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La araña negra, t. 2

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XIII
La cólera de Avellaneda

Fué inmensa la impresión que experimentó Avellaneda cuando su amigo y administrador le reveló los amores de María.

Aquel anciano vivía fuera de la realidad. Sus manías y preocupaciones, que algunas veces hacían dudar de su razón, daban cierto espíritu vago y fantástico a sus ideas; todo lo miraba por el prisma de su propia personalidad; porque se encontraba débil y viejo no creía que en el mundo hubiera juventud y nunca se le había ocurrido pensar que María pudiese casarse.

Era su hija, y, por lo tanto (en concepto de Avellaneda), lo natural es que María viviese íntimamente unida a él sin conocer otro cariño que el filial.

Júzguese cuál sería su impresión al escuchar aquella tarde las revelaciones del señor García.

Después del almuerzo, y mientras María, junto a los rosales de una ventana leía las seductoras "Orientales", el viejo devoto se encerró con don Ricardo en el despacho de éste, y comenzó a llevar poco a poco la conversación adonde él deseaba.

Presentó las cuentas de su administración en el pasado mes, papelotes que Avellaneda apenas si miró, y después el taimado viejo comenzó a hablar de lo rica que era María y de la necesidad de evitar que su fortuna sirviera de cebo a algún hombre egoísta y vicioso.

Don Ricardo no manifestaba afectarse gran cosa por tal peligro. ¡Valiente susto le producían a él aquellos temores que García parecía tener empeño en exagerar! ¿Acaso María no era su hija? ¿Quién podía venir a separarlo de ella; a llevársela con el propósito de su riqueza? Eso eran absurdos que únicamente se le podían ocurrir a su devoto administrador, enemigo del mundo y empeñado en exagerar sus maldades.

Pero el bueno de don Ricardo se quedó frío al oír que su viejo amigo quería revelarle un secreto que estaba pesando sobre su conciencia, y con tanta atención como pudo fué siguiendo las revelaciones del señor García, que eran bastantes embrolladas y dificultosas, sin duda para hacerlas más interesantes.

Lo que sacó en limpio Avellaneda, haciendo el resumen de una charla que duró más de media hora, es que el señor García, por el hecho de haber presentado en la casa al conde de Baselga, no quería cargar con ninguna responsabilidad, y se apresuraba a poner en conocimiento del padre que el tal señor había conseguido enamorar a María y que ésta estaba loca de pasión por aquel noble que, bien considerado, por su pobreza y su expatriación forzosa no pasaba de ser un aventurero.

Era tan enorme aquello, que el señor Avellaneda se resistía a creerlo. ¡María enamorada! ¡María dispuesta a casarse!

¡Bah!, señor García – dijo el afrancesado después de una larga meditación – . Tal vez esté usted en un error y su exagerado celo por la niña le haya hecho ver un peligro donde no le hay.

– Don Ricardo, puedo asegurarle a usted, y aun jurárselo por lo más sagrado, que María y el conde se aman.

– Amores propios de una chiquilla. Caprichos que desaparecerán a la menor reprimenda del padre.

– Está usted equivocado. La cosa es más seria. María está enamorada como una heroína de las novelas que ahora lee ocultándose de nosotros.

Avellaneda, al ver la seguridad con que hablaba su amigo, comenzó a dudar.

– Lo más acertado será llamar a María para que confiese francamente lo que ocurre. Ella no sabe mentir, y así sabremos las cosas con certeza.

– No haga usted tal, pues nada adelantaremos. María negará como todas las niñas hacen en su caso. Además, ¿quiere usted convencerse?, pues dentro de poco tiempo, tal vez esta misma tarde, vendrá el conde a pedirle la mano de su hija. Lo sé de cierto, pues leo perfectamente en el pensamiento de Baselga.

Aquello dió al traste con la paciencia de Avellaneda, que se indignó, y, a pesar de su carácter bondadoso y de los dolores que le obligaban a permanecer quieto en su sillón, comenzó a moverse y a proferir palabras entrecortadas por bufidos de furor.

– ¡Esa es buena! De modo que ese caballerete tiene el atrevimiento de querer venir a mi propia casa para robarme mi hija… ¡Canalla! Quisiera ser más joven para imponerle un correctivo, y aun así no sé si podré contenerme y dejaré de darle de bofetadas. ¡Bueno va esto! Se ha lucido usted presentando en mi casa a ese conde del demonio. No, y mil veces no. Mi hija no se casa ni con él ni con nadie. ¿Para eso la he criado yo? ¿Para que me la robe el primer zascandil que se presente?..

Y Avellaneda daba furiosos puñetazos sobre los brazos de su butaca, haciéndose la ilusión de que machacaba la hermosa cabeza de Baselga.

El señor García contemplaba con aire satisfecho aquel acceso de furor; pero temiendo al fin una complicación, creyó del caso intervenir, y aconsejó a su amigo que tuviese calma.

– Ya ve usted, señor Avellaneda, que no es razonable irritarse de tal modo porque a un mequetrefe se le ocurra hacer una barbaridad.

– Dice usted bien – contestó don Ricardo, y su rostro fué serenándose hasta quedar en apariencia tranquilo algunos minutos después.

Transcurrió bastante tiempo sin que hablase ninguno de los dos viejos, hasta que, por fin, don Ricardo exclamó dolorosamente:

– No imaginaba yo que mi hija me diese tan gran disgusto. Creía que me amaba lo suficiente para no pensar nunca en separarse de mí, pero ahora veo que vivía engañado.

– Las mujeres son muy inclinadas a las locuras, y María no ha podido librarse de esa enfermedad amorosa que acomete a todas las jóvenes.

– Siempre me había parecido un mal hombre ese Baselga. Confieso que lo miraba con recelo. ¡Mire usted de quién va a enamorarse mi hija! De un hombre que casi puede ser su padre, de un noble matachín ignorante como un lego, y por añadiduda carlista.

Y el señor García, aunque torciendo el gesto, tuvo que aguantar una verdadera rociada de denuestos que Avellaneda arrojó sobre todos los que defendían la monarquía absoluta, el fanatismo religioso y el restablecimiento de la inquisición.

Cuando don Ricardo terminó de desfogar su indignación, el viejo devoto, que por inconsciente instinto de servilismo iba apoyando con inclinaciones de cabeza todas las palabras, dijo a su amigo:

– Hace usted perfectamente en oponerse a las pretensiones del conde. María no debe casarse. Pero para impedir ese matrimonio tendremos que luchar mucho, pues esa niña está muy enamorada.

– Yo sabré impedir esos amoríos.

– Lo veo difícil mientras María esté aquí.

– Arrojaré a ese hombre de mi casa tan pronto como se presente.

– Con eso nada impedirá usted; Baselga es hombre ducho en amores, y siempre encontrará medios para comunicarse con María animando cada vez más su pasión, ¡Si usted hiciera caso de mis consejos!..

– ¿Qué quiere usted proponerme?

– El mejor medio, para lograr que se extinga en el pecho de María esa pasión que hoy la domina, es sacarla de aquí, romper todos los lazos que la unen al conde y hacer que no viva en el mismo lugar donde ha visto nacer y desarrollarse su amor.

– ¿Y dónde quiere usted que la llevemos?

– A una santa casa, a un convento de nuestra confianza cuya superiora me aprecia mucho. María en sus tiempos de niña ha tenido grandes aficiones a la devoción y allí, disfrutando la paz angelical del claustro, se borrará por completo de su memoria la imagen del hombre a quien hoy tanto ama. ¡Oh! Tranquilícese usted, don Ricardo! No se trata de que su hija sea monja. Permanecerá poco tiempo en el convento; nada más que el suficiente para que olvide esa malaventurada pasión.

El señor García decía estás palabras con la maligna y atrayente dulzura de la serpiente bíblica cuando tentaba a la primera mujer.

Había que seguir la táctica jesuítica e ir haciendo las cosas poco a poco. Primero, María entraría en un convento por una temporada; después ya se encargaría él de que se perpetuase el encierro, despertando en la joven sus tendencias al romanticismo religioso y haciendo que pronunciara los severos votos claustrales. Lo importante y más preciso era que el padre diese la aprobación para que ella entrase en un convento.

Don Ricardo al oír aquella proposición quedó mirando fijamente a su amigo, y después de un largo silencio, dijo con voz agresiva:

– ¡Vaya usted al diablo! ¿Le parece a usted que yo soy partidario de los conventos? No quiero ver a mi hija en tales sitios, y antes que verla monja sería capaz de entregarsela a ese mentecato de Baselga.

El golpe había fallado y el señor García bajó la cabeza con resignación.

Quedaron silenciosos largo rato los dos ancianos; pero Avellaneda, que en su afán de padre egoísta no podía comprender cómo se atrevía un hombre a querer arrebatarle su hija, volvió otra vez a su tema, o sea a hablar contra aquel amante audaz.

– ¡Mire usted que es atrevimiento! Venir a solicitar la mano de mi hija un hombre que en realidad no sé quién es. Porque ¡vamos a ver! ¿Usted sabe quién es Baselga? ¿Cuál ha sido su antigua vida? No sé por qué me figuro que debe haber hecho mucho mal en este mundo.

– Mucho, don Ricardo; no se equivoca usted. Yo sé de él cosas horribles, y tenga usted la seguridad que a saberlas antes, no lo hubiera presentado en esta honrada casa.

– ¿Y qué se dice de él? – preguntó Avellaneda con curiosidad.

– De un modo cierto, nada. Pero se murmura que a su esposa, la baronesa de Carrillo, la estranguló en un rapto de celos. No conozco el suceso detalladamente, pero puedo enterarme y adquirir datos.

– No, no es necesario. Nada me importa lo de ese hombre; al fin, tan pronto como se presente aquí, lo arrojaré a la calle.

– Hará usted perfectamente.

El señor García siguió con gran habilidad haciendo odioso a aquel hombre que vivía en su misma casa y al que manifestaba en todas ocasiones un cariño admirablemente fingido.

El sentía mucho tener que hablar contra el conde, pero la amistad y la honradez ante todo, y no quería que por culpa de sus afectos, viniese a sufrir crueles decepciones un amigo tan querido como lo era el señor Avellaneda.

 

Este, agitándose continuamente por las punzadas de dolor que sentía en sus huesos, iba siguiendo con atención las peroraciones del vejete, y se sentía impulsado a abrazar a aquel santo varón, que tanto se interesaba por el honor y el bienestar de la familia.

Cuando al dar las cuatro los relojes de la casa, el señor García se dispuso a marcharse para atender a sus ocupaciones de hombre devoto, Avellaneda quedaba ya convencido de que Baselga era un conde aventurero que, al enamorar a María, únicamente buscaba sus millones y de que debía ponerlo en la puerta sin ningún miramiento, como si se tratase de una bestia dañina que quería introducir la desgracia en aquel hogar.

No había transcurrido un cuarto de hora desde que el mugriento levitón del devoto había desaparecido tras el cortinaje de la puerta, cuando entró Tomasa secándose las manos con su delantal, y con la ruda franqueza que le daba su dominio en la casa, anunció a su señor que acababa de llegar el conde de Baselga.

– Viene a hacerle un rato de compañía. ¡Qué bueno es ese señorón!

Avellaneda hizo una mueca al escuchar las últimas palabras de la doméstica, la cual, sin esperar contestación, volvió a salir para llamar al recién llegado.

Cuando entró Baselga saludando a don Ricardo con aquella cortesía franca y distinguida que le hacía tan simpático, éste apenas si contestó con unos cuantos gruñidos, casi imperceptibles.

Tenía delante al traidor, al monstruo infame que pretendía robarle su hija, y él, tan pacífico y tan humilde, sentía no ser fuerte y ágil como en su juventud para arrojarse sobre aquel mequetrefe y molerlo a palos.

La conversación fué lánguida e incolora. Baselga, como si deseara retardar todo lo posible el entrar en materia, hablaba del tiempo y se enteraba minuciosamente del estado del enfermo, no logrando de éste otras respuestas que secos monosílabos y gestos de mal humor.

El conde adivinaba en su viejo amigo un disgusto, cuyo motivo no comprendía, y estaba temeroso de que en tal ocasión sus pretensiones iban a experimentar un tremendo fracaso.

Vacilaba el emigrado como el día en que declaró su pasión a María; pero allí se trataba de un hombre, y Baselga experimentó cierto rubor por su cobardía, decidiéndose acto seguido a explanar sus pretensiones.

– Don Ricardo: yo no soy viejo. Los rudos accidentes de mi vida me han marchitado algo, pero por mi edad y por mi vigor, todavía estoy lejos de la vejez. ¿No le parece a usted así?

Avellaneda hizo un gesto de indiferencia, como para demostrar que nada le importaba aquello.

– La soledad en que vivo aquí, me ha impulsado a refugiarme en el seno de la familia de usted, buscando afectos y atenciones que nunca agradeceré bastante, y este continuo roce ha engendrado en mí una pasión de la que en vano pretendo librarme.

Si Baselga no hubiera tenido inclinada su cabeza, de seguro que se hubiera intimidado ante el relámpago de ira que pasó por los ojos del anciano; pero no lo vió, y siguió hablando.

– En resumen, señor Avellaneda, María me ama tanto como yo a ella, y vengo a pedir su mano.

El golpe estaba ya dado, y Baselga, libre, al fin, de su carga, levantó la cabeza para mirar ansiosamente al viejo, esperando la contestación.

Avellaneda esperaba aquella demanda, y a pesar de esto, se quedó estupefacto como si le sorprendiera la petición de Baselga.

Tanto le obsesionó aquello, que él llamaba atrevimiento inaudito, que por algunos minutos no supo qué contestar; pero, al fin, dijo con fosca voz:

– Caballero, eso que usted me pide es imposible. Mi hija no es para usted. Acaba de darme un gran disgusto y le ruego se retire.

Entonces le tocó mostrarse estupefacto al conde. ¡Cómo! ¡El padre de su amada le rechazaba de tal modo! ¿Y por qué?

Baselga estaba transformado. Aquella despedida, dicha en tono grosero, le había producido el efecto de un latigazo y resucitaban en él sus instintos caballerescos, sus susceptibilidades de matachín. El no se iría de allí hasta que le fueran explicadas tales palabras, y así se lo manifestó de un modo enérgico a don Ricardo.

Este también había ido excitándose rápidamente y las exigencias de Baselga le pusieron fuera de sí.

– ¡Cree usted que me asusta, señor conde, con ese aire de matón! ¡Ay, si yo fuera más joven y no estuviera enfermo! ¿Quiere usted explicaciones? Pues bien, sepa que no le concedo la mano de mi hija porque no me da la gana; ya está usted enterado. Soy el dueño de mi casa y no tengo que explicar mis actos a quien no vive en ella.

– Pero eso es una indignidad – arguyó Baselga con gran calor – ; María me ama y usted no tiene derecho para hacerla infeliz.

– ¿Quién la haría más feliz, yo, negándome a que se case con usted, o el conde de Baselga, siendo su esposo? Yo no sé quién es usted. Mis noticias se reducen a saber que usted fué casado hace ya algunos años con la baronesa de Carrillo. ¿Pero me puede asegurar alguien que careció de dramáticos y repugnantes accidentes su matrimonio?

Baselga se estremeció. Aquel diablo de viejo había dicho sus últimas palabras con tan marcada intención, que el conde tembló, creyendo que don Ricardo conocía en todos sus detalles el dramático fin de Pepita Carrillo. Pero poco tardó en tranquilizarse. No; aquella triste página de su vida sólo la conocía el padre Claudio y era imposible que éste la hubiese revelado a nadie.

– Señor Avellaneda, permítame usted que le diga que se engaña al creer que María no puede ser feliz conmigo. Donde hay amor desaparece la desgracia, y yo amo a María hasta llegar a la demencia.

– Caballero, basta de farsas. Usted es un noble arruinado y lo que ama son los millones de mi hija.

Aquél sí que fué un golpe duro para Baselga. Estaba lejos de esperar un insulto tan atroz disparado a bocajarro y se estremeció de la cabeza hasta los pies, como si una pesada mole acabara de caer sobre su cráneo, dejándole aturdido con el golpe.

Por algunos instantes quedó inmóvil, como si no se diera cuenta exacta de lo que acababa de oír; pero después se levantó de su asiento con la rápida rigidez de un resorte que se escapa y avanzó algunos pasos.

Don Ricardo le miraba con aire insolente, como desafiándole a que en su propia casa intentase la menor violencia; pero pronto volvió la vista para ver quién entraba en la habitación.

María, con el cuerpo trémulo, el rostro pálido y demostrando una gran agitación, acababa de entrar lanzando una mirada suplicante a su padre y al conde.

– ¡Ah! ¿Eres tú, hija mía? Sin duda, nos escuchabas escondida tras la cortina. No está muy bien tal curiosidad; pero me alegro, pues así habrás podido enterarte de lo que le digo a este caballero. Lo despido, prohibiéndole que entre más en esta casa. ¿No te parece bien?

María bajó la cabeza como anonadada por aquel acento sarcástico que nunca había conocido en su padre. Miraba a éste todavía con el mismo temor instintivo que en sus primeros años, y no sabiendo qué contestar, encontró más propio romper en copioso llanto.

Aquello acabó de poner furioso a don Ricardo, y como si Baselga fuese el culpable de las lágrimas de su hija, se encaró con él, gritándole:

– Caballero, ahí tiene usted su obra; esas lágrimas las produce usted, gócese en ellas. Antes que el demonio le condujese a usted a esta casa, todo era felicidad y mi hija nunca lloraba; ahora ya ve usted las consecuencias de su amor. Márchese usted pronto, o de lo contrario haré que venga la Policía para que lo arroje de esta casa.

Baselga no quiso permanecer por más tiempo allí sirviendo de blanco a los insultos del viejo.

Lentamente se encaminó a la puerta, y al llegar a ésta, dijo a don Ricardo con voz firme y tranquila:

– Hace usted mal en oponerse a nuestra felicidad. María y yo nos amamos, y toda la oposición de usted no logrará hacer que nos olvidemos. Podía usted ser feliz teniendo a su lado dos hijos cariñosos, y se empeña en labrar su soledad y su desgracia. No alcanzará usted nada, pues yo le aseguro que, por mi parte, jamás desistiré de ser esposo de María.

– ¡Ah! Fatuo, ridículo – exclamó Avellaneda.

Pero no pudo decir más en vista de que Baselga había desaparecido, oyéndose al poco rato un fuerte portazo en la escalera.

Padre e hija permanecieron mucho tiempo en un silencio embarazoso.

Avellaneda fué el primero en hablar, y con voz cariñosa y tranquila, como si no hubiese ocurrido momentos antes el más leve incidente, dijo a su hija:

– Ya has oído que ese hombre asegura que tú le amas. ¿Es verdad, hija mía?

María dudó en contestar; pero por fin, con el aspecto de una niña vergonzosa que se ve interrogada por su maestra y con la voz conmovida por los sollozos, contestó:

– Sí, señor; le amo.

– No me parece mal la franqueza. Pero al menos harás caso de los consejos de tu padre y olvidarás a ese hombre que te quiere por tu dinero. ¿Olvidarás a ese hombre, hija mía?

Esta vez no tardó María en dar su contestación. Cesó de llorar, secóse los ojos con sus manos y, fijando en su padre unos ojos en que se retrataba una energía salvaje, por lo inquebrantable, dijo resueltamente:

– No, señor; jamás le olvidaré.

Tomasa, que comprendiendo lo que allí se trataba, andaba husmeando cerca de la puerta de la habitación, oyó un fuerte golpe que conmovió sordamente el pavimento.

Cuando la fiel doméstica entró en la habitación vió a don Ricardo tendido a los pies de su butaca, convulso, con la vista extraviada, rugiendo sordamente de dolor y arañándose el pecho encima del corazón.

María le contemplaba con asombro, y completamente aturdida no sabía qué hacer ni dónde dirigirse.

XIV
El padre Fabián y el conde de Baselga

– Dispénseme vuestra reverencia mi tardanza. He estado dos días fuera de casa, viviendo al otro extremo de París con un compañero de armas, y hasta esta tarde no he sabido que había usted enviado repetidas veces a buscarme.

– Yo mismo he estado esta mañana en la calle de los Santos Padres.

– ¿Usted, padre Fabián? ¿Vuestra paternidad ha olvidado sus importantes ocupaciones por venir a buscarme en mi pobre vivienda?

– Sí, señor conde. Tengo que tratar un asunto de gran importancia, en el que es necesario saber la opinión de usted. Siéntese, que la conversación no ha de ser corta.

Baselga, que tenía el rostro pálido y ojeroso, y que mostraba en el traje cierto desorden, ocupó el sillón que le señalaba el padre Fabián, y tomó la atenta posición del que se prepara a escuchar.

– Lo sé todo – dijo el jesuíta sonriendo bondadosamente y guiñando un ojo.

– ¿Y qué es lo que vuestra paternidad sabe? – preguntó Baselga con cierta desconfianza.

– Es inútil el disimulo. Sé todo lo ocurrido hace dos días en casa del señor Avellaneda entre éste y usted.

– Lo habrá contado, sin duda, el señor García.

– El mismo.

– ¡Ah, ya! El buen señor se toma mucho interés en este asunto. Más, tal vez, del que debía.

El emigrado dijo estas palabras con tal intención, que el padre Fabián se apresuró a contestar:

– Parece que usted duda de la sinceridad de nuestro amigo, y hace muy mal. El señor García le quiere a usted mucho y está inconsolable por la decepción que usted acaba de sufrir.

No pareció Baselga muy decidido a creer en la sinceridad de aquel cariño; pero calló, dando a entender con un gesto que después de todo lo sucedido le importaba muy poco cuanto pudiese hacer el señor García.

– Tenía grandes deseos – continuó el jesuíta – de ver a usted para reñirle por su falta de franqueza. Varias han sido las veces que he conversado con usted amistosamente en esta habitación, y nunca se ha dignado manifestarme el amor que le dominaba. ¿Es que usted desconfía de un amigo como yo?

– Reverendo padre; las cuestiones de amor no se revelan a nadie, y menos a hombres que son representantes de Dios y, por tanto, están muy por encima de las cosas terrenales.

– ¡Bah!, querido conde; eso no pasa de ser una excusa como otra cualquiera para disculpar su falta de franqueza. Si usted no hubiese procedido conmigo con una reserva que no creo merecer, yo le habría dado algunos consejos para evitar esa situación desairada en que usted estuvo al pedir al señor Avellaneda la mano de su hija.

– ¡Cómo!, reverendo padre; ¿acaso habría encontrado ayuda en vuestra paternidad para lograr lo que tanto deseo?

– No es eso; no me ha entendido usted. Quiero decir que con tiempo le hubiera dado un buen consejo para que olvidase a esa joven, que es para usted imposible.

 

– ¡Olvidarla!, ¡jamás!

Dijo Baselga estas palabras rotundamente, con el mismo acento enérgico y vibrante que si estuviese mandando un regimiento.

El jesuíta le miró fijamente, y como para estudiar concienzudamente la fuerza de su pasión, haciéndole hablar, dijo con lentitud:

– Según eso, la ama usted mucho.

– Mire usted, padre; voy a hablarle con tanta franqueza como si me confesara con usted. Es imposible que yo olvide a esa mujer. ¡Ay, si pudiera, si lograra borrar su imagen de mi memoria, crea usted que sería completamente feliz! Estoy enamorado con toda la fuerza del primer amor y comprendo que acabo mi juventud por donde otros la empiezan. Usted ha sido soldado como yo y sabe que un hombre de nuestra clase siente más un insulto que una estocada mortal. Pues bien; el otro día me dejé insultar por ese viejo sin protesta alguna; le respeté sólo porque era el padre de María, y en vez de olvidar inmediatamente a una mujer que tales humillaciones me proporciona, su recuerdo se ha aferrado aún con más fuerza a mi memoria.

– Eso pasará, hijo mío. Conozco bien el corazón humano y sé que el tiempo tiene fuerza para destruir los recuerdos más tenaces.

– Se engaña vuestra paternidad. María no se apartará nunca de mi memoria. Durante dos días me he entregado a la vida tormentosa que la juventud alegre arrastra al otro lado del Sena. Deseando olvidar mi humillación y el amor de María, he vivido con un compañero de armas, calavera incorregible; he bebido como un loco, me he emborrachado como un miserable, me he sumido en el vicioso lecho de las cortesanas y, nada, reverendo padre, ni el alcohol ni los estremecimientos frenéticos de la carne, han logrado que se borrara en mi cerebro la pálida cabecita de María. ¡Oh! Esa niña, ha sabido agarrarme bien y comprendo que nadie podrá hacérmela olvidar.

Y el conde, conmovido por su impotencia para librarse de tal amor, bajó la cabeza quedando sumido en profunda reflexión.

– Debe usted procurar, querido conde, librarse de esa obsesión amorosa. Es una locura acariciar lo imposible.

– ¿Y por qué ha de tener usted por imposible que María sea mi esposa?

– Porque ella tiene contraídas sagrados compromisos que ha de cumplir.

– ¿Ama acaso a otro? – preguntó Baselga con ansiedad.

– Sí; ama a Dios, y ante la imagen de la sagrada Virgen ha prometido mil veces entrar en un convento para ganar el cielo con sus oraciones.

– ¡Bah! – dijo sonriendo el emigrado – . Eso fué una niñería sin importancia; un capricho de joven devota. Muchas veces me ha hablado, riéndose, de la tendencia que en otros tiempos había tenido a hacerse monja.

– Señor conde – repuso el jesuíta con severidad – ; las promesas que se hacen a Dios nunca deben considerarse como niñadas ni como casos de risa. María será monja.

– ¡Pero si ella me ama!

– Ese amor es un capricho pasajero, una locura de niña; lo verdadero, lo cierto, lo que no admite réplica, es que María está hace ya mucho tiempo ligada a Dios.

– Yo no paso por eso – dijo Baselga con resolución.

– Pues hará usted mal en oponerse, señor conde.

Esto lo dijo el jesuíta sonriendo con una expresión tan extraña, que hubiera amedrentado a otro menos tenaz y enamorado que Baselga.

– María me pertenece y yo no he de cejar por un capricho de su testarudo padre.

– Pues tendrá usted que conformarse con abandonarla. Hay alguien que puede, no ya más que usted, sino que todas los enamorados de la tierra juntos.

– ¿Y quién es ése? Quisiera saberlo.

La pasión volvía insolente y audaz a Baselga, hasta el punto de hacerle mirar con expresión de reto a un personaje tan temible como era el padre Fabián.

Este, ante las preguntas del conde, mostróse indeciso, pero al fin dejó caer con lentitud estas palabras:

– Es la Compañía de Jesús.

– ¡Cómo! ¿La Compañía se opone a mi felicidad? ¿Y por qué motivos?

– Somos los representantes de Dios y hemos de procurar que éste no sufra menoscabo en sus intereses. María ha prometido ser su esposa y sería un grave pecado que nosotros favoreciéramos esta infidelidad contra el Señor de todo lo creado.

Baselga quedó anonadado.

Por experiencia propia sabía hasta dónde alcanzaba el poder de la Orden y se sentía atemorizado al saber que tendría ahora que luchar con ella para lograr la realización de sus ensueños.

El padre Fabián comprendió su desaliento y se propuso aprovechar tal situación para decidirle a olvidar su amor.

– Vamos, camarada – le dijo con acento amistoso golpeándole familiarmente en un hombro – . No hay que entristecerse tanto porque se pierda la esperanza de ser dueño de una cara bonita. Al fin y al cabo, sobradas mujeres hay en el mundo, y de seguro que ni usted ni yo bastamos para todas. ¿Qué gana usted con ponerse lánguido y triste como un amante de novela? Hay que divertirse. ¡Qué diablo!, la vida es la alegría, y un hombre puede vivir contento siempre que tenga a su disposición una mujer hermosa. Usted puede encontrarlas más bellas que esa señorita de Avellaneda, y es, por tanto, una bobada empeñarse en un amor que resulta imposible y que además choca abiertamente con los intereses de la Orden.

El conde, a pesar de su preocupación, no pudo menos de extrañarse ante aquellos consejos que hacían salir a la superficie el cinismo que indudablemente amontonaba en el pensamiento del jesuíta.

¡Y aquéllos eran los representantes de Dios! ¡Aquéllos los que trabajaban por poner todo el mundo bajo su dirección! ¡Lo que en el asunto buscaban indudablemente eran los millones de María!

Baselga no pudo seguir en sus dolorosas reflexiones que derrumbaban sus más firmes creencias, pues el padre Fabián siguió dándole cariñosas palmaditas y le dijo con melifluo acento:

– Conque quedamos en que usted olvidará a esa joven y vivirá en adelante como si no la hubiese conocido. ¿Estamos conformes, amigo mío?

El emigrado miró fijamente al jesuíta, y lentamente, como para dar más fuerza y valor a sus palabras, contestó:

– No, señor.

Entonces el rostro del rubicundo padre experimentó una radical transformación. Desapareció la seductora y bonachona sonrisa, siendo reemplazada por la impenetrable serenidad de una esfinge.

– Pues entonces, señor conde, siento manifestar a usted que en vista de su conducta deplorable y de su tenaz resistencia, la Compañía tendrá necesidad de apelar a ciertos medios.

Baselga levantó los hombros con expresión de desprecio, pero el padre Fabián no pareció hacer caso y siguió diciendo:

– Hablaré con franqueza. Permaneciendo usted en París, la señorita de Baselga sufrirá una continua tentación que podrá apartarla del santo camino del claustro, y, por tanto, interesa a la Compañía que usted abandone cuanto antes esta población. No dude usted que saldrá pronto de París.

– No adivino el medio, y me río de la amenaza. La Compañía no reina en Francia, y como yo soy un individuo pacífico que en nada llamo la atención de la policía, no es fácil que la autoridad me conduzca a la frontera.

– Saldrá usted de París, no lo dude. En todas partes tenemos amigos y el mismo embajador de España se encargará de pedir al Gobierno francés que lo conduzcan a usted a Inglaterra, a Suiza o a otra nación fronteriza, acusándole de conspirador carlista y pintándolo como un continuo peligro para el Gobierno español. Si usted no quiere que la Policía le pille desprevenido puede ir haciendo la maleta.

Dijo estas palabras el padre Fabián con tal expresión de omnipotencia, que Baselga no dudó de que las amenazas se cumplirían inmediatamente, pero a pesar de esto, por pasión y por despecho, continuó la resistencia.

– Haga la Orden lo que quiera, que yo no por esto desistiré de mi propósito ni prometeré una cosa que no puedo cumplir.

El conde manifestaba una resolución inquebrantable. Sabía que la Compañía podía causarle mucho daño, pero a pesar de esto, manteníase firme, prefiriendo sufrir una persecución feroz antes que resignarse a olvidar su pasión.

El jesuíta no parecía intimidarse por aquella resistencia. La horrible sonrisa, símbolo de la Orden, contraía cada vez con mayor violencia sus facciones, y mirando a Baselga con expresión de lástima, le dijo: