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La araña negra, t. 2

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XVIII
La felicidad de Baselga

María era la que llegaba.

Entró con timidez y casi temblando, como arrepentida de la locura que había cometido en un momento de alucinación mística, abandonando a su padre, cuyo estado fatal conocía; pero su turbación aún aumentó más al ver a Baselga de pie junto al lecho del enfermo.

¿Cómo era aquello? ¿Qué hacía allí su amante? La joven, al ver al hombre amado, sintió que renacía en su pecho la amortiguada pasión, y se felicitó de que la Policía hubiese ido a sacarla de aquel convento, en el cual desde por la mañana la perseguía el recuerdo de su padre moribundo y casi abandonado.

El jefe de Policía, siempre seguido de su fiel can-secretario, estaba en el dintel contemplando la escena y gozando con la alegría que le producía al enfermo la devolución de su hija. Escenas tan tiernas como aquéllas eran las únicas satisfacciones eme le proporcionaba su oficio.

Llegó el momento de las explicaciones:

– Señor Avellaneda – dijo el comisario – , mi misión está cumplida. Le devuelvo a usted su hija y me retiro ya, si es que nada más tiene que pedirme.

El digno funcionario miró a María y a su padre con tal expresión, que la joven venció su timidez v gimiendo se arrojó sobre el lecho del enfermo, estrechando entre sus brazos la cadavérica cabeza de don Ricardo.

Este sollozaba de felicidad al sentir el contacto de aquel ser querido, y todos los que presenciaban la escena sentíanse conmovidos, a excepción del secretario del jefe de Policía, que presenciaba aquel acto con la indiferente frialdad de un autómata.

– Todo está bien – dijo el comisario con aire satisfecho – , y ahora con el permiso de ustedes me retiro, si es que no tienen que pedirme otro servicio.

Don Ricardo hizo con la mano una señal para, que el funcionario se acercara a su lecho, y allí fué a situarse aquél, seguido siempre de su apéndice el secretario.

Los dos amantes y la sirvienta comprendieron que su presencia podía ser molesta y se retiraron al fondo de la habitación, junto a la ventana, quedando envueltos en la penumbra que formaba la llama de una pequeña lampara batallando con las densas sombras, a las que sólo podía expulsar de un reducido espacio.

Avellaneda contó al comisario todo cuanto acababa de saber por boca de Baselga. Los jesuítas conspiraban contra la libertad de su hija para apoderarse de sus millones y era preciso ponerla a salvo de tales asechanzas. Convenía, pues, casarla cuanto antes con el conde de Baselga, que la amaba: pero este acto no podía verificarse inmediatamente y él se sentía próximo a morir, inquietándole mucho la idea de que su hija iba a quedar sin el apoyo de un marido, por lo cual solicitaba el consejo del comisario.

Este escuchaba con gran atención desde que oyó que los jesuítas estaban mezclados en el asunto.

La monarquía de Luis Felipe, como nacida de una revolución, era muy poco afecta a la Compañía de Jesús y, además, la Prensa republicana hacía una continua campaña contra, la Orden, a la cual, no sin fundamento, atribuía la mayor parte de los males que afligían al país.

Estaba, pues, interesado el comisario, como agente del Gobierno, en combatir a aquella tenebrosa asociación que penetraba en todos los hogares y buscaba apoderarse de todas las fortunas, y de aquí que prometiese a Avellaneda prestarle toda su ayuda.

El enfermo, ante esta promesa, comenzó por pedirle le indicase qué es lo que podía hacer para asegurar la suerte de María mientras llegaba el momento de casarse.

– Lo único que puede hacerse en esta ocasión – contestó el comisario – es que conste de un modo formal que usted da su consentimiento para que la señorita contraiga inmediatamente matrimonio. Si por desgracia muere usted, yo quedaré encargado de activar el matrimonio y de impedir que esos negros enemigos de su tranquilidad intenten algo contra su hija. Mi deber, como funcionario, consiste en oponerme a las tramas del jesuitismo, al que usted no debe temer estando en Francia. La Compañía podrá tener gran poder en España, pero aquí nuestro Gobierno le tiene declarada la guerra, y crea usted que tendría un verdadero placer en que la policía tuviese que entender con alguno de sus individuos.

Avellaneda admitió el consejo del comisario, y éste despachó a su amanuense para que fuese en busca de un notario que vivía en el mismo distrito.

Transcurrieron algunos minutos sin eme nada viniera a turbar la calma que reinaba en aquella habitación.

Los dos amantes, de pie junto a la ventana, y velados por la sombra, se entregaban a una conversación sin fin, y, con ese egoísmo propio de enamorados, forjábanse los más hermosos ensueños, sin acordarse de que a pocos pasos de ellos se encontraba don Ricardo amenazado de muerte; Tomasa, sentada cerca de la pareja, los contemplaba con cariño, y de vez en cuando acudía al cuidado del enfermo: éste gemía dolorosamente y el comisario estaba inmóvil en su silla, con ademán distraído y como repasando en su memoria los asuntos que le ocuparían al día siguiente.

En esta situación se encontraban los cinco, cuando sonó la campanilla de la escalera.

– ¡El notario! ¡Ya está ahí el notario! – dijo María, con alegría infantil.

– ¿El notario? – murmuró el policía – . No sé; pero me parece demasiado pronto.

Sonaron pasos en la habitación vecina, y un hombre entró sin que la densa sombra le permitiera ser reconocido.

Cuando llegó al espacio iluminado, todos, a excepción del comisario, profirieron en una exclamación.

Era el señor García.

Este, por su parte, no se manifestó menos asombrado. Miró al comisario y palideció algo al fijarse en su fajín, signo de autoridad; pero cuando su mirada, profundizando en las sombras, adivinó, a pesar de su miopía, a Baselga y su amada, de pie junto a la ventana, perdió aquella serenidad que le caracterizaba y quedó estupefacto.

Con la rapidez del rayo pasó por su cerebro un torbellino de asombrados pensamientos. Ni remotamente podía habérsele ocurrido al entrar en aquella casa, que iba a encontrar a María, a la que había dejado en el convento algunas horas antes. ¿Cómo era aquéllo? ¿Cómo habían accedido las buenas madres del convento de Santa Isabel a soltar la rica presa que él les había entregado en nombre de la Compañía?

El asombro le quitaba aquella cínica audacia de jesuíta, que era su principal arma, y experimentaba una turbación sin límites.

La voz débil de Avellaneda le sacó de su asombro.

– Adelante, canalla – le gritó el enfermo – . Pasa adelante, y sufre al ver que la maldad no ha triunfado y que todas las tramas acaban de ser desbaratadas. ¡Ah, miserable! ¡Qué sería de ti si yo pudiese saltar de este lecho!

Esta exclamación de Avellaneda fué acompañada del choque que produjo un vaso al estrellarse en el pavimento, a los mismos pies del jesuíta. El enfermo, con mano débil, le había arrojado a la cabeza un vaso de medicamentos que tenía sobre la mesa de noche.

Aquella agresión, último arranque del carácter de Avellaneda, tímido en la juventud y atrabiliario en la vejez, sacó a Baselga de la estupefacción en que estaba.

Acordóse de lo mucho que María y él habían sufrido por culpa de aquel repugnante viejo sintióse dominado por su terrible cólera, y avanzó precipitadamente y con la diestra levantada sobre el señor García.

Este no esperó la agresión. Sabía bien de lo que era capaz aquel coloso, y con movimiento instintivo corrió hacia la puerta, no tan pronto que se librara de un puntapié que le hizo apresurar su marcha.

El conde quiso ir aún en su seguimiento, pero el comisario, a quien tal escena había sacado de su impasibilidad, cerró el paso a aquél, y gracias a este auxilio, el jesuíta pudo salir de la casa sin otro detrimento que el dolor que sentía más abajo de la espalda, a causa de la furiosa patada de Baselga.

Volvió a establecerse la calma en aquella habitación, pero el enfermo no recobró el estado de relativa tranquilidad que antes tenía.

La ruda impresión que había experimentado con la presencia del señor García, le produjo una agitación nerviosa que anunciaba la próxima aparición del delirio.

Todos temían que éste sobreviniese antes de la llegada del notario, y contaban los minutos ansiosamente examinando el estado del enfermo.

Por fin, llegó el depositario de la república, y todavía hubo tiempo para que don Ricardo, con sano juicio, pudiese manifestar su voluntad de que María se casase con Baselga, nombrando tutor de la joven al comisario de Policía, que se prestó a ello.

Después, mientras que el notario dictaba a su escribiente, cumpliendo las formalidades de la ley, el enfermo entraba en un furioso delirio, interrumpido por alaridos de dolor.

El médico, que llegó poco después, limitóse a mover la cabeza con expresión fúnebre, y dijo que allí nada le quedaba qué hacer.

A las dos de la mañana don Ricardo Avellaneda exhaló el último suspiro.

María y su amante presenciaron su agonía, y hasta muy entrado el día estuvieron velando el cadáver.

Era la primera noche que pasaban completamente juntos los dos amantes.

La felicidad se mostraba a Baselga bajo una forma fúnebre.

XIX
El fin de un jesuíta

Eran las once de la noche, y desde las ocho que el señor García, sentado en un sillón del despacho del padre Fabián, esperaba pacientemente la llegada de éste.

El cerebro del viejo devoto era un hervidero de pensamientos.

La derrota que acababa de sufrir, aquel rápido desmoronamiento de la obra construída a costa de largos años y de inagotable paciencia, le producía una cólera sorda que se traslucía con gruñidos sordos y nerviosos estremecimientos.

La catástrofe le había sorprendido en los momentos en que más victorioso se creía y esto aumentaba aún más su pesadumbre.

 

Lo que más le aterraba era lo que pudiera decirle el padre Fabián al saber todo lo ocurrido.

Conocía muy bien a su superior y adivinaba cuán terrible iba a ser la explosión de su cólera.

Poseído de mortal angustia, el viejo deseaba salir cuanto antes de la cruel incertidumbre, y esperaba ansioso la llegada del jesuíta, pero al mismo tiempo temblaba siempre que algún ruido exterior le hacía creer en la proximidad del padre Fabián.

Cuando cerca ya de media noche sonó un gran estrépito en la habitación cercana al despacho y se oyó la voz colérica del padre Fabián riñendo con destempladas palabras a uno de sus fámulos, el viejo púsose en pie, y bajando la cabeza con expresión humilde, aguardó temblando.

Entró el jesuíta con precipitado paso abarcó con una terrible mirada la encorvada figura de su agente, y después arrojó sobre un sofá su sombrero de teja y la hopalanda de seda que llevaba sobre la sotana.

El silencio que reinó durante algunos minutos producía más impresión en el viejo que los más furiosos insultos. El señor García comprendía que aquel silencio anunciaba para él algo más terrible que un tropel de iracundas acusaciones.

El padre Fabián dió varios paseos a lo largo de la habitación con el rostro congestionado y respirando con cierta dificultad, y, por fin, tomó asiento frente al viejo, que seguía de pie en actitud humilde.

– ¿Desde cuándo estáis aquí?

– Desde las ocho, reverendo padre.

El jesuíta volvió a quedar silencioso y el señor García creyó que debía aprovechar la pausa para darle cuenta de lo ocurrido.

– Reverendo padre, tengo que manifestaros que…

– No sigáis. Estoy enterado perfectamente de cuanto ha ocurrido en casa de Avellaneda. Sois un miserable, un canalla, un imbécil, pues con vuestro torpeza no sólo habéis impedido que adquiriese quince millones la Compañía, sino que la acabáis de poner en peligro.

El señor García no intentó defenderse y sufrió impávido ludas las injurias de su superior.

– A no ser por mí, que he sabido a tiempo, antes que vos mismo lo ocurrido en casa de Avellaneda y la intervención que la policía tomaba en el asunto, a estas horas el suceso sería publico y mañana esa maldita prensa liberal relataría en todos los tonos que los jesuítas habían arrebatado a una joven del hogar paterno para encerrarla en uní convento y apoderarse de sus millones. Gracias a mi actividad y a las grandes relaciones de la Orden, se ha podido echar tierra al asunto, evitar a nuestros eternos enemigos la satisfacción que les hubiese producido el resultado de vuestra torpeza.

El viejo seguía confuso y cariacontecido, oyendo la filípica de su superior.

– ¿Esta es la portentosa habilidad que poseéis para arreglar los negocios que se os encomiendan?

– Reverendo padre, os juro que yo no soy culpable. He llevado el negocio tan bien como he podido y, a no ser por la fatalidad que se ha cruzado en mi marcha…

– ¿Habláis de la fatalidad? – le interrumpió furioso el jesuíta – . ¿Qué tiene que ver la fatalidad con esto? Vuestra torpeza es la culpable y nadie más.

– Yo no puedo explicarme, reverendo padre, el mal éxito de esta operación. Cuando todo estaba ya seguro: la niña en el convento y el novio en la cárcel, llego a la casa y me veo a los dos amantes en amorosa plática y a un comisario de Policía junto al lecho. Esto, por lo repentino e inesperado, parece obra del diablo. Dígame vuestra reverencia, que como de costumbre estará mejor enterado, quién ha deshecho tan rápidamente toda mi obra. Tengo un deseo rabioso de saberlo, y horas enteras he permanecido aquí buscando en mi imaginación al verdadero autor de tal prodigio.

– ¡Ah, repugnante imbécil! ¡De qué os sirve tener ojos si no veis a los que están a vuestro lado y por qué pasáis por listo si no conocéis a las personas que os rodean! La criada del señor Avellaneda, esa mujer ruda y zafia, según mis informes, es la que se ha burlado de la Orden deshaciendo toda la trama.

– ¿Ha sido Tomasa? No puedo creerlo, reverendo padre.

– Siempre, seréis un necio confiado. Ya sabéis que dentro de la casa tenemos muy buenos espías cuyos informes no mienten. Esa Tomasa ha sido, y vos, obrando como un hombre hábil y como buen miembro de la Orden, debíais haber comenzado por haceros dueño absoluto de su voluntad.

– Lo era, reverendo padre. Tomasa me quería y nacía caso de todos mis consejos.

– Vuestra fatuidad os hacia creer que erais dueño de una voluntad, sobre la que no tenéis ningún ascendiente. En la Compañía ya sabéis que nadie se considera dueño de otro hasta que ha anulado su voluntad de modo que puede convertirlo en un cadáver automático.

El señor García quedó anonadado por tal lección, pero con el afán de congraciarse con su superior, dijo con acento de confianza:

– Todavía no se ha perdido todo, pues aun vive la hija de Avellaneda, y de la voluntad de ésta si que soy dueño absoluto. Ved si no con qué facilidad la conduje al convento.

– Es tarde ya. Ahora nada podéis, pues la proximidad de su amante ha disipado sus aficiones a la vida monástica.

– Aun puede hacerse algo. Quitemos de en medio a Baselga. Métalo vuestra paternidad otra vez en la cárcel.

– No puede ser. El conde tiene amigos que le protegen y su inocencia ha quedado en claro, y otra queja por conspirador no surtiría ningún efecto.

– Pues entonces – dijo el vejete levantando audazmente la cabeza y sonriendo con expresión satánica – , anulémoslo. Ya sabe vuestra paternidad que no nos faltan medios para librarnos de un hombre.

– Eso en esta ocasión sería la mayor de las imbecilidades. La autoridad está advertida; gracias a vuestra torpeza, conoce el interés que nos impulsa en nuestras relaciones con la señorita Avellaneda, y la menor desgracia que ocurriera al conde de Baselga haría caer sobre nuestra cabeza una tremenda responsabilidad.

El señor García reconoció la verdad de tales observaciones y murmuró con desaliento:

– Es verdad. Forzosamente hay que respetar a ese conde, que va a hacerse dueño de una fortuna que era ya nuestra.

– Pronto será esposo de esa joven. Según los informes que acabo de recibir, Avellaneda está ya en la agonía, pero antes ha dado de un modo solemne, y ante notario, su consentimiento para que María contraiga matrimonio con Baselga lo antes posible.

Esta noticia no sorprendía al vejete, pero le producía una diabólica irritación. ¡Oh, rabia! Ver cómo aquel conde hambriento se hacía dueño de los quince millones que él consideraba ya como de la Compañía, y no poder evitar aquello que él tenía como un escandaloso robo.

Su derrota era completa, y el mísero agente de la Compañía comprendía que ésta tenía motivo sobrado para castigarle cruelmente. El, en lugar del padre Fabián, se hubiera ensañado con el ejecutor torpe que comprometía a la Orden y perdía una cantidad enorme cuando ya la conceptuaba segura.

Pero a pesar de este convencimiento, el señor García, instintivamente, buscó el mejor medio de excusarse, y dijo con humildad:

– Reconozco, reverendo padre, que he sido un miserable y que merezco ser castigado; pero no me negaréis que mi plan estaba bien urdido y que su ruina sólo ha sido motivada por esa Tomasa, que equivale a un pequeño detalle descuidado.

– En los trabajos que lleva a cabo un buen jesuíta no hay detalle grande ni pequeño que merezca ser mirado con desprecio. Hicisteis caso omiso de esa sirvienta; creisteis, en vuestra estúpida confianza, que no merecía ninguna atención, y por ahí ha venido la muerte del negocio.

– Reverendo padre, yo era dueño de la voluntad de María, y creía, con sobrado fundamento, que esto resultaba suficiente.

– Pues creíais mal. No basta apoderarse de una persona; es preciso hacer el vacío a su alrededor, impidiéndola todo contacto con seres que puedan oponerse a nuestra voluntad. No estando seguro de la adhesión incondicional de esa doméstica, debíais haber buscado un medio para anularla, sacándola de la esfera donde podía hacernos daño.

– ¿Y el medio, reverendo padre? ¿Dónde encontrarlo?

– En cualquier pretexto. Veo que sois aún más torpe de lo que yo creía. Cualquier medio era bueno para llegar a nuestro fin. No era necesario que por medio de hábiles murmuraciones lograseis que riñese con su señor y abandonase la casa, pues bastaba con que, por ejemplo, la hubieseis hecho pasar por loca. Ya sabéis que a nuestro lado tenemos médicos hábiles, capaces de certificar la locura del ser más cuerdo y meterlo en un manicomio. Esto es lo que yo hubiese hecho, a no ser por vuestra estúpida confianza, que me aseguraba la fidelidad de esa criada.

El señor García quedó anonadado por esta lección de su maestro, y permaneció silencioso, mientras que el padre Fabián le contemplaba con ojos de furor.

– Bien comprenderéis – continuó el superior – que después de este fracaso que ha comprometido gravemente nuestro prestigio, la Compañía, no puede permanecer indiferente ni dejar de castigar al agente inepto, indigno, por mil conceptos, de seguir figurando en un santo ejército que marcha a la conquista del mundo. Sois un soldado cobarde, y Jesús, nuestro general, no os puede perdonar. ¿Lo creéis así?

– Sí, reverendo padre.

– ¿No os parecerá muy terrible nuestro castigo?

– No. He faltado, y comprendo que la disciplina de la Orden, en la que se basan todos nuestros triunfos, no podría subsistir si se tratara con dulzura a los que delinquen. Castigad con dureza, reverendo padre; yo, en vuestro lugar, haría lo mismo.

– Muy bien. Celebro que habléis de un modo tan razonable. Ved vuestro castigo: desde este instante dejáis de pertenecer a la Compañía de Jesús. Todos vuestros votos quedan anulados, y la Orden no se acordará ya más de que os tuvo en su seno.

El señor García experimentó la misma impresión que si el techo hubiese caído sobre su cabeza.

El esperaba ser sentenciado a terribles castigos personales, y se proponía sufrirlos con calma; aguardaba humillaciones sin cuento y ser despojado de aquella agradable consideración que gozaba en la Orden; pero ser arrojado de ésta, perder su calidad de miembro de la Compañía de Jesús, era un castigo terrible que nunca había imaginado llegase a merecer.

Para el hombre que desde su juventud pertenecía a la misteriosa y gigantesca Institución y la amaba hasta el punto de identificarse con ella considerándola su única familia, verse forzado a abandonarla era el peor de los tormentos.

Sin su calidad de jesuíta el señor García era un pobre diablo, un nadie, incapaz de merecer el menor respeto, mientras que unido a la Compañía sentía orgullo al considerarse una ruedecilla de la gran máquina que batía en brecha al progreso, un menudo tentáculo de la gigantesca araña negra que se proponía abarcar todo el mundo entre sus patas.

Además, dedicado toda su vida a los negocios de la Compañía, no había tenido motivo de aprender una profesión con que ganarse la subsistencia; y ahora, a la vejez, cuando estaba inútil para el trabajo y carecía de dinero, pues la Compañía había atendido hasta entonces a todas sus necesidades, ésta lo arrojaba para que muriera en medio de la calle roído por el hambre y los remordimientos.

El señor García temblaba como un reo a quien acaban de leer la sentencia de muerte. La humillación que le causaba el perder su importancia de societario de Jesús y el miedo que le producía un porvenir de miserias sin cuenta, le conmovían profundamente, desvaneciendo aquella audacia que hasta poco antes le caracterizaba.

No era posible que él pudiese resistir tan cruel golpe, y por esto cayó de rodillas a los pies de su superior derramando lágrimas como un niño.

– Reverendo padre – gimió – , yo no puedo resistir un castigo tan terrible. Mandadme que me mate y os obedeceré; sentenciadme a las más terribles penas, hacedme sufrir las mayores humillaciones y que sea el último criado de vuestros fámulos; todo lo arrostraré pacientemente, pero no me arrojéis de la Orden, que es para mí más que mi propia madre. ¡Compasión, reverendo padre, compasión para este desgraciado!

Y el miserable viejo abrazaba las piernas de su superior con ademán desesperado, bañando su sotana con lágrimas.

El padre Fabián permanecía insensible y hacía esfuerzos por repeler al suplicante viejo.

– Inútil es cuanto digáis – dijo el jesuíta – , pues la Compañía piensa bien las cosas antes de decidirse, y está resuelta a sostener el castigo que os impone. Hemos terminado, pues, y debéis, por tanto, daros por arrojado de la Orden.

El señor García, siempre arrodillado, pugnó por abrazar las piernas que se le escapaban, y conteniendo sus sollozos, fué a hablar; pero en el mismo instante recibió en el rostro un vigoroso puntapié del padre Fabián, que le hizo caer al suelo.

 

Era un arranque característico del jesuíta, que había sido antes soldado.

El reverendo padre estaba furioso.

– Señor García – dijo con una frialdad terrible – ; me estáis molestando con esa mojiganga insubstancial. La Compañía no os quiere ya y os envía a que acabéis vuestra vida en el arroyo, como un perro viejo y sarnoso. Salid al momento, si no queréis que a patadas os ponga en la puerta.

El viejo se levantó penosamente del suelo, limpiándose la sangre que corría por su rostro a causa del golpe recibido.

Sabia perfectamente que aquel gigante con sotana era capaz de todo.

Con paso lento se dirigió a la puerta, y todavía al llegar a ésta volvióse coja ademán suplicante.

– ¡Salid – gritó el superior – , y olvidaos para siempre de mí! Yo, por mi parte, me guardaré en adelante de salir responsable ante el general de Roma de imbéciles como vos.

El viejo salió del despacho.

¡Arrojado de la Compañía! ¡Abandonado para siempre! No; él no podía sobrevivir a tan gran desgracia.

Ya buscaría el medio de librarse de tal humillación antes que la miseria lo atormentase.

Había sido vencido, pero sabría caer con grandeza.

En la madrugada del día siguiente los guardias municipales situados en las inmediaciones del puente de las Artes, vieron caer un hombre en el Sena, reaparecer por dos veces sobre las negruzcas aguas y hundirse, por fin, definitivamente.

A las diez de la mañana los dependientes del Municipio, con la habilidad propia de los que diariamente tenían que entender en sucesos iguales, habían pescado el cadáver; a los pocos minutos era expuesto éste, sucio e hinchado, en el depósito de la Morgue, y antes del mediodía constaba en el registro de la Policía que en la noche anterior, y a juzgar por los documentos que se habían encontrado sobre el interfecto, se había suicidado, arrojándose al Sena, un español, de edad avanzaba, llamado José García y domiciliado en la calle de las Santos Padres.

Suceso fué este que no llegó a preocupar a media docena de parisienses, ni mereció de los periódicos otra cosa que una noticia de dos lineas.

La Compañía de Jesús se había librado de un inválido que le estorbaba.

FIN DEL TOMO SEGUNDO