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Canas y barro

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Vagando al azar por el centro de la selva, al que nunca habían llegado, vieron de pronto transformarse el aspecto del paisaje. Se hundían en los matorrales de las hondonadas hasta verse en una lobreguez de crepúsculo.

Sonaba un rugido incesante cada vez más cercano. Era el mar, que batía la playa al otro lado de la cadena de dunas que cerraba el horizonte.

Los pinos no eran rectos y gallardos, como por la parte del lago. Sus troncos estaban retorcidos; el ramaje era casi blanco y las copas se encorvaban hacia abajo. Todos los árboles crecían de través en una misma dirección, como si soplase un vendaval invisible en la profunda calma de la tarde. El viento del mar, en las grandes tempestades, martirizaba este lado de la selva, dándole un aspecto lúgubre.

Los muchachos retrocedieron. Habían oído hablar de esta parte de la Dehesa, la más salvaje y peligrosa. El silencio y la inmovilidad de los matorrales les causaba miedo. Allí se deslizaban las grandes serpientes perseguidas por los guardas de la Dehesa; por allí pastaban los toros fieros que se separaban del rebaño, obligando a los cazadores a cargar con sal gruesa sus escopetas para espantarlos sin darles muerte.

Sangonera, como más conocedor de la Dehesa, guiaba a los suyos hacia el lago, pero los palmitos que encontraba en el camino le hacían desviarse, perdiendo el rumbo. Comenzaba a caer la tarde y Neleta se asustaba viendo obscurecerse la selva. Los dos muchachos reían. Los pinos formaban una inmensa casa; obscurecía allí dentro como en sus barracas cuando aún no se había puesto el sol, pero fuera de la selva todavía quedaba una hora de luz.

No había prisa. Y continuaban en la busca de margallóns, tranquilizándose la muchacha con las hijuelas que le regalaba Tonet, y que ella chupaba, retardándose en el camino. Cuando en la revuelta de un sendero se veía sola, corría para unirse con ellos.

Ahora sí que anochecía de veras… Lo declaraba Sangonera, como conocedor de la Dehesa. Ya no sonaban a lo lejos los esquilones del ganado. Había que salir pronto de la selva, pero después de recoger la leña, para evitarse una riña al volver a casa. Buscaron al pie de los pinos, entre los matorrales, las ramas secas. Formaron apresuradamente tres pequeños haces, y casi a tientas comenzaron la marcha. A los pocos pasos la obscuridad era completa. Por la parte donde debía estar la Albufera marcábase un resplandor de incendio próximo a extinguirse, pero dentro de la selva apenas si los troncos y los matorrales se destacaban como sombras más fuertes sobre el lóbrego fondo.

Sangonera perdía la serenidad, no sabiendo ciertamente por dónde marchaba. Estaban fuera del sendero; se hundían en espinosos matorrales que les arañaban las piernas. Neleta suspiraba de miedo, y de pronto dio un grito y cayó. Había tropezado con las raíces de un pino cortado a flor de tierra, lastimándose un pie. Sangonera hablaba de continuar adelante, dejando abandonada a aquella maula que sólo sabía gemir. La muchacha lloraba sordamente, como si temiera alterar el silencio del bosque, atrayendo las horribles bestias que poblaban la obscuridad, y Tonet amenazaba por lo bajo a Sangonera con fabulosas cantidades de coces y bofetadas si no permanecía con ellos sirviéndoles de guía.

marchaban lentamente, tanteando con los pies el terreno, hasta que de pronto no tropezaron ya con matorrales, encontrando el resbaladizo mantillo de los senderos. Pero entonces, al hablar Tonet, no recibió contestacíón de su compañero, que marchaba delante.

– ¡Sangonera! ¡Sangonera!

Un ruido de ramas rotas, de matorrales rozados en la fuga, como si escapase un animal salvaje, fue la única respuesta. Tonet gritó de rabia. ¡Ah, grandísimo ladrón! Huía para salir pronto de la selva; no quería seguir con sus compañeros por no ayudar a Neleta.

Al quedar solos los dos muchachos, sintieron desplomarse de golpe la poca serenidad que les restaba. Sangonera, con su experiencia de vagabundo, les parecía un gran auxiliar. Neleta, aterrada, olvidando toda prudencia, lloraba a gritos, y sus sollozos resonaban en el silencio de la selva, que parecía inmensa. El miedo de su compañera resucitó la energía de Tonet. Había pasado un brazo por la espalda de la muchacha, la sostenía, la animaba, preguntándola sí podía andar, si quería seguirle, marchando siempre adelante, sin que el pobre muchacho supiera adónde.

Permanecieron los dos unidos mucho tiempo: ella sollozando, él con el temblor que le producía lo desconocido, pero al cual deseaba sobreponerse.

Algo viscoso y helado pasó junto a ellos azotándoles la cara: tal vez un murciélago; y este contacto, que les produjo escalofríos, los sacó de su dolorosa inercia. Emprendieron la marcha apresuradamente, cayendo y levantándose, enredándose en los matorrales, chocando con los árboles, temblando ante los rumores que parecían espolearles en su fuga. Los dos pensaban lo mismo, pero se ocultaban el pensamiento instintivamente para no aumentar su miedo. El recuerdo de Sancha estaba fijo en su memoria. Pasaban en tropel por su imaginación todos los cuentos del lago oídos por las noches junto al hogar de la barraca, y al tropezar sus manos con los troncos, creían tocar la piel rugosa y fría de enormes reptiles. Los gritos de las fúlicas sonando lejanos, en los carrizales del lago, les parecían lamentos de personas asesinadas. Su carrera loca a través de los matorrales, tronchando las ramas, abatiendo las hierbas, despertaba bajo la obscura maleza misteriosos seres que también corrían entre el estrépito de las hojas secas.

Llegaron a una gran mallada, sin adivinar en qué lugar estaban de la interminable selva. La obscuridad era menos densa en este espacio descubierto. Arriba se extendía el cielo de intenso azul, espolvoreado de luz, como un gran lienzo tendido sobre las masas negras del bosque que rodeaban la llanura. Los dos niños se detuvieron en esta isla luminosa y tranquila. Se sentían sin fuerzas para seguir adelante. Temblaban de miedo ante la profunda arboleda que se movía por todos lados como un oleaje de sombras.

Se sentaron, estrechamente abrazados, como si el contacto de sus cuerpos les infundiese confianza. Neleta ya no lloraba. Rendida por el dolor y el cansancio, apoyaba la cabeza en el hombro de su amigo, suspirando débilmente. Tonet miraba a todas partes, como si le asustase, aún más que la lobreguez de la selva, aquella claridad crepuscular, en la que creía ver de un momento a otro la silueta de una bestia feroz, enemiga de los niños extraviados. El canto del cuclillo rasgaba el silencio; las ranas de una charca inmediata, que habían callado al llegar ellos, recobraban la confianza, volviendo a reanudar su melopea; los mosquitos, pegajosos y pesados, zumbaban en torno de sus cabezas, marcándose en la penumbra con negro chisporroteo.

Los dos niños recobraban poco a poco la serenidad. No estaban mal allí; podían pasar la noche. Y el calor de sus cuerpos, incrustados uno en otro, parecía darles nueva vida, haciéndoles olvidar el miedo y las locas carreras a través de la selva.

Encima de los pinos, por la parte del mar, comenzó a teñirse el espacio de una blanquecina claridad. Las estrellas parecían apagarse sumergidas en un oleaje de leche.

Los muchachos, excitados por el ambiente misterioso de la selva, miraban este fenómeno con ansiedad, como si alguien viniera volando en su auxilio rodeado de un nimbo de luz. Las ramas de los pinos, con el tejido filamentoso de su follaje, se destacaban como dibujadas en negro sobre un fondo luminoso. Algo brillante comenzó a asomar sobre las copas de la arboleda; primero fue una pequeña línea ligeramente arqueada como una ceja de plata; después un semicírculo deslumbrante, y por fin, una cara enorme, de suave color de miel, que arrastraba por entre las estrellas inmediatas su cabellera de resplandores. La luna parecía sonreír a los dos muchachos, que la contemplaban con adoración de pequeños salvajes.

La selva se transformaba con la aparición de aquel rostro mofletudo, que hacía brillar como varillas de plata los juncos de la llanura. Al pie de cada árbol esparcíase una inquieta mancha negra, y el bosque parecía crecer, doblarse, extendiendo sobre el luminoso suelo una segunda arboleda de sombra. Los buxquerbts, salvajes ruiseñores del lago, tan amantes de su libertad, que mueren apenas los aprisionan, rompieron a cantar en todos los límites de la mallada, y hasta los mosquitos zumbaron más dulcemente en el espacio impregnado de luz.

Los dos muchachos comenzaban a encontrar grata su aventura.

Neleta ya no sentía el dolor del pie y hablaba quedamente al oído de su compañero. Su precoz instinto de mujer, su astucia de gatita abandonada y vagabunda, la hacía superior a Tonet. Se quedarían en la selva, ¿verdad? Ya buscarían al día siguiente, al volver al pueblo, un pretexto para explicar su aventura. Sangonera sería el responsable. Ellos pasarían la noche allí, viendo lo que jamás habían visto; dormirían juntos: serían como marido y mujer. Y en su ignorancia se estremecían al decir estas palabras, estrechando con más fuerza sus brazos. Se apretaban, como si el instinto les dictase que su naciente simpatía necesitaba confundir el calor de sus cuerpos.

Tonet sentía una embriaguez extraña, inexplicable. Nunca el cuerpo de su compañera, golpeado más de una vez en los rudos juegos, había tenido para él aquel calor dulce que parecía esparcirse por sus venas y subirse a su cabeza, causándole la misma turbación que los vasos de vino que el abuelo le ofrecía en la taberna. Miraba vagamente frente a él, pero toda su atención estaba fija en la cabeza de Neleta, que pesaba sobre su hombro; en la caricia con que aquella boca, al respirar, envolvía su cuello, como si le cosquillease la piel una mano aterciopelada.

Los dos callaban, y su silencio aumentaba el encanto. Ella abría sus ojos verdes, en cuyo fondo se reflejaba la luna como una gota de rocío, y revolviéndose para encontrar postura mejor, volvía a cerrarlos.

 

– Tonet… Tonet… – murmuraba como si soñase; y se apretaba contra su compañero.

¿Qué hora era…? El muchacho sentía cerrarse sus ojos, más que por el sueño, por la extraña embriaguez que parecía anonadarle. De los susurros del bosque sólo percibía el zumbido de los mosquitos que aleteaban como un nimbo de sombra sobre sus duras epidermis de hijos del lago. Era un extraño concierto que los arrullaba, meciéndolos sobre las primeras ondas del sueño. Chillaban nos como violines estridentes, prolongando hasta lo infinito la misma nota; otros, más graves, modulaban una corta escala, y los gordos, los enormes, zumbaban con sorda vibración, como profundos contrabajos o lejanas campanadas de reloj.

A la mañana siguiente les despertó el sol, quemando sus caras, y el ladrido de un perro de los guardas que les ponía los colmillos junto a los ojos.

Estaban casi en el límite de la Dehesa, y el camino fue corto para llegar al Palmar.

La madre de Tonet, siempre bondadosa y triste, para indemnizarse de una noche de angustia, corrió percha en mano a su hijo, alcanzándole con algunos golpes a pesar de su ligereza. Además, por vía de adelanto, mientras venía la madre de Neleta en el «carro de las anguilas», propinó a ésta varios mojicones, para que otra vez no se perdiera en el bosque.

Í Después de esta aventura, todo el pueblo, con acuerdo tácito, llamó novios a Tonet y Neleta, y ellos, como ligados para siempre por la noche de inocente contacto pasada en la selva, se buscaron y se amaron sin decírselo con palabras, como si quedase sobrentendido que sólo podían ser uno del otro.

Esta aventura fue el término de su niñez. Se acabaron las correrías, la existencia alegre y descuidada, sin ninguna obligación. Neleta hizo la misma vida que su madre: salía para Valencia todas las noches con las cestas de anguilas, y no volvía hasta la tarde siguiente. Tonet, que sólo podía verla un momento al anochecer, trabajaba en las tierras de su padre o iba a pescar con éste y el abuelo.

Í El tío Toni, antes bondadoso, era ahora exigente, como el tío Paloma, al ver crecido a su hijo, y Tonet, como bestia resignada, iba arrastrado al trabajo. Su padre, aquel héroe tenaz de la tierra, era inquebrantable en sus resoluciones. Cuando llegaba la época de plantar el arroz o de la recolección, el muchacho pasaba el día en las tierras del Saler. El resto del año pescaba en el lago, unas veces con su padre y otras con el abuelo, que le admitía de camarada en su barca, pero jurando a cada momento contra la perra suerte que hacía nacer tales vagos en su familia.

Además, el muchacho veíase impulsado al trabajo por el hastío. En el pueblo no quedaba nadie con quien entretenerse durante el día. Neleta estaba en Valencia, y sus antiguos compañeros de juegos, crecidos ya como él y con la obligación de ganarse el pan, iban en las barcas de sus padres. Quedaba Sangonera; pero este tuno, después de la aventura de la Dehesa, se alejaba de Tonet, recordando la paliza con que había agradecido el abandono de aquella noche.

El vagabundo, como si este suceso decidiese su porvenir, se había refugiado en la casa del cura, sirviéndole de criado, durmiendo como un perro detrás de la puerta, sin acordarse de su padre, que sólo aparecía de tarde en tarde en aquella barraca abandonada, por cuya techumbre caía la lluvia como en campo raso.

El viejo Sangonera tenía ahora una industria: cuando no estaba borracho se dedicaba a cazar las nutrias del lago, que, perseguidas encarnizadamente a través de los siglos, no llegaban a una docena.

Una tarde que digería su vino en un ribazo, vio ciertos remolinos y hervir el agua en grandes burbujas. Alguien buceaba en el fondo, entre las redes que cerraban el canal, buscando los mornells cargados de pesca.

Metido en el agua, con una percha que le prestaron, persiguió a palos a un animal negruzco que corría por el fondo, hasta que consiguió matarlo, apoderándose de él.

Era la famosa Iludria, de la que se hablaba en el Palmar como de un animal fantástico; la nutria, que en otros tiempos pululaba en tal cantidad en el lago, que imposibilitaba la pesca, rompiendo las redes.

El viejo vagabundo se consideró el primer hombre de la Albufera. La Comunidad de Pescadores del Palmar, según antiguas leyes consignadas en los librotes que guardaba su jefe el Jurado, venía obligada a dar un duro por cada nutria que le presentasen. El viejo tomó su premio, pero no se detuvo aquí. Aquel animal era un tesoro; y se dedicó a enseñarlo en el puerto de Catarroja, en el de Silla, llegando hasta Sueca y Cullera en su viaje triunfal alrededor del lago.

De todas partes le llamaban. No había taberna donde no le recibiesen con los brazos abiertos. ¡Adelante, tío Sangonera! ¡A ver el animalucho que había cazado!

Y el vagabundo, después de hacerse obsequiar con varios vasos, sacaba amorosamente de debajo de la manta la pobre bestia, blanducha y hedionda, haciendo admirar su piel y permitiendo que la pasasen la mano por encima – pero con gran cuidado, ¿eh?– para apreciar la finura de su pelo.

Jamás el pequeño Sangonereta, al venir al mundo, fue llevado en los brazos de su padre con tan cariñosa suavidad como aquel animalejo. Pero pasaron los días, la gente se cansó de la lludria, nadie daba por ella ni una mala copa de aguardiente, y no hubo taberna de la que no despidieran a Sangonera como un apestado, por el hedor insufrible de aquella bestia corrompida que llevaba a todas partes bajo la manta. Antes de abandonarla aún sacó de ella nuevo producto, vendiéndola en Valencia a un disecador de animales, y desde entonces declaró a todo el mundo su vocación: sería cazador de nutrias.

Se dedicó a buscar otra, como quien persigue la dicha. El premio de la Comunidad de Pescadores y la semana de borrachera continua y gratuita, con el gaznate a trato de rey, no se apartaban de su memoria. Pero la segunda nutria no quería dejarse coger. Alguna vez creyó verla en las más apartadas acequias del lago, pero se ocultaba inmediatamente, como si todas las de la familia se hubieran pasado aviso de la nueva profesión de Sangonera. Su desesperación le hacía emborracharse a crédito de las nutrias que había de cazar, y ya llevaba bebidas más de dos, cuando una noche lo encontraron unos pescadores ahogado en un canal. Había resbalado en el fango, e incapaz de levantarse por su embriaguez, quedó en el agua acechando para siempre su nutria.

La muerte del padre de Sangonera hizo que éste se refugiase para siempre en la casa del vicario, no volviendo más a su barraca. Se sucedían los curas en el Palmar, pueblo de castigo, donde sólo iban los desesperados o los que estaban en desgracia, saliendo de esta miseria tan pronto como podían. Todos los vicarios, al tomar posesión de la pobre iglesia, se encargaban igualmente de Sangonera, como de un objeto indispensable para el culto. En el pueblo, sólo él sabía ayudar una misa. Conservaba en su memoria todas las prendas guardadas en la sacristía, con el número de desgarrones, remiendos y agujeros de polilla; y solícito en todo y deseoso de agradar, no formulaba su amo una orden que no estuviera cumplida al momento.

La consideración de que él era el único en el pueblo que no trabajaba percha en mano ni pasaba las noches en medio de la Albufera causábale cierto orgullo, haciendo que mirase con altanería a los demás.

Los domingos, al amanecer, él era quien abría la marcha con la cruz en alto al frente del rosario de la Aurora.

Hombres, mujeres y niños, en dos largas filas, iban cantando con paso lento por la única calle del pueblo, esparciéndose después por los ribazos y las barracas aisladas, para que la ceremonia fuese de más duración. En la penumbra del amanecer brillaban los canales como láminas de sombrío acero, coloreábanse de rojo las nubecillas por la parte del mar, y los gorriones moriscos volaban en bandadas, surgiendo de las techumbres de los viveros, contestando con sus piídos alegres de vagabundos satisfechos de la vida y la libertad al canto triste y melancólico de los fieles.

«¡Despierta, cristiano…!», cantaba el rosario a lo largo del pueblo; y lo gracioso de la llamada era que todo el vecindario iba en la procesión, y en las casas, vacías, sólo despertaban los perros con sus ladridos y los gallos, que rasgaban la triste melopea con su canto sonoro como un trompetazo saludando la nueva luz y la alegría de un día más.

Tonet, al marchar en el rosario, miraba rabiosamente a su antiguo camarada, al frente de todos como un general, enarbolando la cruz a guisa de bandera. ¡Ah, ladrón! ¡Aquél había sabido arreglarse la vida a su gusto!

Él, mientras tanto, vivía sometido a su padre, cada vez más grave y poco comunicativo: bueno en el fondo, pero llegando hasta la crueldad con los suyos en la tenaz pasión por el trabajo. Los tiempos eran malos. Las tierras del Saler no daban dos buenas cosechas seguidas, y la usura, a la que acudía el tío Toni como auxiliar de sus empresas, devoraba la mayor parte de sus esfuerzos. En la pesca, los Palomas tenían siempre mala suerte, llevándose los peores sitios del lago en los sorteos de la Comunidad. Además, la madre se consumía lentamente, agonizaba, cual si la vida se derritiese dentro de ella como un cirio, escapándose por la herida de sus trastornadas entrañas, sin otra luz que el brillo enfermizo de los ojos.

La existencia era triste para Tonet. Ya no conmovía con sus diabluras el Palmar; ya no le besaban las vecinas, declarándole el chico más guapo del pueblo; ya no era el preferido entre sus compañeros, el día del sorteo de los redolíns, para meter la mano en la bolsa de cuero de la Comunidad y sacar las suertes. Ahora era un hombre. En vez de hacer pesar en casa su voluntad de niño mimado, le mandaban a él; era tan poca cosa como la Borda, y a la menor rebelión alzábase amenazante la pesada mano del tío Toni, mientras el abuelo aprobaba con chillona risa, afirmando qqe así se cría derecha a la gente.

Cuando murió la madre pareció renacer el antiguo afecto entre el abuelo y su hijo. El tío Paloma lamentó la ausencia de aquel ser dócil que sufría en silencio todas sus manías; sintió crearse el vacío en torno de él y se agarró al hijo, poco obediente a su voluntad, pero que jamás osaba contradecirle en su presencia.

Pescaron juntos, lo mismo que en otros tiempos; iban algún rato a la taberna como camaradas, mientras en la barraca la pobre Borda atendía a los quehaceres del hogar con la precocidad de las criaturas desgraciadas.

Neleta era también como de la familia, Su madre ya no podía ir al Mercado de Valencia. La humedad de la Albufera parecía habérsele filtrado hasta la médula de los huesos, paralizando su cuerpo, y la pobre mujer permanecía inmóvil en su barraca, gimiendo a impulsos de los dolores de reumática, gritando como una condenada y sin poder ganarse el sustento. Las compañeras del Mercado la daban como limosna algo de sus cestas, y la pequeña, cuando sentía hambre en su barraca, corría a la de Tonet, ayudando a la Borda en sus tareas con una autoridad de niña mayor. El tío Toni la acogía bien. su generosidad de luchador en continuo combate con la miseria le hacía ayudar a todos los caídos.

Neleta se criaba en la barraca de su novio. Iba a ella en busca del sustento, y sus relaciones con Tonet tomaban un carácter más fraternal que amoroso.

El muchacho no se cuidaba mucho de su novia. Estaba seguro de ella. ¿A quién podía querer? ¿Tenía derecho a fijarse en otro, después que todo el pueblo los había reconocido como novios? Y tranquilo por la posesión de Neleta, que crecía en la miseria como una flor rara, contrastando su hermosura con la pobreza física de las otras hijas del Palmar, no la atendía gran cosa, y la trataba con la misma confianza que si ya fuesen esposos. Transcurrían a veces semanas enteras sin que él la hablase.

Otras aficiones atraían a aquel hombrecito, que pasaba por ser el mozo más bien plantado del Palmar. Enorgullecíale el prestigio de valiente que había adquirido entre sus antiguos compañeros de juegos, hombres ahora como él. Se había peleado con unos cuantos, saliendo siempre Í vencedor. Percha en mano había descalabrado a algunos, y una tarde corrió por los ribazos, con la fítora de pescar, a un barquero de Catarroja que gozaba fama de temible.

El padre torcía el gesto al conocer estas aventuras, pero el abuelo reía, reconciliándose momentáneamente con su nieto. Lo que más alababa el tío Paloma era que el muchacho, en cierta ocasión, hubiera hecho frente a los guardas de la Dehesa, llevándose por la brava un conejo que acababa de matar. No era trabajador, pero tenía su sangre.

Aquel mocito que aún no había cumplido los dieciocho años, y del que se hablaba mucho en el pueblo, tenía su escenario favorito, adonde corría apenas dejaba atracada en el canal la barca del padre o la del abuelo.

 

Era la taberna de Cañamél, un establecimiento nuevo del que se hacían lenguas en toda la Albufera. No estaba, como las otras tabernillas, instalada en una barraca de techo bajo y ahumado, sin más respiradero que la puerta. Tenía casa propia, un edificio que entre las barracas de paja parecía portentoso, con paredes de mampostería pintadas de azul, techo de tejas y dos puertas, una a la única calle del pueblo y otra al canal. El espacio entre las dos phuertas estaba siempre lleno de cultivadores de arroz y de pescadores, gente que bebía de pie frente al mostrador, contemplando como hipnotizada las dos filas de rojos toneles, o se sentaba en los taburetes de cuerda, ante las anesillas de pino, siguiendo interminables partidas de brisaca y de truque.

El lujo de esta taberna enorgullecía a los parroquianos.

Sus paredes estaban chapadas de azulejos de Manises hasta la altura de las cabezas. Por encima extendíanse paisajes fantásticos, verdes o azules, con caballos como ratas y árboles más pequeños que los hombres, y de las vigas pendían ristras de morcillas, alpargatas de esparto y manojos de cuerdas amarillas y piin antes que se empleaban como jarcias en las grandes barcas del lago.

Todos admiraban a Cañamél. ¡El dinero que tenía aquel gordo…! Había sido guardia civil en Cuba y carabinero en España; después vivió muchos años en Argelia; conocía algo de todos los oficios, y sabía tanto, ¡tanto! que, según expresión del tío Paloma, se enteraba durante su sueño del lugar donde se acostaba cada peseta, y al día siguiente corría a cogerla.

En el Palmar nunca se había bebido vino como el suyo. Todo era de lo mejor en aquella casa. El amo recibía bien a los parroquianos y arañaba en los precios de un modo razonable.

Cañamél no era del Palmar, ni siquiera valenciano. Era de muy lejos, de allá donde hablan en castellano. En su juventud había estado en la Albufera de carabinero, casándose con una muchacha del Palmar, pobre y fea. Después de una vida accidentada, al reunir algunos cuartos, había venido a establecerse en el pueblo de su mujer, cediendo a los deseos de ésta. La pobre estaba enferma y revelaba poca vida: parecía gastada por aquellos viajes que la hacían soñar con su tranquilo rincón del lago.

Los demás taberneros del pueblo vociferaban contra Cañamél al ver cómo se apoderaba de los parroquianos.

¡Ah, grandísimo tunante! ¡Por algo daba tan barato el vino bueno! Lo que menos le interesaba era la taberna: en otra parte estaba su negocio, y por algo había venido de tan lejos a establecerse allí. Pero Cañamél ante tales palabras, sonreía bondadosamente. ¡Al fin todos habían de vivir!

Los más íntimos sabían que no eran infundadas estas murmuraciones. La taberna le importaba poco.

Su principal negocio era por la noche, después de cerrarla; por algo había sido carabinero y recorrido las playas.

Todos los meses caían fardos en la costa, rodando en la arena a impulsos de un enjambre de bultos negros que los levantaban en alto, llevándolos a través de la Dehesa hasta las orillas del lago. Allí, las barcas grandes, los laúdes de la Albufera, que podían cargar hasta cien sacos de arroz, se abarrotaban con los fardos de tabaco, emprendiendo lentamente la marcha en la oscuridad hacia tierra firme… Y al día siguiente, ni visto ni oído.

Escogía la tropa para estas expediciones entre los más audaces que concurrían a su taberna. Tonet, a pesar de sus pocos años, fue agraciado dos o tres veces con la confianza de Cañamél, por ser muchacho valiente y reservado.

En este trabajo nocturno podía ganarse un hombre de bien dos o tres duros, que después dejaba otra vez en manos de Cañamél bebiendo en su taberna. Y todavía los infelices, comentando al día siguiente los azares de una expedición de la que eran ellos los principales protagonistas, se decían admirados: «Pero qué agallas tiene ese Cañamél…! ¡Con qué atrevimiento se expone a que le metan mano…

Las cosas marchaban bien. En la playa todos eran ciegos, gracias a la buena maña del tabernero. Sus antiguos amigos de Argel le enviaban con puntualidad los cargamentos, y el negocio rodaba tan suavemente, que Cañamél, a pesar de que correspondía con extraordinaria generosidad al silencio de los que podían perjudicarle, prosperaba a toda prisa. Al año de estar en el Palmar ya había comprado tierras de arroz y tenía en el piso alto de la taberna su talego de plata para sacar de apuros a los que solicitaban préstamos.

Su respetabilidad crecía rápidamente. Al principio le habían dado el apodo de CañamIl por el acento suave y dulzón con que se expresaba en un valenciano trabajoso.

Después, al verle rico, la gente, sin olvidar el apodo, le llamaba Paco, pues, según declaraba su mujer, así le llamaban en su país, y él se enfurecía sordamente si le apelaban Quico, como a los otros Franciscos del pueblo.

Al morir su mujer, pobre compañera de la época de infortunio, su hermana menor, una pescadora fea, viuda y de carácter dominante, pretendió acampar en la taberna con carácter de dueña, escoltada por todos los de la familia. Halagaban a Cañamél con los cuidados que inspira un pariente rico, hablándole de lo difícil que era para un hombre solo seguir al frente de la taberna. ¡Allí faltaba una mujer! Pero Cañamél, que había odiado siempre a la cuñada por su mala lengua y temblaba ante la posibilidad de que aspirase a ocupar el puesto aún caliente de su hermana, la puso en la puerta, desafiando sus protestas escandalosas. Al cuidado del establecimiento le bastaban dos viejas, viudas de pescadores, que guisaban los all y pebres para los aficionados que venían de Valencia, y limpiaban aquel mostrador en el que gastaba sus codos todo el pueblo.

Cañamél, al verse libre, hablaba contra el matrimonio. Un hombre de su fortuna sólo podía casarse por conveniencia con alguna que tuviese más dinero que él. Y por las noches reía oyendo al tío Paloma, que era elocuente cuando hablaba de las mujeres.

El viejo barquero declaraba que el hombre debía ser como los buxquerbts del lago, que cantan alegremente mientras están en libertad, y cuando los meten en una jaula prefieren morir antes que verse encerrados.

Todas sus comparaciones se las facilitaban los pájaros de la Albufera. ¡Las hembras…! ¡Mala peste! Eran los seres más ingratos y olvidadizos de la creación. No había más que ver a los pobres collverts del lago. Vuelan siempre en compañía de la hembra, y no saben ir sin ella ni a buscar la comida. Dispara el cazador. Si cae muerta la hembra, el pobre macho, en vez de escapar, vuela y vuela en torno del sitio donde pereció su compañera, hasta que el tirador acaba también con él. Pero si cae el pobre macho, la hembra sigue volando tan fresca, sin volver la cabeza, como si nada hubiese pasado, y al notar la falta del acompañante se busca otro… ¡Cristo! Así son todas las hembras, lo mismo las que llevan plumas que las que visten zagalejos.

Tonet pasaba las noches jugando al truque en la taberna y ansiaba la llegada del domingo para estar allí todo el día. Le gustaba la vida de inmovilidad, con el porrón al alcance de la mano, manejando los mugrientos naipes sobre la manta que cubría la mesilla y apuntando con pequeños guijarros o granos de maíz, que representaban el valor de las apuestas. ¡Lástima que no fuese rico como Cañamél, para proporcionarse siempre esta vida de señor!