Mujeres con poder en la historia de España

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No perdió tiempo en comunicar todos estos sucesos a la monja de Ágreda. En Aragón habían jurado al príncipe Baltasar Carlos y ella le contestó al recibir la noticia: «Prospérala el Altísimo y la del príncipe Nuestro Señor. Heme consolado de que le hayan jurado en Aragón, que deseaba se concluyese».

Pero entre guerra y guerra muchas otras cosas habían sucedido, las cuales habían generado mucha correspondencia entre don Felipe y doña María Coronel.

En el año de 1644 tuvo la monja noticias, a través de su amigo don Fernando de Borja, de la enfermedad de la reina doña Isabel de Borbón. Vista la gravedad de la señora, le suplicaba que rezase por ella, cosa que ella confiesa hizo de todo corazón:

Hice esta diligencia con todo cuidado […] y al fin, agravándose su enfermedad, llegó su dichosa muerte, que fue Jueves a seis de octubre.

El sábado siguiente, estando en maitines, a medianoche, vi como si la tierra se dividiera. Se me manifestó una profunda caverna y muy dilatada, llena de fuego en que estaban padeciendo muchas almas, y saliendo una de ellas se llegó a mí y me dijo:

—Madre María, vengo a pedirte limosna.

Conocí que era el alma de la Reina, de cuya muerte no había podido haber aviso desde Madrid, y nada sabía entonces.

—¿Pues cómo una tan gran Reina pide limosna a una pobre como yo? Respondióme diciendo

—Pídotela por que los poderosos y ricos del mundo somos de ordinario los más pobres en la otra vid y es gran dicha que lleguemos a las puertas de los que profesan la virtud y la religión…

Texto procedente de un documento

de Santo Domingo de la Calzada.

Notad que el alma de la reina tutea a la monja. El tuteo se hacía esencialmente entre iguales, mientras el vos era expresión de respeto y diferencia social. El mismo trato tiene la monja con el alma del príncipe Baltasar Carlos. Ya advertimos que este tipo de escritos no se confiaron a una correspondencia regular, por lo tanto no se hallan archivados con el resto de las cartas.

En el curso de los diez días siguientes, confesó la monja que la reina se le apareció varias veces insistiendo en que necesitaba plegarias. Ella no se atrevía a creer las visiones y como su confesor estaba ausente se abstuvo de decir nada a nadie. Por fin llegó el confesor y llegaron noticias ciertas de que la reina había muerto el día de la primera aparición.

Llegó el día de las ánimas, de este año de 1645, y estando aquella noche en los maitines […] se me manifestó el purgatorio con gran multitud de almas que estaban padeciendo […] conocí muchas y a la de la Reina. […] Conocí luego que el alma de la Reina estaba próxima a salir, pidióme que la ayudase para ver ese día dichoso para ella […] Ese día pedí a las religiosas una limosna (oraciones) para ella. Y llegada la noche al tiempo que me iba a recoger ví algunos ángeles en la celda, con grande hermosura y que iban como de paso. Pregúnteles a donde y a qué iban y me respondieron que iban al purgatorio a sacar de él el alma de la Reina…

Probablemente el rey fue informado por medio de documento aparte de estas nuevas, pero no figura en la correspondencia ordinaria noticia alguna sobre hecho tan singular. Ellos, con toda seguridad, comentaban estos hechos sobrenaturales, y el hombre piadoso que era don Felipe encontraría, de seguro, gran consuelo y aliento al saber que su esposa ya estaba en el Cielo. El 17 de junio de 1646, desde Zaragoza, escribió don Felipe a la monja: «Si no viera yo los trabajos que me envía Nuestro Señor son avisos Suyos […] para ir asegurando mi salvación, con dificultad se pudieran tolerar; particularmente este de la pérdida de mi hermana […]». Se refiere el soberano a la infanta María, nacida el 18 de agosto de 1606, la cual había contraído matrimonio con su primo Fernando y fue reina de Hungría y emperatriz de Alemania. Murió en Linz el 13 de mayo de 1646. Sigue la carta: «… y tengo casi por infalible que está gozando de Dios y que ha llegado a alcanzar el descanso eterno […]». Luego continúa su misiva comentando con su corresponsal las nuevas de índole política:

De Lérida no hay novedad, el enemigo se está quieto y los dentro están de buen ánimo, pero si Nuestro Señor no dispone el socorro de esta plaza como dispuso (antes) su conquista […] se vendrá a perder […] estoy muy cierto que vos apretaréis en la materia (que rezaréis) pues al parecer se puede tener la petición por justa […] Estas Cortes […] no han de conceder a tiempo el servicio (el dinero) que se les pide solo para su propia defensa. De la Armada tengo aviso de que partió de Mahón, […] tengo gran esperanza han de ser felices los sucesos. Vos se lo pedid así a Dios nuestro Señor. Mi hijo se ha holgado mucho con vuestra carta y yo os respondo lo que va aquí.

De todo ello respondió la monja de Ágreda, a vuelta de correo. Contaban con postas especiales entre ambos. Solo dos días más tarde salió la carta de sor María de Jesús: «Señor: Todos los trabajos que nos envía Dios de su mano son beneficiosos […] yo tengo grande confianza que la Señora Emperatriz y las demás prendas que S.M. tiene en el cielo […]».

La monja de Ágreda daba por supuesto que la reina (que ya había fallecido) estaba en el cielo, en sus sueños la veía gloriosa quizá para consolar al piadoso Felipe, cuya hermana, junto con otros parientes y deudos (prendas) está en el cielo, cosa que interesaba al rey sobre todas las otras cosas. En cuanto al asunto del cerco a Lérida:

Grande ansia tengo de que todo se ajuste y el ejército se anime para socorrer a Lérida antes de que el enemigo se fortifique más; […] lloraré por ella en la presencia del Señor.

De la Armada tengo gran memoria, quiera el Altísimo darle buen suceso, y al príncipe N. S. larga vida […]

Desgraciadamente para el infeliz padre y para España, no quiso Dios darle larga vida al príncipe.

Del Rey. Zaragoza, 7 de octubre de 1646:

Ayer recibí vuestra carta, pero os confieso que no me hallo en estado de poder responderos ahora a ella, pues me tiene Nuestro Señor en estado que hago mucho en estar vivo. Desde ayer acá tengo a mi hijo muy apretado de una gran calentura; empezóle con grandes dolores del cuerpo que le duraron todo ayer, y hoy está delirando todo el día, y llegamos a estar en estado que deseamos pare en viruelas esta borrasca, para lo cual dicen los médicos que hay algunas señales […].

Ahora es tiempo, Sor María, en que se luzga la amistad; espero que vuestras oraciones y peticiones me han de librar deste cuidado. Pero si acaso la divina justicia ha dado ya la sentencia, os pido que en este lance ayudéis a mijo para que acierte en lo que tanto le importa, y a mí para que tenga fuerzas para llevar este golpe. Yo, el Rey.

No hallamos la respuesta de la monja de Ágreda, seguramente ni le dio tiempo de responder cuando ya otra misiva real llegó a sus manos:

Zaragoza, 10 de octubre de 1646

Pues no movieron el ánimo de Nuestro Señor las peticiones que se le hicieron por la salud de mi hijo, que ya goza de Su gloria, no le debió convenir ni a él ni a nosotros […] Anoche, entre ocho y nueve, expiró, rendido en cuatro días a la más violenta enfermedad que dicen los médicos han visto nunca.

Como don Felipe era cristiano fervoroso le preocupaba sobre todas las cosas la salvación del alma de su hijo, por ello en medio de su tristeza añade en su carta:

Lo que me tiene con gran aliento en medio de la pena es que […] ayer por la mañana estuviese por más de una hora tan quieto y sosegado que pudo confesarse y reconciliarse tres o cuatro veces a satisfacción de su confesor […].

Yo quedo en el estado que podéis juzgar, pues he perdido un solo hijo que tenía [...] Todo lo que podía he hecho para ofrecer a Dios este golpe, que os confieso me tiene traspasado el corazón […] Sor María, encomendadme muy de veras a Nuestro Señor, que me veo muy afligido y he menester consuelo. Yo el Rey.

Sin duda todo este intercambio de intimidades y de tristezas del alma llevaron a ambos a una creciente amistad y a valorar al otro también en su lado humano. Llevado por su tragedia, el padre clama: «Os confieso que me tiene traspasado el corazón. [...] me veo muy afligido y he menester consuelo». Y María Coronel le contestó el 12 de octubre, apenas recibida la carta del rey:

… No considere S. M. a su hijo muerto o ausente para siempre, si no trasladado a aquella patria celestial donde no hay llanto, clamor, angustia, ni dolor. Ha ido a donde S.M. desea ir [...] Y luego añade en un impulso de su corazón y quisieran que todos los golpes de la pena dieran en mi y que no tocara a S. M.

—En la Concepción Descalza de Ágreda. Besa la Mano de V. M., su menor sierva. Sor María de Jesús.

Ya se había aparecido el espíritu de la reina Isabel de Borbón la cual le había pedido oraciones para salir del purgatorio. Entre tantas preocupaciones que tenía el rey en esos años, al menos tuvo el consuelo de que la monja le pudiera confirmar la salvación eterna de su hijo. Le había mandado el rey que pusiera por escrito la relación de la enfermedad y muerte del príncipe Baltasar Carlos, tal y como él se lo había contado, cosa que obedeció sor María de Jesús. Curiosamente en el relato de la muerte del heredero intercala unos comentarios acerca de que ella ya sabía que alguna terrible desgracia iba a acaecer en el reino:

[…] y por espacio de un mes que precedió a la muerte del príncipe, tuve conocimiento de que amenazaba a estos reinos y monarquía un nuevo azote y castigo muy sensible para todos sus vasallos… [con estas noticias] …quedé despavorida, contristada y llena de discursos temerosos… sin saber adonde caería o a quién heriría (el castigo divino). En esta ocasión se disponía el socorro de Lérida, que había cuatro o cinco meses que estaba sitiada por los franceses y discurría sobre la importancia de la pérdida (de esa ciudad) y llegué a temer que se perdiese y si ese era el castigo que nos amenazaba.

 

[Entonces clamaba] al Todopoderoso por que nos diese victoria y felices sucesos a las armas de Su Majestad y una paz universal […] y que nos castigase con otro azote que no fuese ocasión de perderse tantas almas… me manifestó el Señor muchos secretos del estado de estos reinos… que vendría por esto otro azote que tocaría en las personas reales porque así convenía.

Tuve ese aviso el 6 de octubre después de la comunión y fue ese mismo día que sobrevino al príncipe la enfermedad…

Al final de una larga disertación en que describe cómo tuvo múltiples visiones del príncipe y de su ángel de la guarda, llega al día en que se le manifestó el alma de Baltasar Carlos en la beatitud de la gloria, el cual le habló largo y tendido sobre muchos asuntos y sobre todo sobre la conveniencia de que el rey gobernase por sí mismo. En esto coincidía el alma del difunto con el parecer de la monja de Ágreda, parecer que ella ya había manifestado al rey desde luengo tiempo ha.

En todo momento, sor María de Jesús vio con malos ojos el valimiento de Haro. Incluso en los primeros tiempos, cuando el conde-duque aún vivía, aunque retirado en Loeches y ajeno a las responsabilidades que antes tuvo, supo la monja que la esposa de don Gaspar, doña Inés de Zúñiga, aún continuaba siendo dama de la reina y por ello escribió al soberano:

[…] y como tan apriesa no se ven los buenos sucesos y aciertos, paréceles que gobierna quien gobernó antes, pues han de favorecer los que están a la vista de Vuestra Majestad al que los puso en ella, y también la carne y la sangre hacen su oficio; y no fuese desacertado dar una prudente satisfacción al mundo que la pide, porque Su Majestad necesita de él.

Dicho en román paladino la monja aconsejaba a don Felipe que se retirase de la Corte a doña Inés de Zúñiga porque la gente creía que a través de ella seguía gobernando quien gobernó antes. Acertado sería, dice ella, dar satisfacción a los que la quieren lejos. Siguió don Felipe el consejo de su valida en la sombra y alejó a doña Inés a principios del mes siguiente con toda discreción, habiendo escrito a la monja respecto a ello que saldría la dama «apriesa, tan sin ruido y con tanto secreto…».

Ahora, el alma misma de Baltasar Carlos venía a incidir en esto, que su padre gobernase solo, conminando a la monja:

Adviértele pues, con instancia y cuidado, que vuelva sobre sí y se levante y desahogue, desembarazándose de estas cadenas… aunque sea a costa de grandes trabajos y sacudiendo de sí a todos…

De las emulaciones y envidias que tienen en palacio sobre quien alcanzará más la voluntad y gracia del Rey, se disgusta el Altísimo… porque buscan sus fines y comodidades ambiciosas y por conseguirlas y conservarlas proceden injustamente en la justicia distributiva y en la equidad del gobierno… Para atajar estos y otros males […] Dios dará a conocer a mi padre le conviene que con ninguno se particularice ni se señale para el gobierno, porque alzarse alguno con él es causa de muchos desórdenes.

Es en este tipo de manifestaciones cuando podemos ver la intención de la monja de Ágreda de influir en la voluntad del rey, bien que no lo hace motu proprio, sino que lo manifiesta por ser voluntad divina o haberle sido manifestado por las almas benditas. La monja no suele decir directamente qué se debería hacer o no respecto a asuntos de gobierno, sino que más bien manifiesta intereses de orden general como que reza constantemente a Dios para que «el ejército se aplique con toda diligencia en el rescate de Lérida» o cosas similares.

La situación en España era difícil y a veces crítica. Sin duda el rey no podía confesar sus dudas y temores a muchas personas, el mismo sentido de la dignidad real se lo prohibía, pero durante toda la correspondencia y a lo largo de más de veinte años, una y otra vez, con gran ingenuidad se permitía confesar sus penas y miedos a sor María de Jesús y pedirle sus oraciones para ayudarle, casi como si invocase a un cirineo. Con estas expansiones el soberano debió de hallar algún consuelo y desahogo, aunque una sombra de desconfianza no lo abandonó, pues una y otra vez le recomendaba todo sigilo y reserva. Ella no solo levanta el espíritu apocado de don Felipe, sino que le habla constantemente de perfección espiritual y con sentido común le hablaba a veces de arduos problemas de Estado. Ella no es aguda conocedora de la política y su mérito, si es que lo queremos buscar, es que su obra consiste en hacer llegar al rey la voz del pueblo o lo que cualquier persona con buen sentido y cordura opinaría. El rey no siempre hacía caso de lo que ella decía, aunque la escuchaba con paciencia y muchas veces atendió sus sugerencias. Por ejemplo, a las sugerencias de que «le conviene que con ninguno se particularice ni se señale para el gobierno» él contestó con cierto pesar y como disculpándose, aunque obviamente sin intención de seguir las indicaciones que le hacía el alma de su hijo:

Este modo de Gobierno ha corrido en todas cuantas Monarquías, así antiguas como modernas, ha habido en todos los tiempos, pues ninguno ha dejado de haber un ministro principal o criado confidente [y se excusa] porque ellos no pueden por sí solos obrar todo lo necesario […] no es lícito [a la dignidad real] andar de casa en casa de ministros y secretarios por ver si ejecutan con puntualidad lo que les mandan…

Carta CXIV del rey. Madrid, 30 de enero de 1647.

Cuando en la guerra de Cataluña a punto estuvo don Felipe de indisponerse con Aragón por la jurisdicción del Tribunal de la Fe, la monja de Ágreda le aconsejó con gran prudencia que evitase a toda costa el negocio de la Inquisición «por ser de mucho peso y preciso resolverlo con tiento y tomando medios y arbitrios para ajustarse a todos». En todo caso, explica don Felipe a su destinataria que él, aunque tenga valido no por eso deja de trabajar todo lo que su cuerpo le permite:

Yo, Sor María, no rehúso trabajo alguno, pues, como todos pueden decir, estoy continuamente sentado en esta silla con los papeles y la pluma en la mano, viendo y pasando por ella todas cuantas consultas se me hacen en esta Corte y los Despachos que vienen de fuera, resolviéndolas más materias allí inmediatamente, procurando se ajuste el dictamen que tengo por más ajustado a la razón. Otros negocios de mayor peso me piden más inspección…

Sin querer otorgarle dotes de mujer sagaz en asuntos internacionales, la monja en política exterior estaba claramente a favor de la paz. Pero en realidad ello es solo muestra de su sentido común, de sabiduría popular, pues el pueblo siempre prefiere la paz a la guerra y ve más inconvenientes en las hostilidades que los dirigentes que a veces se ven literalmente obligados a defender algo. Durante las negociaciones de la paz en Münster y Osnabruck que habían de culminar en la Paz de Westfalia, trató de inclinar a Felipe IV a terminar la guerra con Francia, para concentrarse en el problema de Portugal. «En las materias generales no hay nada nuevo. El emperador y el Imperio han hecho la Paz con Francia, harto trabajosa, y al parecer poco durable, dejándome a mí fuera y con todos los enemigos a cuestas» (CCI. Del rey a sor María, 8 de diciembre de 1648). El rey se lo comunica a la monja, pues conoce su interés por la paz, aunque le advierte que parece «poco durable». La Paz de Westfalia significó el fin de la guerra de los Treinta Años, y España hubo de reconocer la independencia de Holanda.

Decidida como estaba a contribuir en la paz que tanto deseaba con el vecino país, optó por escribir al papa Alejandro VII para solicitar su mediación entre los príncipes cristianos. Esta petición se inscribe en la mejor tradición medieval, cuando las autoridades religiosas fueron imponiendo obligaciones tales como la tregua de Dios o respetar la sagrera (treinta pasos alrededor de las iglesias), en donde no se podía combatir ni tomar preso a nadie, aunque fuese un maleante. El papa no vio con malos ojos la recomendación de la monja, aunque tampoco se puede decir que actuase en consecuencia. En todo caso, la mayoría de los estudiosos de esta interesante mujer están de acuerdo en que no conviene suponer demasiado grande el alcance efectivo de su influencia; sus consejos, cuando no brotan del buen sentido popular, son lugares comunes, tanto en política, como en teología o moral y que el rey hubiese podido escuchar de cualquier otra persona, si hubiese escuchado a cualquier otra, pero el caso es que él oía (leía) con atención solo a sor María de Jesús, fuera de su valido, sus ministros y consejeros de oficio.

La guerra con Cataluña, que tanto había importado a la monja, después de varios años de batallas y asedios en que se perdían o ganaban plazas, terminó en el año 1659, año de la paz; pero ya desde 1648 el Gobierno decidió afrontar con decisión la lucha portuguesa. Al frente de los ejércitos estaba el marqués de Leganés, opción que resultó no muy acertada, quizá porque no había mucho en donde escoger en cuanto a generales, el 29 de julio de 1648, el rey escribió a sor María:

[…] cuando Dios quiere castigar a una monarquía le quita los medios humanos; estos son ministros, así militares como políticos que la gobiernen, pues el Rey, sin ellos, no puede acudir a todo, ni hay medios con que sustentar los ejércitos. Esto ha obrado con nosotros, pues hallamos con solas dos cabezas militares de primera clase en España…

El 8 de noviembre se desposó Felipe IV con su sobrina la archiduquesa de Austria y enseguida (el 29 de diciembre) se lo comunicó a la monja:

Ya he tenido aviso que se celebró mi desposorio a 8 del pasado y que a 13 partió mi sobrina, pero hasta abril no se podrá embarcar, por no aventurar tal prenda en el invierno y en el mar. Espero en Dios estará por mayo en mi compañía; vos le pedid que la de buen viaje y que se sirva bendecir este nuevo matrimonio, para que de él se vean los efectos que le pedimos y deseamos…

Era asunto de la mayor importancia que Felipe tuviese un heredero, pues no lo había varón y el rey ya no era joven.

De sor María, 8 de enero de 1649:

[…] doy a V.M. gozosísimas enhorabuenas de haberse efectuado su desposorio de V.M. con la Reina nuestra señora, buen día ha sido para mí que ha traído tan gran nueva. Suplicaré al Todopoderoso con veras y afecto que conceda muchas bendiciones a Su diestra a este matrimonio y dé feliz jornada a la Reina nuestra señora…

Es como un intercambio de felices noticias entre dos amigos más que de cumplidos entre un vasallo y su señor.

Las cosas no iban bien, en 1650 la peste se presentó sobre todo en Andalucía, lo que produjo gran mortandad, las grandes deudas y los gastos inherentes a todas las guerras llevaron al Estado al borde de la quiebra, se reselló la moneda de plata por varias veces su valor o se fundió añadiéndole cobre y luego se puso en circulación una enorme masa dineraria con poca plata, pero con el mismo valor que tenía antes. Naturalmente esto produjo un alza inmediata de precios y luego deflaciones catastróficas. Todo ello afectó violentamente a productos de subsistencia, como la sal, el pan y otros. En mayo de 1652 las revueltas fueron generales en Andalucía. En Córdoba estalló un motín popular y a los pocos días se repitió en Sevilla. Se pedía la baja de la moneda de vellón y de los tributos. El estado de las cosas se reflejó en una carta del rey a la monja:


Hospital de las Cinco Llagas en pleno brote de peste en el siglo XVII (Sevilla)

[…] el alboroto de Córdoba se sosegó por la infinita misericordia de Nuestro Señor, […] el miércoles 22 deste se alteró el pueblo de Sevilla con gran furia. Llegaron a innovar la moneda y a bajar los tributos […] el regente ordenó que se diera un pregón anunciando la baja de la moneda y la supresión de los millones…

Sor María, aun dentro del convento, comprendía a los alborotadores. El 1 de junio de 1652 escribió: «[…] Heme sosegado mucho de que el alboroto de Córdoba se sosegase […] Solo suplico a V.M. por amor de Dios, que lo menos que se pueda se innoven cosas y se evite la opresión de los pobres porque, afligidos, no se alboroten…». Y en esto quizá tenía razón doña María, los pobres no veían salida a tanta exacción y se rebelaban, no tenían nada que perder: «[…] Ya veo cuan pobre está el caudal desta Corona y que es preciso sacar algunos medios para sacarle, pero que sean los más ajustados y suaves, y de manera que concurran también los ricos y poderosos, que siendo la carga general no pesará ni molestará tanto…».

 

Las cosas no habían ido bien desde hacía tiempo, la gran fase inflacionista del vellón abarcó los años 1634-1656 y coincidió con los mayores esfuerzos en el despliegue de la política internacional de Olivares, la crisis de 1640 y la derrota militar y diplomática de Westfalia. A todo esto le siguió la continuación de la guerra en dos frentes: Portugal y Francia hicieron a la postre que las tensiones inflacionistas fuesen particularmente intensas y como remedio se acudió al resello de la moneda por el doble y el triple de su valor nominal, respectivamente, de las piezas de cuatro y de dos maravedís. Ello provocó un brusco tirón de los precios y la fabulosa subida del premio de plata del orden del 190 %. La consecuencia fue la casi inmediata deflación (que ayuda a explicar la caída de Olivares): las piezas de doce y ocho maravedís quedaron reducidas a dos maravedís, y las de seis y cuatro a uno. Obligado por el peso de la guerra, Felipe se vio obligado a recurrir de nuevo a la inflación en 1651. Las piezas de dos maravedís fueron reselladas por el cuádruple de su valor nominal, mientras se acuñaban cien mil ducados de cobre en piezas de dos maravedís, que pesaban la cuarta parte de las antiguas de ese valor que ahora se resellaron. Al año siguiente hubo una nueva deflación.

Entre 1656 y 1680 hubo una verdadera catástrofe monetaria. Firmada la paz con Francia en 1659 se intentó una deflación consistente en retirar el cobre que no hubiese circulado a la par en cuarenta años y reacuñarlo en vellón rico para poner fin al caos.

En cuanto a la sucesión, en 1654 seguía sin aparecer el ansiado varón; el 30 de julio de ese año la monja escribió a su señor: «clamaré al Señor por que desvanezca los designios del enemigo, nos defienda y asista, y por la sucesión de varón, que es lo que más vivamente deseo, trabajaré (rezaré) por ese fin con todas veras…».

Para entonces la correspondencia era mucho más cercana, ella le escribió: «señor mío carísimo, no he de tener secreto reservado para V. M. porque le amo y le estimo» y él, en una carta en relación con el duque de Híjar, le contesta a una petición que le hiciese la monja: «… y aseguroos que lo que vos habéis confiado en mí, ni ha salido ni saldrá jamás de mi corazón, que sé ser buen amigo de mis amigas».

En 1657 nació, entre el regocijo general, el príncipe Felipe Próspero. Desde Francia el cardenal Richelieu había hecho a España unas exigencias a cambio de firmar la paz, exigencias que habían sido imposibles de asumir durante años. Una de sus peticiones había sido que para asegurar esta paz la infanta María Teresa contrajese matrimonio con el joven Luis XIV, el Rey Sol; esto no era posible, pues por aquellos años la infanta era la heredera de la corona, sobre todo si el rey no llegaba a engendrar hijos varones, como parecía. Nacido Felipe Próspero este impedimento desaparecía, con un heredero varón el valor de la infanta pasaba a ser menor y se podía casar con el rey de Francia sin que este llegase a ser, eventualmente, el rey de España.

Doña María Teresa de Austria fue hija de Felipe IV y de su primera esposa doña Isabel de Borbón (fallecida esta en 1644). Nació la infanta en Madrid, el 20 de septiembre de 1638. La bautizó el cardenal de Borja y fueron sus padrinos el duque de Módena y la princesa de Carignan.

Con estos supuestos, en 1658, se reanudaron las conversaciones y al menos se firmó una tregua entre ambos reinos (París, 8 de mayo de 1658). El francés deseaba casarse con la infanta y para animar a la indecisa Corte española invitó a la duquesa de Saboya con sus hijas a que le hicieran una visita en Lyon. Sabedor de esto, el rey de España envió a Pimentel para que negociase el matrimonio de la princesa. La duquesa de Saboya se dio cuenta de que el rey de Francia le había reservado el papel de comparsa y de que nunca había considerado la idea de matrimoniar a ninguna de sus hijas, sumamente ofendida y, con razón, abandonó la corte del francés.

Don Luis de Haro con brillante comitiva se dirigió a la frontera con Francia, el punto de encuentro con la delegación francesa era la Isla de los Faisanes, en el Bidasoa. Por Francia vino el mismo Mazarino y las sesiones y conversaciones duraron nada menos que tres meses (del 28 de agosto al 17 de noviembre de 1659). Francia obtuvo las mayores ventajas, a cambio de la paz España hubo de ceder importantes territorios.

Las sesiones fueron 24 y los artículos de la paz, 124. Quedó acordada la boda de la infanta y del rey Luis XIV, la princesa renunciaba a la corona de España pero indemnizaba al rey de Francia con quinientos mil escudos. España renunció a los condados de Rosellón y Conflent, todo el Artois, a excepción de algunas ciudades (Saint-Omer y Ayre); en Flandes las ciudades de Gravelinas, Bourgbourg y Saint Venaut, etc. Renunció también España a Rocroy, Chatelet y Limchamp, asimismo cedió Dunkerque (ocupado por los ingleses). En cuanto a Portugal, Francia prometió no ayudar a los rebeldes, cosa que por cierto, no cumplió.

Del rey. Madrid, 6 de julio de 1660:

Nuestro Señor […] ha oído vuestras oraciones, pues, como habéis entendido llegué a mi casa con buena salud a 26 del pasado, y con sumo gozo de hallar en ella las prendas que tanto deseaba ver, de lo que he dado infinitas gracias a Dios. Y nunca acabaré de dárselas de que haya permitido que se venciesen las nuevas dificultades que se habían ofrecido para la paz, y que quedase ajustada a nuestra entera satisfacción, jurada y ratificada personalmente por el Rey mi sobrino y por mi. […] Por bien empleadas dí las descomodidades del camino por el gusto que tuve cuando llegué a ver a mi hermana; hállela muy buena y harto entera y estuvimos muy contentos de vernos juntos tras cuarenta y cinco años de ausencia. También estuve con el Rey que me pareció muy gentil mozo.

Al fin de los tres días que nos vimos, llegó el plazo de entregarles a mi hija. Hízose con harta ternura de todos, aunque yo fui en el que menos se reconoció, pero en el interior bien lo padecí y bien tuve que ofrecer a Dios haciéndole sacrificio de tal prenda por alcanzar el bien de la paz […] .

Firmada la Paz de los Pirineos se vio libre España de todas sus guerras, y se dedicó a la reconquista de Portugal. Francia, enseguida olvidó su solemne promesa de no ayudar a los portugueses y envió un contingente de tropas al mando del General Schomberg.

En marzo de 1661 murió el cardenal Mazarino y poco después, el 17 de noviembre, también falleció don Luis de Haro, el Rey estaba vencido, once días antes había muerto Felipe Próspero y una vez más el trono de España quedaba descabezado.

Del rey. Madrid, 8 de noviembre de 1661:

Con la larga enfermedad de mi hijo y continua asistencia que tenía en su aposento, no me ha sido posible responder a vuestra carta del 7 del pasado, ni la ternura me ha dado lugar para hacerlo hasta ahora. Confiésoos Sor María, que ha sido grande, pues haber perdido tal prenda lo pide así […] Ayudadme como amiga con vuestras oraciones a aplacar la justa ira de Dios y a suplicar a Nuestro Señor que, ya que ha sido servido de quitarme este hijo, lo sea (también) de alumbrar con bien a la Reina, cuyo parto aguardamos cada hora.

El niño tan deseado nació con vida, pero fue enfermizo y nunca sano del todo. No hubiera vivido si no hubiera sido por los continuos cuidados de su madre que se alargaron durante su niñez y juventud. Fue a poco de la carta del rey cuando nació el que había de ser el último de la dinastía de los Austrias, al que la historia conoce como Carlos II el Hechizado.