Kostenlos

La araña negra, t. 2

Text
0
Kritiken
iOSAndroidWindows Phone
Wohin soll der Link zur App geschickt werden?
Schließen Sie dieses Fenster erst, wenn Sie den Code auf Ihrem Mobilgerät eingegeben haben
Erneut versuchenLink gesendet

Auf Wunsch des Urheberrechtsinhabers steht dieses Buch nicht als Datei zum Download zur Verfügung.

Sie können es jedoch in unseren mobilen Anwendungen (auch ohne Verbindung zum Internet) und online auf der LitRes-Website lesen.

Als gelesen kennzeichnen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

XI
En el despacho del padre Fabián

– Entrad, señor García, entrad. Tengo grandes deseos de hablaros.

– Reverendo padre – dijo el viejo español, penetrando en el despacho después de haber anunciado su visita, sacando la cabeza por el resquicio de la entreabierta mampara – , me habéis mandado llamar y aquí estoy, como siempre, fiel a vuestras órdenes.

– Yaya, sentaos y encareced menos vuestra puntual fidelidad, pues si os dejan hablar os tendrán por el primer servidor de la Compañía, siendo así que, aunque con mucha voluntad, pecáis de descuidado.

– ¿Por qué decís eso, reverendo padre?

– Tenemos que hablar mucho sobre vuestro negocio en la casa de la rue Ferou. ¿Cómo está aquello?

– Como siempre, reverendo padre. Todo marcha bien. El asunto sigue presentándose magnífico.

– ¡Magnífico!, ¡magnífico! – repuso con acento irónico el padre Fabián Renard – . Parece imposible que un hombre de vuestra edad y vuestra experiencia hable con la ligereza de un muchacho atolondrado y prometa facilidades donde sólo hay dificultades. ¿Cómo está el señor Avellaneda?

– Tan supeditado como siempre a su amigo y administrador. Su voluntad es mía, o más bien dicho, es nuestra.

– ¿Y su hija?

– Sigue tan aficionada, como siempre, a la vida religiosa, y es seguro que profesará en el convento que nosotros le indiquemos.

– ¿Y por qué no lo ha hecho ya?

– Porque… porque… ¡francamente, reverendo padre!, esa joven experimenta lo que todas a los veinte años. Tiene aficiones monásticas; pero las pompas del mundo le atraen un poco y está dudando entre el diablo y Dios, para decidirse, al fin, por este último. Bueno es que dude, pues así el desengaño será mayor y se acogerá con más fe a la vida religiosa.

– Señor García, sois un mentecato. Yo soy quien sabe por qué esa joven no entra en el convento.

– ¿Por qué, reverendo padre? – contestó el vejete, que correspondía al insulto del superior con aduladoras sonrisas.

– Porque está enamorada.

– ¡Enamorada! – exclamó verdaderamente sorprendido García – . ¿Y de quién?

El padre Fabián miró de pies a cabeza a su subordinado, hizo un gesto de desprecio y, sin hacer caso de su sorpresa ingenua, continuó preguntando:

– ¿Visita el conde de Baselga muy a menudo la casa de Avellaneda?

– Va casi todas las noches. Se encuentra solo, no sabe pasar sin mí y además en dicha casa encuentra una tertulia de buenos amigos y honesta conversación.

– ¿Sois vos quien lo presentasteis en la casa?

– Sí, yo fuí, reverendo padre; creo no haber faltado con ello a vuestras instrucciones.

– ¡Imbécil! ¿Y quién os manda relacionar al conde con la familia de Avellaneda?

– Reverendo padre, permitidme que os diga que fué vuestra reverencia quien me encargó ser el guía del conde en París, y no creo haber faltado a vuestras instrucciones presentándolo en dicha casa, tanto más cuanto que el señor Baselga deseaba tener amigos.

– Pues bien; sabedlo, hombre obcecado. María y el conde se aman y se cortejan en vuestras propias narices.

El vejete experimentó tan tremenda impresión como un devoto a quien el Papa le dijera que no hay cielo.

Quedóse estupefacto por algunos instantes, pero fácilmente se repuso y, con sonrisa de incrédulo, contestó a su superior:

– Permítame vuestra reverencia que le diga que lo han engañado. Seré tan imbécil como vuestra reverencia quiera, pero a un hombre como yo no le pasa desapercibida una cosa de tanta importancia.

– Señor García, ¿conocéis bien los estatutos de nuestra Orden? ¿Sabéis de qué modo realizamos nuestros negocios?

– Creo que sí. No soy nuevo en la Compañía.

– Cuando a un hermano se le encarga un negocio, ¿qué es lo primero que hacemos?

– Designar a otro hermano que sea desconocido por el primero para que le vigile y dé cuenta del modo cómo lleva a cabo el asunto y si procede con acierto.

– Perfectamente. En esta ocasión, como en todas, el ojo de la Compañía, que ve hasta en las mayores tinieblas, os ha vigilado mientras trabajábais "para la mayor gloria de Dios" en el seno de la familia de Avellaneda, y por este medio nos hemos convencido de vuestros desaciertos y vuestros descuidos. La vigilancia del hermano encargado de espiaros ha penetrado hasta el interior de la casa de Avellaneda, y por una de las domésticas, de nacionalidad francesa, hemos sabido que el conde y la niña se aman, que aprovechan la menor ocasión para hablarse solos y sin testigos y que diariamente y a la hora de despedirse cambian una carta ante vuestros ojos de topo. Ya veis que estos datos no admiten réplica, y para avergonzaros más, aun faltando al sigilo que recomienda la Orden, os digo el medio por el cual hemos adquirido tales noticias.

– Reverendo padre – dijo el viejo con desaliento, aunque con el deseo de no pasar por vencido – , eso puede ser muy bien un chisme propio de una sirvienta.

– Si esa doméstica ha mentido no puede hacer lo mismo el hermano encargado de espiaros, y éste declara que varias tardes ha visto pasear en el Luxemburgo a Baselga y a la señorita Avellaneda muy amartelados, mirándose con la empalagosa dulzura de los amantes, mientras que vos, con aire de estúpido que os es el más propio, íbais a pocos pasos de distancia hablando majaderías con el padre o la criada.

– Permitidme que os diga que ese hermano, a quien no conozco, puede haberse equivocado y que su deseo le habrá hecho ver cosas que sólo existen en su imaginación.

Creía el señor García que con esto lograba desbaratar todas las acusaciones de su superior, pero se quedó frío cuando éste exclamó con acento colérico:

– ¡Aún encuentra vuestra imbecilidad objeciones que oponer! Pues para que os confundáis puedo enseñaros las palabras amorosas que nuestro hermano ha sorprendido, paseando con aire indiferente al lado de los amantes, y que tengo apuntadas en este legajo.

Y al decir esto golpeaba ruidosamente con su diestra una carpeta repleta de papeles que tenía sobre la mesa y en cuya tapa se leía este rótulo. "Familia Avellaneda. Vale quince millones".

El señor García quedó anonadado, y su superior, gozándose en su confusión y completa derrota, continuó diciendo con colérica voz:

– ¿Ya estáis satisfecho? ¿Os falta algo para convenceros de que sois un imbécil completamente inservible? En otro tiempo podréis haber sido muy bueno, pero ahora me parecéis uno de esos perros viejos que han perdido el olfato. Pensad en las consecuencias de vuestra inadvertencia, en el peligro en que habéis puesto los intereses de la Orden, y éste será vuestro mayor castigo.

El viejo bajó la cabeza como avergonzado por aquella justa reprimenda, y durante algún tiempo nada turbó el silencio en aquella habitación.

Reflexionó un buen rato el señor García, y arrojándose por fin a los pies del jesuíta, exclamó con acento dramático:

– Castigadme, reverendo padre. Haced de mí lo que queráis. Soy un miserable que he descuidado los sagrados intereses de la Orden, y merezco un severo correctivo.

El padre Fabián miró con altivez a aquel viejo que se humillaba a sus pies con el aspecto de resignada víctima que espera el golpe, y con una brutalidad soldadesca, dijo:

– Vaya, amigo mío; levantaos del suelo y no sigáis haciendo demostraciones de un arrepentimiento que no sé si sentís. Ya sabéis que no gusto de comedias.

García se levantó del suelo con aire humilde, y el superior continuó hablando:

– Afortunadamente, el asunto todavía tiene remedio. El conde es hombre de mundo que sabe bien lo que se hace; pero la hija de Avellaneda no pasa de ser una chicuela a la que os resultará fácil convencer siempre que apeléis a ciertos medios. Eso es el primer amor y su fragilidad la conozco por experiencia. Una pasioncilla que pasará como nube de verano al soplo de la primera desilusión. Quien me inspira cuidados es Baselga, que me parece un tuno redomado. Vamos a ver si en estos amores tiene su parte el interés. ¿Habéis hablado alguna vez al conde de la fortuna de Avellaneda?

– Ese señor sabe por mí que don Ricardo es rico, o más bien dicho, su hija.

– ¿Pero sabe a cuánto asciende su fortuna?

– Creo que no. Baselga no se imagina, ni remotamente, que Avellaneda sea millonario.

– Acordaos bien de todos mis encargos. Ante todo, es necesario saber con absoluta certeza si el conde sospecha de lo cuantiosa que es la fortuna de María.

– Lo sabré, reverendo padre.

– Después, es preciso averiguar si Baselga está enamorado de la joven, o si, tal como yo me lo figuro, la quiere únicamente por atrapar sus millones.

– Difícil es eso, pues el conde, aunque vive conmigo con cierta intimidad, no me habla con entera confianza y sólo dice aquello que quiere. A pesar de esto, averiguaré lo que me ordena vuestra reverencia.

– Baselga es un noble español tan cargado de pergaminos como falto de dinero. No tiene para vivir otros recursos que una parte de las rentas de la hija que tiene en España, y nada tendría de extraño que quisiera enriquecerse merced al efecto que su gallarda figura haya podido causar en esa chicuela.

– Efectivamente, reverendo padre; tal vez sea lo que decís.

– Es necesario también que en un plazo breve estéis enterado de un modo cierto del estado en que se hallan las relaciones amorosas y de si esta pasión es fuerte y digna de inspiraros cuidado. Os exijo que seáis un lince, ya que hasta ahora habéis sido un bestia; que espiéis a los dos amantes y que no paréis hasta penetrar en lo más recóndito de sus pensamientos. Difícil es la tarea para un hombre de tan cortos alcances; pero éste es el único medio para que la Compañía os perdone el peligro en que la habéis puesto con vuestras distracciones.

– Haré cuanto pueda, reverendo padre – contestó el vejete sonriendo con cierta malicia – , y de seguro que no quedaréis descontento en esta ocasión.

 

– Considerad el inmenso perjuicio que causáis a la Compañía si por vuestra ineptitud María se casa, y su fortuna, esos millones que la Orden cuenta ya como suyos, pasa a manos de su marido. La religión está en peligro, la impiedad la ataca sin tregua y para sostenerse necesita dinero, mucho dinero que le preste nueva vida. Si por culpa vuestra se pierde ese negocio, perjudicáis la causa de Dios, y éste en la hora de vuestra muerte os arrojará al infierno.

El señor García, al escuchar estas palabras, no pudo ahogar una sonrisita burlona que rápidamente contrajo sus descoloridos labios, y que no pasó desapercibida a la inquisitorial mirada del padre Fabián:

– ¿No creéis en el infierno?.. Bueno, pues yo tampoco. Debía castigaros por vuestro escepticismo, pero me sois simpático porque tenéis sentido común. Esas farsas sólo son buenas para la turba imbécil que nos adora.

– Así es, reverendo padre.

– Pero si no creéis en el infierno – continuó el padre Fabián con el acento con que se dirigía a un camarada – , convendréis en que necesitamos mucho dinero para llevar nuestra obra adelante, y que llegue un día en que la Compañía de Jesús tome posesión del mundo, y que todos cuantos formamos parte de ella seamos los reyes de la tierra.

– ¡Oh! Eso sí, reverendo padre – dijo el viejecillo apresuradamente, mientras que sus ojos se iluminaban con una chispa de soberbia ambición.

– Pues bien; esos millones de Avellaneda son un nuevo grano de arena que aportamos a nuestra grandiosa obra de la dominación universal. Además, vos sois como un hijo de la Compañía; entrasteis en ella en vuestra juventud, en su seno habéis crecido, la consideráis como vuestra verdadera familia, y ninguna gloria os será tan grata como el que la Orden, en vista de que la proporcionáis quince millones, os considere como uno de sus hijos más útiles, laboriosos y digno de eterno recuerdo.

– Sí, reverendo padre; ésa es toda mi ambición.

– Excuso, pues, deciros lo mucho que habéis de trabajar para conseguir el hermoso resultado de que la fortuna de Avellaneda entre en nuestro tesoro. Ya sabéis el plan. Que María no se case, que entre en un convento y que haga donación a nuestro favor de todos sus bienes. La Compañía en la actualidad es pobre. Apenas si pasa de ochocientos millones lo que en la actualidad poseemos en el mundo, y el general desde Roma sigue con mirada atenta este negocio del que depende vuestro porvenir y mi crédito. ¡Qué gloria si aumentáramos de golpe con quince millones el capital de la Orden!

El señor García sintió un escalofrío de felicidad al pensar en la grande honra que le proporcionaría el buen éxito de aquel negocio, y dijo con aplomo:

– Lograremos nuestro propósito; no lo dudéis, reverendo padre.

– En esta clase de negocios ya sabéis cuál debe ser siempre nuestra conducta: separar todos los obstáculos que se opongan a la consecución del fin. Sólo los imbéciles reparan en sus empresas en la legitimidad de los medios.

– Soy de esa misma opinión.

– ¿Quién nos estorba? ¿Baselga? Pues le apartaremos buenamente de nuestro camino, y si no se puede por los medios pacíficos…

– Se usan otros más convenientes. Lo sé, reverendo padre.

– No olvidéis que igual conducta debe seguirse con el señor Avellaneda, con la doméstica y con toda persona que intente perjudicar nuestros sagrados intereses.

– Así debe ser, reverendo padre. Ante todo la Compañía.

– No; ante todo Dios y nosotros, que somos sus verdaderos representantes.

Aquellos dos hombres al hablar de obstáculos y de medios para llegar al fin, tenían impresa en el rostro una expresión horrible.

Parecían cuervos disputándose a graznidos la posesión de una próxima víctima.

Cuando el señor García, aquel santo varón, se despidió de su superior, éste le dijo con tono de amenaza:

– Recordad que yo fuí quien os encargué este negocio para que os lucierais y el que hice todo lo necesario para que el confesor de la difunta señora de Avellaneda os recomendara eficazmente, facilitándoos la amistad con la familia. La Compañía confía en vos. No la hagáis sufrir una decepción, porque el castigo sería terrible.

XII
Espionaje de jesuíta

Púsose en campaña el señor García para averiguar todo lo referente a los amores de Baselga con María, y comenzó por sonsacar diestramente a todos cuantos servían en casa del señor Avellaneda.

El examen de los dos amantes lo dejó para después. Si es que éstos querían espontanearse con él, siempre tendría ocasión para enterarse de sus secretos.

Las dos criadas francesas fueron las que primeramente abordó el señor García, en la confianza de que una de ellas, que al decir del padre Fabián, estaba en relaciones con un individuo de la Orden, le proporcionaría las noticias que él necesitaba.

Nada de nuevo supo el señor García, pues las revelaciones en nada se diferenciaron de lo que ya había manifestado el superior de los jesuítas: que la señorita y el conde se entendían, que todas las noches cambiaban una cartita en la antesala, que parecían estar muy enamorados…; he aquí todo.

El señor García se convenció de que por aquella parte no podría adquirir más noticias, y adoptó la resolución de dirigirse directamente a Tomasa, pues sospechaba que ésta forzosamente había de saber mucho de lo que ocurría entre su señorita y el conde.

Al principio de su conversación con la aragonesa, la encontró muy reservada; pero sus dulces palabras hicieron mella en su tosca inteligencia, y al fin Tomasa dudó, acabando por decidirse a revelar a su viejo amigo todo cuanto sabía.

¿Por qué no había de enterarse el señor García de los amores de la señorita? ¿Aquel viejo no era una buena persona que amaba a María casi tanto como ella? No había allí nada malo, y además, el santo varón podía prestar un buen servicio a Baselga sirviendo de intermediario a éste, ya que pensaba pedir al padre cuanto antes la mano de María.

Ella no era egoísta en aquella ocasión, ni quería atribuirse a su persona el mérito exclusivo del casamiento; así es que charló por los codos, revelando al viejo todo cuanto sabía, y rogándole que procurase hacer todo lo posible para que el señor consintiese el matrimonio de aquella pareja tan enamorada, que, según la expresión de Tomasa, se comía con los ojos.

El señor García, oyendo a la criada, se convenció de que, efectivamente, era un imbécil, tal como le decía el padre Fabián. Cuatro meses tenían ya de existencia aquellos amores, sin que él se apercibiera, por sí mismo de nada, y Baselga llevaba sus asuntos tan apresuradamente, que un día de aquéllos, tal vez mañana, pensaba pedir al señor Avellaneda la mano de su hija.

El viejo devoto estaba asombrado. ¡Diablo! Aquel conde, a pesar de su aspecto de soldado algo rudo, sabía hacer las cosas bien y despistar aun a los más allegados. Con justicia figuraba en la Compañía de Jesús.

Propúsose García impedir el rápido desarrollo de aquellos amores y comenzó por exigir a Tomasa el más absoluto secreto de cuanto habían hablado.

– Que no sepan el conde ni la señorita – decía el viejo con la más amable de sus sonrisas – que tú me has revelado el secreto de sus amores. Si ellos ignoran que nosotros nos entendemos, las cosas marcharán mejor, y yo podré con más facilidad conseguir el consentimiento de don Ricardo. Hay que proteger a ese par de enamorados. ¡Con que la señorita ya no quiere ser monja y piensa en casarse!.. ¡Vaya!, estas niñas del día son el mismo demonio…

Y el vejete sonreía tan bondadosamente, que Tomasa se sentía dominada por aquel hombre tan amable y simpático, acabando por prometerle que no diría una palabra de todo lo tratado entre los dos.

En la tertulia de aquella noche el señor García ejerció un espionaje digno de acreditarle como hombre astuto y reservado.

Afectando entregarse a ratos a absorbente meditación o sosteniendo discusiones sin objeto con el señor Avellaneda, espiaba a María y Baselga, que estaban sentados junto a una ventana del comedor, logrando sorprender rápidas miradas y otros signos de amorosa inteligencia que hasta entonces le habían pasado desapercibidos.

El viejo estaba irritado por su torpeza, y la rabia que le producía no haber adivinado aquella pasión que se desarrollaba en su presencia la hacía caer sobre los dos amantes que, sin darse cuenta de ello, se habían burlado de él ocultando tan maestramente su afecto. El señor García odiaba a aquella pareja como si se tratara de tremendos enemigos, y tenía cierto placer en pensar que desbarataría su felicidad aunque tuviera que apelar a los medios más extremos.

Cuando llegó la hora de retirarse y el conde, seguido del viejo, salió de la casa con dirección a la calle de los Santos Padres, ninguno de los dos hombres pronunció la menor palabra. Caminaban silenciosos, como abstraídos en sus pensamientos.

De vez en cuando Baselga miraba rápidamente a su acompañante, siempre cabizbajo, y en sus ojos se notaba la expresión interrogante del que duda en confiar un secreto importante.

Habían entrado ya los dos en la habitación del primer piso, y el señor García, con la palmatoria en la mano, se disponía a subir a su buhardilla después de desear al conde muy buena noche, cuando éste le detuvo con un ademán, y dijo con acento que intentaba hacer indiferente:

– Si usted no tuviera mucha prisa en subir a su cuarto, hablaríamos un poco.

– Como usted guste, señor conde. Yo siempre estoy a sus órdenes. Diga usted, que ya le escucho.

Y el vejete, dejando su palmatoria sobre una mesa, se sentó sonriendo amablemente.

Reinó un largo silencio. Ninguno de los dos hombres deseaba ser el primero en hablar; Baselga tenía miedo de exponer su pensamiento y el señor García no tenía prisa y aguardaba pacientemente a que el otro dijera lo que él ya sabía.

Por fin el conde rompió el silencio.

– ¿No me dijo usted una vez que María quería ser monja?

– Sí, señor. Esa es su vocación.

– ¿Y cuándo entra en el convento?

– No se ha fijado aún la fecha, pero ello será más pronto o más tarde.

– ¿Y está usted seguro de que a ella le gusta la vida del convento?

– ¡Oh! – exclamó el señor García por contestar algo – . Eso nadie lo puede decir mejor que la interesada.

– ¿Y no podría suceder que a María le gustase más ser como todas las mujeres, casándose con un hombre a quien amase?

– Todo puede ser en este mundo – contestó el señor García, y miró a Baselga con aire interrogante como animándole a que se franqueara más.

Pero el conde parecía arrepentido del sesgo que él mismo había dado a la conversación, y se alarmó al considerar que había estado a punto de hacer público su secreto.

No; el señor García no debía de saber nada. Más adelante, cuando el padre hubiese dado su consentimiento y estuviera todo arreglado para la boda, el viejo sabría lo ocurrido; pero ahora no convenía y su instinto le hacía adivinar un peligro en el señor García.

Había que cortar aquella conversación iniciada por él y que comenzaba a hacérsele pesada.

– ¡Vaya, querido señor! Es ya muy tarde, usted madruga y estoy imprudentemente quitándole lo mejor de su sueño. A descansar, que usted tendrá para mañana mucho trabajo. ¿Irá usted por la tarde a casa del señor Avellaneda?

El vejete no pudo por menos de hacer un guiño instintivo al oír aquella pregunta. Ya comprendía él lo que aquello quería decir. El conde pensaba sin duda ir al día siguiente a pedir a don Ricardo la mano de su hija.

– Iré, sí, señor. Tengo que arreglar con el señor Avellaneda las cuentas de administración del pasado mes. Además, el pobre señor está, como ya ha visto usted, con sus dolores, y no puede salir de casa, lo que le tiene muy fastidiado. Desgraciadamente, yo sólo estaré con él hasta las cuatro, pues tengo que despachar algunos asuntos urgentes al otro lado de París.

Y luego añadió con ingenuidad asombrosa:

– Si usted no tiene mañana ocupaciones precisas podía ir a acompañarle un rato. El pobre ¡lo agradecería tanto! Además, mil veces me ha dicho que le gusta mucho discutir con usted, a pesar de que odia a los carlistas.

El conde prometió que iría a acompañar al señor Avellaneda, y el vejete, después de repetir sus ¡buenas noches!, comenzó a subir los noventa y cuatro escalones que separaban su buhardilla del primer piso.

Cuando poco después el mugriento levitón quedaba colgado en la percha junto a la cama y el señor García se quitaba los tirantes, mascullando al mismo tiempo, por la fuerza de la costumbre, algunos padrenuestros al ángel de la Guarda, cediendo a la necesidad de hablar alto, que algunas veces le acometía, exclamó interrumpiendo sus palabras con nasales risitas:

 

– Mañana será el trueno gordo. ¡Descuida, conde arruinado!, que cuando tú vayas a hablar con don Ricardo, ya lo habré yo arreglado de modo que te eche a puntapiés de su casa! ¡Pues no faltaba más sino que ese conde hambriento viniera con sus manos lavadas a apoderarse de los quince millones que tanto tiempo perseguimos! Ese dinero es de la Orden, que cuenta ya con él, y el que intente ponerle la mano, que se prepare a recibir nuestros rayos. ¡Buena se va a armar mañana! ¡Je, je, je!..