Política y movimientos sociales en Chile. Antecedentes y proyecciones del estallido social de Octubre de 2019

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Si algo dejó al descubierto el estallido es que el malestar social carece de articulación política. Y sin dicha articulación –y sin conocer la realidad de aquellos que se dice querer representar–, los partidos de izquierda pueden disputar elecciones con el alcalde de matinal de turno. Se trata solo de elegir bien la candidatura. Pero, al igual que el alcalde y que Sebastián Piñera, no calculan el riesgo de terminar con el cargo, pero sin el poder. Porque el poder se fugó de la arena institucional.

Santiago, mayo de 2020

Referencias

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3 Profesor titular del Instituto de Ciencia Política y Escuela de Gobierno de la Pontificia Universidad Católica de Chile, investigador asociado del Instituto Milenio Fundamento de los Datos e investigador del Centro de Ecología Aplicada y Sustentabilidad –CAPES.

4 Este artículo se basa en la adaptación de argumentos previamente presentados en la serie «Crisis del sistema político», publicado por CIPER (ciperchile.cl), y editado por Juan Andrés Guzmán, así como en un conjunto de argumentos introducidos en el artículo de mi autoría: «¿El fin de los partidos políticos?», publicado en Diálogo Político 1, 2017. Las secciones 2 a 5 reproducen íntegramente secciones incluidas en dicho artículo.

5 J. Schumpeter, con su visión de los partidos políticos como meros estructuradores de la oferta electoral, es, tal vez, la voz disidente más potente en este sentido.

6 Como síntesis de esta corriente véase el libro: La Política de las Políticas Públicas, editado por el BID en 2006.

7 No obstante véase, por una visión discrepante: J.P. Luna, (2016). «Chile’s Crisis of Representation», Journal of Democracy, 27-3, pp.129-138, y Luna, J. P., & Rosenblatt, F. (2012). ¿Notas para una autopsia? Los partidos políticos en el Chile actual. Democracia con partidos. Informe para la reforma de los partidos políticos en Chile. Santiago, CEP y CIEPLAN. Luna, J. P., & Mardones, R. (2010). «Chile: are the parties over?» Journal of Democracy, 21(3), 107-121.

8 Sobre la gestión del Estado en Perú y la fuerte inserción tecnocrática en este ámbito ver Dargent (2015).

9 Entrevista personal con Ricardo Soberón, marzo de 2015, realizada en conjunto con Andreas Feldmann en la ciudad de Lima.

10 Me baso en estimaciones provistas por Ernesto Calvo en «Anatomía política» de Twitter en Argentina.

11 Sobre este punto véase: <http://www.theclinic.cl/2017/01/19/martin-hilbert-experto-redes-digitales-obama-trump-usaron-big-data-lavar-cerebros/>.

Conflictos territoriales y movimientos sociales. Los límites de un modelo de crecimiento sin participación

María Ignacia Fernández12

Introducción

En Chile, con mayor frecuencia, estamos siendo testigos de la emergencia de movimientos sociales de protesta vinculados a asuntos que, en sentido amplio, podemos llamar territoriales.

Algunos de estos movimientos son orgánicos y persisten en el tiempo; otros son reactivos y coyunturales; otros no llegan a constituirse como tales y se manifiestan en una serie de protestas que alcanzan grados variables de visibilidad y eficacia. Más allá de sus diferencias, en el origen de todos ellos hay un elemento común: la creciente irrupción de conflictos socio-territoriales que expresan la existencia de visiones contrapuestas sobre el acceso y uso de los recursos naturales.

Un conflicto socio-territorial supone desacuerdos entre actores con intereses y prioridades diferentes sobre un determinado territorio. El objeto de disputa es el territorio, su definición, uso y significado, generalmente asociados a la estructura de propiedad, al uso y manejo de los recursos naturales y al aprovechamiento de las oportunidades de riqueza o bienestar asociadas (Fernández, 2018: 5).

Según el mapa de conflictos socioambientales, elaborado por el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), en Chile se registra en la actualidad un total de 92 conflictos activos (62) o latentes (30), además de otros 24 cerrados. Se trata de conflictos que surgen como reacción a las externalidades negativas derivadas de actividades productivas, tales como la minería, la pesca, la agroindustria, la producción de energía, o la gestión de residuos, que impactan directamente en el bienestar de las comunidades, así como también en el medioambiente. Sin embargo, es un tema de escasa prioridad para las políticas públicas, que se ocupan de los conflictos casi exclusivamente en reacción y respuesta a las manifestaciones sociales, en tanto representan una amenaza para el orden público, el normal funcionamiento de la actividad económica o el bienestar de los ciudadanos directamente perjudicados.

Es difícil analizar el papel de estos movimientos, o el grado en que pueden estar significando un renovado impulso en lo colectivo, sin atender a la complejidad de las dinámicas territoriales que están sobre la base de los conflictos.

A continuación, argumentaré que la creciente emergencia de conflictos socio-territoriales es consustancial a la dinámica de un modelo de desarrollo basado en actividades extractivas y que, en consecuencia, avanzar hacia su resolución requiere cuestionar y discutir algunas de las bases más fundamentales del modelo. En muchos territorios en conflicto estos se superponen con situaciones de pobreza y rezago, que son abordadas con políticas sociales de mitigación o productivas tradicionales, sin atender al problema de fondo. Ello sumado al agotamiento del sistema político tradicional, que carece de la legitimidad necesaria para impulsar procesos de diálogo y construcción de acuerdos.

Pero no todo son malas noticias. Los conflictos socio-territoriales pueden ser también una oportunidad para innovar en la gobernanza del territorio. Para eso se requiere poner en marcha una agenda destinada a resolver, o al menos gestionar y canalizar de manera adecuada, conflictos que, de no enfrentarse, tienen consecuencias negativas para todas las partes.

La urgencia de esta agenda es particularmente relevante para la socialdemocracia y la izquierda latinoamericana. En materia socioeconómica, porque los conflictos socio-territoriales ponen en evidencia la imposibilidad de obtener al mismo tiempo objetivos de inclusión social, sostenibilidad ambiental y crecimiento económico. En términos políticos, porque son una manifestación más de la forma como los gobiernos de izquierda latinoamericanos parecen haber abandonado su preocupación por fortalecer actores colectivos, claves para impulsar cualquier agenda de desarrollo territorial capaz de conducir una mejor gobernanza del territorio y sus conflictos.

 

Antes de delinear el contenido de esta agenda, cabe detenerse un momento en el análisis de las causas y las consecuencias de la emergente conflictividad sobre la calidad de vida de quienes habitan en territorios en conflicto, pero también sobre la posibilidad de sostener (o iniciar) una senda de desarrollo que sea inclusiva y sostenible.

Causas y consecuencias de los conflictos socio-territoriales

La alta conflictividad territorial se extiende por toda América Latina. Aunque con sus particularidades, los conflictos poseen un conjunto de características más o menos comunes: ocurren en contextos de pobreza e inequidad persistente, donde las estructuras de poder son excesivamente concentradas; las dinámicas económicas son insuficientemente competitivas en los mercados internacionales; los niveles de participación ciudadana son limitados e irregulares; las instituciones estatales son débiles y poco legítimas, y se caracterizan por problemas de gestión para controlar la criminalidad; existen mecanismos insuficientes de reconocimiento institucional y ejercicio de las identidades (PNUD, 2012).

Ciertamente, ni en el plano político ni en el académico existe acuerdo sobre las causas y consecuencias de los conflictos socio-territoriales. Las distintas posiciones están fuertemente mediadas por el valor relativo de quienes las defienden; asignan a los distintos principios y valores en disputa, es decir, al crecimiento económico, la preservación del medioambiente y la inclusión social.

¿Qué están demandando los movimientos sociales territoriales?

Al indagar respecto de las distintas interpretaciones acerca de las causas de los conflictos y la movilización social, que surgen como expresión de estos, las posiciones extremas van desde la criminalización de la protesta, entendida como una actitud (minoritaria) de rechazo al progreso, hasta las que sitúan su origen en la imposición de cualquier actividad económica exógena que pueda modificar las formas de vida tradicionales.

Más importante que discutir cuál de los actores en disputa tiene mayor responsabilidad en el origen del conflicto, lo importante es entender el contenido de las demandas de los actores territoriales, que muchas veces dista mucho de lo que las autoridades de gobierno, académicos o ambientalistas creen que demandan las comunidades.

Si bien se observan posiciones de rechazo total a cualquier tipo de intervención al territorio, una parte importante de las demandas es por mayor participación ciudadana, por protección ambiental, por una mejor distribución del acceso y uso de recursos escasos como el agua o la energía eléctrica, por una mejor distribución de la riqueza y los beneficios que resultan de la actividad económica.

Remontándonos a comienzos de la presente década, los primeros estallidos sociales masivos de carácter territorial fueron los de Magallanes (2011) y Aysén (2012). Conocidos como «movimientos regionalistas», ambos tenían en su origen el germen de la creciente demanda por un acceso más equitativo a recursos tales como el gas (Magallanes), el agua y los recursos minerales (Aysén).

Quizás por ser Magallanes una región con una marcada identidad regionalista, o tal vez por la amplitud de temas incluidos en el petitorio del Movimiento Social por Aysén, muchos quisimos ver en esos estallidos la emergencia de un movimiento que llegaba para quedarse y que representaba el germen de una demanda creciente por más autonomía regional. Argumentábamos, en consecuencia, la necesidad de avanzar decididamente en el proceso de descentralización, proponiendo el excesivo centralismo como la principal causa de estas demandas.

Por esas mismas fechas surgían también protestas en Freirina, Tocopilla o Corral que «servían» para argumentar sobre la extensión del movimiento regionalista, cuando en realidad se trataba de protestas por el impacto provocado por actividades productivas como la industria agroalimentaria, termoeléctrica o pesquera.

El Movimiento Social por Aysén, probablemente el más propiamente regionalista, no cesó sus protestas por acuerdos relativos a la regionalización del agua, los recursos mineros y silvoagropecuarios –las más «regional» de sus demandas–, sino por el compromiso del gobierno de poner en marcha una agenda tendiente a equiparar las condiciones de acceso de los ayseninos a un conjunto de bienes y servicios a las que tienen los habitantes de otras zonas del país. El conflicto territorial que estaba en la base del petitorio de los ayseninos permanece latente y se activa cada cierto tiempo ante la amenaza de nuevos proyectos hidroeléctricos.

No fueron movimientos regionalistas, pero sí territoriales, los que pusieron en la agenda pública las particulares condiciones que enfrentan determinados territorios, en el contexto de un país marcado por una extraordinaria diversidad (y desigualdad) territorial.

Otros episodios expresan la dificultad de convivir con las externalidades negativas de la actividad industrial, es decir, con relaves, desechos tóxicos, escasez y contaminación del agua, ruidos y olores molestos, entre otros problemas derivados de la producción agroindustrial, acuícola forestal, así como también minera y eléctrica.

Especialmente visibles en el último tiempo han sido algunos de estos movimientos, como el de la comunidad de Til-Til, que regularmente, desde el año 2010, se manifiesta en protesta contra una variedad de problemas a los que se ve expuesta por la operación en la zona de empresas mineras, energéticas y de saneamiento ambiental. Primero fueron los riesgos relacionados con los tanques de relave de la minería; más recientemente, la instalación de un vertedero de residuos industriales.

En agosto de 2018 estalla el primer episodio de intoxicaciones por contaminación en Quintero-Puchuncaví que deriva en protestas masivas por el probable incumplimiento de normativas ambientales de parte de algunas empresas de la zona. Con este conflicto se instala en la opinión pública la noción de «zona de sacrificio», pues el desarrollo industrial de Ventanas y Quintero fue planificado en los años sesenta como un complejo destinado a la instalación de industrias molestas y peligrosas.

Pascua Lama en Atacama, Punta Alcalde en Huasco, Alto Maipo en San José de Maipo, Río Cuervo e HidroAysén en Aysén, Isla Riesco en Magallanes, son algunos de los muchos casos que engrosan la lista de conflictos territoriales, esta vez como anticipación a posibles externalidades derivadas de la acción de proyectos mineros, hidroeléctricos o termoeléctricos.

En síntesis, y a pesar de la notoriedad pública que adquiere la expresión de rechazo abierto a estos proyectos, es importante evitar simplificar y romantizar la lucha y caer en la trampa normativa al estudiar los conflictos territoriales que resultan de proyectos extractivos. La resistencia tiende a convivir en el territorio con muchos otros procesos, incluidas las luchas dentro de las comunidades y los movimientos sociales, que operan en alianzas cambiantes. Si bien la oposición total a los proyectos es cada vez más frecuente, a partir del análisis de casos en distintos países de América Latina, Bebbington y Bury (2013) muestran que la mayoría de las luchas son reformistas, lo que implica demandas para una mejor planificación de los proyectos.

Consecuencias de los conflictos

En la literatura especializada existe debate acerca de si la elección de zonas de sacrificio para el desarrollo industrial deriva de su condición de pobreza y marginación o si, por el contrario, el menor bienestar relativo al que acceden los habitantes de dichos territorios se produce como resultado de las «malas prácticas» de la actividad industrial (Scott & Smith, 2017).

Independientemente de cuál sea la causa y cuál el efecto, lo cierto es que existe una importante relación entre conflictos territoriales, pobreza y deterioro ambiental. La introducción de actividades productivas ajenas a la dinámica territorial perturba los modos tradicionales de producción y las economías domésticas, conlleva la pérdida de sectores productivos o zonas de producción, restringiendo el acceso de las familias campesinas a ciertos recursos y mermando su actividad económica agropecuaria (Fernández, 2019).

Llegados a este punto, resulta más que evidente lo que señalábamos al comienzo de este artículo: no hay posibilidad de cumplir al mismo tiempo los objetivos de inclusión social, sostenibilidad ambiental y crecimiento económico mientras persistan los conflictos.

En su investigación sobre dinámicas territoriales rurales, Rimisp analiza en profundidad un conjunto de territorios que crecen, reduciendo pobreza y desigualdad de ingresos (Berdegué et. al., 2015). Al indagar en esas dinámicas, surgen con claridad distintos patrones de «crecimiento con inclusión»: algunos con altas tasas de crecimiento y reducción de pobreza monetaria, y otros con cifras de crecimiento más modestas, pero con sociedades más equitativas. Estas diferencias se observan fácilmente de un análisis de las cifras de evolución del PIB, la pobreza monetaria y el índice Gini de ingresos. Por ejemplo, uno de los casos estudiados en Chile es Chiloé, provincia que entre los años 1992 y 2003 registra un incremento positivo de los ingresos de los hogares, muy superior a la media nacional. La reducción en pobreza es también muy fuerte y supera los 15 puntos porcentuales en dicho período, también por sobre el promedio país. Pero los resultados no son igualmente auspiciosos en materia de equidad, pues se observa un pequeño empeoramiento de la distribución de ingresos (Modrego et al., 2011) y se revierten, sobre todo en lo que a pobreza respecta, tras la crisis del virus ISA que afectó a la producción de salmón en 2008 e hizo evidente el conflicto latente en la isla (Nussbaum, Pavez y Ramírez, 2012).

Mientras que el explosivo crecimiento de Chiloé en un corto período de tiempo se explica por la llegada de una fuerte inversión extraterritorial (la acuicultura), territorios estudiados en otros países de América Latina registran un crecimiento menos llamativo pero sostenido y más equitativo. Es el caso de la provincia de Tungurahua, en Ecuador, que «se distingue por su marcado dinamismo y diversificación productivos, por su gran importancia como centro comercial nacional y por el notable predominio de pequeñas y medianas empresas familiares en la estructura económica regional» (Hollenstein & Ospina, 2014: 205).

Estos distintos patrones tienen un correlato más o menos evidente en el tipo de coaliciones sociales que se despliega en cada tipo de territorio. Llegamos acá a un factor crítico para entender las posibilidades de desarrollo de un territorio, cual es la existencia de actores sociales colectivos. Definimos una coalición como un conjunto de diferentes actores que realizan acciones convergentes en torno a una dinámica territorial de desarrollo. Pero no cualquier coalición tiene ese potencial. Éste se despliega cuando la coalición es socialmente inclusiva y representa una variedad de actores que comparten de forma tácita o explícita algunos objetivos de desarrollo importantes, incluso si sus motivaciones son diferentes, o si hay conflicto o desacuerdo sobre otros temas. Los actores en la coalición participan en una acción colectiva con una perspectiva a largo plazo y tienen suficiente poder para, al menos, refutar la dinámica de desarrollo vigente. Este poder está basado en una combinación de diferentes capitales (económico, político, social, cultural) suministrado por los diferentes miembros, de modo que ninguno está en una posición completamente subordinada respecto de los demás en la coalición. Finalmente, una coalición transformadora es capaz de socializar y legitimar su visión y estrategia de desarrollo de tal forma que estas sean gradualmente aceptadas e incluso internalizadas por otros actores en el territorio (Fernández y Asensio, 2014).

En un análisis sobre el tema basado en seis casos, distinguimos tres tipos de coaliciones territoriales: «(i) coaliciones que apuestan al crecimiento económico como objetivo principal; (ii) coaliciones que apuestan por la equidad y la inclusión como objetivo principal; (iii) coaliciones que impulsan dinámicas que conjugan ambos objetivos» (Fernández et. al. 2014: 26-27). Mientras que las coaliciones del primer tipo son lideradas e impulsadas por actores de fuera del territorio en alianza con el Estado (como Chiloé), las del tercero son coaliciones de actores endógenos (como Tungurahua, en Ecuador), en ausencia de grandes inversiones extraterritoriales y, consecuentemente, en ausencia de conflictos como los que nos ocupan.

 

Lo que muestran, en síntesis, estos resultados es que allí donde el motor del crecimiento y desarrollo del territorio está puesto en inversiones extraterritoriales de gran escala (como la industria acuícola en Chiloé, entre los casos de estudio del proyecto), se observan consistentemente situaciones de crisis ambiental y exclusión social.

¿Debemos, entonces, acostumbrarnos a la persistencia de conflictos y abandonar los objetivos de inclusión y sostenibilidad en aras del crecimiento de corto plazo? Ante una respuesta negativa, a continuación se delinea una agenda para abordar la compleja situación de conflictividad que afecta a muchas comunidades y pone en jaque el modelo de desarrollo vigente.