Política y movimientos sociales en Chile. Antecedentes y proyecciones del estallido social de Octubre de 2019

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Resolver o gestionar conflictos: ¿qué pueden hacer los gobiernos?

El solo hecho de reconocer la conflictividad territorial en los términos acá descritos es un paso necesario para delinear una agenda que ponga en el centro de sus preocupaciones la complejidad de unas dinámicas que no se resuelven ni con mejor regulación ni con más políticas sociales, ni con más esfuerzos de mitigación.

Para avanzar hacia la resolución de los conflictos la única agenda posible es una de reformas de carácter estructural tanto en el plano económico como en el político.

En lo económico, los especialistas postulan la urgencia de diversificar nuestra matriz productiva e invertir en formación de capital humano, para disminuir nuestra dependencia del precio de los commodities en el mercado internacional, incrementar la productividad y agregar valor a la producción nacional, todavía predominantemente extractiva (Landerretche, 2011).

En lo político, los conflictos expresan la urgencia de una agenda que vuelva a poner el valor de lo colectivo en el centro de la construcción de propuestas de desarrollo. Pero no solo eso, se requiere también abordar desde lo público las consecuencias que derivan de las enormes asimetrías de poder e información que existen entre los gobiernos, los empresarios y la ciudadanía en general. Más transparencia, más participación, mejores mecanismos de rendición de cuentas son algunos de los mecanismos formales.

Un giro sustantivo del modelo de desarrollo y convivencia en esta dirección, que valore y apoye una mayor diversidad de proyectos de vida, producción y bienestar, debiera reducir en forma considerable las fuentes de conflictos derivados de la resistencia a una industria extractiva que hoy se impone como la única vía de desarrollo posible y cuenta, para su despliegue, con el aval (y subsidio) de todas las fuerzas políticas y económicas de carácter nacional.

No obstante, una política industrial agresiva capaz de transformar las bases del modelo no terminará con los conflictos derivados de la instalación de zonas de sacrificio. Lo que cabe acá es impulsar cambios institucionales que incrementen las regulaciones a la (nueva) actividad económica y reduzcan la asimetría en el poder de negociación de las partes en conflicto.

En ausencia de reformas estructurales como las esbozadas, una opción reformista menos radical consiste en optar por gestionar adecuadamente los conflictos, evitando escaladas de violencia que hoy aquejan a muchos países de la región, mitigando el daño sobre poblaciones afectadas y equiparando las condiciones para el diálogo y la expresión de intereses y demandas de los distintos actores en disputa. En efecto, en muchas ocasiones la presencia de una situación de conflicto implica también una oportunidad para, a partir de la crisis generada por el mismo, abrir posibilidades de alcanzar nuevos arreglos institucionales que impacten en dinámicas de desarrollo más inclusivas y sostenibles. La presión política que surge de las manifestaciones derivadas de los conflictos puede ayudar a reformar las políticas estatales y empujar al cambio institucional progresivo (Bebbington, 2012). Pero para ello se requiere –insistimos una vez más– partir por reconocer la emergencia de conflictos como un problema que no se resuelve con políticas productivas y sociales compensatorias.

Entre las reformas necesarias destaca en primer lugar todo el conjunto de medidas ya mencionadas, tendientes a regular la actividad económica en el sentido de una mayor responsabilidad ambiental y social, incrementando el costo de las sanciones por incumplimiento.

Un ámbito complementario de reformas, comúnmente menos explorado en referencia a una mejor gestión de conflictos socio-territoriales, es el relativo al fortalecimiento de la descentralización y el desarrollo territorial.

Puede resultar crítica, por ejemplo, la entrega de mayores atribuciones a los gobiernos regionales para que tomen decisiones estratégicas sobre el ordenamiento territorial, siempre y cuando quienes encabecen dichos gobiernos sean autoridades democráticamente electas, por cierto.

Asignar un carácter vinculante al Plan Regional de Ordenamiento Territorial (PROT), como lo hace la última reforma a la Ley de Gobiernos Regionales aprobada en marzo de 2018, puede significar un paso decisivo para una gestión integral del territorio, que ponga en común intereses, muchas veces en conflicto, de actores como el sector privado, las organizaciones sociales, los gobiernos locales o la comunidad organizada. Una discusión sustantiva sobre cómo compatibilizar en un mismo espacio geográfico la producción (minera, pesquera, forestal, agrícola) a distinta escala, con respeto a las identidades locales y protección del medioambiente, junto con otros usos del territorio, significa un paso sustantivo para una mejor articulación de la institucionalidad pública, para la cual el PROT será de cumplimiento obligatorio. Pero más importante aún, si se toma en serio la obligación que establece la ley de someter el PROT a consulta pública, este instrumento puede contribuir al bienestar de las comunidades.

Como vimos al hacer referencia a la investigación de Rimisp13 sobre dinámicas territoriales rurales, no hay dinámica de desarrollo territorial posible sin la existencia de un actor territorial colectivo. Tomarse en serio el fortalecimiento de las capacidades de acción colectiva requiere mucho más que regular procesos de consulta previa y resguardar condiciones formales para un diálogo equitativo: requiere reconstruir confianzas, acortar brechas cognitivas y socioeconómicas, comprender y valorar las propuestas de sentido de las comunidades territoriales, sentarse a la mesa a dialogar de manera franca, dar muestras reales de apertura, entender y valorar la diversidad. Una agenda compleja, pero necesaria, para repensar las prioridades y estrategias del progresismo latinoamericano.

Post scriptum
Vigencia de los conflictos socio-territoriales

Desde la fecha de término del escrito anterior, la situación en torno a los conflictos socio-territoriales se ha mantenido prácticamente sin cambios. No han surgido nuevos conflictos, no se han resuelto los existentes, no han surgido nuevos espacios de diálogo ni instrumentos de política para su gestión y resolución. No obstante, el tema ha adquirido alguna visibilidad en la agenda en cuanto problema estructural que subyace a la expresión de malestar que estalla en el país el 18 de octubre pasado. En efecto, el estallido social de octubre puso de relieve las consecuencias de un modelo socioeconómico reproductor de múltiples desigualdades. En ese sentido, parecen necesarias dos consideraciones para los argumentos desarrollados en este artículo.

La primera refiere a las nuevas formas de acción colectiva que parecen estar surgiendo en el país y su potencial de contribución al diálogo y la resolución de conflictos. El despertar de la ciudadanía es, sin duda, un hecho positivo y que merecerá mucho análisis en los próximos años, pero hasta el momento se observan muy escasas señales de que esa acción colectiva encuentre eco en la clase política o el sector privado, en el sentido de promover espacios de diálogo y construcción de acuerdos.

Se menciona en el artículo principal que la existencia de coaliciones de actores diversos en sus intereses y posiciones, pero que comparten algunos objetivos comunes, es clave para activar dinámicas inclusivas de transformación territorial. Lo que se observa hoy en Chile es más polarización que diálogo. Otra tarea urgente para el progresismo deriva de esta observación: la de transformar el malestar en una oportunidad para la discusión propositiva y aprovechar la existencia de un movimiento social extendido para el fortalecimiento del tejido y la organización social. La polarización no es intrínseca al surgimiento de un movimiento social que se expresa de manera diversa y heterogénea tras el estallido social de octubre: es más bien efecto de la distancia creciente que existe entre la élite política y económica del país respecto del tejido social y la ciudadanía en general. La tarea, es, por tanto, disminuir esa distancia sin desactivar la organización social y la acción colectiva emergente.

La segunda consideración es una invitación a revisar las recomendaciones formuladas en las páginas anteriores, en el sentido de relevar la prioridad (y viabilidad) de reformas estructurales al modelo. Lo que hasta mediados de 2019 parecía estar fuera del espacio de discusión política nacional –y que sugería una «agenda reformista menos radical para la gestión de conflictos»– tras el estallido social de octubre se vuelve una alternativa cierta: la de discutir y modificar las bases del modelo. Esto abre la posibilidad de discutir sobre la propiedad y el acceso al agua, la diversificación de la economía, el rol del Estado en el desarrollo, el resguardo y la protección de las comunidades y el medioambiente ante la acción privada, entre otras cuestiones que de seguro serán tema de debate en el proceso constituyente que muy probablemente tenga lugar en el país en los próximos años. Es de prever que cambios en la forma como se enfrenta cada uno de los temas recién mencionados contribuyan a disminuir la conflictividad socio-territorial. No obstante, queda mucho trabajo por hacer para construir y consensuar un proyecto alternativo al vigente que proponga las definiciones fundamentales en ámbitos como los mencionados y otros igualmente críticos para la construcción de un país más justo e igualitario.

Santiago, mayo de 2020.

Referencias

Bebbington, A. (Ed.) (2012). Social conflict, economic development and extractive industry. Evidence from South America. London, UK: Routledge <https://doi.org/10.4324/9780203639030>.

 

Berdegué, J., A., Bebbington, & J. Escobal, (2015). «Conceptualizing Spatial Diversity in Latin American Rural Development: Structures, Institutions, and Coalitions». World Development, Vol. 73, 110.

Fernández, M.I. y R., Asensio (coords.) (2014). ¿Unidos podemos? Coaliciones territoriales y desarrollo rural en América Latina. Lima: IEP.

Fernández, J. (2018). «El territorio como espacio contradictorio: promesas y conflictos en torno a la actividad extractiva en Ecuador, Colombia, Perú y Chile». Revista EURE Nº ١٣٧, enero. Santiago, Chile.

Hollenstein, P. y P. Ospina (2014). «La promesa de crecer juntos. Coaliciones sociales y políticas públicas en Tungurahua (Ecuador)», en Fernández, M.I. y R., Asensio, (coords). ¿Unidos podemos? Coaliciones territoriales y desarrollo rural en América Latina. Lima: IEP.

Landerretche, O. (2016). Vivir juntos. Economía, política y ética de lo comunitario y lo colectivo. Santiago de Chile: Debate.

--------------. (2011). «El Bing Bang», en R. Lagos y O. Landerretche (eds). El Chile que se viene. Ideas, miradas, perspectivas y sueños para el 2030, Santiago de Chile: Catalonia.

Modrego, F.; E., Ramírez; A., Tartakowsky y E. Jara. (2011). La heterogeneidad territorial del desarrollo en la década de oro de la economía chilena. Documento de Trabajo. Programa de Dinámicas Territoriales Rurales. Santiago, Chile: Rimisp - Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural.

Nussbaum, I.; C. Pavez y E. Ramírez. (2012). «Crisis del virus ISA y nueva institucionalidad en Chiloé», en P. Ospina y P. Hollenstein (ed) Jamás tan cerca arremetió lo lejos. Inversiones extraterritoriales, crisis ambiental y acción colectiva en América Latina. Universidad Andina Simón Bolívar Sede Ecuador, Rimisp, Quito. Ecuador: Ediciones Tierra.

Scott Dayna, N. y A. Smith. (2017). «“Sacrifice Zones” in The Green Energy Economy: Toward an Environmental Justice Framework». McGill Law Journal 62 (3) p. 861–898.

12 Directora Ejecutiva del Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural (Rimisp).

13 <http://webnueva.rimisp.org/>

El movimiento estudiantil chileno y su (re)articulación con la política institucional

Sofía Donoso14

Introducción

Tanto los partidos políticos como los movimientos sociales en Chile han vivido una profunda transformación desde la restauración de la democracia en 1990. No es de extrañar, por ende, que la relación entre ambos actores también haya sufrido importantes modificaciones. De una relación estrecha, marcada por la experiencia compartida de la lucha en contra de la dictadura militar, la creciente desconfianza en los partidos políticos ha ido de la mano de un gradual distanciamiento entre actores políticos institucionales y no institucionales (Somma & Bargsted, 2015: 207-240). Esto quedó en evidencia durante las masivas protestas sociales del año 2011. Desde entonces, esta distancia ha restringido las posibilidades de construcción de alianzas sociopolíticas amplias, necesarias para la implementación de una agenda de transformación social.

El movimiento estudiantil, en particular, ha formulado una crítica exhaustiva a lo que fueron los gobiernos de centro-izquierda de la Concertación (1990-2010) y Nueva Mayoría (2014-2018). El año 2011 las protestas estudiantiles enfrentaron a un gobierno de centro-derecha, presidido por Sebastián Piñera, alcanzando un nuevo nivel de masividad. A pesar de mantenerse activo durante gran parte del año, la respuesta institucional al movimiento estudiantil fue reducida. Al mismo tiempo, los altos quorums en el parlamento para modificar leyes orgánicas –como la de educación– convencieron a los estudiantes de que la lucha por un sistema educacional igualitario también pasaba por un cambio de constitución política. Así, los estudiantes no solo instalaron la educación en el centro del debate público, sino que también la urgencia de llevar a cabo reformas políticas con el fin de democratizar la institucionalidad existente –en parte heredada del régimen militar–. Además, frustrados con el poco avance, el año 2013 un conjunto de exdirigentes estudiantiles decidió competir por un escaño en el parlamento. Dos de ellos, Giorgio Jackson y Gabriel Boric, ganaron sus elecciones y pasaron a ser oposición al segundo gobierno de Michelle Bachelet. Desde el parlamento, denunciaron lo que consideraron ambigüedades en materia educacional y otros ámbitos de política pública de la Nueva Mayoría, la coalición política compuesta por los partidos de la Concertación y el Partido Comunista con la cual ganó la presidencia Michelle Bachelet. La influencia ejercida desde el parlamento y también desde espacios como la alcaldía de Valparaíso, impulsó la creación del Frente Amplio a principios del año 2017. Actualmente, esta coalición, compuesta por 13 organizaciones políticas, está fuertemente vinculada a movimientos sociales tales como No + AFP, que ha liderado masivas protestas en los últimos años.

En base a entrevistas con actores claves, material de prensa y literatura secundaria, en este capítulo se presenta el análisis del desarrollo del movimiento estudiantil en la últimas tres décadas y su relación con la política institucional. Para esto, se examina la rearticulación de la acción colectiva estudiantil y cómo, a lo largo de distintas olas de protestas lideradas por estudiantes secundarios y universitarios, se ha ido transformando la relación con los partidos políticos. Describiendo los principales hitos en el desarrollo del movimiento estudiantil, el capítulo muestra cómo la política institucional y no institucional se entrelazan. De esta manera, desde un enfoque relacional, se argumenta que las fronteras entre ambos ámbitos son porosas y producto de múltiples iteraciones a lo largo del tiempo.

«Seguridad para estudiar, libertad para vivir»: De la lucha contra la dictadura a la desarticulación del movimiento estudiantil15

El golpe militar en 1973 inició una dura etapa para aquellos actores sociales que habían apoyado al gobierno del presidente Salvador Allende. El movimiento estudiantil no fue una excepción. Sus principales líderes fueron reprimidos y, en algunos casos, desaparecidos y ejecutados. Al mismo tiempo, el sistema educacional en todos sus niveles era sujeto a una profunda reestructuración neoliberal sin un actor social que pudiese ofrecer resistencia.

La violencia sistemática ejercida por la junta militar, sumada a la crisis económica de mitades de los años 1980, provocó una ola de protestas que el régimen presidido por el general Pinochet no pudo contener. El llamado a la democratización reactivó a los partidos políticos de la oposición, los cuales más tarde conformarían la coalición Concertación de Partidos por la Democracia. En esta lucha contra la dictadura, los movimientos sociales –entre otros, el movimiento estudiantil– jugaron un rol central. Sin embargo, el diagnóstico de la Concertación fue que la fuerza de la calle no sería suficiente para derrocar a la dictadura16. Pronto, movimientos sociales compuestos por trabajadores, estudiantes, feministas y pobladores, entre otros, quedaron subordinados a la estrategia de los partidos políticos opositores, los cuales buscaban reinstaurar un régimen democrático por la vía institucional. Para esto se requería operar dentro del marco delineado en la Constitución de 1980, redactada por el régimen militar. Esta incluía un conjunto de artículos transicionales que definían una vía institucional para establecer la «democracia protegida» que el régimen militar proyectaba para el futuro del país. Significaba, por lo tanto, intentar derrotar a Pinochet aceptando sus propias reglas. En muchos sentidos, esto fue fructífero. En 1988, la coalición de centro-izquierda ganó el plebiscito en el que los chilenos podían elegir entre un «sí» y un «no» a la continuación de la junta militar. La presión internacional obligó al general Pinochet a reconocer la victoria de la oposición y a celebrar elecciones generales en 1989, mediante las cuales se pudo restablecer un régimen democrático.

Los movimientos sociales que habían luchado en contra de la dictadura, en conjunto con los partidos políticos, tenían grandes expectativas en el retorno de la democracia. También fue el caso del movimiento estudiantil, pero se enfrentó a una serie de desafíos. En primer lugar, existían evidentes desacuerdos entre los líderes estudiantiles de la época con respecto a si demandar cambios estructurales al sistema educativo heredado de la dictadura, o si optar por la propuesta de la Concertación de implementar una agenda de cambios graduales (Roco, 2013: 3). En segundo lugar, líderes de otras organizaciones sociales, tales como el Colegio de Profesores y los sindicatos, vivían un proceso similar de adecuación de demandas y reconstrucción de agenda. Al mismo tiempo, muchos líderes sociales se integraban al aparato estatal. Todo lo anterior dificultaba la construcción de un movimiento social transversal que pudiese empujar por demandas estructurales que cambiaran el sistema educacional heredado de la dictadura.

En el ámbito universitario, la desmovilización empezó tempranamente, una vez restaurada la democracia. Existía una demanda por el retorno del sistema de aranceles existente previo a 1973, según el cual se pagaba un arancel diferenciado, según la capacidad económica del estudiante. No obstante, las organizaciones estudiantiles existentes estaban fuertemente debilitadas. En la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH), la más importante de las organizaciones estudiantiles en conjunto con la federación de la Pontificia Universidad Católica, el mal manejo económico y administrativo profundizó la desmovilización. La crisis de liderazgo culminó con el cierre de la FECH el año 1993, dado el bajo quórum en las elecciones.

En 1995 la FECH se refundó bajo el liderazgo de Rodrigo Roco, quien era miembro del Partido Comunista. Desde su perspectiva, el discurso de la FECH «tenía que superar los vicios que habían contribuido a la caída de la organización previas, esto es, la extrema cooptación por parte de grupos políticos con amplia representación»17. Para esto impulsó la formación de una alianza con movimientos no partidarios, pero de sello izquierdista, los cuales conformaban Estudiantes de Izquierda. Con esto se inició el trabajo de reconstruir la agenda del movimiento estudiantil. Tal como reflexiona Roco: «La épica de la FECH de los 1980 e inicios de los 1990 se sostenía en su propia epopeya de lucha por la recuperación de la democracia en el país. Muchos de quienes participamos en el periodo 94-98 alcanzamos a ser parte de esa lucha en la enseñanza media; sin embargo, en tanto generación que pasaba a hacerse cargo del movimiento estudiantil universitario, no podíamos reconocernos en esa misma identidad. Se hacía necesario generar una nueva lectura acorde a lo que estaba pasando en el Chile (y en el mundo) post dictadura» (Roco, 2013: 13). Una visión similar tiene Iván Mlynarz, presidente de la FECH en 1998-1999: «la FECH que se había construido para luchar contra la dictadura nunca volvió a calzar en democracia […] porque su estructura, formas, lógica, se habían construido para una lucha política muy clara […]»18.

Con el propósito de coordinar el trabajo con federaciones de otras universidades, la FECH también promovió la constitución de la Confederación de Estudiantes de Chile (Confech), la cual reúne a las federaciones estudiantiles de las universidades vinculadas al Consejo de Rectores. Durante los noventa, los estudiantes universitarios protestaron por la falta de compromiso del Estado en el financiamiento de las universidades públicas del país: el déficit del Fondo Solidario del Crédito Universitario y la insuficiencia de las becas destinadas a cubrir los aranceles universitarios. La FECH sumó también la demanda por la democratización del Estatuto Universitario.

El año 1997 marcó un hito: se organizaron demostraciones que congregaron alrededor de 15.000 estudiantes a través del país19, las cuales, hasta ese momento, eran las más masivas desde la restauración de la democracia. Como resultado de las movilizaciones, el gobierno aumentó los recursos a la educación superior y cubrió el déficit del Fondo Solidario. Sin embargo, los dirigentes estudiantiles que habían liderado el proceso fueron criticados por negociar con las autoridades gubernamentales. Tal como afirma Julio Lira, presidente de la FECH unos años más tarde, «fuimos criticados por “bajarnos” demasiado temprano»20. Esta crítica fue más fuerte desde las federaciones regionales, ya que sus líderes reprocharon el hecho de quedar solos en las movilizaciones21. Como consecuencia de lo anterior, los dirigentes estudiantiles ligados a los partidos de la Concertación fueron perdiendo fuerza. En cambio, la presidencia de la FECH fue asumida por líderes del Partido Comunista y Estudiantes de Izquierda (con excepción del año 2004).

 

En 2005 la FECH experimentó los beneficios de las luchas que la federación había conducido como parte de la Confech. En septiembre de ese año, la Confech y el Ministerio de Educación firmaron un acuerdo en el cual duplicaban el número de becas y préstamos estudiantiles con recursos del Estado (Melo & Grau, 2013: 10). Esto significó que los tres quintiles más pobres obtuvieron el derecho de financiar su educación terciaria. En términos de recursos financieros, este acuerdo significaba un 40,2% de aumento en becas y un 17,1% de préstamos estudiantiles (op. cit.). Este resultado constituyó una importante victoria para los estudiantes universitarios. Si bien el propósito de introducir el sistema de pago diferenciado no se había logrado, el aumento de becas significó que los estudiantes de familias más vulnerables tuvieran acceso al financiamiento. Adicional a ello, en relación con la democratización interna de la universidad, cambios importantes se introdujeron en los estatutos de la Universidad de Chile al introducir el Senado Universitario. En dicha instancia los estudiantes pueden participar en la definición del futuro de la universidad. Estos logros convencieron a los líderes estudiantiles universitarios de que estaban enfrentando el fin de un ciclo y de que era necesario reformular la plataforma política de la FECH en particular y del movimiento estudiantil en general22.

A nivel de estudiantes secundarios se vivió un proceso de desmovilización similar al de los universitarios después del retorno de la democracia. Si bien estos últimos históricamente han sido los protagonistas de las movilizaciones estudiantiles, a pesar de su corta edad los secundarios también han cumplido un papel clave. En el clima de agitación política de la década de 1960, los estudiantes de secundaria se movilizaron bajo la dirección de la Federación de Estudiantes Secundarios de Santiago (Feses). Diferentes tendencias políticas –radicales, socialistas, comunistas, demócrata cristianos y conservadores– coexistieron dentro de esta organización estudiantil. Sin embargo, en el momento de la ascensión de Salvador Allende como presidente del país, la Feses estaba dominada por las fuerzas de izquierda (Flores, 2009: 473). Dado este apoyo, en 1973, la Feses fue prohibida y la participación estudiantil quedó restringida a los consejos de curso, regidos por un decreto del régimen militar. Al igual que otras organizaciones sociales que habían apoyado a la Unidad Popular, dirigentes secundarios sufrieron represión y la dispersión de sus líderes (Garretón & Martínez, 1985: 105).

En 1985, en el contexto de las protestas contra el régimen militar, se refundó la Feses. Bajo el lema «Seguridad para estudiar, libertad para vivir», el cual expresaba sucintamente la naturaleza interrelacionada de las demandas sectoriales y las relacionadas con la democratización del país, la Feses movilizó a miles de estudiantes de secundaria contra la junta de Pinochet. Después del restablecimiento de la democracia en 1990, la Feses se convirtió en un bastión para las secciones juveniles de los partidos políticos23. Por mucho tiempo, el Partido Comunista fue particularmente influyente.

A pesar de que las masivas protestas que precedieron la derrota del régimen militar se habían disipado, los estudiantes secundarios realizaron movilizaciones esporádicas cada año. Por lo general, comenzaban con el año académico en marzo. Si bien promovían una crítica general del sistema educativo, en su mayoría las movilizaciones se levantaban por demandas económicas específicas tales como el costo de la Prueba de Admisión Académica y el costo del pase escolar.

La Feses constituyó el representante indiscutible de los secundarios en los noventa. No obstante, su organización jerárquica sumada a la falta de una agenda más bien centrada en los problemas cotidianos que enfrentaban los estudiantes no contribuían a su capacidad de movilización. De igual manera, había descontento con la segunda organización secundaria existente en la época, la Asamblea de Consejos Estudiantiles de Santiago (ACAS). Esta coordinaba los consejos estudiantiles de las escuelas, los cuales se regían en base a un decreto que dejó el régimen militar. Se trataba de una instancia despolitizada que tenía como principal función organizar eventos estudiantiles como aniversarios o fiestas24. Además, el origen autoritario del ACAS era impopular entre los estudiantes25.

En el año 2000, el descontento existente en las organizaciones estudiantiles motivó la creación de la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios (ACES). La fundación de esta nueva organización respondía a un diagnóstico compartido de que había una necesidad de posicionar nuevamente a los estudiantes secundarios como un actor relevante en la política chilena. Específicamente, los fundadores de la ACES sostenían que era necesario volver a conectar lo político con lo social, esto es, politizar algunas de las demandas estudiantiles que decían relación con su experiencia cotidiana26. Esto no significaba que la ACES fuese apolítica. Por el contrario, sus dirigentes se planteaban el desafío de construir organización «desde abajo», politizando a los estudiantes sobre la base de sus propias experiencias sociales y no con las banderas de los partidos tradicionales, las cuales tenían un bajo nivel de convocatoria.

Úrsula Schüler, una de las líderes de la ACES y años más tarde vicepresidenta de la FECH, reflexiona sobre los comienzos de la organización secundaria: «te encontrabas con una Feses que te hablaba de los derechos humanos, los desaparecidos, del derecho a la educación en términos abstractos, todas las banderas post dictaduras, desarticuladas […] les mataron a sus dirigentes, intelectuales y te quedas con el museo de toda esa fuerza. Entonces nosotros nos sentíamos parte de esas demandas, pero entendíamos que no servían hoy para reconstruir al actor secundario»27. De modo similar, Julio Reyes, el último presidente de la Feses, señala: «nosotros no éramos una generación que estuviese comprometida políticamente a partir de la historia trágica de la izquierda en dictadura, nosotros éramos una generación que nos habíamos formado socialmente en los noventa, nos habíamos formado socialmente en la sociedad chilena dominada totalmente por el mercado, pero sin autoritarismo político»28.

Las demandas de la ACES se desprendían de su diagnóstico. En palabras de Julio Reyes: «si bien nosotros teníamos cierta visión crítica por ejemplo con respecto a […] la LOCE [Ley Orgánica Constitucional de Educación], en rigor no podíamos hacer política por cosas tan trascendentales y estructurales. Nuestra única forma de partir, porque nosotros sentíamos que estábamos en el camino desde la nada, era empezar desde demandas más inmediatas y más firmes a la epidermis de los cabros comunes y corrientes con los que estábamos trabajando. Porque no eran cabros de tradición política, y en los espacios más tradicionalmente politizados como eran los colegios tradicionales»29. Así es como la ACES planteaba demandas tales como el permiso de llevar pelo largo a los varones, menores restricciones en la vestimenta, acceso a computadores y equipamientos para el tiempo libre en las escuelas, y espacios más democráticos de organización30 (entrevista Orellana 2011).

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