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La araña negra, t. 2

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Cuando llegó a su casa y, respondiendo a un tirón de la campanilla, se abrió la puerta de la escalera, quedó algo sorprendido al ver a la vieja portera a la puerta de su cuchitril con una luz en la mano.

– ¿Cómo es eso, señora Magdalena? ¿Todavía no se ha acostado usted? ¿Sabe qué hora es?

– ¡Ay, señor! Tengo cosas muy graves que decirle.

El viejo hizo tan gesto para indicar que estaba dispuesto a oír.

– Al señor español del primer piso se lo han llevado.

– ¿Quién?

– La policía. Ha venido a las ocho el comisario del barrio con algunos agentes, y después de registrar la habitación se han llevado al señor Baselga a la prisión de Mazas. ¿Por qué será esto, señor García? Dígamelo usted, porque yo estoy muy intranquila. ¿Es que el señor se ocupaba en cosas malas?

El jesuíta levantó los hombros para indicar que no sabía nada, y después de tranquilizar a la vieja con cuatro frases comunes, subió lentamente a su buhardilla saboreando mentalmente el suceso.

¡Oh! La cosa iba bien y no podían arreglarse los sucesos más perfectamente. El padre Fabián había cumplido con actividad lo prometido en aquella misma tarde, y el conde estaba va en la cárcel por conspirar contra el Gobierno de España.

El vejete estallaba de satisfacción. Aquello era un día completo y, a ser menos incrédulo en el fondo, había motivo sobrado para rezar un buen rosario a la estampa de Jesús que tenía arriba en su cuartucho.

XVI
El olfato de Tomasa

La vieja criada de casa de Avellaneda estaba dominada por una continua preocupación.

La enfermedad de su señor se agravaba por momentos, y el delirio le dominaba hasta el punto de no dejarle más que muy breves ratos de lucidez; pero no era ésta precisamente la causa del malestar experimentado por Tomasa.

Las desgracias se seguían sin interrupción, y la antigua doméstica parecía olfatear el ambiente de la casa presintiendo con su fino instinto de mujer burda, pero astuta, que allí se cernía alguna fatalidad extraña o alguna horrible traición.

Por la mañana el señor García se había llevado a la señorita de la casa en un coche de alquiler, sin más equipaje que una pequeña maleta.

Tomasa sabía lo que aquella salida significaba. En las primeras horas de la mañana el señor García tuvo una larga conferencia a puerta cerrada con María, y cuando el vejete se marchó diciendo, al despedirse, que antes de una hora estaría de vuelta, la niña, avergonzada y temerosa, pero arrastrada al mismo tiempo por el afecto a su antigua amiga, la confesó que iba a salir inmediatamente de la casa para encerrarse en un convento.

Al ver la estupefacción dolorosa de la criada, que, al fin, se resolvió en gemidos y lágrimas, la joven, para consolarla, dijo que aquella ausencia sólo duraría muy poco tiempo; pero el engaño en aquellos labios poco acostumbrados a mentir, no lograba revestirse de veracidad, y al fin lo confesó todo, y Tomasa supo con asombro que su señorita pensaba encerrarse en el convento para siempre.

La pena que aquella declaración produjo en la criada no podía borrarse con ningún consuelo, y fué en vano que María le dijese que esto no impediría que fuesen tan amigas como antes y se viesen con frecuencia, pues Tomasa podría ir dos veces por semana al convento de Santa Isabel, y tal vez la superiora la dejase entrar hasta en los mismos claustros.

La enérgica aragonesa estuvo tentada de pedir auxilio, como el desventurado que ve cómo los ladrones le arrebatan su fortuna; pero creyó más fructuoso amenazar a la señorita, creyendo que ésta iba a realizar tan loca resolución sin permiso de su padre.

– No irá usted al convento, señorita. Se lo diré a su padre, y como él se opondrá, no será usted tan mala que se atreva a darle tal disgusto. ¡Pues no, faltaba más sino que se marchase usted de esta casa, ahora que su padre está casi en la agonía! Este disgusto acabaría de matarle.

– Tomasa, mi padre lo sabe todo.

– ¿Y consiente?..

– Sí – contestó María lacónicamente, experimentando gran compasión ante el asombro de Tomasa.

– ¡Parece imposible! Y de seguro que alguien habrá arreglado esa monstruosidad. ¿Ha sido el señor García?

Al ver el signo afirmativo de María, la criada dió rienda suelta a su indignación. Todos sus sentimientos sufrieron un completo trastorno, y la antigua simpatía que profesaba al viejo devoto, trocóse rápidamente en salvaje odio.

Las injurias salieron atropelladamente de su boca sin fijarse en que María escuchaba con aspecto tan pronto compungido como escandalizado.

Los peores epítetos fueron arrojados como balas rasas sobre aquel "indecente beato" que venía a robar a ella, que se consideraba ya de la familia, y al infeliz padre el cariño y la presencia del único ser querido. ¿Y no habría un presidio para tales hombres? Ya se lo diría ella con todas sus letras así que se presentase el viejo… pero no; sería una imprudencia y resultaba mejor dejarlo para más adelante, cuando un escándalo no pudiese agravar el estado en que se hallaba el señor.

Tomasa, para detener a su señorita, intentó apelar al amor y recordó hábilmente al conde de Baselga. ¡Pobre señor! ¡Cuan enamorado estaba! Justamente la tarde anterior, al salir de casa para ir a la botica lo había encontrado en la calle, y relataba toda su conversación, el interés con que el conde se enteraba de las dolencias del enfermo y de la salud de María, lo conmovido que se mostraba al recordar de tal modo sus infelices amores, y además, la criada, por su parte, detallaba el aspecto quebrantado y melancólico que tenía Baselga.

Una viva llamarada pareció pasar por los ojos de María. El recuerdo de aquel hombre, hábilmente evocado, resucitaba en su pecho la pasión que en vano quería olvidar; pero la joven no dejó que la dominase por mucho tiempo la impresión. Recordó la cólera de Dios y la indignación del señor García; pensó que del sacrificio de su felicidad dependía la salud de su padre, y bajó la cabeza con aire resignado.

Cuando, una hora después, tembló el suelo de la solitaria calle bajo las ruedas de un carruaje, y Tomasa adivinó por algunos golpes de tos que el señor García subía la escalera, fué a esconderse en la cocina, temiendo dar un escándalo, pues conocía que en presencia del viejo era muy capaz de arañarle.

La despedida en la alcoba del enfermo no fué tan dolorosa como esperaba el jesuíta. Don Ricardo, que después de muchas horas de incesantes sufrimientos, estaba sumido en un pesado letargo, no dió señales de sentir los besos que la sollozante María depositó en su frente sudorosa.

La partida fué rápida, precipitada como si la joven estuviese ansiosa de salir cuanto antes de aquella casa para evitar una reacción de su voluntad que le impidiese cumplir lo prometido.

Tomasa, escondida en la cocina, permanecía inmóvil acariciando todavía la esperanza de un rápido arrepentimiento de su señorita; pero cuando llegó a sus oídos el golpe de la puerta al cerrarse, y poco después alejarse de la solitaria calle el ruido del coche en marcha, sintióse dominada por la desesperación y se acusó furiosamente de torpe y de imbécil por no haberse opuesto a que su señorita abandonase la casa.

Más de una hora permaneció la fiel sirvienta entregándose a raptos de desesperación, desagradables muchas veces para su propio cuerpo, pues se traducían en tirones de pelo y puñetazos en la cara; pero por fin cansóse la varonil aragonesa de gemir y atormentarse, y se propuso tomar una resolución.

El recuerdo de Baselga acababa de pasar por su memoria, y Tomasa creyó lo más útil en aquellas circunstancias avisar al conde de cuanto ocurría.

Entró en la alcoba del enfermo, vió que seguía dominado por el sopor y salió de la casa después de encargar a una de las criadas francesas que velasen a don Ricardo.

La tenaz aragonesa marchó rectamente a la calle de los Santos Padres, pues conocía la habitación de Baselga a causa de haber ido algunas veces a darle avisos de parte de Avellaneda o cartas amorosas de María.

Tenía Tomasa alguna amistad con la portera; así es que al entrar en el portal se dejó detener por ésta, y como de costumbre, entabló conversación.

La sorpresa que experimentó la sirvienta fué imponderable al saber que el conde había sido reducido a prisión por la policía.

Al ver que la portera no daba una explicación satisfactoria de tal accidente, ni sabía cuál pudiera ser el verdadero motivo del arresto, Tomasa experimentó un vago sentimiento de sospecha que poco a poco fué agrandándose.

La fiel aragonesa no podía encontrar una aclaración a tal misterio, pero adivinaba que todas aquellas desgracias que ocurrían seguidamente eran obra de una mano misteriosa, de un poder oculto, interesado en separar a los dos amantes.

La inesperada marcha de María al convento y la prisión del conde, eran dos sucesos que, unidos, hacían sospechar con algún fundamento que eran el resultado de un plan preconcebido.

Tomasa sospechaba del señor García. El repentino odio que le había cobrado desde que arrebató a María, la impulsaba a hacerle responsable de todas las desgracias, y por esto, después que, saliendo de la antigua casa de Baselga, volvió a la calle Ferou, iba por el camino murmurando imprecaciones contra el viejo beato, al que se sentía muy capaz de exterminar.

Cuando entró en la habitación de Avellaneda, éste acababa de salir del sopor que por tanto tiempo le había dominado y hacía varias preguntas con voz desfallecida a la criada francesa que estaba junto a su lecho.

Esta salió al ver a Tomasa, que tomó asiento junto a la cabecera y preguntó con interés a su señor cómo se sentía.

– Mal; muy mal, Tomasa. Esto va cada vez peor. La hinchazón del vientre aumenta por instantes, y me temo que la muerte no tardará en llegar. ¿Y María, dónde está?

Tomasa quedó estupefacta ante esta pregunta formulada con gran naturalidad.

 

– ¿Cómo es eso, señor? ¿Usted me pregunta por la señorita? ¿Ignora acaso que esta mañana se la llevó el señor García para meterla en un convento?

La sirvienta dijo esto ansiosa y apresuradamente con la esperanza de que el permiso paternal que había alegado María al marcharse resultase falso, en cuyo caso se prometía marchar inmediatamente al convento y deshacer la trama del señor García; pero su decepción fué tremenda cuando oyó que su señor exclamaba con desaliento:

– ¡Ah!, es verdad. Ese diablo del señor García ha logrado convencerme. Es raro que yo hubiese olvidado un asunto tan grave.

Y luego añadió con tristeza:

– ¡Tanta falta que me hace mi hija! Tomasa, no te ofendas; tú me quieres y me cuidas mucho, pero me parece que vivo solo en esta casa desde que María se ha marchado.

– Señor, usted ha hecho una locura consintiendo que la señorita abandonase esta casa para siempre, ahora que se encuentra usted tan grave. ¡Y pensar que la pobre niña va a consumir su juventud encerrada en un convento y entregándose a una vida propia de vieja! Eso es un crimen, sí, señor; una tremenda locura de la que tendrá usted que dar cuenta a Dios.

Avellaneda miró con asombro a su criada, como si no comprendiese el valor de sus palabras.

– ¿Has dicho que la señorita se fué de esta casa para siempre? ¿Quién te ha contado tal mentira? Estás equivocada; yo sólo he dado permiso al señor García para que mi hija fuese al convento por una corta temporada, o más bien dicho, hasta que me cure de esta enfermedad, lo que va siendo ya difícil.

Entonces le tocó asombrarse a la criada, que comenzó a ver algo claro en la cuestión. La malicia del señor García aparecía manifiesta desde el momento en que había dicho una cosa a su amigo para hacer en la práctica lo contrario, y la criada relató a Avellaneda todo lo ocurrido entre ella y María poco antes de que ésta marchase al convento.

Avellaneda, a pesar de su estado y de la debilidad que sufría su cerebro, adivinó lo que significaba aquel misterio.

Su amigo García se Convirtió repentinamente en su pensamiento en un tuno de la peor especie, y comprendió que había inclinado a su hija a la vida religiosa, y al mismo tiempo había mentido para lograr del padre el necesario consentimiento.

Tomasa, adivinando la impresión que en su señor producía tal descubrimiento, creyó del caso relatarle todo cuanto ocurría, y aun a riesgo de disgustar a don Ricardo, puso en su conocimiento la prisión de Baselga, así como las sospechas que le producía este extraño hecho.

Avellaneda torció el gesto al oír el nombre del conde; pero a pesar de esto siguió con atención el relato de la criada.

No cabía dudar. Baselga era víctima de la misma persecución que María, y resultaba indudable la existencia de un poder oculto interesado en separar a los dos amantes, para que la joven fuese a enterrarse en un convento, y que empleaba como un arma las preocupaciones del padre.

El señor Avellaneda adivinaba el verdadero móvil de aquella sorda conspiración dirigida contra la tranquilidad de su familia. La colosal fortuna de su hija era el objeto adonde se dirigían los esfuerzos de aquel oculto poder.

Ante la idea de que María le había sido robada y que jamás volvería a verla, don Ricardo estremecióse de terror, primeramente, y después su ánimo se sublevó, disponiéndose a deshacer todo lo hecho y consentido en un momento de obcecación.

La posibilidad de que fuera ya tarde para desbaratar los planes del señor García le desesperaba, y como si Tomasa fuese una inteligencia privilegiada, capaz de encontrar el medio para salir del atolladero, le preguntaba con acento angustioso:

– ¿Qué hacer en esta situación? ¿No se te ocurre ningún medio para deshacer la trama de ese beato? ¡Ay! ¡En qué mala hora firmé el maldito consentimiento!

Tomasa, que también deseaba encontrar una solución al conflicto, quedóse pensativa largo rato, y por fin dijo con resolución:

– Yo en lugar de usted llamaría a la Policía.

– ¿Para qué?

– Para relatar todo lo sucedido y hacer que sacase a María del convento.

– Pero… ¿y mi consentimiento?

– El que concede una cosa creo que puede retirarla, y más si ha sido engañado como usted en esta ocasión.

Avellaneda, con una corta reflexión, pareció apreciar el valor de la proposición de su criada, a la que dijo después:

– Sí; eso que me propones es lo mejor. Marcha al momento y busca al comisario del barrio. No pierdas tiempo, trae aquí a ese funcionario sin perder tiempo, y piensa que de esto depende la suerte de María.

Tomasa apenas si escuchó las últimas palabras, pues salió velozmente de la habitación.

Mientras corría a la oficina de Policía iba pensando en la posibilidad de que todo quedase arreglado en breve plazo.

Después de lo ocurrido, don Ricardo no sentiría tanto odio contra Baselga, y era fácil que María olvidase sus aficiones monásticas tan pronto como supiera que su padre accedía a consentir sus amores.

El punto negro que todavía se marcaba en aquel horizonte feliz, imaginado por Tomasa, mientras corría en busca del comisario, era la prisión de Baselga y el motivo por ella ignorado que le había conducido a la cárcel de Mazas.

XVII
Se deshace la trama

El comisario de Policía del barrio de San Sulpicio era un buen señor, bajo de estatura, algo ventrudo y de rostro bonachón, lo que no impedía que llevase con bastante majestad el fajín tricolor y que en algunas ocasiones sus ojuelos tras los cristales de las gafas brillasen de un modo imponente.

Más de dos horas tuvo que aguardarlo Tomasa en la oficina de Policía, pues estaba ausente por asuntos del servicio; pero apenas al volver escuchó los ruegos de la criada, marchó directamente a casa de Avellaneda, a pesar del cansancio que manifestaba.

Al entrar en la habitación del enfermo y contemplar el aspecto de don Ricardo, movió la cabeza de un modo triste. Estaba muy habituado a ver enfermos e instintivamente adivinaba la aproximación de la muerte.

Con benévola complacencia escuchó las palabras entrecortadas de Avellaneda, dichas con acento débil, y lo que el funcionario sacó como consecuencia fué que María había sido arrebatada del hogar paterno con engaño y que era necesario ir cuanto antes al convento de Santa Isabel para sacarla de él.

El comisario dirigióse a su secretario, un pobre diablo raído y macilento en quien el rollo de papeles bajo el brazo parecía haberse convertido en un nuevo miembro de su cuerpo, y le hizo extender una diligencia propia del caso.

Después salió prometiendo que no tardaría en volver trayendo a María.

Tomasa le esperaba junto a la puerta de la escalera con ademán suplicante y tímido como para excusar la pregunta que iba a dirigirle.

La criada deseaba saber el motivo de la detención de Baselga y lo preguntaba humildemente al comisario. Este apenas si recordaba el suceso. ¡Tantas prisiones nacía todos los días! Los detalles que le dió Tomasa desvanecieron un tanto su olvido, y al fin, mientras comenzaba a bajar la escalera, dijo con el acento del hombre que recuerda un suceso insignificante:

– ¡Ah! Sí; creo que fué ayer cuando detuve a un conde español en la calle de los Santos Padres. Sí; eso es. Se llama Baselga, ¿no es verdad?

Y ante los signos afirmativos de la aragonesa dijo cuando ya estaba en un rellano inferior:

– Ha sido denunciado por la Embajada de España como conspirador carlista y lo llevamos a Mazas. No es cosa importante, tal vez salga mañana mismo, pero será para que la gendarmería lo conduzca a la frontera.

Cuando el comisario desapareció, Tomasa, segura ya de la suerte de María, se preocupó únicamente de Baselga, que, indudablemente, iba a ser víctima de la malicia del señor García, porque la doméstica no vacilaba en creer al viejo devoto el causante de todas las desgracias.

Ella sabía que el conde tenía en París numerosas amigos, compañeros de emigración, y que estaba relacionado con las principales familias del barrio de San Germán; daba como seguro que todos ignorarían la desgracia de Baselga y se proponía avisarlos para que con sus poderosas gestiones impidiesen que fuese expulsado de Francia; pero apenas formulados estos pensamientos se detenía ante un obstáculo tan insuperable como era el que ella no conocía a tales personas e ignoraba sus domicilios, siendo una empresa imposible buscarlos a ciegas en una ciudad inmensa como París.

Pero Tomasa, así que adoptaba una resolución, no se detenía ante ningún obstáculo y se propuso, mientras el comisario volvía con María, buscar en los hoteles del barrio de San Germán alguna de aquellas familias nobles que conociesen a Baselga.

Difícil era la tarea y más tratándose de gentes inabordables por su posición; pero Tomasa se proponía sufrir toda clase de humillaciones y hostilizar con preguntas a todos los porteros y criados del barrio aristocrático, hasta encontrar lo que deseaba.

El estado, cada vez más grave, de su señor le producía ciertas dudas al adoptar la decisiva resolución; pero pudo más en ella, el deseo de hacer la felicidad de los dos amantes, y aprovechando la visita del médico, que, como de costumbre, hizo concebir al enfermo lisonjeras esperanzas, que él después contradecía con tristes movimientos de cabeza, salió a la calle.

Comenzaba a obscurecer, y las calles de París estaban envueltas en esa confusa penumbra que reina en los instantes que muere el día, y los encargados del alumbrado público se retrasaban en encender los faroles.

Tomasa emprendió su marcha a paso rápido, y al ir a desembocar en la plaza de San Sulpicio tropezó con un hombre que venía en opuesta dirección.

La criada experimentó la misma impresión que si se viese en presencia de un aparecido.

– Señor conde – exclamó, por fin, con voz emocionada y temblorosa – . ¿Es usted mismo? ¿Cómo se encuentra libre?

Efectivamente, aquel hombre era Baselga, que se dirigía a colocarse en la esquina de la calle Ferou para espiar la casa de Avellaneda, con la esperanza de encontrar a la criada y saber de María.

Tomasa experimentaba una alegría inmensa por el encuentro y oyó con la mayor atención el relato de cuanto le había ocurrido al conde.

Apenas éste se vió encerrado en Mazas, envió una carta a uno de sus amigos franceses, persona influyente con el ministro del Interior, y el cual en pocas horas había conseguido anular la detención y librarle de ser conducido a la frontera, logrando que el embajador español declarase que había sido víctima de una equivocación al pedir que fuese expulsado el conde de Baselga.

Una hora antes había sido puesto en libertad, y, después de subir a su casa con un agente de Policía, que le devolvió todos los papeles y objetos ocupados en el registro, se apresuró a ir a la calle de Ferou, en cuya esquina le ocurrió el casual encuentro con Tomasa.

Cuando ésta le relató lo que había ocurrido en su casa desde la última vez que se avistó con él, Baselga mostróse indignado y desahogó su cólera profiriendo algunas expresiones malsonantes contra el señor García.

Cuando los dos acabaron de manifestarse todo cuanto sabían, reinó un largo silencio, que al fin interrumpió Baselga:

– ¿Y qué piensa hacer tu señor?

– Don Ricardo está indignado contra su antiguo amigo, que ha pretendido robarle la hija para apoderarse de sus millones.

– Esto no impedirá que siga odiándome.

– ¡Quién sabe! Hace poco, cuando hablé de usted para relatar su prisión, no manifestó tanto enfado como en otras ocasiones. La mala acción del señor García ha modificado bastante sus ideas.

– ¿Está ahora solo don Ricardo?

– Sí: hace poco rato fué el médico y en cuanto a ese pícaro devoto, no ha vuelto desde esta mañana, en que fué a acompañar a la señorita al convento. ¡Ah! ¡Qué alegría la mía cuando vea la cara de condenado que pondrá ese viejo al saber que se le ha escapado la presa y que la señorita vuelve a estar entre nosotros!

El conde había adoptado una resolución. Deseaba tener una entrevista con don Ricardo, repetirle otra vez sus pretensiones amorosas y darle a entender el verdadero móvil de aquella sorda conspiración que se cebaba en todos ellos.

Sabía bien Baselga a lo que se exponía relatando a Avellaneda los secretos de la Compañía, y poniendo en su conocimiento las artes de que ésta iba valiéndose para apoderarse de los millones de su hija; pero en la situación en qué se encontraba estaba dispuesto a todo y no vacilaba en arrostrar las iras del jesuitismo.

Este le había declarado la guerra con aquella prisión, que era obra del padre Fabián, y le acababa de robar la mujer amada; no era, pues, el instante propicio para contemplaciones, y para salvarse y realizar sus aspiraciones amorosas, necesariamente había de torcer la voluntad del moribundo, diciéndole toda la verdad.

 

Tomasa no encontró mala la idea de la entrevista, y volvió a casa seguida del conde, al que dejó en el comedor, entrando inmediatamente en la habitación del enfermo.

Había que preparar a don Ricardo y evitarle la impresión demasiado fuerte que le produciría la inmediata presentación del conde.

Cuando un cuarto de hora después Baselga entró en la alcoba del enfermo, notó que éste le recibía mejor de lo que esperaba. En su rostro desencajado veíase una expresión de bondad que tranquilizó al conde.

Tomasa valiéndose del ascendiente que tenía sobre su amo, le había sermoneado bastante, y éste, por su parte reflexionó lo suficiente para que algunas de sus antiguas preocupaciones fuesen desvaneciéndose.

¿Por qué se había él opuesto a aquellos amores? Unicamente por los terribles celos que le producía el pensar que un hombre le privase de la presencia de su hija; pero desde que el señor García había intentado robarle a María para siempre, Avellaneda comenzaba a mirar a Baselga con más simpatía. Al fin, éste buscaba a su hija para hacerla su esposa feliz, mientras que el viejo devoto, con sus ocultos auxiliares, querían arrebatársela para robarla sus millones y hacerla morir de tristeza en el fondo de un convento.

Además, la persecución de que era objeto Baselga a causa de sus amores, despertaba forzosamente en el ánimo del viejo una especie de agradecimiento al hombre que tales desgracias sufría por el cariño que profesaba a su hija.

Aquellas horas pasadas sin la presencia de María y que resultaban tristes y monótonas para el padre, hacían más agradable la presencia del emigrado, pues el anciano experimentaba junto a él una impresión parecida a la que siente el amante al rozarse con los seres que viven en intimidad con la mujer amada. Hasta le parecía al buen don Ricardo que en el conde había alero del perfume virginal de María.

La conferencia fué tan afectuosa como lo permitían las dolencias del enfermo, que de vez en cuando le arrancaban quejidos de dolor.

Baselga lo contó todo. Sus conferencias con el padre Fabián, la oposición que la Compañía de Jesús había hecho a su matrimonio y el deseo de que María fuese a morir en un convento y, por fin, el afán que sentía el jesuitismo por apoderarse de los millones de María.

Cuando Avellaneda supo que su amigo García era un jesuíta que durante tantos años había permanecido en el seno de su familia, siendo considerado como un individuo de ella, y pagando tanto cariño con un continuo espionaje y la preparación lenta, pero secura, del robo de la fortuna de su hija, sintió miedo e indignación a un tiempo.

Entonces las ideas del pasado se agolparon rápidamente en el cerebro de Avellaneda, y profirió terribles palabras contra aquellas sabandijas de la religión, que durante siglos enteros trabajaban por apoderarse de toda la autoridad y toda la riqueza de la tierra.

Don Ricardo comenzó a sentir cierta compasiva simpatía hacia aquel hombre que tanto cariño demostraba y que tan francamente exponía sus ideas.

Cuando Baselga volvió a manifestar su pretensión de ser esposo de María, Avellaneda le interrumpió con acento bondadoso:

– No siga usted adelante. Se casará usted con mi hija. Yo, a pesar de cuanto dice el módico, conozco mi situación y comprendo que esto se va. No quiero morir dejando a mi hija desamparada y bajo las garras de esos jesuítas que buscan sus millones. Será usted el marido de María, y ojalá que sea pronto, pues conozco que mi vida no da mucho de sí.

Baselga estrechó con efusión la descarnada mano del enfermo, y Tomasa, que siguiendo una antigua costumbre escuchaba la conversación tras el cortinaje de la puerta, creyó del caso entrar para demostrar al señor su agradecimiento con algunas lágrimas.

En aquel instante el ruido de un carruaje en marcha, que conmovía el adoquinado de la calle, cesó frente a la casa, y momentos después sonó la campanilla de la escalera con nerviosa y prolongada vibración.

Tomasa se estremeció, y dejándose llevar de un irreflexivo instinto, gritó palmoteando de alegría:

– ¡La señorita! ¡Es la señorita!