Mujeres con poder en la historia de España

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De sor María, 25 de noviembre, 1661:

[…] con lágrimas y ternura me compadezco mucho de lo que V. M. padece. Suplícole, señor mío, carísimo, se anime y dilate en la consideración de que no hay mayor trabajo que el mal llevado y que a golpe de tribulaciones se labra la Corona del descanso eterno.

[…] Señor mío de mi alma, no hay duda si no que Dios está ofendido del pueblo porque hay muchos vicios y pecados que irritan a la justicia divina […] Señor mío, si en esta Corona hubiere enmienda, y se hiciere penitencia, los castigos severos que experimentamos se tornarían en misericordias, los rigores en beneficios, los azotes en regalos […] Mande V.M. expresamente a sus ministros que castiguen lo que los ricos y poderosos supeditan a los pobres, tomándoles y usurpándoles sus haciendas, que los ministros inferiores hagan justicia con igualdad y equidad; […] que el Gobierno de esta Corte tome buena forma [Acababa de fallecer don Luis de Haro, lo que dice la monja, es una alusión a que el rey no debe tomar nuevo valido. Ella siempre estuvo en contra del validado] y, por amor de Dios, que se moderen algunos tributos de los pobres, que me consta que han abandonado algunos lugares y que con pan de cebada y yerbas del campo se sustentan y se despechan mucho…

[…] Tantas mudanzas de monedas1 son dañosísimas, por que como es el tesoro de los hombres, que le granjean [que lo ganan] con el sudor de su rostro, le tienen muy asido, y se aíran [se enfadan] en tocándole en él, con que se inmutan o hay grandes peligros de que se inmuten [se rebelen].

La guerra de Portugal proseguía. El 6 de mayo de 1663, don Juan José de Austria llevaba al salir de Badajoz doce mil infantes, seis mil quinientos caballos, dieciocho cañones y tres morteros. Por Portugal, el conde de Peñaflor, don Sancho Manuel, tenía unas fuerzas análogas.

En un primer momento don Juan obtuvo una victoria y se pudo apoderar de Évora y Alcácer. El conde cambió su táctica y buscó una batalla campal, aun a riesgo de perderlo todo, don Juan no deseaba tal confrontación y empezó a retirarse pero fue perseguido por Sancho Manuel y al final hubo un encuentro que fue combate furioso entre ambos ejércitos. Allí luchó como uno más don Juan José de Austria y duró lo que la luz del día de esa fecha, 8 de mayo de 1663. Al día siguiente se hicieron cuentas de las bajas. De Portugal había cinco mil muertos, de España las bajas eran más de ocho mil entre muertos, heridos y prisioneros. En resumen: un gran triunfo para Portugal y una pérdida funesta para España.

Juan José de Austria fue el hijo bastardo más famoso de Felipe IV. Hijo del soberano y de la comediante María Calderón, nació en 1629 y falleció en 1679. Por un tiempo gozó de la confianza del monarca, pero la perdió por haberle insinuado un matrimonio entre él mismo y su hermana, por lo cual el rey no quiso verle más. A la muerte de don Felipe los españoles pusieron muchas esperanzas en la acción de Juan de Austria, pero la tarea que se impuso de ayudar a su hermano Carlos II fue superior a sus fuerzas y a sus capacidades.


Juan José de Austria. Anónimo madrileño del siglo XVII. Museo del Prado.

Pero lo peor estaba aún por llegar. En 1664 el resultado de las confrontaciones bélicas fue en su conjunto negativo para España y en 1665 se sostuvo la última campaña. Durante ella el marqués de Caracena, nuevo generalísimo de los ejércitos, fue derrotado en la batalla de Montes Claros. España perdió definitivamente Portugal y sus colonias. El rey, que había nacido en 1621, tenía ya cuarenta y cuatro años. No es que esta edad fuera excesiva, sino que estaba avejentado por los trabajos y disgustos y, seguramente, padecía alguna enfermedad venérea. Su salud hacía un año que había empezado a dar señales de un desenlace próximo. Tampoco la monja tenía la lozanía de antes.

Del rey. Madrid, 28 de mayo de 1664:

Por lo que estimo vuestras cartas y el consuelo que me causan he sentido la falta de ella, y más el que haya sido el motivo la poca salud con que habéis estado, como decís en la del 28 del pasado…

Estos días me ha maltratado un dolor de ijada [se refiere a un dolor renal, un cólico nefrítico] aunque no me veo obligado a hacer [guardar] cama de día; y a los 26 de este eché una piedra pequeña…

Hasta el 29 de enero de 1665 se le repitieron al rey los cólicos nefríticos y pasó algunas otras piedras, sor María, por su parte, espacia su correspondencia por no tener cumplida salud. A partir de enero de 1665 ya no hallamos correspondencia del rey a la monja, quizá es porque no sabía cómo justificar a esas alturas sus últimas aventuras amorosas.

Muchos bastardos tuvo el rey y desde muy pronto. En su mocedad tuvo un hijo del cual se ignora la identidad de la madre (los últimos estudios dicen que puede tratarse de una hija del conde de Chirel) y que llevó por nombre Francisco Fernando de Austria, nacido cuando el soberano estaba ya casado con su primera mujer, doña Isabel de Borbón. Murió el niño en la villa de Isasi a 12 de marzo de 1634, cuando apenas contaba ocho años. Cuando se supo su muerte unos días más tarde, se llevó su cuerpo al Escorial.

Otra hija tuvo, la cual generalmente no es mencionada por los autores. Se llamó Ana Margarita, tomó los hábitos a la edad de doce años como agustina en el convento de la Encarnación de Madrid. Esto era común entre las bastardas reales, pues se trataba de evitar la proliferación de personas de la real casa. Ingresándolas en un convento se les aseguraba una vida digna, incluso lujosa, y se evitaba que tuviesen hijos. Nuestra Ana Margarita falleció a los veintiséis años, siendo madre superiora de su convento.

Varias hijas solteras dejó Felipe IV a su muerte. Una se llamaba Margarita de Austria, la cual a la edad de seis años entró de religiosa en las Descalzas Reales y profesó a los dieciséis. En 1666 tomó el nombre de Margarita de la Cruz.

Una religiosa que profesó en las Agustinas de Madrigal se llamó Anne Marie Juana Ambrosia Vicenta, a la que suelen mencionar como hija de Felipe IV. Sin embargo, la interesada declaró el día de su profesión que era «hija del serenísimo señor D. Juan Joseph de Austria, hijo de nuestro señor D. Phelipe IV». Es decir, fue nieta, que no hija, de don Felipe.

Hija del soberano fue Catalina, que murió religiosa en Bruselas en donde falleció a los cincuenta y tres años en 1714.

En la obra Soberanos del Mundo se mencionan otros hijos de Felipe IV: don Alfonso, que profesó en la Orden de Santo Domingo y que llegó a obispo de Málaga; don Carlos y don Fernando, que se apellidaron Valdés; otro se llamó don Alfonso Antonio de San Martín (llamado así porque don Juan de Sanmartín lo crio y aprohijó) y llegó a ser obispo de Oviedo y de Cuenca. Este fue hijo de una dama de la reina, llamada Thomasa Aldana. Otro, poco conocido, fue un segundo don Juan, a quien crio don Francisco Cosío, cuyo apellido tomó. También ingresó en la vida religiosa y fue famoso predicador.

Al parecer, don Francisco de Borja en su correspondencia enviaba noticias a la monja de Ágreda sobre estas y otras ligerezas del rey. Los originales que se copiaron hace unos cincuenta años por don Eduardo Royo, capellán de las concepcionistas de Ágreda, guardan siete cuadernos con particulares sobre el asunto que interesa al lector curioso. Los manuscritos primitivos se hallan en las Descalzas Reales.

Poco se puede hallar tocante a críticas que haga la monja de una manera directa al rey ni a sus otros corresponsales en relación con la vida disipada y los galanteos de S. M. De manera harto hiperbólica, le ruega al rey una y otra vez «conversión, arrepentimiento, enmienda», etc. El rey deseaba no caer en tales tentaciones, pero lo hacía demasiado a menudo. Hasta sus últimos días escribió con pesar la monja a su amigo don Francisco: «me han dicho que el Rey está con sus mocedades antiguas». De esta manera dice que se ha enterado de que el rey tenía nueva amante. Pero esta vez ya era demasiado tarde para rogar arrepentimiento o arreglo.

Enfermo de alma y de cuerpo, el rey hizo su testamento. Tenía el ánimo aniquilado porque veía el difícil porvenir del reino, con un hijo enclenque y poco inteligente y una madre inexperta y demasiado devota. Murió cristianamente el 17 de septiembre de 1665.

Los consejos y consuelos de sor María de Ágreda levantaron, más de una vez, las suspicacias de la Santa Inquisición, que veía con gran recelo la proliferación del misticismo femenino, por lo que la interrogó en 1650, y aunque no halló motivo de enjuiciamiento, siguió cuidadosamente la evolución de sus escritos y su propia vida.

Falleció la monja de Ágreda, nacida María Coronel, el 24 de mayo de 1665, apenas unos meses antes que su amigo el rey de todas las Españas, Felipe IV, cuya vida, alegrías y desdichas había seguido paso a paso desde hacía muchísimos años.

Aparte de su correspondencia con el rey, cosa que nos ha interesado hasta ahora, esta notable mujer fue una mística relevante y una escritora de gran mérito. De su pluma salió La mística ciudad de Dios. Defensora de la figura de María y del dogma de la Purísima Concepción, no vio su libro editado, pues se publicó después de su muerte. No se había hecho hasta entonces ningún intento de ahondar en la genealogía femenina de Cristo y los teólogos vieron con recelo su obra al tiempo que la obra, desde su publicación, gozó de fama inmediata entre el pueblo por sus reflexiones de tipo espiritual. Muy pronto su libro fue perseguido por la Inquisición, bástenos saber que la orden franciscana a la que pertenecía la monja de Ágreda al año de su muerte inició su proceso de beatificación, pero con La mística ciudad de Dios se había reanudado la polémica en torno al dogma de la Concepción y en 1681 la Iglesia incluyó su obra en el Índice de libros prohibidos por la Inquisición española y por ello a partir de entonces su proceso de beatificación se vio entorpecido. En 1695 el libro, tan apreciado por los devotos, fue prohibido por los teólogos de la Sorbona de París, aunque hay que decir que esto provocó que en la mayoría de las universidades católicas se desencadenase una ola de opiniones a favor de la obra de sor María de Jesús.

 

En todo caso, las cosas fueron de mal en peor y en el siglo XVIII, Benedicto XIV elaboró un documento en el que advertía a los papas del futuro sobre «el inconveniente de aprobar dicha obra» y para evitarlo promulgó un decreto de perpetuo silencio, con lo que la aprobación quedaba paralizada para siempre. Con ello también dejó de hablarse de una posible canonización de la mística.

Fue además una notabilísima escritora: de su pluma salió un gran número de nuevos términos lingüísticos, con lo que enriqueció el acervo común de todos los españoles de aquende y allende los océanos. En el siglo XVIII, mientras Benedicto condenaba su obra al silencio perpetuo, la Real Academia Española escogió La mística ciudad de Dios para documentar las voces del Diccionario de autoridades.


El papa Benedicto XIV, quien incluyó La mística ciudad de Dios en el Índice de libros prohibidos por la Inquisición española. Grabado original del siglo XVIII.

En cuanto a la discusión nunca resuelta de si fue o no una verdadera valida, dejaremos al lector que forme su propia opinión; ella no tenía ambiciones de poder, tal y como lo entendería una persona del mundo. Sí deseaba, en cambio, influir en el rey para realizar cambios morales y políticos. Nosotros nos contentamos con calificarla de cuasi valida o de valida en la sombra. Y en todo caso sirvió de soporte y apoyo a un rey afligido por sucesivas desgracias, por muertes y guerras, quiebras del Estado e insurrecciones, y además indeciso, tímido y pacato pero siempre deseoso de hacer lo mejor, al menos para su alma. Sin duda, ante ella, como ante un espejo, se permitía desnudar su alma: «tengo miedo… estoy afligido…», y olvidaba algunas veces su dignidad real por la que se sentía tan constreñido y obligado. Solo por eso la historia debe a la monja de Ágreda algún agradecimiento.

1 Una vez más alude a las continuas depreciaciones de la moneda, aunque el rey prometía que no se repetiría tal operación, se hizo hasta cuatro veces. Era la ruina de los particulares, de las ferias y del comercio. La pérdida de confianza en las finanzas del Estado y promesa segura de inflación en todos los órdenes.

Capítulo 3
Doña Anne Marie de la Trémouille. Princesa de los Ursinos. La mujer más inteligente de Europa

Esta influyente dama nació en París en 1642, hija primogénita de Louis de la Trémouille, duque de Noirmoutiers y de su esposa Renée Julie Aubery de Tilleport. A los diecisiete años, en 1659, se casó con Adrien Blaise de Talleyrand, príncipe de Chalais. En 1663 sostuvo este príncipe un oscuro duelo a resultas del cual sufrió persecución por la justicia de su país. Para evitar la prisión huyó de Francia, acompañado por su esposa, doña Anne Marie. El viaje los llevó primero a España y luego a Italia, a la ciudad de Venecia, donde falleció el príncipe de Chalais en 1670.

Una de las primeras pretensiones de Anne Marie de la Trémouille, mantenida con tenaz insistencia, fue alcanzar el título de princesa del Imperio, alegando su afecto por la casa de Austria y por España. Se sirvió para ello de su amistad e influencia con el cardenal Nithard, que a la sazón gozaba de un exilio dorado en Roma, el cual interesó en ella al embajador español en Viena, el marqués de los Balbases. Su petición no fue atendida y ella se vio desairada en sus pretensiones. Quizá de allí partió su interés por poner en España un rey que no fuese austriaco ni de la casa de Austria, de la que creía haber recibido gran humillación y menosprecio. Desde entonces su candidato para ocupar el trono de España sería siempre un francés.


Retrato de Marie de Rabutin-Chantals, marquesa de Sévigné. Claude Lefèbvre. Museo Carnavalet.

El marqués de San Simón, que conoció personalmente a Anne Marie de Trémouille hizo de ella el siguiente retrato en sus Memorias, tomo III:


Grabado en el que se representa al padre confesor Juan Everardo Nithard, valido de la reina regente doña Mariana de Austria

Era mujer más bien alta que baja, con ojos azules que decían lo que ella quería, torneada cintura, hermosa garganta, rostro encantador, aunque no bello, y aspecto noble. Tenía en su porte cierta majestad, y tanta gracia, que hasta en la cosa más insignificante, que nadie he visto que se pareciese ni en cuerpo ni en entendimiento. Agasajadora, cariñosa, comedida, agradable por solo el placer de agradar, y seductora hasta un punto que no era fácil resistir. Añadíase a esto cierto aire que al propio tiempo que anunciaba grandeza, atraía en vez de imponer; su conversación era inagotable, deliciosa y divertida, como quien ha visto muchos países y conocido muchos personajes; su tono de voz y manera de hablar, agradables y dulces. Había leído mucho y meditado bastante, y como había tratado tantas gentes, sabía recibir a toda clase de personas, por elevadas que fuesen… Como tenía mucha ambición, era también dispuesta a intrigas; pero una ambición elevada, muy superior a las de su sexo… etcétera.

Al quedar viuda en 1670, ingresó en un convento, parece ser que para buscar la paz y serenidad que necesitaba en aquellos momentos. En su retiro permaneció algunos años, no sabemos el momento exacto en que salió de él, pero lo cierto es que en 1675, recuperado ya su sosiego interior, abandonó la vida de encierro y se casó en segundas nupcias con un italiano de noble estirpe, Flavio de Orsini, cuyo apellido llevaría el resto de su vida.

A partir de esta boda los salones de Flavio Orsini, duque de Bracciano, empezaron a brillar con luz propia. La vida intelectual que la nueva duquesa insufló a esa vieja casa se hizo notable en toda Roma. Era, sin duda, el centro de la influencia francesa en Italia; las simpatías de Anne Marie terminaron por enemistarla con su esposo que defendía al papa en sus disputas contra Luis XIV, mientras que ella patrocinaba al rey de Francia. Quizá por este motivo la duquesa de Bracciano viajó a París en 1677, lugar en el que permaneció durante un año.

Al recuperar a la princesa de Orsini, Luis XIV recobró un súbdito temible como enemigo y formidable como amigo y aliado; ella, pensaba Louis XVI, le habría de ser útil en sus ulteriores planes. Anne Marie volvió a Roma en 1678, con la intención de inclinar el favor del pontífice hacia su causa. Eran momentos cruciales, pasaba el tiempo y en España el rey don Carlos II no lograba sucesión, y el inmenso Imperio español estaba en almoneda disputándose la posesión de sus potencias europeas.

En 1698 falleció el segundo esposo de Anne Marie. A la muerte de su marido, la princesa de Orsini no recibió otra herencia más que el palacio Pasquín en Roma, pero ya entonces recibía de Francia una pensión como agente político, pensión que le permitía llevar una vida, si no fastuosa, al menos notable, y sus salones eran más concurridos que los de la embajada francesa. En Roma trabó amistad con el cardenal Portocarrero, al que hizo entrever las grandes ventajas que, según ella, se derivarían de apoyar la causa de Francia en el asunto de la sucesión española.

Toda Roma se disputaba el honor de acceder a sus salones y tertulias. Viuda, hermosa y sin hijos, Anne Marie logró con su talento y encantos captar la admiración y simpatía de destacados personajes políticos. En sus saraos y veladas, decía ella, había más hombres de todas las naciones que en las recepciones de embajadores y cardenales, con la ventaja de que, libres de las ataduras del protocolo y de la actitud grave y circunspecta de esas reuniones, se expresaban con mayor libertad, sin que la expansión familiar fuera coartada por el temor o la rivalidad. En esas conversaciones distendidas ella sondeaba el sentir de los poderosos y de sus amos, las potencias europeas.


Flavio Orsini, esposo de Anne Marie de la Trémouille

Los días del hechizado Carlos II llegaron a su fin. Una cláusula en el testamento de don Carlos llamaba al duque de Anjou, nieto de Luis XIV, al trono de España. El joven Felipe, de diecisiete años, se hallaba aún soltero y era cuestión de Estado buscarle una esposa que sería no solo duquesa de Anjou, sino reina de España. Parecía que la candidata ideal sería una hija del emperador Leopoldo I de Alemania. Quizá así se podría sellar una paz entre Alemania, Francia y España. Pero el emperador no deseaba que su hija fuese reina consorte en España; deseaba, bien al contrario, que su hijo Carlos disputase por las armas el trono para la casa de Austria.

Aprovechando esta circunstancia, la princesa de Orsini también trabajó activamente cuando se trató de buscar una esposa para Felipe V a fin de que la elección recayese en María Luisa Gabriela de Saboya, lo que excluyó no solo a la archiduquesa de Austria, sino también a la viuda de Carlos II, que figuraba como posible esposa de don Felipe. Luis XIV había casado a su sobrina, la princesa Anne Marie de Orleans, con el duque Víctor Amadeo II de Saboya, y más tarde a su nieto mayor, primogénito del Gran Delfín, Louis, duque de Borgoña, con María Adelaida, la hija mayor de Anne Marie y Víctor Amadeo. Tenían estos duques otra hija, y la princesa de Orsini hizo ver a Luis XIV la conveniencia de reforzar los lazos con esta rama de la familia. La elegida fue la segunda hija de los de Saboya, María Luisa Gabriela, nacida el 17 de septiembre de 1688. Era casi una niña, pues solo tenía doce años cumplidos. Aceptó el rey francés la sugerencia de la princesa de Orsini y una vez que su candidata fue la elegida, Anne Marie de la Trémouille se sintió con suficientes títulos y merecimientos para demandar el puesto de camarera mayor de la nueva reina, y así lo hizo con suma habilidad.


Efigie de don Felipe V

Se sirvió de la influencia que ejercía sobre Luis XIV su amiga íntima, la famosa madame de Maintenon y de ella se valió hábilmente para venir a España acompañando a la joven reina en calidad de camarera mayor. Pero no solo contó con el apoyo de madame de Maintenon, sino también con el de la duquesa de Noailles y del cardenal Portocarrero, que aunaron sus esfuerzos para influir en el ánimo de Luis XIV. Este se oponía a ese proyecto dada su política de preferir a los españoles para el desempeño de los cargos públicos, pero el cardenal alegó ante Luis XIV que ella, la de Orsini, «no tenía ningún hijo, ni apoyo ni familia en España y por lo tanto no trabajaría más que para la reina, y no intentaría jamás lo que podría hacer una española instigada por sus parientes. Era […] perfecta para la alta misión de formar y conducir a una reina».


Retrato del cardenal Luis Manuel Fernández Portocarrero. Pintado por Juan Carreño de Miranda.

Seguramente los argumentos de Portocarrero terminaron por convencer al rey francés (si no estaba ya convencido), pues en 1701, la princesa de Orsini fue a España acompañando a María Luisa Gabriela como su camarera mayor. Pero el nombramiento de la princesa lo hizo Luis XIV sin el beneplácito o conocimiento de la joven reina, lo cual produjo a esta un gran disgusto, no porque le fuese desagradable la camarera, sino porque se sentía ultrajada en su dignidad de soberana. Por ello doña Anne Marie hubo de poner en juego todos sus innegables encantos y simpatía para ganarse a la adolescente esposa del rey de España.

 

Se habían casado los monarcas por poderes. El 8 de mayo de 1701, don Felipe fue jurado solemnemente rey en la iglesia madrileña de San Jerónimo el Real y ese mismo día se hizo público el compromiso entre él y María Luisa Gabriela. El 23 de agosto, se firmó el contrato matrimonial y el 11 de septiembre, seis días antes de que la joven cumpliese trece años, se celebró por poderes la boda en la Basílica de la Sábana Santa de Turín. Representaba al rey de España el príncipe de Saboya-Cargnan, tío de la novia. Al día siguiente salió la reina hacia España acompañada, entre otros, de su flamante camarera mayor.

En la última parte del viaje, se estropeó el tiempo y la nueva reina no pudo entrar en España por Barcelona como se había programado en un principio, sino que hubo de abandonar en Marsella los barcos en que venía con su comitiva. Y no solo a los barcos, sino también a los acompañantes. Luis XIV había dispuesto que al llegar a la frontera fuese despedida toda la comitiva de piamonteses, lo que se llevó a cabo con gran pesadumbre por parte de la soberana. Esta determinación la había tomado Luis XIV por miedo a la doblez y ambición del duque de Saboya y al influjo que los personajes saboyanos podrían ejercer sobre María Luisa Gabriela. Le quedó como única conocida en su compañía la de su camarera mayor, que actuaba también de aya, y la escolta.

Felipe V, que había acudido a Cataluña al encuentro de su joven esposa, se dirigió al punto en que sabía había de entrar en el reino. Ya desde ese momento tenemos testimonios del quehacer de la princesa de los Ursinos. Un folleto que se imprimió para relatar la entrada de la reina dice así:

El rey, Felipe V, que había llegado la víspera a Figueras, quiso salir a recibir a su esposa con el deseo de conocerla sin ser de ella conocido, y vistiendo un sencillo traje de caballero montó a caballo y fue al encuentro del coche real, que halló cerca de la Junquera. Acercóse al carruaje, y fue escoltándole, departiendo con la reina y con la princesa de los Ursinos, hasta llegar cerca de Figueras, en cuyo punto se separó de ellas, altamente prendado de la que venía a ser su esposa.

Es de suponer que en su charla en realidad el rey hablaría con la princesa de Orsini y a través de ella con su reina, pues los nuevos reyes no dominaban más que sus respectivos idiomas: ella italiano y él francés, y no podían sostener una mínima conversación en un idioma que ambos conocieran, por lo que deducimos que doña Anne Marie de la Trémouille actuó de intérprete en este primer encuentro entre los jóvenes, a partir del cual se sabe que quedaron prendados el uno del otro. Su amor debió de haber sido verdadero, pues les duró toda la vida.

Cuando a la joven se le pasó el disgusto que tenía por no haber sido consultada en el asunto del nombramiento de la camarera, hizo a esta depositaria de su confianza, igual que el rey. Fue siempre grande la influencia de madame de la Trémouille sobre ellos, pero en honor a la verdad hay que decir que se esforzó en todo momento por servirles fielmente. De su acción en el Gobierno, los historiadores están de acuerdo en que el rey Luis XIV falló si creía que la princesa de los Ursinos sería una correa de transmisión de sus consignas en cuanto a la política que en España habrían de realizar los reyes, pues ella les fue siempre leal y por ello se vio recompensada con la confianza de los reales esposos y el cariño del pueblo. Con razón pudo escribir que antes perdería la vida que dar un consejo a los reyes que no redundase en su gloria.

A pesar de su gran influencia, que era un verdadero valimiento, Anne Marie de Trémouille trató de pasar desapercibida, como si no fuese ella la que dictaba en muchas ocasiones las decisiones que, nominalmente, eran de la reina. Así lo refleja en las cartas que dirigía a madame de Maintenon y a la mariscala de Nouilles, tan bien escritas que dan derecho a su autora a un puesto distinguido entre las excelentes cultivadoras del género epistolar.

La actitud de la princesa de los Ursinos y su prudencia contribuyeron indudablemente a la transformación política y social que produjo en España el cambio de dinastía, por un proceso naturalmente lento. A esta transformación contribuyeron también D’Amelot y Macanz, hombres de ley, y Berwick y D’Asfel, generales y enemigos de consejos y juntas.

Una de las primeras decisiones que tomaron conjuntamente la reina y la princesa, a la que los españoles siempre llamaron «de los Ursinos», fue reformar las costumbres interiores de palacio. Para ello prohibieron los galanteos de las damas y camaristas, que estaban tan admitidos y que en los reinados anteriores habían dado motivo a muchas murmuraciones y descrédito. Desde que ambas llegaron, dicen las crónicas que «hicieron del regio alcázar una casa de virtud».

Las noticias que se recibían de Italia, por donde la guerra de sucesión había comenzado el mismo año 1701, eligieron a Felipe V para embarcar en Barcelona hacia Nápoles, el 8 de abril de 1702. Iba a jurar los fueros de Nápoles y de Sicilia y a tomar el mando de aquellos ejércitos. Después de algunas vacilaciones, decidió que su esposa, la reina, quedase en España como gobernadora y lugarteniente general. Valientemente, María Luisa Gabriela, a pesar de sus pocos años, aceptó la separación de su marido y la dura misión que se le confiaba con un sentido del deber que en todos causó admiración. Durante doce años, de 1702 a 1714, la reina gobernadora demostró una capacidad y una firmeza excepcionales, y todos los tratadistas están de acuerdo en que en su Gobierno se vio apoyada por una de las mujeres más inteligentes de Europa, la princesa de los Ursinos.

Anne Marie de la Trémouille principalmente tuvo a su cargo todos los asuntos relacionados con Francia, cuya actitud hacia España en esos momentos era esencial, para lo cual la princesa mantenía viva correspondencia con Luis XIV y con el marqués de Torcy (secretario de negocios extranjeros del rey francés), así como con madame de Maintenon y la duquesa de Borgoña (hermana de Luisa Gabriela, casada con el delfín). Tanto la de Maintenon como la de Borgoña, en la práctica, compartían el Secretariado de Asuntos Extranjeros con Torcy, y es curioso el constatar que durante unos años los asuntos importantes de Europa se dilucidaron, en gran parte, entre mujeres, en cuyas manos estaban, más o menos disimuladas, las riendas del poder.

En teoría, asistían a la reina gobernadora el cardenal Portocarrero, don Manuel Arias (arzobispo elector de Sevilla), el duque de Montalto, el marqués de Mancera (presidente del Consejo de Aragón y de Italia), el marqués de Villafranca (mayordomo mayor), el conde de Monterrey y don Manuel de Vadillo y Velasco, como secretario. Pero la reina María Luisa Gabriela y la princesa de los Ursinos fueron en realidad las que gobernaron, lo mismo que a la vuelta de Felipe V. Durante la ausencia de don Felipe, la princesa tomó sobre sí la responsabilidad del Ministerio de Hacienda y Guerra, con la anuencia de la reina.

Los intentos de intervención de los franceses en el Gobierno de España herían el amor propio de los españoles. La resistencia a las reformas venía principalmente de los cuerpos administrativos y muy especialmente de los consejos, acostumbrados como estaban a tutelar el poder. También se había levantado una cierta oposición entre los grandes y el clero de Aragón y Cataluña. La princesa medió inteligentemente más de una vez, conteniendo unas veces el ímpetu sobradamente enérgico de Luis XIV o estimulando e impulsando a los ministros españoles.

En las horas difíciles de la guerra de sucesión, Anne Marie reanimó al monarca español, no solo abrazando resueltamente su causa, sino influyendo en Luis XIV para que enviase a España al duque de Vendôme, cuyo triunfo en Villaviciosa afirmó la corona en las sienes del nieto de Luis XIV.

Al regreso del rey Felipe V, la reina se condujo con la mayor discreción, pero no por ello dejó de asistir a las reuniones diarias de los consejeros ni de examinar y leer cuidadosamente cuantas consultas y papeles de gobierno le eran presentados. La corte se hallaba minada por las intrigas de tres grupos: el alemán o austríaco, el grupo ultrafrancés y el español. En cada uno de estos grupos militaban personalidades de primera importancia. La reina y la princesa de los Ursinos se mantuvieron alejadas de todos ellos, aunque se sirvieron de sus personalidades según su conveniencia. Coincidía la de los Ursinos con el cardenal Portocarrero (militante del grupo español), en la conveniencia de rebajar a la nobleza mediante la supresión de algunos cargos muy pomposos, como el de almirante de Castilla, tradicionalmente vinculado a la familia de los Enríquez, y el de condestable, que se trasmitía en el linaje de los Velasco, etc. La princesa se sirvió del cardenal para procurar su desvinculación de los cargos, pero luego procuró su caída explotando contra él la acusación de nepotismo, lo cual era bien cierto.

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