Todo es gracia

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Aus der Reihe: Mambré #8
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La Iglesia se solidarizó con la intuición fundamental de san Agustín y condenó el semipelagianismo. El concilio Arausicano II, un concilio provincial, pero reconocido por el papa Bonifacio II (531), enseñó que «la gracia es necesaria antes, durante y después de la justificación», y que «no es debida ni a los méritos ni a la acción del hombre, sino previa a todos sus esfuerzos e intentos por conseguirla». Todo es gracia antes de ser obra humana, todo depende de Dios antes de que el hombre pueda dar ni un solo paso hacia él.

También el Sínodo Orange enseñó que sin la gracia el hombre no puede alcanzar la fe ni el amor, ni la vida ni la filiación divina, ni hacer alguna obra buena en orden a esa vida. «Todo lo que se quiere comenzar o terminar sin la gracia de Dios no puede ser bueno a sus ojos, ya que dice nuestro propio Salvador: “Sin mí no podéis hacer nada”...»[11]. Sólo agrada a Dios lo que él mismo nos ha dado. Todo pensamiento bueno, todo deseo piadoso, todo movimiento de buena voluntad viene de Dios. Su gracia es previa a todos los méritos del hombre y no elimina su libre albedrío, sino que lo ilumina y lo libera. La necesidad de la gracia es total, porque no podemos conseguir la salvación por medio de nuestras obras.

En definitiva, ¿por qué no podían ser aceptados ni el pelagianismo ni el semipelagianismo? Por una razón muy sencilla: porque si el pelagianismo o el semipelagianismo hubieran tenido razón, la santidad y la filiación divina, la salvación y la vida eterna serían el resultado de la colaboración entre Dios y el hombre. Pero si fuera así, tendríamos derecho a ella y ya no sería gracia, sino deuda de Dios con respecto a nosotros. Ese es el error que está a la base de todo: considerar la colaboración entre Dios y el hombre como si los dos estuvieran en un plano de igualdad, como si se tratara de una especie de sociedad entre iguales. Pero la contribución de Dios sobrepasa infinitamente a la del hombre. En la medida que el hombre pretende aparecer en escena puede llegar a la conclusión de que «en ese mínimo de colaboración que él aporta podría estar la razón por la que es salvado», con lo cual dejaría en entredicho la gratuidad de la salvación. Pero nosotros no estamos al mismo nivel que Dios. Él no es un socio más en esta empresa. Si pudiéramos hacer el bien con nuestras propias fuerzas, ¿para qué hubiéramos necesitado a Jesús? «Para cumplir más fácilmente la ley de Dios», decía Pelagio, lo que equivalía a admitir que podemos santificarnos y salvarnos con nuestras propias fuerzas, sin necesitar para nada de la ayuda de Dios[12].

Seguramente nadie se atrevería a defender en nuestros días ni el pelagianismo ni el semipelagianismo, ni a decir que no tenemos necesidad de la gracia de Dios. Pero en la práctica, la mayoría de los fieles cristianos viven y se comportan como si la vida cristiana dependiera únicamente de sus esfuerzos y de sus obras. El hombre tiene «que hacer algo para merecer la gracia y debe colaborar en todo momento con el Señor para poder alcanzar la perfección, la salvación y la vida eterna». En última instancia, el pelagianismo y el semipelagianismo son una especie de fariseísmo que los hombres llevamos inscrito como en nuestro código genético. Y lo peor de todo es que no nos percatamos del error en que vivimos. No hemos entendido lo que es realmente la gracia, sino que tratamos de vivir de lo que nosotros generamos o producimos. Pero todo lo que no venga de Dios es nada y está destinado a la nada.

Así fueron apareciendo las primeras explicaciones en torno a la gracia: como una presencia amorosa y divinizadora de Dios en los santos padres de oriente, como la libertad de elegir y de actuar en Pelagio, como el resultado de una co-laboración entre Dios y el hombre en los semipelagianos, como un auxilio, como una ayuda de Dios para fortalecer al hombre, o como una medicina para sanar sus heridas. Pero la gracia es mucho más que un auxilio, que una ayuda o que una medicina, mucho más que la libertad humana y que una colaboración de Dios en el proceso de la salvación. Si la gracia se redujera sólo a eso, el hombre asumiría un papel decisivo en la obra de su santificación y salvación. La idea de la gracia como «presencia de Dios en el hombre» se fue diluyendo poco a poco hasta ser reducida casi a la nada. Afortunadamente, los concilios orientaron la vida cristiana por el verdadero camino.

3. La aportación de la Edad Media

La reflexión sobre la gracia se mantuvo siempre en conexión con la doctrina de san Agustín. Pero a lo largo de la Edad Media fueron poniéndose de manifiesto algunas diferencias con respecto a su pensamiento. Era normal que así sucediera, porque fueron apareciendo nuevos problemas e interrogantes a los que había que dar una solución. El lenguaje teológico de esos siglos se fue enriqueciendo poco a poco. Los teólogos escolásticos comenzaron a constatar la existencia de gracias diversas y a hacer distinciones entre ellas, aunque sin perder la conciencia de que se trataba de la única gracia de Dios. De esas diversas clases de gracias hablaremos un poco más adelante.

En la Edad Media comenzó a circular entre los teólogos un axioma o principio, que sonaba así: «A quien hace cuanto está en sus manos, Dios no le niega su gracia». Debía sonar muy bien en los oídos de la mayoría de los teólogos y de los fieles cristianos, envueltos en el manto del semipelagianismo. El axioma podía tener una interpretación muy rígida, en el sentido de que el hombre pudiera conseguir con sus fuerzas una disposición que exigiera la donación de la gracia santificante. Si lo interpretáramos de ese modo, resultaría totalmente inaceptable. Pero, tal vez, la mayoría lo entendía de una manera mucho menos radical, en el sentido «de que Dios no puede negar la gracia a quien hace cuanto está en sus manos para buscarle y hacerse agradable ante sus ojos»[13]. Pero aun así, las consecuencias de esa interpretación eran realmente desastrosas, ya que incitaba a pensar que se había hecho todo lo que se había podido para obligar a Dios a conferir su gracia. El hombre volvía a ocupar el primer plano con sus obras y Dios aparecía como un acreedor o deudor suyo.

Pero en el terreno en el que nos movemos no existe, ni puede existir, una conexión íntima entre las obras del hombre y la gracia, ya que el don de Dios rebasa cualquier preparación del hombre. Lo que hace el hombre, lo realiza ya bajo el influjo de la gracia. Si no fuera así, la primacía de la gracia y su gratuidad desaparecerían para siempre. ¿Podría el hombre ponerse en camino, si el Camino no hubiera salido ya en busca de él? ¿Podremos olvidar jamás que la gracia precede y acompaña al hombre a lo largo de toda su vida?

Santo Tomás fue el máximo exponente de la gracia de toda esa época. Él recogió la doctrina de los santos padres orientales y de san Agustín y, con sus aportaciones, hizo una síntesis muy poderosa. ¿Qué es el hombre?, ¿de dónde viene?, ¿hacia dónde va?, ¿cuál es su origen y su fin? Su punto de partida fue muy sencillo. El hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, es una criatura llamada a la comunión con él. Sin embargo, Dios está más allá de todas sus posibilidades. El hombre no puede alcanzarle con sus propias fuerzas. Nadie puede llegar a la comunión con Dios, si no es por don y por gracia. Por eso, necesita de un auxilio proporcionado, que le eleve por encima de su condición de criatura y le dé la posibilidad de realizar el bien al que está llamado. Pues bien, ese auxilio es la gracia. El pecado original, en efecto, no cambió para nada la vocación sobrenatural a la que el hombre fue llamado desde el principio. Pero el hombre caído es un ser herido, en el que la gracia tiene que producir un efecto sanador (gracia sanante) y, al mismo tiempo, ha de concederle aquellas fuerzas de las que su naturaleza se vio privada por el pecado, es decir, que debe ser elevado por encima de sí mismo (gracia elevante). Cuando el amor de Dios cae sobre sus criaturas las trasforma por entero. Dios no nos ama porque seamos buenos, sino que nos hace buenos porque nos ama. La gracia es la que nos capacita para poder vivir una vida de hijos. Por tanto, sin el auxilio divino es imposible que el hombre pueda hacer algo que sea agradable a Dios. La gracia es algo que la naturaleza humana no puede merecer, ganar ni alcanzar, sino que tiene que recibir.

Pero santo Tomás dio un paso más y comenzó a hablar de la gracia como algo creado en el hombre: «Cuando decimos que el hombre posee la gracia afirmamos que en él hay algo sobrenatural que proviene de Dios. El amor le lleva a darse a la criatura, de donde se sigue que hay en ella una realidad creada sobrenatural». Gracias a ella el hombre es trasformado y se sitúa, por decirlo de algún modo, a nivel de Dios. Para santo Tomás la gracia es una realidad en el hombre, un don creado que permite a la criatura racional entrar en relaciones amistosas con el Señor. Pero esa gracia creada no puede ser una sustancia, «porque si lo fuera, el hombre sería convertido en Dios»; por tanto, debe ser una cualidad, o sea, una realidad accidental, algo que afecta al hombre y le cambia, pero sin convertirlo en un sujeto distinto del que era antes. Santo Tomás construyó una teología de la gracia creada, aunque nunca perdió de vista el aspecto más seductor de la gracia, como amor y benevolencia de Dios para con el hombre[14].

Pero ahí se abría, a mi juicio, un camino lleno de peligros, que la teología nunca ha sabido evitar. De esa manera, la gracia quedaba desligada de un contacto de inmediatez con Dios, comenzaba a tener una vida propia y a ser como una especie de capital que el hombre podía aumentar con sus buenas obras, o disminuir o perder con su pecado. Tal vez los teólogos no llegaran nunca a una conclusión tan explícita, pero la realidad es que los predicadores y los fieles cristianos tuvieron una noción bastante vulgar de lo que era la gracia, insistiendo, sobre todo, en lo que el hombre debía de hacer para hacerse agradable a los ojos de Dios. El semipelagianismo seguía flotando en el ambiente. Estaba condenado por la Iglesia, pero invadía su vida casi por entero.

 

4. Crisis a la vista

La gracia, tal como era explicada por los teólogos, proclamada por los predicadores y vivida por el pueblo cristiano era considerada como una realidad creada, como algo apegado o adherido al alma del hombre y, por tanto, como algo que él podía manejar y administrar. Por ahí podría haber caminado la teología de la gracia si no se hubiera producido una reacción violenta por parte de un fraile agustino, llamado Martín Lutero.

Pero para comprender perfectamente su reacción y la nueva impostación que dio a la teología de la gracia es preciso tener en cuenta el medio ambiente en el que surgió su protesta.

El verbo justificar y el sustantivo justificación aparecen con una cierta frecuencia en las cartas atribuidas a san Pablo. Son dos términos decisivos para comprender la teología de la gracia, aunque resultan bastante extraños para la mayoría de los fieles cristianos, ya que apenas son utilizados en el lenguaje de la vida de cada día. Por eso no tienen una resonancia especial ni remueven las fibras más íntimas de nuestro corazón. De una manera u otra, nos suenan a protestantismo y nos hacen remontar a disputas de teólogos. Pero si damos una ojeada al Diccionario de la Real Academia Española podemos encontrar ya una descripción del significado fundamental de esas palabras. Justificar significa «hacer Dios justo a uno dándole la gracia». Esa es la primera acepción que el verbo tiene y la que más directamente nos afecta a nosotros. Justificación, por su parte, es la «acción y el efecto de justificar o justificarse». Eso es lo que tenemos entre manos: «La santificación del hombre por medio de la gracia». Esos son los términos claves en la teología de la gracia.

El verbo justificar procede de la yuxtaposición de dos palabras latinas, iustum facere, es decir, «hacer justo y amable a alguien a los ojos de Dios». El hombre de todos los tiempos no ha cesado de preguntarse: ¿Cómo podré hacerme agradable a los ojos de Dios? ¿Cómo podré conseguir que me mire, que me sea benévolo y que esté de mi parte? ¿Cómo alcanzar su favor y su amor? Y la respuesta a esos interrogantes ha sido siempre la misma: hacer lo que él quiere, cumplir su voluntad, observar sus mandamientos. Para conseguir el agrado de Dios el hombre tiene que hacer lo que a él le complace. Por tanto, el hombre sólo hallaría gracia a los ojos de Dios, es decir, sólo sería justificado por medio de sus esfuerzos y de sus obras. La raíz y la causa de la justificación estarían en el hombre y no en Dios.

Pero si eso fuera así, se destruiría por completo la gratuidad de la acción de Dios. Ya no sería el Señor el que amara gratuitamente al hombre, sino el hombre el que conseguiría su favor por medio de sus buenas obras. La gracia ya no sería favor, regalo, don gratuito, sino conquista y mérito del hombre. Asimismo, el concepto de Dios quedaría completamente afectado por esa manera de concebir su relación con el hombre. El Dios del amor y de la gracia dejaría paso al Dios justiciero y exigente, que manda y ordena, que impone su ley y espera que el hombre la cumpla hasta en sus más mínimos detalles porque, de lo contrario, su vara castigadora caería sobre él. La gracia se convertiría en algo negociable y canjeable: «Cambio obras por gracia, obras por justificación, obras por vida eterna». El hombre se convertiría en el protagonista de su salvación, con lo cual la obra redentora de Jesús quedaría reducida a la nada. Las relaciones de Dios con el hombre ya no serían filiales, es decir, de Padre a hijo, sino de justicia, es decir, de señor a siervo: «Te doy para que me des, te sirvo pero tienes que pagarme». Así, todo quedaba desvirtuado. Se diría que ya no era Dios el que se rebajaba hacia el hombre, sino el hombre el que se elevaba hasta Dios; su amor ya no era gratuito, eterno e infinito, sino merecido y debido; ya no era Jesús el que había redimido y salvado al hombre, sino el hombre el que conseguía la vida eterna a base de sus esfuerzos y de sus obras... Así quedaban reducidos a la nada aquellos principios innegociables de los que hablamos desde el principio.

Eso es lo que se ha vivido en el cristianismo a lo largo de muchos siglos de su historia. Los teólogos, es verdad, nunca olvidaron que Dios era la gracia increada, pero en la vida de cada día la única que aparecía era la gracia creada, la que el hombre podía manejar a su gusto, con la cual podía comprar a Dios. Ese fue el trasfondo que dio lugar a la protesta airada de Lutero, que revolucionó por entero la doctrina de la gracia.

5. La Reforma protestante

Cuando Lutero era todavía agustino ya escribió contra la doctrina de la gracia en la cual él había sido formado. Y día tras día constataba que la teología de su época provocaba en él «una indignación incontenida», como si conseguir la perfección y la salvación fuera una cuestión de obras y de esfuerzos del hombre, dejando caer prácticamente en el olvido la gracia y la fe.

«¿Cómo me mira Dios? ¿Qué hacer para ser dignos de su amor?», se preguntaba Lutero. Ese fue uno de sus tormentos. Él lo intentó con todas sus fuerzas y sólo se encontró con su angustia. Lo que hizo para liberarse del pecado sólo logró convencerle de su impotencia para salvarse. No le quedó más camino que el de la gracia y el de la misericordia del Señor. Al hilo de una lectura detenida de la Carta a los romanos comprendió, por una especie de iluminación interior, «que el hombre pecador no podía salvarse ni por sus obras ni por sus esfuerzos, sino por pura gracia». Las obras del hombre no podían conseguir un fin que no estaba su alcance. Sólo la fe podía introducirle en ese terreno misterioso de la justificación, es decir, de hallar gracia a los ojos de Dios. Desde entonces dejó de sentirse aterrado por la incapacidad de merecer la salvación y encontró la paz[15].

Según Lutero la naturaleza humana estaba totalmente corrompida por la caída y el pecado original, de tal manera que el hombre no podía hacer nada para justificarse, es decir, para hacerse justo, amable y agradable a los ojos de Dios. Por eso, no le quedó más remedio que aceptar la gratuidad absoluta de su acción. El Señor debería condenarnos porque somos pecadores, pero, por pura misericordia, se ha dignado cubrir nuestro pecado con la sangre de su Hijo. Por tanto, el hombre no es justificado ni por sus obras ni por cualquier clase de méritos, sino exclusivamente por la fe en Jesús. En la justificación por la fe vio «el artículo con el que se mantiene o cae la Iglesia». Para él era como el tema central de la teología. Sólo gracias a los méritos de Jesús le llega al hombre una justicia ajena, que él no ha ganado ni merecido, es decir, que no ha podido conseguir con sus esfuerzos, obras o méritos; una justicia imputada desde el exterior, es decir, que no ha procedido de su propia iniciativa; una justicia forense o jurídica, como si Dios, juez supremo, no considerara ya sus pecados y los hubiera cubierto con el manto de los méritos de Cristo. Por tanto, el hombre no tuvo arte ni parte en su justificación, sino que le fue concedida por pura gracia. Por eso, en la misma medida en que el hombre tratara de salvarse por sus propias obras, oscurecería por entero la gloria del Redentor.

Así resolvió la tensión que existía entre gracia creada y gracia increada. Para él no tenía sentido hablar de una gracia creada, porque la justicia del cristiano dependía sólo del favor divino y no de los esfuerzos del hombre. Así dejó al descubierto lo que él llamó la idolatría de las obras y de los méritos, de lo que tanto se hablaba en la predicación de su tiempo. Con ello provocó una revolución que apenas podemos imaginar. Porque «si en el catolicismo había

desaparecido prácticamente la gratuidad a favor de las obras, en el protestantismo desaparecieron las obras a favor de la gratuidad». Así puso el dedo en una llaga sangrante que estaba abierta en el seno de la Iglesia[16].

Lutero rompió con la postura tradicional de la Iglesia. La raíz y la causa de la justificación no estaban en el hombre, sino en Dios. Los términos fueron invertidos por completo. No es el hombre el que consigue hacerse amable y agradable a los ojos de Dios por sus obras, sino Dios quien le hace agradable y amable por pura gracia.

Lutero diagnosticó con claridad dónde estaba el cáncer que corroía la teología de la gracia, tal como era explicada por los teólogos, proclamada por los predicadores y vivida por el pueblo cristiano, pero no encontró remedio para su mal. Con su explicación de la justificación lavó, por decirlo de algún modo, la cara del hombre, pero por dentro le dejó tan sucio como antes; pintó la fachada del edificio, pero le dejó tan ruinoso como estaba.

Pero, ¿sostuvo Lutero una justificación forense, es decir, puramente extrínseca? Si hubiera sido así, su doctrina se habría quedado a menos de la mitad del camino. Porque si se tratara sólo de una justificación extrínseca, sin ninguna incidencia en su corazón, hubiera dejado al hombre en un vacío casi infinito. Habría puesto en evidencia la gratuidad absoluta de la acción de Dios, pero el hombre seguiría viviendo en una penuria casi absoluta. Si el hombre no era afectado por la presencia de la gracia, ¿cómo podría vivir una vida nueva?

La cuestión divide todavía hoy a los estudiosos, no sólo a los católicos, sino también a los mismos luteranos. Pero va ganado terreno la idea de que, pese a la radicalidad de algunas de sus expresiones, Lutero no sostuvo la interpretación puramente extrínseca que los comentaristas católicos le han atribuido en todo momento. Porque no sólo habló de la justificación, sino también de la santificación, y en ella quedaban incluidos los rasgos de una regeneración del hombre, merced al don del Espíritu. Lutero se negó a ver en las obras del hombre el más mínimo valor en orden a la justificación, pero nunca rechazó que el cristiano debiera actuar de acuerdo con su fe. «No rechazamos totalmente las buenas obras, dijo, más bien las sostenemos y enseñamos». Las obras eran «la garantía de la autenticidad de una fe que nunca está sola».

Sin embargo, me quedan algunas cosas oscuras. Si cinco siglos después, tanto los teólogos católicos como los protestantes siguen discutiendo si sostuvo sólo una justificación forense o extrínseca es porque su pensamiento no está muy claro. Lo que está claro, por el contrario, es que el aspecto negativo de la justificación fue puesto en evidencia, mientras que el aspecto de la santificación quedó relegado casi a la penumbra. Lutero no supo o no quiso hacer una síntesis satisfactoria entre la justificación puramente exterior y el efecto santificador de la gracia, de otro modo los padres del concilio de Trento no hubieran necesitado hacer un gran Decreto para subsanar todas las lagunas que aparecen en su exposición. Pero con ello introducía una contradicción en su mismo pensamiento. Porque para él, la palabra de Dios es siempre eficaz: dice y hace, anuncia y realiza. Entonces, ¿cómo podía ser posible que Dios declarara no culpable al hombre y que al mismo tiempo no le hiciera santo y agradable a sus ojos? ¿Cómo podía dejarle en un estado de miseria tan terrible? Una declaración de justicia por parte de Dios no podía quedar sólo en algo externo y jurídico, sino que tenía que ser eficaz, es decir, envolver al hombre por entero en un manto de amor y de gracia. Sería inconcebible que Dios declarara al hombre como no culpable y que le dejara totalmente desvalido por dentro.

Pero hay que reconocer a Lutero el mérito innegable de haber puesto el dedo en la llaga sangrante de la teología de la gracia, que no marchaba por buen camino. Fue un aldabonazo que resonó en la Iglesia, urgiendo a todos a volver los ojos hacia la absoluta gratuidad de la acción de Dios, denunciando «la idolatría de las obras» y cualquier intento del hombre por tratar de hacerse agradable a sus ojos y conseguir su salvación por medio de sus propias obras.

6. El concilio de Trento

La doctrina de Lutero, tal como fue comprendida por los teólogos católicos de aquel momento, suscitó muchos interrogantes. ¿Producía algún efecto la gracia en el hombre? Si era una justicia ajena e imputada, ¿sucedía algo en su interior? ¿Le afectaba en algo o le dejaba tal como estaba antes de la justificación? Los teólogos católicos le acusaron de entender la gracia de una forma puramente externa y extrínseca, que no implicaría ninguna trasformación del alma ni cambiaría la realidad pecadora del hombre.

 

La reacción contra Lutero se produjo de una manera muy particular en el concilio de Trento, inaugurado el día 13 de diciembre de 1545. Pero resulta muy extraño constatar que en el Decreto sobre la justificación (Sesión VI, que consta de 16 capítulos expositivos y 33 cánones.) no se hiciera ninguna mención de los reformadores. Sin embargo, la síntesis que en él se hizo sobre la doctrina de la justificación fue realmente buena, sobre todo si tenemos en cuenta que el tema nunca había sido planteado en esos términos en la teología de los siglos anteriores y que, por tanto, los teólogos no tenían muchos elementos de referencia, ya que todo era muy novedoso[17].

La idea fundamental expuesta en el concilio fue muy clara: «La justificación es una obra divina». Sólo Dios puede elevar y regenerar al hombre, hacerle agradable a sus ojos y darle la gracia de una nueva vida. La naturaleza humana es impotente para producir, merecer o ganar la vida divina. Sin embargo, el concilio expresó que el hombre debía colaborar con el Señor. La oposición al pelagianismo era total, pero al mismo tiempo afirmaba, contra el protestantismo, la necesidad de la libre cooperación.

Pero, además, el concilio enseñó que la justificación no es sólo la remisión de los pecados, sino también una verdadera santificación y una renovación interior del hombre por la recepción de la gracia y de los dones. Por tanto, no sólo somos considerados justos, sino que lo somos verdaderamente. Así, el concilio ponía en evidencia el carácter intrínseco de la justificación, superando de punta a cabo la justificación forense o extrínseca propuesta por Lutero. La sentencia divina que justificaba al hombre y le hacía agradable a sus ojos no era sólo declarativa, es decir, que no sólo le declaraba como no culpable, sino que era eficaz, es decir, que le llenaba de su amor y de su vida. Dios no podía limitarse a cerrar los ojos sobre su pecado, como si no hubiera pasado nada, sino que le rehacía por entero. La justificación era «como un paso de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, del pecado a la gracia, del no ser al ser». La muerte del hombre viejo llevaba consigo el nacimiento de un hombre nuevo. Por eso, la propiedad más llamativa de la justificación era su gratuidad. Somos justificados gratuitamente.

Pero el hombre no es algo pasivo, sino que tiene capacidad para responder a la acción de Dios. Por eso, puede asentir y cooperar con la gracia que le solicita y le urge en su interior. Dicho con otras palabras, la justificación es una acción de Dios, pero esa acción se da en el hombre, nunca fuera o al margen de él: «Soy yo quien ha sido reconciliado con Dios, mi pecado ha sido perdonado, mi muerte ha sido vencida, mi resurrección ya ha sido inaugurada». Pero algo ha pasado que lo ha trastocado todo y nos ha sumergido en un mundo de gracia y de vida.

Pero muchos teólogos hacen notar que el concilio de Trento no tuvo en cuenta lo que estaba verdaderamente en debate, a saber, la relación entre gracia increada y gracia creada. Porque ahí estaba en gran parte el corazón de la cuestión. En ese sentido, el concilio no dio una respuesta adecuada a las objeciones más profundas que había planteado la Reforma. Los padres conciliares no compartían el temor de los reformadores, que denunciaban «la reaparición del fariseísmo en el seno de la Iglesia», sino que temían, por el contrario, «que la doctrina de la Reforma sobre la justificación debilitara el esfuerzo moral entre los cristianos»[18].

7. Los teólogos posteriores a Trento

Los teólogos posteriores a Trento tampoco prestaron una atención especial al problema fundamental que planteó la Reforma protestante. Se dieron por satisfechos con fundamentar la existencia de la gracia creada, sin apenas poner sus ojos en la inhabitación viviente de la Trinidad en el hombre, que es lo que constituye el corazón de la cuestión. A juicio de los teólogos de nuestros días el tratado sobre la gracia ha sido uno de los menos satisfactorios de toda la teología. Tal como era expuesta en las clases y en los manuales que estudiaban los que se preparaban para el sacerdocio, se vio reducida a un capítulo breve y poco atractivo. Muchos teólogos estaban convencidos de que, «cuanto más atacaban los protestantes la gracia creada, más debían fijar su atención en ella». No faltaron teólogos que se expresaron contra esa postura general, pero no fueron muchos. Por eso, los teólogos protestantes no han cesado de acusar a la Iglesia católica de que el tema de la justificación no haya sido aceptado como «el artículo con el que se mantiene o cae la Iglesia».

Pero la noción de gracia creada se quedó tan grabada en el corazón de los predicadores y del pueblo fiel, que la mayoría la entendieron como algo que tenía consistencia en sí misma. Desde el momento en que era conferida al hombre se convertía, por decirlo de algún modo, en una posesión suya, en una especie de capital que podía ser almacenado y producir intereses abundantes para conseguir la vida eterna. La pastoral y la vida de la Iglesia no marcharon por caminos de gratuidad. Todo lo que sonaba a gratuito, resonaba a protestantismo. La adquisición de la perfección y de la salvación se convirtió en un asunto de esfuerzos y de obras: los que obraban el bien se salvaban, los malos se condenaban. El reino de Dios era para los esforzados, es decir, para los que podían presentarse ante Dios con un capital aceptable de obras buenas. La gracia fue convertida en un negocio de compraventa: «Gracia y vida eterna, a cambio de un puñado de buenas obras». La gratuidad quedó comprometida por entero. Hasta ahí llegó la incomprensión de la gracia por parte de los hombres.

8. La controversia de «auxiliis»

Pero la reflexión sobre la gracia siguió adelante. Entre los años 1582-1607 se produjo una gran controversia entre dominicos y jesuitas, que ha sido conocida como la controversia de auxiliis. En ella se puso en evidencia «el esfuerzo por conciliar la acción de la gracia de Dios con la libertad humana». Los dos grupos de teólogos estaban de acuerdo en el punto de partida: «Por una parte, que la gracia es un beneficio especial de Dios anterior al acto libre del hombre y, por otra, que el acto virtuoso es libre, con libertad de elección, pues el hombre puede, si quiere, resistirla». Pero, ¿cómo conjugar esas dos realidades aparentemente tan distintas? Era el eterno problema: si ponemos en evidencia la gracia, ¿dónde queda la libertad?; si, por el contrario, ponemos en primer plano la libertad, ¿dónde queda la gracia? ¿Cómo entender o comprender que Dios nos dé la gracia y la salvación y que, al mismo tiempo, seamos libres? Si todo es gracia, ¿cómo puedo ser libre? Ese era, en realidad, el tema central de la controversia.

El dominico Báñez se situó de una parte, el jesuita Molina y sus discípulos de otra. Durante algunos años se enzarzaron en una disputa a la que no se veía fin. Los molinistas defendían el libre albedrío del hombre, pero, en el trasfondo, como dice Rondet, «había algo más que una tesis: era el enfoque de su propia espiritualidad jesuítica». Su exposición ponía en evidencia la responsabilidad del hombre en orden a la salvación. Los jesuitas hablaban, en efecto, de un concurso simultáneo, con lo que querían expresar que Dios y el hombre concurren a la vez en la producción de una obra, como en el caso de «un carro tirado por dos caballos». Eso quería decir que Dios no actuaba antes que el hombre o sobre el hombre, sino que las dos causas, Dios y el hombre, concurrían «a la vez» en la producción del mismo efecto, es decir, de la misma obra. Pero, entonces, ¿cómo salvar la iniciativa soberana de Dios y la eficacia de su gracia? En esa explicación quedaba a salvo la libertad humana, pero a costa de dejar en la penumbra la soberanía divina, porque, a fin de cuentas, sería el hombre el que, con su opción libre, terminaría haciendo eficaz o ineficaz la gracia de Dios.

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