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La araña negra, t. 3

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Los argumentos que empleaba para sincerarse no podían ser más convincentes. ¿Qué interés tenía él para intervenir en los asuntos de la familia Avellaneda? ¿Podía él conocer desde Madrid la existencia de una familia española en lo más apartado del barrio parisién de San Sulpicio? ¿No era un crimen que aquel infame Renard, no contento con deshonrar a la Compañía, lo comprometiese a él abusando de su nombre para hacerle odioso a un buen amigo?

El hermoso jesuíta estaba sublime, poseído de aquella santa indignación. Sí; él lo juraba por Dios, que le veía desde el cielo, y que le castigaría si mentía; nunca había sostenido con el padre Fabián otras relaciones que las puramente indispensables, atendidos sus respectivos cargos, y la primera vez que había tenido noticia de la existencia de la familia Avellaneda y su fortuna, fué al saber el segundo casamiento de Baselga y el castigo que el general de la Compañía había hecho sufrir al vicario general de Francia.

El sacerdote mentía, blasfemaba y era perjuro al hacer tales afirmaciones, pero esto resultaban muy ligeros sacrificios para un jesuíta empeñado en reconquistar la confianza de un hombre que podía servirle de mucho para ciertos planes todavía acariciados con fruición en la mente del padre Claudio.

A pesar de las calurosas explicaciones de éste, Baselga no se mostraba convencido.

Esas intrigas de París le habían hecho adivinar en toda su extensión lo que era la Orden, y desconfiaba de todo jesuíta, y especialmente del padre Claudio, cuya astucia y doblez le eran conocidas.

Pero la conversación había entrado en terreno muy resbaladizo. El jesuíta, que poco antes mostraba escrúpulos en hablar de aquel maldito documento, trataba ahora de él con marcada predilección y sonreía con aquella sonrisa que era signo de mal agüero para todos los que le conocían bien.

Sus ojos estaban animados de extraño fuego, y en ciertos instantes parecían los de un ave de rapiña contemplando a la víctima que tiene bajo sus garras.

Aquello era un amenaza en toda regla, que el conde no tardó en comprender.

El comprometedor documento, a juzgar por las palabras del jesuíta, estaba en los archivos de Roma; pero fuese esto verdad o no, lo cierto es que a cualquier hora podía tenerlo el padre Claudio en su poder y hacerlo valer contra él.

Baselga comprendió los deseos del padre Claudio que, después de amenazar mudamente, manifestaba con humildad el inmenso pesar que le producían las sospechas del conde y su deseo de seguir siendo su mejor amigo.

Había que conjurar el peligro, y Baselga se decidió a aparentar que creía en la inocencia del padre Claudio y de la Orden. Todas las razones del jesuíta las aceptó como verdaderas, y la amistad se restableció entre los dos hombres.

El final de la conferencia fué muy afectuoso, y Baselga hasta se mostró arrepentido de haber puesto en duda la virtud de la Compañía, haciendo caso al padre Claudio, que anatematizaba a los infames como el padre Renard, que con sus delitos daban pretexto a la canalla de escritores liberales para atacar a la Orden.

El hermoso jesuíta fué desde aquel día el verdadero dueño de la casa, y reinó dulcemente sobre la voluntad de Baselga, que se dejaba dominar por la fuerza únicamente, pues había va perdido su antigua fe.

Ahora comprendía el conde la verdad de muchas acusaciones que se dirigían contra la Compañía. El que una vez caía en las garras del negro monstruo, era su esclavo para siempre.

VIII
Doña Fernanda

Quien menos supeditada estaba en la casa del conde de Baselga a la voluntad del padre Claudio era María Avellaneda.

No sentía ésta ninguna preocupación directa contra el hermoso jesuíta, pero sus gracias hacían poca mella en su ánimo, y además, recordaba siempre que le veía a su antiguo preceptor el señor García, de triste memoria.

No por esto trataba al jesuíta con despego. Bastábale conocer el gran ascendiente que éste tenía sobre su esposo para que le mostrase gran consideración; pero el padre Claudio comprendió pronto que sus relaciones con aquella mujer enfermiza y algo soñadora no pasarían de una respetuosa pero fría simpatía.

La intimidad verdadera teníala el padre Claudio con Fernanda, la hija del conde de Baselga y Pepita Carrillo.

Esta había crecido en el fondo de un convento, alejada de su padre y sin otro cariño que el afecto mercenario que las monjas dispensaban a todas sus educandas ricas o de noble familia.

El padre Claudio era el único hombre que ella había tratado en el convento, y en él depositó todos sus afectos.

Cuando, poseída del fuego de la pubertad, salió del convento para ir a habitar la casa de su padre, Fernanda adoraba al jesuíta, pues encontraba en él una doble personalidad que le encantaba. Como muchacha gazmoña y devota, conmovíase ante el sacerdote elocuente, benévolo y de pegajosa dulzura, y como hija de una pasión brutal y heredera de una complexión siempre hambrienta de carne viril, estremecíase de la cabeza a los pies en presencia de aquel hombre hermoso y elegante que unía todas las graciosas seducciones femeninas a un cuerpo membrudo y de artísticas líneas, semejante a la estatua de un atleta griego.

Cuando Fernanda, acompañada de su madrastra, entró de lleno en la vida elegante, tan agitada, y seductora, se olvidó fácilmente de todas sus preocupaciones, hijas de la educación adquirida en el convento.

El esplendor de aquella sociedad dorada, borró de su memoria todos los consejos de sus maestras; aquellas interminables arengas sobre la maldad del mundo y sus peligros.

Fernanda comenzó como todas las jóvenes. En abierta competencia con sus amigas íntimas en punto a elegancia y distinción, sintió pronto los celos que produce una rivalidad declarada y aspiró a ser una deidad de la moda que reinase despóticamente en los salones.

Por desgracia para Fernanda, su fealdad era notoria, y su carácter altanero, caprichoso, maligno e irascible, no era el más a propósito para atraerse adoradores.

Llevaba en su rostro el feo sello de raza, aquella maldita nariz borbónica, enorme, picuda y como colgante que desfiguraba todas sus facciones, y aunque su cuerpo era gallardo y de hermosas líneas, estaba afeado por cierta rigidez majestuosa, impropia de una joven y que no conseguía corregir una fingida ligereza.

Al poco tiempo de ser una de las figuras obligadas de toda fiesta palaciega o “soirée” de familia noble, Fernanda experimentaba la apremiante necesidad de tener un hombre enamorado más o menos ingenuamente y exhibirlo en los salones con igual complacencia que si se tratase de una joya o de un vestido de última moda.

Casi todas sus amigas tenían un novio, un adorador reconocido por toda la alta sociedad, y ella no había de ser una excepción, viéndose privada de esto que al mismo tiempo era para Fernanda un adorno de buen gusto y una imprescindible necesidad.

La baronesa de Carrillo era digna hija de sus padres. La insaciable lujuria del rey difunto y la caprichosa coquetería de Pepita Carrillo se hermanaban en Fernanda, que sentía hambre de hombre con una furia terrible.

Deseosa de conocer de cerca el cuerpo viril, cuyo punzante perfume la enloquecía hasta causarle vértigos, Fernanda apelaba a todos los medios para lograr un hombre, máquina placentera con la que soñaba todas las noches en sus carnales y viciosos delirios. Más de dos años pasó buscando el ser que ansiaba, anhelando sentir en su organismo el deseado rocío de la vida, y todas sus esperanzas resultaron frustradas.

La libertad elegante y despreocupada que reina en la alta sociedad, prestábale ocasiones favorables para ensimismarse en el ánimo de los hombres de un modo descocado, pero no logró nunca realizar sus deseos.

Era fea; pertenecía a una elevada familia, lo que hacía peligrosa toda clase de relaciones que no tuviesen por epílogo un desenlace legal, y, además, apenas si tenía fortuna, pues la de su madre, la baronesa de Carrillo, apenas si pasaba de unos cuarenta mil duros, suma insignificante en la alta sociedad, y más si se consideraba como un premio de cargar con una mujer fea y poco simpática; y en cuanto a las riquezas del conde de Baselga, todos sabían que pertenecía a su segunda esposa.

Fernanda era además víctima de una conspiración femenil. Sus amigas, sus antiguas compañeras de colegio, ofendidas por la altanería de aquella muchacha, que conocía su origen bastardo por ciertas murmuraciones sorprendidas y se mostraba muy orgullosa por ello, habían hecho públicos los infinitos defectos de su carácter, y de aquí que los hombres se guardasen de entablar relaciones demasiado íntimas con aquel mascarón de proa que tenía un genio de todos los demonios. Además, Fernanda tenía en sí causas que la hacían espantar, sin saberlo, a cuantos iniciaban el menor avance. Su carácter lo transparentaba su rostro, y hasta cuando sonreía, queriendo fingir la expresión más graciosa, benévola y atenta, su sonrisa se convertía en una mueca altanera y fría, propia de un poderoso que se digna atender a sus inferiores.

En vano era, pues, que Fernanda recurriese hasta a los más extremos medios para cazar al hombre deseado. Conociendo que su rostro era feo, aunque no tanto como en la realidad, apeló a una exhibición incitante, y para mostrar su busto terso y de contornos esculturales, exageró su escote un poco más aún de lo que permitían las libres costumbres aristocráticas, y en la conversación fué despreocupada como una vieja cortesana, exagerando los apretones de manos expresivos y buscando ocasiones en el baile para rozarse de aquel modo escandaloso que inflamaba su sangre y exacerbaba su hambre de virilidad.

Pero todo era en vano y parecía que conforme avanzaba en su conducta insinuante y despreocupada, los hombres se alejaban de ella temiendo una conquista que tan fácil se presentaba.

 

Fernanda desesperábase, y cuando asistía a las fiestas de Palacio miraba con envidia y con odio a aquella joven soberana, de la que sabía era hermana y que como ella obedecía a los impulsos de instintos hereditarios e insaciables. Ella era feliz, ella podía apagar el eterno fuego que caldeaba su sangre, y Fernanda miraba con envidia la brillante servidumbre palaciega, los generales jóvenes, de figura caballeresca y marcial galantería, los oficiales lindos, rizados y perfumados, haciendo bailar la espada pendiente de una cintura oprimida por el corsé, y los mocetones de la Escuadra real, musculosos, incitantes, con su perfume brutal e hinchado su poderoso pecho bajo la maciza coraza de plata. Era aquello un completo serrallo con un sin fin de odaliscas machos, deslumbrantes con sus vistosos uniformes, sus galones, sus plumas y sus brillantes condecoraciones.

La baronesita llegaba a convencerse de que no había Providencia ni Dios, ni nada justo en el mundo, al ver la hartura de su hermana ilegítima y la necesidad delirante en que ella vivía, e igual al pordiosero que, haraposo, hambriento y aterido, al ver pasar en una noche de invierno en el fondo de su caliente carruaje al satisfecho potentado, maldice la suerte injusta, Fernanda juraba contra el destino que en materias de amor daba a unas tanto y a otras tan poco.

Llegó un instante en que la joven baronesa hubo de decidirse a cambiar de vida y pensar lo que debía hacer.

Tenía ya veintiséis años; esa frescura de la juventud que alivia tanto el mal aspecto de las feas, comenzaba a marchitarse y llegaban a sus oídos las murmuraciones poco decentes que había excitado su conducta incitante y que amenazaban crearle una fama tan escandalosa como ridícula.

Había que retirarse a tiempo para conservar respetabilidad; era preciso dar un adiós a aquella sociedad tan seductora, pero en la cual sólo había encontrado decepciones y desaires.

Fernanda, repasando su memoria, hizo un examen de cuanto le había ocurrido en seis años de vida elegante. Había rodado por todos los salones de Madrid, exhibiéndose como carne en venta; había aguzado su ingenio para encontrar nuevos medios de excitar la pasión hombruna por medio de la vista, se había ofrecido como víctima voluntaria a cuantos encontraba al paso, sin reparar al fin en edades ni en prendas físicas, y a cambio de tantos afanes y tantas condescendencias sólo había conseguido algunos apretones de mano exageradamente expresivos de algún guasón que se gozaba de hacerla concebir absurdas esperanzas, conociendo su flaco; o palabras sobradamente libres, chistes indecentes arrojados a su oído en el torbellino del baile y capaces de ruborizar a la más degradada meretriz, pero que a ella le producían despecho, porque el hombre que los profería se quedaba siempre a la mitad del camino, no queriendo consumar la conquista iniciada.

Había, pues, que retirarse con la amarga convicción de que entre aquella juventud de irreprochable frac y vistoso uniforme, tropel de cabezas de chorlito que danzaban como peonzas y al hablar recordaban los protagonistas de las fábulas de Esopo, no encontraría el hombre que tanto deseaba.

No se alejaría de aquella sociedad cuyas seducciones le encantaban, pero en adelante desempeñaría un papel más airoso que el de solterona fogosa y despreciada.

Se acordó del padre Claudio, aquel bello ideal con sotana, cuya voz la conmovía como música deliciosa, y que exhalaba perfumes que la producían escalofríos de placer. En él encontraría al hombre deseado, el encanto viril con el aditamento de gracias femeniles que despertaría en su memoria aquellos desvaríos de su época de colegiala con seres simpáticos del mismo sexo.

Fernanda, decidida a dar término a su vida de mujer elegante, sólo buscaba una ocasión oportuna para retirarse. Tenía demasiado orgullo para huir de su antiguo campo de batalla con aire de derrotada, y su altanería conmovíase profundamente al pensar que su salida del gran mundo fuese saludada con una carcajada irónica por sus antiguas compañeras, que, más hermosas o afortunadas, estaban ya casadas con hombres envidiables, o satisfacían su orgullo haciendo alarde de las pasiones que habían sabido inspirar.

Lo que ella deseaba era eclipsarse momentáneamente, caer en el pozo del olvido, para surgir inmediatamente con una forma distinta; algo semejante a la salida de los actores que desaparecen tras un bastidor y a los pocos minutos vuelven a salir por otro con diverso traje y aspecto.

La ocasión que buscaba la baronesa no tardó en llegar. Su madrastra, aquella joven sencilla y dulce a la que ella trataba con despego e instintiva indiferencia, murió al dar a luz su segundo hijo.

Fernanda no sintió gran cosa su muerte. Le inspiraba repugnancia aquella mujer tan sencilla y, naturalmente, casta; pero esto no impidió que en público mostrase el mayor desconsuelo y que aprovechase la ocasión para tocar retirada. Las brillantes reuniones que se verificaban en su casa quedaron suspendidas y Fernanda abandonó la vida elegante, en la cual sólo había encontrado derrotas, y efectuó la transformación imaginada haciéndose beata.

Todo en su casa le arrastró a la devoción. El conde, impresionado por la muerte de su esposa, cayó primeramente en un estupor que le hacía semejante a un imbécil, y después se hizo religioso hasta la monomanía, llegando a pensar en abandonar su familia y hacerse sacerdote.

El padre Claudio, con sus exhortaciones y sus ejemplos, parecía empujarle a perseverar en tales aficiones y le recomendaba la continua lectura de "La Imitación de Cristo", la desconsoladora obra de Kempis, que le hacía odiar la vida y mirar el anulamiento eterno como la más suprema felicidad.

El antiguo calavera pasaba días enteros encerrado en su habitación, y cuando no permanecía inmóvil con el aspecto de un hombre que no piensa en nada, se entregaba a interminables rezos por el alma de su esposa. La imagen de la muerte no se apartaba un instante de su pensamiento, y él, que hasta entonces sólo había pensado en vivir, se estremecía imaginándose todas las miserables podredumbres de la tumba.

Fernanda, animada por el ejemplo de su padre, se entregó por completo a la devoción.

Los años pasados en aquella existencia frívola y elegante, que la arrastraba por los salones siempre en busca de un hombre, la habían hecho olvidar un tanto al padre Claudio, aquel sacerdote elegante y perfumado que, despojado de la sotana, realizaba el ideal que Fernanda se había forjado, agitada por la pasión. Al volver nuevamente a sus aficiones religiosas, su antigua amistad con el hermoso jesuíta se reanimó, y Fernanda volvió a ser la entusiasta admiradora del agradable sacerdote, lamentándose de haberle tratado antes con frialdad.

Desde entonces la joven baronesa de Carrillo hizo la vida que le indicó su director espiritual, convirtiéndose al poco tiempo en la beata elegante más recomendada en toda la sociedad.

Esta fama de virtud austera y de entusiasmo religioso no era para agradar a una mujer todavía joven; pero a pesar de esto, Fernanda se mostraba muy satisfecha de ella. Ya que no se habían cumplido sus deseos de ser una mujer de moda, amada por todos y capaz de imponer sus caprichos elegantes a la sociedad que la rodeaba, siempre era para ella una gran satisfacción dar la norma a las damas aristocráticas en materias de devoción, y ser por derecho propio la directora indiscutible en todas las obras pías que emprendían las damas nobiliarias, dechados de virtud que, como su reina y señora, se arrepentían de sus pecados y hacían penitencia tomando queridos feos y canallescos.

El padre Claudio, con ojo certero, había adivinado las condiciones que poseía Fernanda y lo útil que podría ser a la Compañía.

Fea, irritada contra la sociedad que creía había sido injusta con ella, ambiciosa por temperamento e intrigante por educación, Fernanda prometía ser un hábil instrumento en manos de la Orden jesuíta, y de ahí que el padre Claudio la prestara todo su apoyo, a más de que en su interior acariciaba la continuación de cierto plan, para el cual era muy preciso el auxilio que pudiera prestar la joven beata.

Fernanda se abrió paso en la alta sociedad, recibió homenajes, envejeció voluntariamente afectando un aspecto austero, y, siendo joven, se unió al grupo de las señoras respetables. Fué considerada como un modelo de virtud y abnegación, y los mismos hombres que poco antes huían de ella cuando bailaba buscando un amante, iban ahora a cumplimentarle con respeto, pues esto daba cierto aire de distinción, y hasta en algunas ocasiones servía de mucho. A Fernanda la temían más aún que la respetaban, porque no era un secreto para nadie el poderoso brazo jesuítico que la movía en todos sus trabajos.

Numerosas asociaciones creadas con el objeto aparente de hacer bien a las clases proletarias, pero en realidad, para que todas las mujeres de elevada estirpe estuvieran en masa compacta bajo la oculta dirección de la Compañía, fueron creadas en poco tiempo por aquella ambiciosa joven, poseída ahora de tanto afán de gloria como un joven poeta, y a la hija mayor del conde de Baselga se la vió mucho tiempo vestida de negro, con el limosnero al puño y fajos de papeles bajo el brazo, agitarse apresurada por cumplir las numerosas misiones que ella misma se había impuesto: presidir juntas de cofradía, fundar asociaciones nuevas, organizar fiestas benéficas y ser, en una palabra, la actividad directora de aquella gran máquina devota, cuyas ruedas se encargaban de engrasar la Compañía apenas notaba el menor entorpecimiento.

No por esto en el organismo de Fernanda desaparecía aquella irresistible inclinación al hermoso padre Claudio. Conocía la baronesa la esquivez que mostraba el jesuíta, apenas una dama aristocrática atentaba contra su voto de castidad; pero el amor que profesaba a su ídolo no le permitía creer las murmuraciones que circulaban sobre sus ocultos y asquerosos vicios.

Para Fernanda era el padre Claudio un ser eminentemente religioso, que se encontraba a todas horas muy por encima del común de los mortales, y que sólo podía amar a un alma que como la suya se fundiese en la inextinguible pasión de Dios.

De aquí que Fernanda, para conquistar a aquel Apolo ensotanado, y buscando un resultado puramente carnal, se fingiera mística hasta la exageración, aburriendo a su lindo director espiritual unas veces con monjiles escrúpulos y otras con arrebatos teatrales, que pretendían demostrar un entusiasmo sin límites por la causa de la religión.

Pero todas las artimañas de la fea devota para alcanzar el hombre ansiado salieron completamente fallidas, pues el padre Claudio mostrábase insensible, notándose en él cierto enojo y repugnancia, apenas la baronesa hacía la más leve insinuación algo subida de color.

Aquel jesuíta era una apreciable persona, un hombre galante mientras se trataba de bromear cultamente y sin consecuencias; pero tenía una virtud a toda prueba apenas los temperamentos, inflamados por él, intentaban el menor avance.

La frialdad del padre Claudio hizo renacer en la memoria de la baronesa todas las abominables murmuraciones de que aquél era objeto, las monstruosidades viciosas y las condescendencias de los novicios con su superior, y aunque el jesuíta tenía sobre su ánimo un poderío que difícilmente podía perderse, Fernanda se dió pronto cuenta de que ya no le inspiraba tanta veneración como antes.

No por esto dejó de dedicarse con entusiasmo a sus tareas de propaganda religiosa y a la organización de sociedades que marchaban como pequeñas ruedas de la gran maquinaria jesuítica; era esto su pasión favorita después de su insaciable afición al hombre, pero a pesar de todos sus deseos de gloria y de su constante ambición por ser citada como modelo de damas católicas y fanáticas por la causa del jesuitismo, pronto comenzó a notar el padre Claudio que su penitente se mostraba más descuidada en sus tareas y desatendía los servicios que él le encargaba.

Algo preocupaba, indudablemente, el ánimo de la baronesa, y pronto supo el padre Claudio en qué consistía tal preocupación.

Su penitente estaba próxima a lograr sus deseos. Un hombre desgraciado, un pobre diablo, que ponía su gárrula pluma al servicio de la devoción, y a quien la baronesa había conocido en una junta de cofradía, la hacía el amor atraído, sin duda, por los miles de duros que poseía Fernanda, y que eran para el hambriento escritor una inmensa fortuna.

El padre Claudio se puso serio. ¿Convenía a sus planes que la baronesa cayera por el amor bajo la dirección de un hombre extraño a la Compañía? Seguramente era esto un peligro y había que evitarlo inmediatamente, so pena de que sufriesen quebranto en el porvenir ciertos planes que el jesuíta acariciaba hacía ya algún tiempo, y de cuya realización dependía el hacer una carrera magnífica dentro de la Orden.

 

El buen padre reflexionó. En su concepto, era un peligro continuo no dar a la baronesa lo que exigía su ardiente temperamento, que la arrastraba a la prostitución. Si no caía en brazos del escritor bohemio, que ahora la solicitaba requiriéndola de amores junto a la pila de agua bendita o en un rincón de la sacristía, se entregaría después al primero que la solicitase, fuese joven o viejo, con tal que contase con una prepotente virilidad.

A la Compañía no le convenía que aquella mujer necesaria, que era su genuina representación en el seno de la familia Baselga, se dejase dominar por el amor hasta el punto de ser dirigida por un hombre extraño, y había, por tanto, que evitar el peligro, ahora que todavía era tiempo.

El padre Claudio habló un día a su penitente de las inmensas ocupaciones que le producía la dirección de la Orden, y le propuso entregar a otro jesuíta la dirección de su conciencia.

A Fernanda, después del fracaso que habían sufrido sus pretensiones amorosas sobre el padre Claudio, le era la persona de éste poco menos que indiferente, aunque seguía fingiendo la sumisión cariñosa de otros tiempos; así es que aceptó sin repugnancia la propuesta.

El hermano jesuíta le habló entonces del padre Felipe González, joven sacerdote que no se distinguía en el púlpito, ni tenía buena mano para escribir una carta sencilla, ni, por motivos de salud, ocasión para dedicarse al estudio, pero que, en cambio, entendía como nadie en asuntos mujeriles y era célebre como director de conciencias femeninas.

La presentación de aquel nuevo portento de la Compañía de Jesús, quedó acordada entre la baronesa y su director espiritual.