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Cuentos Clásicos del Norte, Segunda Serie

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LEYENDAS DE LA CASA PROVINCIAL

I
LA MASCARADA DE HOWE

VAGANDO por la calle de Wáshington una tarde del verano pasado, atrajo mis miradas una muestra de hotel que asomaba de un estrecho zaguán abovedado casi en frente de la antigua iglesia del Sur. La muestra representaba la fachada de un soberbio edificio designado con el nombre de “Antigua Casa Provincial, al cuidado de Thomas Waite.” Me sentí satisfecho de recordar así el propósito, que abrigaba largo tiempo, de visitar y recorrer la mansión de los antiguos gobernadores reales de Massachusetts; y penetrando en el pasillo abovedado que se extendía en medio de una hilera de tiendas de ladrillo, unos cuantos pasos me transportaron desde el bullicioso centro del moderno Boston hasta un patiocillo pequeño y silencioso. Un lado de este espacio estaba ocupado por la fachada cuadrada de la casa provincial, de tres pisos, y coronada de una cúpula en cuya cima podía distinguirse un indio dorado, con su arco tendido y una flecha en la cuerda, apuntando al gallo de la veleta colocada en el chapitel de la Iglesia del Sur. Esta figura conservaba la misma actitud hacía setenta años o quizá más, desde el tiempo en que el buen decano Drowne, un diestro escultor en maderas, la colocó por primera vez en su larga vigilia de centinela sobre la ciudad.

La casa provincial es una construcción de ladrillo que parece haber recibido últimamente una capa de pintura de color claro. Una escalinata de rojos peldaños de piedra blanda y arenosa, y ornada de una balaustrada de hierro curiosamente cincelada, asciende desde el patio hasta el hermoso vestíbulo alrededor del cual se extiende una galería con barandilla de hierro de idéntico modelo y labor a la que se encuentra abajo. Entre los dibujos de hierro de la galería se ven forjadas las siguientes letras y cifras: “16 P. S. 79,” que indican probablemente la fecha en que se construyó el edificio y las iniciales del nombre de su fundador. Una ancha puerta de dos hojas me franqueó la entrada al vestíbulo o salón, a la derecha del cual se encuentra la entrada al despacho de licores.

En este salón, presumo, es donde los antiguos gobernadores celebraban sus recepciones con pompa casi regia, rodeados de los militares, consejeros, jueces y otros oficiales de la corona, mientras todos los leales de la provincia se reunían en honor suyo. Pero esta habitación no puede presumir siquiera de antigua magnificencia en sus condiciones actuales. Los artesones de la ensambladura están cubiertos de barniz obscuro, adquiriendo tonos aun más opacos por la sombra profunda que arrojan sobre la casa provincial las construcciones de ladrillo de la calle de Wáshington que la circundan. Jamás un rayo de sol ilumina esta mansión, donde tampoco luce ya el resplandor de las antorchas de los saraos, extinguidas desde la época de la revolución. El objeto más antiguo y decorativo que allí se encuentra es una chimenea formada de placas de porcelana azul holandesa, con figuras representando escenas de la Escritura; y por cuanto yo me sé, las damas de Pównall o Bérnard debían ocupar allí su sitio junto al fuego, mientras referían a sus hijos la historia de cada una de las azules placas de porcelana. Una cantina de estilo moderno, bien surtida de recipientes, botellas, cajas de cigarros y bolsas de malla para los limones, y provista de un receptáculo de cerveza y de una fuente de soda, se extiende en toda la longitud de uno de los costados de la habitación. Cuando entré, un viejo personaje chasqueaba los labios en forma tal que me hizo comprender que los salones de la Casa Provincial contienen todavía buenos licores, aun cuando indudablemente de distintos viñedos de los que acostumbraban surtirse los antiguos gobernadores. Después de saborear un vaso de sangría preparado por las diestras manos de Mr. Thomas Waite, traté de que el digno sucesor y representante de tantos personajes históricos me guiara a través de la mansión, tan venerada en otro tiempo.

Satisfizo mis deseos prontamente; mas, a decir verdad, tuve que poner en juego enérgicamente mi imaginación para encontrar algo de interesante en una casa que, despojada de sus recuerdos históricos, tiene solamente el aspecto de una taberna favorecida de ordinario por la clientela de los habitantes acomodados de la ciudad, y de los gentilhombres rurales de la antigua escuela. Las habitaciones, vastas probablemente en otro tiempo, están divididas en secciones que se subdividen en pequeños cuartuchos, que ofrecen apenas el espacio necesario para el angosto lecho, silla y mesa tocador de un solo ocupante. A pesar de todo, la gran escalera puede calificarse sin hipérbole una ostentación de grandeza y magnificencia. Sube en espiral por el centro de la casa, en series de anchos peldaños, que terminan en un vestíbulo cuadrado, desde donde continúa la ascensión hasta la cúpula. Una barandilla cincelada, pintada de nuevo en los pisos inferiores, pero que va volviéndose más sucia y desteñida conforme se asciende, bordea la escalinata de arriba abajo con lindas columnas primorosamente labradas y entrelazadas. Las botas militares y quizá los anchos zapatones de algunos gobernadores gotosos hollaron esta escalera cuando los habitantes de la casa subían a la cúpula, que tan vasto panorama ofrecía sobre su metrópoli y sobre toda la comarca circunvecina. La cúpula es un recinto octógono con varias ventanas y una puerta que abre sobre el techo. Desde este mismo sitio, según me complacía yo en imaginar, pudo Gage contemplar, a menos que alguna de las tres montañas se lo impidiese, su desastrosa batalla de Búnker Hill; y Howe apercibió quizá la aproximación del ejército sitiador de Wáshington, aunque los edificios construídos después en los alrededores han ocultado casi todo el paisaje, salvo el campanario de la Iglesia del Sur, que parece estar dentro del alcance de los brazos. Descendiendo de la cúpula, detúveme en los desvanes para observar la ponderosa armazón de roble blanco mucho más pesada que la de los edificios modernos y semejando un antiguo esqueleto. Los muros de ladrillo, material importado de Holanda, y el maderaje de la casa se conservan tan enteros como antes; pero, debido a los arruinados pavimentos y a otras partes destruidas del interior, se piensa aprovechar el conjunto y construir un nuevo edificio dentro del molde de la antigua estructura y obra de albañilería. Entre otros inconvenientes de la actual construcción, mi hostelero hizo mención de que cualquier choque o sacudimiento podía echar abajo el polvo de las edades desde el techo de una habitación hasta el pavimento de la que se encontraba debajo.

Desde la gran ventana de la fachada nos dirigimos a los balcones donde los representantes del rey acostumbraban sin duda en otro tiempo presentarse al pueblo leal, requiriendo los aplausos y el ondular de los sombreros, con majestuosas venias de su magnífica persona. En aquellos días la fachada de la casa provincial daba sobre la calle; y todo el sitio ocupado ahora por la hilera de tiendas de ladrillo y por el patio se encontraba entonces dividido en cuadros de césped, sombreados de árboles y bordeados de un cerco de hierro cincelado. Ahora, el antiguo edificio aristocrático oculta su faz roída por el tiempo detrás de una advenediza construcción moderna; hasta pude observar en una ventana del fondo algunas lindas obreras cosiendo, charlando y riendo mientras lanzaban de vez en cuando alguna indolente mirada a los balcones. Descendiendo de allí, entramos nuevamente en la cantina, donde el viejo caballero arriba mencionado, cuyo chasquido de labios decía tan favorablemente de los buenos licores de Mr. Waite, continuaba todavía regodeándose en su sillón. Aparentaba ser algún huésped o visitante ordinario de la casa, que tenía cuenta abierta en la cantina, su silla de verano cerca de la ventana abierta y su conocido rincón de invierno al lado del fuego. Como era de aspecto sociable, me aventuré a dirigirme a él con una observación calculada para despertar reminiscencias históricas, si por acaso existían en su mente; y complacióme mucho descubrir que, entre recuerdos propios y tradiciones, el viejo caballero conocía en realidad historias muy divertidas acerca de la casa provincial. La parte más interesante de su conversación esbozó las líneas principales de la siguiente leyenda. Aseguraba tenerla por referencias de un testigo ocular; pero la derivación natural, unida al lapso de tiempo transcurrido, debe haber dejado gran oportunidad para diferencias en la narración; de manera que, desesperando de obtener verdad literal y absoluta, no he tenido escrúpulo alguno en hacer los cambios más conducentes para delectación y beneficio del lector.

En una de las recepciones dadas en la casa provincial, durante el último período del sitio de Boston, tuvo lugar un incidente que jamás ha podido explicarse satisfactoriamente. Los oficiales del ejército inglés y los leales habitantes de la provincia, elegidos en su mayor parte entre los bloqueados de la ciudad, habían sido invitados a un baile de máscaras; pues la diplomacia de Sir Wílliam Howe consistía en ocultar lo angustioso y expuesto de aquellos momentos y la condición desesperada del sitio, bajo la pompa desplegada en los saraos. El espectáculo de aquella noche, si ha de creerse a los miembros más ancianos del círculo de la corte provincial, era la fiesta más alegre y fastuosa que se registraba en los anales del gobierno. Los salones, brillantemente iluminados, estaban llenos de figuras que parecían desprendidas del obscuro lienzo de los retratos históricos, brotadas de las mágicas páginas del romance o escapadas, por lo menos, de algún teatro de Londres, sin tiempo para haber cambiado su atavío. Caballeros de la conquista, cubiertos de acero; barbados estadistas de la reina Elízabeth y damas de su corte con vestidos de altos volantes alternaban con personajes de comedia, como algún pintarrajado Merry Ándrew removiendo su gorro y cascabeles; algún Fálstaff casi tan cómico como su prototipo; o algún Don Quijote con una rama de judías en vez de lanza y una cobertera de olla en lugar de escudo.

 

Pero el mayor regocijo provenía de un grupo de figuras ridículamente vestidas de uniformes viejos, que parecían comprados en alguna feria de andrajos militares o hurtados de algún receptáculo de desechos del ejército tanto inglés como francés. Ciertas prendas de aquella vestimenta habríanse llevado con toda probabilidad en el sitio de Loúisburg, mientras las chaquetas de corte más moderno podían suponerse desgarradas y hechas jirones por las espadas, balas y bayonetas usadas en la época de la victoria de Wolfe. Uno de aquellos héroes, de figura alta y escuálida, blandiendo una mohosa espada de enorme longitud, pretendía ser nada menos que el general George Wáshington; y los demás altos oficiales del ejército americano, como Gates, Lee, Pútnam, Schúyler, Ward y Heath, aparecían representados por espantajos semejantes. Una entrevista entre los guerreros rebeldes y el general en jefe inglés, forjada en el mismo estilo burlesco, fué recibida con inmenso aplauso, más estrepitoso aún de parte de los leales de la colonia. Uno de los invitados, sin embargo, manteníase aparte mirando estas bufonerías con austero desdén y frunciendo de vez en cuando el ceño con amarga sonrisa.

Era un anciano de gran reputación y alta clase en otro tiempo en la provincia, y que había sido soldado famoso en sus días. Se demostraba cierta sorpresa de que una persona como el coronel Jóliffe, cuyos principios conservadores eran bien conocidos, aunque demasiado viejo entonces para tomar parte activa en la lucha, hubiera permanecido en Boston durante el sitio, y particularmente hubiera consentido en presentarse en la morada de Sir Wílliam Howe. Pero había venido, sin embargo, trayendo del brazo a una hermosa joven nieta suya; y erguía allí su austera figura entre el regocijo y la bufonería, caracterizando su tipo mejor que ningún otro en la mascarada, pues que encarnaba admirablemente el antiguo espíritu de su tierra natal. Los demás invitados afirmaban que el torvo ceño puritano del coronel Jóliffe arrojaba sombras a su alrededor; aun cuando, a despecho de esta nefasta influencia, la alegría rayaba cada vez más alto, semejando (¡siniestra comparación!) el brillo falaz de una lámpara que arroja sus últimos destellos. Haría más de media hora que el reloj de la Iglesia del Sur había dado once campanadas, cuando comenzó a circular entre la sociedad el rumor de que iba a ofrecerse un nuevo espectáculo o exhibición que cerraría de manera digna el espléndido festival de aquella noche.

– ¿Qué nueva y jocosa invención trae vuecencia entre manos? – interrogó el reverendo Máther Byles, cuyos escrúpulos de ministro no habían sido suficientes para mantenerle alejado de la fiesta. – Creedme, señor, he reído ya más de lo que conviene a mi traje con vuestra homérica plática con el harapiento general de los rebeldes. Otro acceso de alegría semejante, y me veré obligado a despojarme de mi peluca y mi banda de clérigo.

– No tal, mi buen doctor Byles, – repuso Sir Wílliam Howe; – si el regocijo fuera un crimen, nunca habríais alcanzado el grado de doctor en teología. En cuanto a la nueva bufonada, no estoy más adelantado que vos mismo; quizá ni siquiera al mismo grado. Vamos, doctor, confesadlo, ¿no habéis incitado la austera imaginación de algunos de vuestros compatriotas para producir una escena de nuestra mascarada?

– Quizá, – hizo observar maliciosamente la nieta del coronel Jóliffe, cuyo elevado espíritu sentíase indignado por tantas burlas contra la Nueva Inglaterra; – quizá si tendremos una cuadrilla de figuras alegóricas. La Victoria, con los trofeos de Léxington y Búnker Hill; la Prosperidad, con su cuerno superabundante, para representar el actual bienestar de nuestra buena ciudad; y la Gloria, brindando una corona para las sienes de vuecencia. —

Sir Wílliam Howe sonrió a estas palabras, a las cuales habría respondido con su ceño más sombrío, a ser pronunciadas por labios bigotudos. Vióse libre de la necesidad de replicar por una singular interrupción. Escucháronse ecos de música fuera de la casa, como si procedieran de alguna banda militar completa, estacionada en la calle y tocando una lenta marcha fúnebre, en vez de los alegres sones requeridos por las circunstancias. Parecía que los tambores estuvieran ensordecidos y que las trompetas exhalaran gemidos, de manera que tales ecos apagaron inmediatamente el regocijo del auditorio, llenando a todos de sorpresa y a muchos de aprensión. Ocurrió a varios de los circunstantes la idea de que el cortejo de las exequias de algún elevado personaje se había detenido a las puertas de la casa provincial, o también que algún suntuoso ataúd, cubierto de terciopelo y lujosamente decorado, estaba a punto de ser sacado por el portal. Después de escuchar por un momento, llamó Sir Wílliam Howe con áspera entonación al director de orquesta que antes había animado la fiesta con alegres y risueñas melodías. Era tambor mayor de un regimiento inglés.

– Dighton, – interrogó el general, – ¿qué significa esta farsa? ¡Haced callar inmediatamente a vuestra banda con su marcha funeraria, o palabra que tendrán motivo suficiente para su lúgubre vena! ¡Hacedlos callar, bribón!

– Con el perdón de vuestro honor – respondió el tambor mayor, cuyo rubicundo rostro había perdido por completo el color, – la culpa no es mía. Yo y mi banda estamos aquí todos reunidos; y dudo que ninguno de nosotros pudiera tocar esa marcha de memoria. Sólo la he oído una vez, en ocasión de los funerales del difunto rey su majestad George II.

– ¡Bien, bien! – dijo Sir Wílliam Howe, recobrando su compostura. – Éste es el preludio de alguna extravagante mascarada. Dejadlo pasar. —

Una nueva figura apareció en aquel momento; mas, entre todas las máscaras fantásticas dispersas en los salones, ninguno pudo decir con certeza de dónde venía. Era un hombre con traje de sarga negra de moda antigua, y que tenía la apariencia de mayordomo o criado principal de la casa de algún noble o rico propietario rural inglés. Avanzó hacia la puerta exterior de la mansión y, abriendo por completo ambas hojas, se hizo a un lado y miró hacia atrás en dirección de la gran escalera, como si aguardase que alguien descendiera por allí. Al mismo tiempo, la música de la calle ejecutaba altas y dolientes llamadas. Sir Wílliam Howe y sus invitados dirigieron sus miradas a la escalera, donde aparecían, en el descanso más alto que podía distinguirse desde abajo, varios personajes que descendían hacia la puerta. El primero era un hombre de rostro austero, que llevaba sombrero de alta copa cubriendo un casquete; capa obscura, y grandes botas arrugadas que subían hasta el muslo. Traía bajo el brazo una bandera arrollada, que parecía ser la de Inglaterra, pero singularmente desgarrada y hecha jirones; y llevaba una espada en la mano derecha mientras sostenía una Biblia con la izquierda. La figura siguiente era de aspecto más suave aunque lleno de dignidad, y lucía cuello alechugado sobre el cual caía la barba, toga de terciopelo labrado y justillo y bragas de raso negro. Llevaba en la mano un rollo de manuscritos. Muy de cerca seguía a estos dos un joven de rostro y continente que atraían la atención, con frente profundamente pensadora y contemplativa y tal vez cierto rayo de entusiasmo en la mirada. Su atavío era antiguo, como el de sus predecesores, y tenía una mancha de sangre en su cuello alechugado. En el mismo grupo con los tres de que hemos hablado venían otros cuatro personajes, todos de aspecto majestuoso y habituado al mando, y ademanes de gente acostumbrada a las miradas de la multitud. Los circunstantes imaginaban que estos personajes iban a reunirse con el misterioso funeral que se había detenido frente a la casa provincial; sin embargo, esta suposición parecía desmentida por el aire de triunfo con que agitaban las manos al atravesar el dintel y desaparecer por el portal.

– ¡Por el nombre del diablo! ¿qué significa esto? – murmuró Sir Wílliam Howe, dirigiéndose a un caballero que se encontraba a su lado; – ¿es acaso una procesión de los regicidas jueces de Carlos el Mártir?

– Éstos, – dijo el coronel Jóliffe, rompiendo el silencio casi por primera vez aquella noche, – éstos, si interpreto bien, son los gobernadores puritanos, los jefes de la antigua y primitiva democracia de Massachusetts. Éndicott, con la bandera de la cual ha arrancado el símbolo de sumisión, y Wínthrop y Sir Henry Vane y Dúdley, Haynes, Béllingham y Léverett.

– ¿Por qué tenía aquel joven una mancha de sangre en su gorguera? – preguntó Miss Jóliffe.

– Porque, años después, – respondió su abuelo, – separaba el tajo de su tronco la cabeza más hábil de toda Inglaterra, en aras de la causa de la libertad.

– ¿No desea vuecencia ordenar la guardia? – musitó Lord Percy, que se había reunido con otros oficiales ingleses en torno del general. – Puede haber alguna conspiración bajo toda esta mojiganga.

– ¡Psh! No tenemos nada que temer, – replicó indolentemente Sir Wílliam Howe. – No puede haber traición en este asunto, sino una simple farsa, y ésta es de las más insulsas. Y aun cuando fuera hiriente y amarga, reírnos de ella sería la mejor diplomacia. Mirad, aquí viene un poco más de esta gentuza. —

Otro grupo de personajes había descendido en parte la escalera. Venía primero un venerable patriarca de barba blanca, que tentaba cuidadosamente su camino con una vara. Siguiendo sus huellas con premura y extendiendo su mano cubierta del guantelete como para coger el hombro del anciano, adelantábase una figura alta y de aspecto marcial, con casco de acero empenachado de plumas, brillante escudo y larga espada cinto, que resonaba contra los peldaños. El que venía en seguida era un hombre robusto, ataviado con traje rico y de corte, pero dejando notar al instante, sin embargo, que no era un cortesano; su marcha tenía el movimiento oscilatorio que distingue a los marinos; y habiendo tropezado por azar en la escalera, púsose iracundo súbitamente y se le oyó mascullar un juramento. Inmediatamente detrás aparecía un personaje de noble continente, con peluca rizada como la que se ve en los retratos del tiempo de la reina Anne y en otros anteriores a aquella época; y ostentando una estrella bordada en la pechera de su casaca. Mientras avanzaba hacia la puerta, saludaba a derecha e izquierda de manera muy graciosa e insinuante; pero, a diferencia de los primeros gobernadores puritanos, llegando al dintel, pareció agitar las manos con pesar.

– Mi buen doctor Byles, haced la parte del coro, os ruego, – dijo Sir Wílliam Howe. – ¿Quiénes son estos ilustres varones?

– Con el permiso de vuecencia, – respondió el doctor, – éstos florecieron un poco antes de mis días; pero, sin duda, nuestro amigo el coronel ha sido uña y carne con algunos de ellos.

– Nunca vi sus rostros en vida, – dijo gravemente el coronel Jóliffe; sin embargo de que he hablado frente a frente con muchos jefes de este país, y espero aun congratular a otro antes de morir con la bendición de un anciano. Mas ahora se trata de estos personajes. Supongo que el venerable patriarca represente a Brádstreet, el último de los puritanos, gobernador allá por el año noventa, más o menos. El otro es Sir Édmund Andros, un tirano, como os lo dirá cualquier chiquillo de escuela; y de consiguiente, el pueblo le precipitó de su alto puesto para encerrarle en una prisión. Luego viene Sir Wílliam Phipps, pastor, tonelero, capitán de marina y luego gobernador. ¡Ojalá muchos de sus compatriotas se elevaran a tanta altura desde tan modesto origen! Y el último que visteis era el benigno Earl de Béllamont, que nos gobernó bajo el reinado del rey Wílliam.

– Pero ¿qué significa todo esto? – interrogó Lord Percy.

– Si fuera yo un rebelde, – dijo Miss Jóliffe a media voz, – imaginaría que se ha citado a los espectros de los antiguos gobernadores para asistir a los funerales de la autoridad real en la Nueva Inglaterra. —

Varios otros personajes aparecían en la escalera. El que venía a la cabeza del grupo tenía cierta expresión preocupada, ansiosa y casi taimada; y, a despecho de su altanería, producida indudablemente por la ambición de su espíritu y por el desempeño continuado de altos puestos, no parecía incapaz de adular a los que se encontraban superiores a él. Algunos pasos más atrás veíase un oficial de rojo y bordado uniforme, de corte tan antiguo que perfectamente podía haberse llevado en tiempo del duque de Márlborough. Su nariz tenía un tinte rubicundo que, unido al trémulo parpadeo de uno de sus ojos, bastaba para sindicarle como adorador del vino y de la alegre compañía; a pesar de lo cual se mostraba inquieto y arrojaba frecuentes miradas en derredor, como temeroso de algún peligro oculto. Venía en seguida un rollizo caballero, con casaca de paño afelpado, forrada en sedoso terciopelo; mostraba inteligencia, astucia y buen humor en su semblante y llevaba un infolio bajo el brazo; pero su aspecto era el de un hombre vejado y atormentado más allá de su paciencia y acosado de fatiga mortal. Bajó las escaleras precipitadamente, seguido por un majestuoso personaje ataviado con traje de terciopelo púrpura ricamente bordado; su porte habría sido imponente, si un penoso ataque de gota no le hubiera obligado a cojear de peldaño en peldaño con contorsiones del cuerpo y del semblante. Cuando el doctor Byles pudo contemplar esta figura en la escalera, se estremeció febrilmente; pero siguió observándole con persistencia hasta que el gotoso caballero llegó al umbral, hizo un ademán de angustia y desesperación y se desvaneció entre la obscuridad exterior, desde donde le llamaba la música funeraria.

 

– ¡Mirad! ¡El gobernador Bélcher! ¡mi antiguo jefe, en su misma figura y vestido! – profirió jadeante el doctor Byles. – ¡Esto es una burla horrible!

– Una broma enfadosa, nada más, – dijo Sir Wílliam Howe, con aire de indiferencia. Mas ¿quiénes eran los tres que le precedían?

– El gobernador Dúdley, un astuto diplomático, pero a quien sus artificios llevaron a prisión, – replicó el coronel Jóliffe. – El gobernador Shute, antiguo coronel bajo Márlborough, y a quien obligó el pueblo a salir de la provincia; y el sabio gobernador Búrnet, a quien produjo su legislatura una fiebre mortal.

– Imagino que eran unos desgraciados estos gobernadores reales de Massachusetts, – observó Miss Jóliffe. – ¡Cielos! ¡Cómo se obscurece la luz!

Era un hecho ciertamente que la luz de la gran lámpara que iluminaba la escalera tornábase ahora opaca y sombría; a tal punto que varias figuras, que bajaron rápidamente y atravesaron el pórtico, más parecían sombras que personas de carne y hueso. Sir Wílliam Howe y sus invitados se mantenían en la puerta de los salones contiguos observando el progreso de este espectáculo singular, con diversas emociones de ira, desdén y terror disimulado; pero, sin embargo, con ansiosa curiosidad. Las sombras, que parecían apresurarse ahora para unirse a la misteriosa procesión, demostraban su identidad por las notables peculiaridades de su atavío o por rasgos marcados de su manera de ser, más que por la semejanza de facciones con sus prototipos. Casi invariablemente, en verdad, conservaban sus rostros ocultos en profunda sombra. Pero oíase murmurar al doctor Byles y a algunos otros caballeros, que habían conocido por largo tiempo a los gobernadores sucesivos de la provincia, los nombres de Shírley, Pównall, de Sir Francés Bérnard, y el recordado Hútchinson; confesando de aquella manera que los actores, quienesquiera que fuesen, habían conseguido representar los rasgos característicos de los verdaderos personajes en su procesión de fantasmas de gobernadores. Al desaparecer por el portal, extendían sus brazos aquellas sombras hacia la obscuridad de la noche con formidable expresión de dolor. Tras de la forma que personificaba a Hútchinson aparecía una figura marcial sosteniendo delante de su rostro un sombrero de tres picos que había retirado de su empolvada cabeza; pero las charreteras y demás insignias de su clase eran las de un oficial general; y algo en su porte recordaba a los presentes la figura de un personaje que había sido recientemente el amo de la casa provincial y de toda la comarca.

– ¡La figura de Gage, tan exacta como en un espejo! – exclamó Lord Percy, palideciendo.

– ¡No, por cierto! – profirió Miss Jóliffe, riendo nerviosamente; – no puede ser Gage, puesto que Sir Wílliam habría saludado en este caso a su antiguo compañero de armas. ¡Quizá no dejará pasar al próximo sin desafiarle!

– Podéis estar segura de ello, señorita mía, – respondió Sir Wílliam Howe, fijando la mirada con marcada expresión en el semblante impasible de su abuelo. – He tardado demasiado en hacer los honores a los invitados que nos abandonan. El próximo que se retire recibirá la cortesía debida. —

Un salvaje e imponente estallido de la música dejóse escuchar en este momento a través de la puerta abierta. Parecía que la procesión, que había llenado sus filas gradualmente, estuviera a punto de proseguir, y que aquel vibrante alarido de las sollozantes trompetas y el resonar de los ensordecidos a tambores fuera la señal de apresurarse para algún rezagado. Las miradas se volvieron por irresistible impulso hacia Sir Wílliam, como si fuera él a quien convocaba la imponente música para asistir a los funerales de su poder desvanecido.

– ¡Mirad! ¡aquí viene el último! – murmuró Miss Jóliffe, señalando con trémulo dedo la escalera.

Presentóse una figura a las miradas, conforme iba descendiendo la escalera; aunque tan sombrío estaba el lugar de donde emergió, que algunos de los espectadores imaginaron que la misma obscuridad se había moldeado súbitamente en forma humana. Descendió la figura con paso marcial e imponente; y al llegar a los peldaños inferiores, pudo verse que era la de un hombre alto, con botas, y embozado en una capa militar que cubría su rostro hasta reunirse con el ondulante borde de un sombrero galoneado. Las facciones, de consiguiente, quedaban ocultas por completo. Pero los oficiales ingleses imaginaban haber visto antes esta capa militar y hasta reconocían el desgastado bordado del cuello, así como la dorada vaina de una espada que asomaba entre los pliegues de la capa, reflejando vívidos destellos luminosos. Además de estos pequeños detalles, había ciertos rasgos del porte y de las maneras, que incitaron a los maravillados contertulios a separar sus miradas de la embozada figura para buscar a Sir Wílliam Howe, con el propósito de verificar si no había desaparecido de improviso de en medio de ellos. Vieron entonces al general tirar de su espada, con el rostro lleno de ira sombría, y avanzar hacia la figura encapada, antes de que ésta hubiera podido avanzar un solo paso.

– ¡Descubríos, villano! – gritó. – ¡No pasaréis más allá! —

La figura, sin retroceder un pelo ante la espada que amenazaba su pecho, hizo una pausa solemne y bajó en seguida la capa de su rostro, pero no lo bastante para que los espectadores alcanzaran a discernirlo. Mas indudablemente Sir Wílliam Howe había visto lo suficiente. La dureza de su continente se trocó en un aire de horror, mientras retrocedía varios pasos ante la aparición, dejando caer al suelo su espada. La figura de aspecto marcial cubrió de nuevo sus facciones con la capa y prosiguió su camino; pero al llegar al umbral, y de espaldas a los espectadores, se notó que golpeaba el suelo con el pie y sacudía sus crispadas manos en el aire. Asegurábase después que Sir Wílliam Howe había repetido el mismo desesperado ademán de rabia y de pesar cuando por última vez, y como el último de los gobernadores reales, atravesó el dintel del pórtico de la casa provincial.

– ¡Mirad! El cortejo avanza, – dijo Miss Jóliffe.

La música moría en la calle, y sus tristes sones vinieron mezclados con el resonar de media noche en el campanario de la antigua Iglesia del Sur, y con el estruendo de la artillería que anunciaba que el ejército sitiador de Wáshington se había atrincherado en una colina más cercana. Cuando el sonido retumbante del cañón hirió sus oídos, irguióse el anciano coronel Jóliffe en toda su altura y sonrió austeramente al general inglés.