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Canas y barro

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– ¡Adiós Bigot! – le gritaron familiarmente.

Le daban tal apodo a causa del bigote que sombreaba su rostro moreno, adorno desusado en la Albufera, donde todos llevan rasurado el rostro. Otros le preguntaban con irónico asombro desde cuándo trabajaba.

Se alejó el barquito, sin que Tonet, que había lanzado una rápida ojeada a los pasajeros, pareciese oír las bromas.

Muchos miraron con cierta insolencia a Cañamél, permitiéndose las mismas bromas brutales que se usaban en su taberna… ¡Ojo, tío Paco! ¡Él iba a Valencia, mientras Tonet pasaría la noche en el Palmar … !

El tabernero fingió al principio no oírles, hasta que, cansado de sufrir, se enderezó con nervioso impulso, pasando por sus ojos una chispa de ira. Pero la masa grasienta del cuerpo pareció gravitar sobre su voluntad, y se encogió en el banco, como aplastado por el esfuerzo, gimiendo otra vez dolorosamente y murmurando entre quejidos:

– ¡Indesents…! ¡Indesents…!

II

La barraca del tío Paloma se alzaba a un extremo del Palmar.

Un gran incendio había dividido la población, cambiando su aspecto. Medio Palmar fue devorado por las llamas. Las barracas de paja se convirtieron rápidamente en cenizas, y sus dueños, queriendo vivir en adelante sin miedo al fuego, construyeron edificios de ladrillo en los solares calcinados, empeñando muchos de ellos su escasa fortuna para traer los materiales, que resultaban costosos después de atravesar el lago. La parte del pueblo que sufrió el incendio se cubrió de casitas, con las fachadas pintadas de rosa, verde o azul. La otra parte del Palmar conservó el primitivo carácter, con las techumbres de sus barracas redondas por los dos frentes, como barcos puestos a la inversa sobre las paredes de barro.

Desde la plazoleta de la iglesia hasta el final de la población por la parte de la Dehesa, se extendían las barracas, separadas unas de otras por miedo al incendio, como sembradas al azar.

La del tío Paloma era la más antigua. La había construido su padre en los tiempos en que no se encontraba en la Albufera un ser humano que no temblase de fiebre.

Los matorrales llegaban entonces hasta las paredes de las barracas. Desaparecían las gallinas en la misma puerta de la casa, según contaba el tío Paloma, y cuando volvían a presentarse, semanas después, llevaban tras ellas un cortejo de polluelos recién nacidos. Aún se cazaban nutrias en los canales, y la población del lago era tan escasa, que los barqueros no sabían qué hacer de la pesca que llenaba sus redes. Valencia estaba para ellos al otro extremo del mundo, y sólo venía de allá el mariscal Suchet, nombrado por el rey José duque de la Albufera y señor del lago y de la selva, con todas sus riquezas.

Su recuerdo era el más remoto en la memoria del tío Paloma. El viejo aún creía verle con el cabello alborotado y las anchas patillas, vestido con redingote gris y sombrero redondo, rodeado de hombres de uniformes vistosos que le cargaban las escopetas. El mariscal cazaba en la barca del padre del tío Paloma, y el chiquitín, agazapado en la proa, le contemplaba con admiración. Muchas veces reía del chapurreado lenguaje con que se expresaba el caudillo lamentando el atraso del país o comentaba los sucesos de una guerra entre españoles e ingleses, de la que en el lago sólo se tenían vagas noticias.

Una vez fue con su padre a Valencia para regalar al duque de la Albufera una anguila maresa, notable por su tamaño, y el mariscal los recibió riendo, puesto de gran uniforme, deslumbrante de bordados de oro, en medio de oficiales que parecían satélites de su esplendor.

Cuando el tío Paloma fue hombre, y muerto su padre se vio dueño de la barraca y dos barcas, ya no existían duques de la Albufera, sino bailíos, que la gobernaban en nombre del rey su amo; excelentes señores de la ciudad que nunca venían al lago, dejando a los pescadores merodear en la Dehesa y cazar con entera libertad los pájaros que se criaban en los carrizales.

Aquéllas fueron las épocas buenas; y cuando el tío Paloma las recordaba con su voz cascada de anciano en las tertulias de la taberna de Cañamél, la gente joven se estremecía de entusiasmo. Se pescaba y cazaba al mismo tiempo, sin miedo a guardas ni multas. Al llegar la noche volvía la gente a casa con docenas de conejos cogidos con hurón en la Dehesa, y a más de esto, cestas de pescado y ristras de aves cazadas en los cañares. Todo era del rey, y el rey estaba lejos. No era como ahora, que la Albufera pertenecía al Estado (¡quién sería este señor!) y había contratistas de la caza y arrendatarios de la Dehesa, y los pobres no podían disparar un tiro ni recoger un haz de leña sin que al momento surgiese el guarda con la bandera sobre el pecho y la carabina apuntada.

El tío Paloma había conservado las preeminencias de su padre. Era el primer barquero del lago, y no llegaba a la Albufera un personaje que no lo llevase él a través de las isletas de cañas mostrándole las curiosidades del agua y la tierra. Recordaba a Isabel II joven, llenando con sus anchas faldas toda la popa del engalanado barquito y moviendo su busto de buena moza a cada impulso de la percha del barquero. Reía la gente recordando su viaje por el lago con la emperatriz Eugenia. Ella en la proa, esbelta, vestida de amazona, con la escopeta siempre pronta, derribando los pájaros que hábiles ojeadores hacían surgir a bandadas de los cañares con palos y gritos; y en el extremo opuesto, el tío Paloma, socarrón, malicioso, con la vieja escopeta entre las piernas, matando las aves que escapaban a la gran dama y avisándola en un castellano fantástico la presencia de los collvérts: «Su Majestad… ¡ojo! Por detrás le entra un collovierde.»

Todos los personajes quedaban satisfechos del viejo barquero. Era insolente, con la rudeza de un hijo de la laguna; pero la adulación que faltaba a su lengua la encontraba en su escopeta, arma venerable, llena de composturas, hasta el punto de no saberse qué quedaba en ella de la primitiva fabricacion. El tio Paloma era un tirador prodigioso. Los embusteros del lago mentían a sus expensas, llegando a afirmar que una vez habia muerto cuatro fulicas de un tiro. Cuando quería halagar a un personaje mediano tirador, se colocaba tras el en la barca y disparaba al mismo tiempo con tal precisión, que las dos detonaciones se confundían, y el cazador, viendo caer las piezas, se asombraba de su habilidad, mientras el barquero, a sus espaldas, movía el hocico maliciosamente.

Su mejor recuerdo era el general Prim. Lo habia conocido en una noche tempestuosa llevándolo en su barca a través del lago. Eran los tiempos de desgracia. Los minones andaban cerca; el general iba disfrazado de obrero y huía de Valencia después de haber intentado sin éxito sublevar la guarnición. El tío Paloma lo condujo hasta el mar; y cuando volvió a verle, años después, era jefe del gobierno y el ídolo de la nación. Abandonando la vida política, escapaba de Madrid alguna vez para cazar en el lago, y el tio Paloma, audaz y familiarote después de la pasada aventura, le renía como a un muchacho si marraba el tiro. Para él no existían grandezas humanas: los hombres se dividían en buenos y malos cazadores. Cuando el héroe disparaba sin hacer blanco, el barquero se enfurecía hasta tutearle. «General de… mentiras. Y el era el valiente que tantas cosas había hecho allá en Marruecos…? Mira, mira y aprende.» Y mientras reía el glorioso discípulo, el barquero disparaba su escopetucho casi sin apuntar y una fulica caia en el agua hecha una pelota.

Todas estas anécdotas daban al tio Paloma un prestigio inmenso entre la gente del lago. ¡Lo que aquel hombre hubiese sido de querer abrir la boca pidiendo algo a sus parroquianos…! Pero él, siempre cazurro y malhablado, tratando a los personajes como camaradas de taberna, haciéndolos reir con sus insolencias en los momentos de mal humor o con frases bilingües y retorcidas cuando quería mostrarse amable.

Estaba contento de su existencia, y eso que cada vez era mas dura y difícil, conforme entraba en años. ¡Barquero, siempre barquero! Despreciaba a las gentes que cultivaban las tierras de arroz. Eran «labradores», y para él esta palabra significaba el mayor insulto.

Enorgulleciase de ser hombre de agua, y muchas veces prefería seguir las revueltas de los canales antes que acortar distancias marchando por los ribazos. no pisaba voluntariamente otra tierra que la de la Dehesa, para disparar unos cuantos escopetazos a los conejos, huyendo a la aproximación de los guardas, y por su gusto hubiese comido y dormido dentro de la barca, que era para el lo que el caparazón de un animal acuatico. Los instintos de las primitivas razas lacustres revivían en el viejo. Para ser feliz solo le faltaba carecer de familia, vivir como un pez del lago o un pájaro de los carrizales, haciendo su nido hoy en una isleta y mañana en un canal.

Pero su padre se había empeñado en casarlo. no quería ver abandonada aquella barraca, que era obra suya, y el bohemio de las aguas viose forzado a vivir en sociedad con sus semejantes, a dormir bajo una techumbre de paja, a pagar su parte para el mantenimiento del cura y a obedecer al alcaldillo pedáneo de la isla, siempre algún sinvergüenza – según decía él-, que para no trabajar buscaba la protección de los señorones de la ciudad.

De su esposa apenas si retenía en la memoria una vaga imagen. Había pasado junto a el rozando muchos años de su vida, sin dejarle otros recuerdos que su habilidad para remendar las redes y el garbo con que amasaba el pan de la semana, todos los viernes, llevándolo a un horno de cúpula redonda y blanca, semejante a un hormiguero africano, que se alzaba en un extremo de la isla.

Habian tenido muchos hijos, muchisimos; pero, menos uno, todos habían muerto oportunamente». Eran seres blancuzcos y enfermizos, engendrados con el pensamiento puesto en la comida, por padres que se ayuntaban sin otro deseo que transmitirse el calor, estremecidos por los temblores de la fiebre palúdica. Parecían nacer llevando en sus venas en vez de sangre el escalofrío de las tercianas.

 

Unos habían muerto de consunción, debilitados por el alimento insípido de la pesca de agua dulce, otros se ahogaron cayendo en los canales cercanos a la casa, y si sobrevivió uno, el menor, fue por agarrarse tenazmente a la vida, con ansia loca de subsistir, afrontando las fiebres y chupando en los pechos fláccidos de su madre la escasa substancia de un cuerpo eternamente enfermo.

El tío Paloma encontraba estas desgracias lógicas e indispensables. Había que alabar al Señor, que se acuerda de los pobres. Era repugnante ver cómo se aumentaban las familias en lamiseria; y sin la bondad de Dios, que de vez en cuando aclaraba esta peste de chiquillos, no quedaría en el lago comida para todos y tendrían que devorarse unos a otros.

Murió la mujer del tío Paloma cuando éste, anciano ya, se veía padre de un chicuelo de siete años. El barquero y su hijo Toni quedaron solos en la barraca. El muchacho era juicioso y trabajador como su madre. Guisaba la comida, reparaba los desperfectos de la barraca y tomaba lecciones de las vecinas para que su padre no notase la ausencia de una mujer en la vivienda. Todo lo hacía con gravedad, como si la terrible lucha sostenida para subsistir hubiese dejado en él un rastro inextinguible de tristeza.

El padre se mostraba satisfecho cuando marchaba hacia la barca seguido por el muchacho, casi oculto bajo el montón de redes. Crecía rápidamente, sus fuerzas eran cada vez mayores, y el tío Paloma enorgullecíase viendo con qué impulso sacaba los mornells del agua o hacía deslizarse la barca sobre el lago.

– Es el hombre más hombre de toda la Albufera – decía a sus amigos. – Su cuerpo se la venga ahora de las enfermedades que sufrió de pequeño.

Las mujeres del Palmar alababan no menos sus sanas costumbres. Ni locuras con los jóvenes que se congregaban en la taberna, ni juegos con ciertos perdidos que, una vez terminada la pesca, se tendían panza abajo sobre los juncos, a espaldas de cualquier barraca, y pasaban las horas manejando una baraja mugrienta.

Siempre serio y pronto para el trabajo, Toni no daba a su padre el más leve disgusto. El tío Paloma, que no podía pescar acompañado, pues al menor descuido se enfurecía e intentaba pegar al camarada, jamás reñía a su hijo, y cuando, entre bufidos de mal humor, intentaba darle una orden, ya el muchacho, adivinándola, había puesto manos a la obra.

Cuando Toni fue un hombre, su padre, aficionado a la vida errante y rebelde a la existencia de familia, experimentó los mismos deseos que el primitivo tío Paloma. ¿Qué hacían aislados los dos hombres en la soledad de la vieja barraca? Le repugnaba ver a su hijo, un hombretón ancho y forzudo, inclinarse ante el hogar, en el centro de la barraca, soplando el fuego y preparando la cena. Muchas veces sentía remordimiento contemplando sus manos cortas y velludas, con dedos de hierro, fregando las cazuelas y haciendo saltar con un cuchillo las escamas duras, de reflejos metálicos, de los peces del lago.

En las noches de invierno parecían náufragos refugiados en una isla desierta. Ni una palabra entre ellos, ni una risa, ni una voz de mujer que los alegrase. La barraca tenía un aspecto lúgubre. En el centro ardía el fogón a nivel del suelo: un pequeño espacio cuadrado con orla de ladrillos. Enfrente el banco de la cocina, con una pobre fila de cacharros y antiguos azulejos. A ambos lados los tabiques de dos cuartos, construidos con cañas y barro, como toda la barraca, y por encima de estos tabiques, que sólo tenían la altura de un hombre, todo el interior de la techumbre negro con capas de hollín,ahumado por el fuego de muchos años, sin otro respiradero que un orificio en la montera de paja, por donde entraban silbando los vendavales de invierno. Del techo pendían los trajes impermeables del padre y del hijo para las pescas nocturnas: pantalones rígidos y pesados, chaquetas con un palo atravesado en las mangas, la tela gruesa, amarilla y reluciente por las frotaciones de aceite. El viento, al penetrar por el boquete que servía de chimenea, columpiaba estos extraños monigotes, que reflejaban en su grasienta superficie la luz roja del hogar. Parecía que los dos habitantes de la barraca se habían ahorcado de la techumbre.

El tío Paloma se aburría. Gustábale hablar; en la taberna juraba a su gusto, maltrataba a los otros pescadores, los deslumbraba con el recuerdo de los grandes personajes que había conocido; pero en su casa no sabía qué decir, su conversación no merecía la menor réplica del hijo obediente y callado, perdiéndose sus palabras en un silencio respetuoso y abrumador. El barquero lo declaraba a gritos en la taberna con su alegre brutalidad. Aquel hijo era muy bueno, pero no se le parecía; siempre silencioso y sumiso. La difunta debía haberle hecho alguna trampa.

Un día abordó a Toni con su expresión imperiosa de padre al uso latino, que considera a los hijos faltos de voluntad y dispone sin consulta de su porvenir y su vida.

Debía casarse; así no estaban bien: en la casa faltaba una mujer. Y Toni acogió esta orden como si le hubiera dicho que al día siguiente había de aparejar la barca grande para esperar en el Saler a un cazador de Valencia. Estaba bien. Procuraría cumplir cuanto antes la orden de su padre.

Y mientras el muchacho buscaba por cuenta propia, el viejo barquero comunicaba sus propósitos a todas las comadres del Palmar. Su Toni quería casarse. Todo lo suyo era del muchacho: la barraca, la barca grande con su vela nueva y otra vieja que aún era mejor; dos barquitos, no recordaba cuántas redes, y encima de esto, las condiciones del chico: trabajador serio, sin vicios y libre del servicio militar por un buen número en el sorteo. En fin, no era un gran partido, pero desnudo como un sapo de las acequias no estaba su Toni; ¡y para las muchachas que había en el Palmar…!

El viejo, con su desprecio a la mujer, escupía viendo las jóvenes, entre las cuales se ocultaba su futura nuera.

No; no eran gran cosa aquellas vírgenes del lago, con sus ropas lavadas en el agua pútrida de los canales, oliendo a barro y las manos impregnadas de una viscosidad que parecía penetrar hasta los huesos. El pelo, descolorido por el sol, blanquecino y pobre, apenas si sombreaba sus caras enjutas y rojizas, en las que los ojos brillaban con el fuego de una fiebre siempre renovada al beber las aguas del lago.

Su perfil anguloso, la sutilidad escurridiza de su cuerpo y el hedor de los zagalejos las daba cierta semejanza con las anguilas, como si una nutrición monótona e igual de muchas generaciones hubiera acabado por fijar en aquella gente los rasgos del animal que les servía de sustento.

Toni escogió una: cualquiera, la que menos obstáculos opuso a su timidez. Se verificó la boda, y el viejo tuvo en la barraca un ser más con quien hablar y a quien reñir.

Sentía cierta voluptuosidad al ver que sus palabras no quedaban en el vacío y que la nuera oponía protestas a sus exigencias de malhumorado.

Con esta satisfacción coincidió un disgusto. Su hijo parecía olvidar las tradiciones de la familia. Despreciaba el lago para buscar la vida en los campos, y en septiembre cuando recogían el arroz y los jornales se pagaban caros, abandonaba la barca, haciéndose segador, como muchos otros que excitaban la indignación del tío Paloma. Esta tarea de trabajar en el barro, de martirizar los campos, correspondía a los forasteros, a los que vivían lejos de la Albufera. Los hijos del lago estaban libres de tal esclavitud. Por algo les había puesto Dios junto a aquella agua que era una bendición. En su fondo estaba la comida, y era un disparate, una vergüenza, trabajar todo el día con barro a la cintura, las piernas comidas de sanguijuelas y la espalda tostada por el sol, para coger unas espigas que, finalmente, no eran para ellos. ¿Iba su hijo a hacerse «labrador»…? Y al formular esta pregunta, el viejo metía en sus palabras todo el asombro, la inmensa extrañeza de un eco inaudito, como si hablase de que algún día la Albufera podía quedarse en seco.

Toni, por primera vez en la vida, osaba oponerse a las palabras de su padre. Pescaría, como siempre, el resto del año. Pero ahora era casado, las atenciones de la casa resultaban mayores, y sería una imprudencia despreciar los magníficos jornales de la siega. A él le pagaban mejor que a los otros, por su fuerza y su asiduidad en el trabajo.

Los tiempos había que tomarlos como venían; cada vez se cultivaba más arroz en las orillas del lago, las antiguas charcas se cubrían de tierra, los pobres se hacían ricos, y él no era tan tonto que perdiese su parte en la nueva vida.

El barquero aceptaba refunfuñando esta transformación en las costumbres de la casa. La sensatez y la gravedad de su hijo le imponían cierto respeto, pero protestaba, apoyado en la percha, a orillas del canal, conversando con otros barqueros de su buena época. ¡Iban a transformar la Albufera! Dentro de pocos años nadie la conocería.

Por la parte de Sueca colocaban ciertos armatostes de hierro dentro de unas casitas con grandes chimeneas, y… ¡eche usted humo! Las antiguas norias,tranquilas y simpáticas, con su rueda de madera carcomida y sus arcaduces negros, iban a ser sustituidas por maquinarias infernales que moverían las aguas con un estrépito de mil demonios. ¡Milagro sería que toda la pesca no tomase el camino del mar, fastidiada por tales innovaciones! Iban a cultivarlo todo; echaban tierra y más tierra sobre el lago.

por poco que él viviese, aún había de ver cómo la última anguila, falta de espacio, se marchaba moviendo el rabo por la boca del Perelló, desapareciendo en el mar. ¡Y Toni metido en esta obra de piratas! ¡Habría que ver a un hijo suyo, a un Paloma, convertido en «labrador»…! Y el viejo reía, como si imaginase un suceso irrealizable.

Pasó el tiempo, y su nuera le dio un nieto, un Tonet, que el abuelo llevaba muchas tardes en brazos hasta la orilla del canal, ladeando la pipa en su boca desdentada para que el humo no molestase al pequeño. ¡Demonio de muchacho, y qué guapo era! La larguirucha y fea de su nuera era como todas las hembras de la familia; lo mismo que su difunta: daban hijos que en nada se parecían a sus progenitores. El abuelo, acariciando al pequeño, pensaba en el porvenir. Lo enseñaba a los camaradas de su juventud, cada vez más escasos, y vaticinaba el porvenir.

«Éste será de los nuestros: no tendrá más casa que la barca. Antes de que le salgan todos los dientes ya sabrá mover la percha…»

Pero antes de que le salieran los dientes, lo que ocurrió para el tío Paloma fue el hecho más inesperado de su vida. Le dijeron en la taberna que Toni había tomado en arriendo, cerca del Saler, ciertas tierras de arroz propiedad de una señora de Valencia; y cuando por la noche abordó a su hijo, quedó estupefacto viendo que no negaba el crimen.

¿Cuándo se había visto un Paloma con amo? La familia había vivido siempre libre, como deben vivir los hijos de Dios que en algo se estiman, buscándose el sustento en el aire o en el agua, cazando y pescando. Sus señores habían sido el rey o aquel guerrero franchute que era capitán general en Valencia, amos que vivían muy lejos, que no pesaban y podían tolerarse por su grandeza. ¿Pero un hijo suyo arrendatario de una lechuguina de la ciudad y llevándola todos los años en metal sonante una parte de su trabajo…? ¡Vamos, hombre! ¡Ya estaba tomando el camino para hablar con aquella señora y deshacer el compromiso! Los Palomas no servían a nadie mientras en el lago quedara algo que llevarse a la boca: aunque fuesen ranas.

Pero la sorpresa del viejo fue en aumento ante la inesperada resistencia de Toni. Había reflexionado bien sobre el asunto y estaba dispuesto a no arrepentirse. Pensaba en su mujer, en aquel chiquitín que llevaba en brazos, y se sentía ambicioso. ¿Qué eran ellos? Unos mendigos del lago, viviendo como salvajes en la barraca, sin más alimento que los animales de las acequias y teniendo que huir como criminales ante los guardas cuando mataban algún pájaro para dar mayor substancia al caldero. Unos parásitos de los cazadores, que sólo comian carne cuando los forasteros les permitían meter mano en sus provisiones.

¡Y esta miseria prolongándose de padres a hijos, como si viviesen amarrados para siempre al barro de la Albufera, sin más vida ni aspiraciones que las del sapo, que se cree feliz en el cañar porque encuentra insectos a flor de agua!

No; él se rebelaba; quería sacar a la familia de su miserable postración; trabajar, no sólo para comer, sino para el ahorro. Había que fijarse en las ventajas del cultivo del arroz: poco trabajo y gran provecho. Era una verdadera bendición del cielo; nada en el mundo daba más. Se planta en junio y se recolecta en septiembre; un poco de abono y otro poco de trabajo; total, tres meses; se coge la cosecha, las aguas del lago, hinchadas por las lluvias del invierno, cubren los campos, y ¡hasta el año siguiente! La ganancia se guarda, y en los meses restantes se pesca a la luz del sol y se caza ocultamente para mantener la familia. ¿Qué más podía desear…? El abuelo había sido un pobre, y después de una vida de perro sólo logró construir aquella barraca, donde vivían eternamente ahumados. Su padre, a quien tanto respetaba, no había conseguido guardar un mendrugo para la vejez. Que le dejasen a él trabajar a gusto, y su hijo, el pequeño Tonet, sería rico, cultivaría campos cuyos límites se perderían de vista, y sobre el solar de la barraca tal vez se levantase con el tiempo una casa mejor que todas las del palmar. Hacía mal su padre en indignarse porque sus descendientes cultivaban la tierra. Más valía ser labrador que vivir errante en el lago, pasando hambre muchas veces y exponiéndose a recibir el balazo de un guarda de la Dehesa.

 

El tío Paloma, pálido de rabia al oír a su hijo, miraba fijamente una percha caída a lo largo de la pared, y las manos se le iban a ella para romperle de un golpe la cabeza. Se la hubiera roto de ocurrir la rebeldía en otros tiempos, pues se consideraba con derecho después de tal atentado a su autoridad de padre antiguo.

Pero veía a la nuera con el nieto en brazos, y estos dos seres parecían engrandecer a su hijo, poniéndolo a su nivel. Era un padre, un igual suyo. Por primera vez se dio cuenta de que Toni ya no era el muchacho que guisaba la cena en otros tiempos, bajando la cabeza aterrado ante una de sus miradas. Y temblando de rabia al no poder pegarle como cuando cometía una torpeza en la barca, exhaló su protesta entre bufidos. Estaba bien; cada cual a lo suyo: el uno al lago y el otro a aplastar terrones. Vivirían juntos, ya que no había otro remedio. Sus años no le permitían dormir en medio del lago, pues arrastraba una vejez de reumático; pero, aparte de eso, como sí no se conocieran. ¡Ay, si levantase la cabeza el primitivo Paloma, el barquero de Suchet, y viese la deshonra de la familia…!

El primer año fue de incesantes tormentos para el viejo. Al entrar por la noche en la barraca, encontraba instrumentos de labranza al lado de los aparejos de pesca.

Un día tropezó con un arado que Toni había traído de tierra firme para recomponerlo durante la velada, y le Produjo el mismo efecto que un dragón monstruoso tendido en medio de la barraca. Todas estas láminas de acero le causaban frío y rabia. Le bastaba ver una hoz caída a unos cuantos pasos de sus redes, para que al momento creyese que la corva hoja iba a marchar por sí sola a cortarle los aparejos, y reñía a su nuera por descuidada, ordenando a gritos que arrojase lejos, muy lejos, aquellas herramientas de… «labrador». Por todas partes objetos que le recordaban el cultivo de la tierra. i Y esto en la barraca de los Palomas, donde no se había conocido más acero que el de las facas para abrir el pescado…! ¡Vamos, que había para reventar de rabia!

En la época de la siembra, cuando las tierras estaban secas y recibían el arado, Toni llegaba sudoroso, después de arrear durante todo el día las caballerías alquiladas.

Su padre rondaba en torno de él, husmeándolo con maligna fruición, y después corría a la taberna, donde dormitaban con el vaso en la mano sus camaradas de los buenos tiempos. ¡Caballeros, la gran noticia…! Su hijo olía a caballo. ¡Ji, ji! ¡Un caballo en la isla del Palmar! Ya había llegado lo del mundo al revés.

Aparte de estos desahogos, el tío Paloma conservaba una actitud fría y aislada en medio de la familia del hijo. Entraba por la noche en la barraca con el monbt al brazo, una bolsa de red y aros de madera que contenía algunas anguilas, y empujaba con el pie a su nuera para que le dejase sitio en el fogón. Él mismo se preparaba la cena.

Unas veces enrollaba las anguilas atravesándolas con una varita y las guisaba al ast, tostándolas pacientemente por todos los lados sobre las llamas. Otras iba a buscar en la barca su antiguo caldero lleno de remiendos, y guisaba en suc alguna tenca enorme o confeccionaba una sebollá, mezclando cebollas con anguilas, como si preparase la comida de medio pueblo.

La voracidad de aquel viejo pequeño y enjuto era la de todos los antiguos hijos de la Albufera. No comía seriamente más que por la noche, al volver a la barraca, y sentado en el suelo en un rincón, con el caldero entre las rodillas, pasaba horas enteras silencioso, moviendo a ambos lados su boca de cabra vieja, tragando cantidades enormes de alimento, que parecía imposible pudieran contenerse en un estómago humano.

Comía lo suyo, lo que había conquistado durante el día, y no se cuidaba de lo que cenaban sus hijos ni les ofrecía parte de su caldero. ¡Cada cual que engordase con su trabajo! Sus ojillos brillaban con maligna satisfacción cuando veía sobre la mesa de la familia, como único afito, una cazuela de arroz, mientras él roía los huesos de algún pájaro cazado en el interior de un carrizal al ver lejos a los guardias.

Toni dejaba hacer su voluntad al padre. No había que pensar en someter al viejo, y el aislamiento continuaba entre él y la familia. El pequeño Tonet era el único lazo de unión. Muchas veces el nieto se aproximaba al tío Paloma, como si le atrajese el buen olor de su caldero.

– ¡Tin, pobret, tin! – decía el abuelo con cariñosa lástima, como si lo viese en la mayor miseria.

Y le regalaba un muslo de fúlica, grasiento y estoposo sonriendo al ver cómo lo devoraba el pequeñuelo.

Cuando arreglaba algún all y pebre con sus viejos amigotes en la taberna, se llevaba al nieto sin decir palabra a los padres.

Otras veces la fiesta era mayor. Por la mañana, el tío Paloma, sintiendo la comezón de las aventuras, había desembarcado con algún camarada tan viejo como él en las espesuras de la Dehesa. Larga espera tendidos sobre el vientre entre los matorrales, espiando a los guardas, ignorantes de su presencia. Así que asomaban los conejos dando saltos en torno de los tallos de la maleza, ¡fuego en ellos! dos al saco y a correr, a ganar la barca, riéndose después, desde el centro del lago, de las carreras de los guardas por la orilla buscando en vano a los cazadoreS furtivos. Estas audacias rejuvenecían al tío Paloma.

Había que oírle por la noche, al guisar la caza en la taberna, entre sus amigotes que pagaban el vino, cómo se vanagloriaban de su hazaña. ¡Ningún mozo del día era capaz de hacer otro tanto! Y cuando los prudentes le hablaban de la ley y sus penalidades, el barquero erguía fieramente su busto encorbado por los años y el manejo de la percha. Los guardas eran unos vagos, que aceptaban el empleo porque les repugnaba trabajar, y los señores que arrendaban la caza unos ladrones, que todo lo querían para ellos… La Albufera era de él y de todos los pescadores. Si hubiesen nacido en un palacio, serían reyes. Cuando Dios les había hecho nacer allí, por algo sería. Todo lo demás eran mentiras inventadas por los hombres.

Y después de devorar la cena, cuando apenas quedaba vino en los porrones, el tío Paloma contemplaba al nieto dormido entre sus rodillas y se lo mostraba a los amigos.

Aquel pequeño sería un verdadero hijo de la Albufera. Su educación corría a cargo suyo, para que no siguiese los malos caminos del padre. Manejaría la escopeta con asombrosa habilidad, conocería el fondo del lago como una anguila, y cuando el abuelo muriese, todos los que vinieran a cazar encontrarían la barca de otro Paloma, pero remozado, tal como era él cuando la misma reina venía a sentarse en su barquito riendo sus chuscadas.