bastante extraña en él, señaló la puerta a su subordinado con ademán imperioso, y el padre Felipe salió cabizbajo y humilde.

Apenas quedaron solos el Vicario general de España y su secretario, éste levantó la cabeza y miró fijamente y sonriendo a su superior.

El padre Antonio había adelantado mucho en su carrera. Su superior seguía protegiéndolo, y mostraba tal agradecimiento a éste, que, a pesar de ser ya padre profeso, de haber hecho todos los votos y de temer algún renombre en la Orden por sus trabajos, lo que le autorizaba a solicitar la dirección de la Compañía en una provincia, o el mando de una comisión en Ultramar, había pedido con las lágrimas en los ojos al bondadoso padre Claudio que le permitiese seguir a su lado desempeñando las funciones de secretario, pues no podía alejarse sin profunda pena de aquel a quien se lo debía todo.

El padre Antonio mentía, como buen jesuíta, al fingir tanto cariño. El padre Claudio le era indiferente, y aun allá en el fondo de su voluntad le odiaba de un modo terrible. Lo que él buscaba era no alejarse de aquel centro directivo, donde iba empapándose de los misterios de la Orden y donde se preparaba a dar el gran salto. Aquel despacho era para él un espeso matorral tras el que estaba emboscado para caer repentinamente sobre su víctima, que era el padre Claudio. El jesuíta había soñado en ocupar un día la dirección de la Orden en España, y conspiraba sordamente contra su superior, que no esperaba tal infidelidad por parte de su perro de confianza.

– ¡Valiente bruto! – dijo el padre Antonio a su superior, con más confianza que en pasados tiempos – . De seguro que la baronesa quedará contenta del director espiritual que le regalamos.

– Esto y aun más necesita – contestó el hermoso jesuíta, sonriendo escépticamente.

– ¿Y cómo están los asuntos de aquella casa, reverendo padre?

– La baronesa manda como dueña absoluta, y de aquí que yo considere tan preciso ser dueño completo de su voluntad. Ella es afecta a nuestra Orden; pero esa inmunda pasión que la domina podría alejarla de nosotros, y de aquí la presentación del padre Felipe, que la subyugará uniéndola con nuevos lazos a nuestros intereses. Esa baronesa es una bestia en el celo. Mira si será fogosa su pasión, que estaba ya muy próxima a entenderse con un perdido escritor, del que nosotros nos valemos algunas veces, pero que no está por completo a nuestra devoción. Afortunadamente he sabido a tiempo el peligro, y lo acabo de evitar con el padre Felipe, que se hará el dueño absoluto de la baronesa.

– No está mal la combinación; ese ogro hará cuanto quiera de doña Fernanda, y vuestra reverencia maneja a su placer al conde de Baselga. Aquella casa es nuestra por completo; ahora sólo falta que podamos manejar de igual modo a los dos niños, que son los verdaderos dueños de los quince millones.

– Lo seremos, no lo dudes. Bastará con que sepamos apoderarnos de sus voluntades.

– Trabajo difícil es ése. ¿No sería mejor anularlos ahora que son de poca edad? Un niño cae con más facilidad que un adulto, pues hay muchas enfermedades infantiles que fácilmente pueden contraerse sólo con que haya algo de intención y un poco de descuido en los encargados de cuidarlos. En caso de muerte los quince millones pasarían a manos del conde de Baselga, heredero de sus hijos, y a ése no nos sería difícil arrancárselos.

– Eres muy inhábil. Mil veces te he dicho que esos procedimientos de fuerza son nocivos para nuestras empresas; y si no, contempla sus consecuencias en el fracaso que experimentó en París nuestro hermano el padre Renard. Acuérdate del refrán italiano "quien va despacio va muy lejos"; y como adquirir de un golpe quince millones de francos es empresa muy seria, debemos proceder con gran cautela y no menos astucia. No nos comprometamos tontamente, ni demos un paso en vago que podría costamos muy caro. Ya sabes que un rey decía a su ayuda de cámara: "Vísteme despacio, que voy de prisa"; eso mismo te repito yo en esta ocasión. No apresuremos los acontecimientos ni cometamos ningún acto de violencia; de lo contrario, en nada se diferenciaría un vulgar bandido de un jesuíta. Tiempo de sobra tenemos a nuestra disposición. Esos dos niños están en nuestro poder, y su educación corre a nuestro cargo. Si la esposa del conde no fué monja en París, su hija lo será aquí; y en cuanto al niño, ya se encargará la baronesa de aficionarlo a la Compañía, y tal vez llegue a ser de los nuestros. Una escritura en que ambos, al retirarse del mundo, hagan donación de sus bienes a la Compañía, será el digno epílogo de nuestro trabajo.

– Está bien, reverendo padre – exclamó el secretario, fingiendo un entusiasmo adulador – . El plan es magnífico, y de seguro dará resultados. Comencemos nuestros trabajos y demos a entender en Roma que sabemos realizar lo que el padre Renard dejó embrollado.

– Nuestros trabajos han empezado ya. La base es la baronesa, que se halla ya por completo a nuestras órdenes. El padre Felipe será dentro de unos días el dueño absoluto de su voluntad. La enloquecerá de placer, como a todas sus penitentes.

– ¡Oh, reverendo superior! La Compañía debe mantener bien a tan excelente caballo padre. No podrá quejarse la yeguada de devotas.

X
Los hijos del conde de Baselga

Enriqueta y Ricardo crecían bajo la autoridad implacable y ruda de doña Fernanda.

Su padre era para aquellos dos niños una especie de ser misterioso al que sólo veían en determinadas horas y cuyo semblante, siempre excesivamente grave y en algunas ocasiones fosco, les hacía temblar. Cuando aquel hombre silencioso y ceñudo tomaba en brazos a los dos pequeños o los ponía sobre sus rodillas, ambos sentían impulsos de escapar, y las caricias eran para ellos verdaderos tormentos.

A doña Fernanda la amaban más, a pesar de la rudeza con que los trataba. Su padre no les dirigía nunca una palabra dura ni intentaba el menor castigo; y en cambio, su hermanastra aprovechaba la más leve ocasión para maltratarlos; pero ésta, al menos, hablaba para insultar; mostrábase terriblemente expansiva y no imitaba a aquel hombre de cuya boca sólo salían monosílabos y que, después de contemplar fijamente a los dos niños, hacía esfuerzos para que no se le escapasen las lágrimas que acudían a sus ojos.

El conde de Baselga estaba más enamorado que nunca de su esposa, y al contemplar sus hijos, especialmente Enriqueta, que era un acabado retrato de su madre, sentía revivir en su memoria el punzante recuerdo de la perdida felicidad y veía pasar ante sus ojos la imagen de María, muerta en lo más risueño de su vida.

Cuando los dos niños estaban a solas con la baronesa temblaban; pensando en las violentas explosiones de su mal humor, pero no experimentaban el miedo extraño y supersticioso que sentían ante su padre.

Doña Fernanda sentíase satisfecha al poder dar rienda suelta a sus enfados de solterona, castigando a aquellos niños fruto de un enlace que le había resultado siempre antipático. Ahora se vengaba de aquella superioridad, que, sin notarlo, había tenido siempre sobre ella su joven madrastra a causa de su carácter dulce y bondadoso.

Para la baronesa, los niños debían ser seres automáticos, sin voluntad y con una vida regulada por el capricho del superior, y de aquí que pasase gran parte del día entretenida en la tarea de obligar a fuerza de amenazas y de cachetes a que sus dos hermanastros permaneciesen horas enteras quietecitos en sus sillas, con la inmovilidad fúnebre de una momia.

Enriqueta era la principal víctima de sus iras. Como ya dijimos, la niña le era antipática, y si sentía alguna debilidad en su régimen de educación, guardábala para Ricardo, que era quien lograba hacerla sonreír.

Doña Fernanda tenía sus planes. Era la verdadera madre de aquellos angelitos, como le decían sus devotas amigas de la alta sociedad elogiando su comportamiento con sus hermanastros, y tenía, por tanto, el deber de pensar en su porvenir y señalarles lo que habían de ser en este mundo.

 

No se sabe si la idea nació espontáneamente en ella o le fué sugerida por su director espiritual el padre Felipe, santo varón, que era su hombre de confianza y sin el cual no podía pasar un solo instante; pero lo cierto es que la baronesa había decidido que la niña entrase en un convento y que Ricardo fuese de la Compañía de Jesús.

Doña Fernanda tenía para ello razones poderosísimas, que exponía siempre que hablaba del asunto con sus amigas.

– Sobrados militares hay en España y señoritas que no sirven para otra cosa que para perder su alma bailando escandalosamente en los salones. Mis hermanos se dedicarán a la religión y alcanzarán el cielo, que es lo que debe buscar todo mortal.

Y la baronesa estaba decidida a sostener sus decisiones con todo el peso de su autoridad.

Cuando los niños fueron creciendo, su educación fué descuidada en punto a conocimientos útiles; apenas si leían con corrección y sabían escribir su nombre; pero en cambio, la niña, so pena de recibir algunos azotes, había de rezar al día media docena de rosarios y cantar con voz nasal propia de monástico coro los gozos dedicados a unos cuantos santos, mientras su hermano, vestido con casullas de muselina, fingía decir misa en capillas de cartón alumbradas con candelillas que preparaba la baronesa con todo el cuidado propio de un buen sacristán.

Aquellas diversiones, que resultaban forzosas para los dos niños, acababan por agradarles, a falta de otras más vivas y atractivas, y su hermanastra regocijábase con la devoción que mostraban los pequeños, presentándoselos como dos santitos al buen padre Felipe, que parecía cosido a sus faldas, según lo poco que de ella se separaba.

En toda aquella casa tan grande y habitada por sirvientes de tantas clases, los niños sólo encontraban una sola persona que mereciese sus simpatías, por demostrarles verdadero cariño.

Era ésta una antigua criada de su madre, la aragonesa Tomasa, que conforme había entrado en años se había hecho más ruda e indomable.

En aquellos dos niños veía a su señorita, cuya muerte no cesaba de llorar; y su cariño francote y ruidoso, a fuerza de ser expansivo, era todo para los “muñecos”, para aquellos dos chiquillos, y especialmente para Enriqueta cuyos ojos no podía mirar sin conmoverse, pues le recordaban los de aquella otra niña que veinte años antes paseaba por las calles de París o las alegres alamedas del Luxemburgo.

Tomasa era en aquella casa la continua preocupación de la baronesa.

Desempeñaba el cargo de ama de llaves, y, por tanto, la jefatura de toda la servidumbre; y en cada una de las órdenes que daba tropezaba inevitablemente con la dueña que la odiaba a muerte.

En el pequeño palacio del conde de Baselga ardía una continua guerra civil.

La vieja criada murmuraba a todas horas contra su nueva ama, haciéndole coro la servidumbre, que odiaba a la baronesa, y ésta tenía especial empeño en contrariar a Tomasa, encontrando defectuoso todo cuanto ordenaba y buscando ocasiones para humillarla.

La altivez, el odio, y aun algo de envidia, luchaban con aquella tenacidad aragonesa, aumentada por un modo franco de decir las cosas que hería cruelmente la susceptibilidad de doña Fernanda.

En aquella casa surgían los conflictos a diario entre las dos autoridades, y ambas mujeres, la señora y la doméstica, cansadas ya de tremendos choques en que les faltaba muy poco para agarrarse de los pelos, acabaron por evitarse encerrándose cada una en una altiva indiferencia con respecto a la otra.

Doña Fernanda intentó librarse de aquella rival de su autoridad, y para ello habló a su padre un día en que le pareció de mejor humor que de costumbre.

El conde la escuchó con frialdad, y cuando terminó su capítulo de cargos contra el ama de llaves, se limitó a decirle que Tomasa era para él como de la familia, que la conocía muy bien y que no pensaba separarse nunca de ella.

La baronesa se indignó tanto con esta contestación, que llegó a formular la amenaza de marcharse de aquella casa si no salía de ella inmediatamente la terca aragonesa; pero su padre no se inmutó, y con la misma frialdad de antes la dijo que podía hacer lo que gustase. Para el conde no era un sacrificio separarse de aquella criatura orgullosa y dominante cuya presencia le recordaba la deshonra de su primer matrimonio.

Doña Fernanda lloró, se indignó, contó sus penas al padre Felipe, al padre Claudio, a cuantos jesuítas conocía y a todas sus devotas amigas; hizo a su padre responsable de cuanto ocurriese, y acabó… quedándose en la casa lo mismo que antes.

Le gustaba mucho tener una tropa de sirvientes a quien mandar y dos niños que llamaba sus hijos, a los cuales martirizaba con sus caprichos, y por esto se quedó, a más de que algo debieron de aconsejarla también sus amigos jesuítas.

Las dos mujeres, temiéndose mutuamente, se respetaron más, y ya no surgieron entre ellas otras desavenencias que las ocasionadas por el cariño que Tomasa profesaba a los niños y el deseo de la baronesa de disponer de ellos en absoluto.

Cada vez que doña Fernanda los castigaba, la vieja criada protestaba a su modo, lanzándola feroces miradas o murmurando amenazas que aquélla oía perfectamente; y cuando los dos pequeños, escapando de la pesada férula de su hermanastra, iban en busca de Tomasa, la baronesa había de sostener un altercado con aquella "mujer soez", como ella la llamaba, y que se metía a criticar la educación que daba a los niños.

La conversación con Tomasa tenía para éstos un gran encanto, pues la vieja criada les hablaba de su madre, a la que Enriqueta apenas si recordaba, y de su abuelo, don Ricardo Avellaneda, que aparecía en sus tiernas imaginaciones como un buen señor bondadoso y dulce.

Además, aquella mujer no los obligaba a una inmovilidad terrible para la niñez, siempre ansiosa de movimiento, sino que les incitaba a juegos agitados y ruidosos, a los que ellos se entregaban con asombro y torpeza, como el presidiario a quien obligan a andar libre después de estar encarcelado muchos años.

Los alegres cuentos que les relataba la aragonesa, con burda chusquedad, gustaban más a los dos hermanos que las vidas de santos que les leía la baronesa, obligando su atención, a fuerza de cachetes; y tanto les gustaba estar al lado de Tomasa, que aguardaban con ansia los días en que doña Fernanda salía a sus juntas de cofradía o colectas piadosas, para correr inmediatamente al comedor o a la cocina, donde encontraban a su vieja amiga.

Conforme crecieron, este placer fué desvaneciéndose y se vieron más ligados que nunca a la autoridad despótica de su hermanastra.

Ricardo tenía ocho años cuando fué llevado al colegio de los padres jesuítas. El conde de Baselga pareció vacilar antes de dar su permiso para que se verificase tal traslación; pero los consejos del padre Claudio, las frías razones de su hija mayor y las exigencias de la moda, destruyeron todo conato de oposición, si es que existió tal intento en el ánimo del conde.

Enriqueta, sin la compañía de aquel pequeño ser enfermizo y débil, cuyos nerviosillos arranques le producían gran alegría a ella, que rebosaba de salud y vida, encontró la casa de su padre tétrica y sombría, y a no ser por alguna que otra visita que hacía a Tomasa, aprovechando descuidos de la baronesa, se hubiese creído tan abandonada y sola como en un desierto.

Doña Fernanda, no contenida ya por aquella fría simpatía que profesaba a su hermanastro, descargaba todo su mal humor sobre Enriqueta; pero esto sólo ocurría cuando la baronesa estaba enojada por una inesperada ausencia de su director espiritual, y afortunadamente para la niña, el padre Felipe pasaba por lo regular gran parte del día pegado a las faldas de su penitente.