Política y movimientos sociales en Chile. Antecedentes y proyecciones del estallido social de Octubre de 2019

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El cambio epocal 2

Sin duda que el estallido social en Chile adquiere características particulares que señalaremos más adelante. Pero para analizar un fenómeno como este, que se ha expresado con rasgos propios de cada sociedad, desde al menos la mitad de la última década en el mundo en general y América Latina en particular, sería preciso referirse a un contexto epocal y global en el entendido de que tal contexto no es un mero marco en el que se desarrollan acontecimientos, sino que tales acontecimientos y los actores que los protagonizan están penetrados por el contexto que, a su vez, actores y acontecimientos van modificando o particularizando. Se trata de un contexto socio-histórico operante. En este sentido, es mejor hablar de contexto que de antecedentes, ya que forma parte activa del fenómeno que se estudia, en este caso los «estallidos», o si se quiere las revueltas sociales actuales.

Este contexto global está asociado a la transformación social en el mundo contemporáneo o el llamado cambio de época, la emergencia y consolidación de un nuevo tipo societal, y ello se da a su vez actualmente en un contexto de crisis medioambiental que amenaza la existencia misma de la humanidad.

El contexto estructural y cultural global, que se refiere a las transformaciones sociales en el mundo contemporáneo, tendría al menos dos dimensiones que vale la pena señalar para nuestro análisis. Por un lado, las transformaciones de la sociedad contemporánea y la transformación del capitalismo; por otro, la crisis de las democracias representativas.

Respecto de lo primero, el cambio fundamental es que ya no estamos en sociedades histórico-concretas en un contexto de vigencia casi exclusiva de la sociedad industrial de Estado nacional, que nace a finales del siglo XVIII y se constituye más orgánicamente a lo largo del siglo XIX, consolidándose y ampliándose en el siglo XX a los diversos confines del mundo, aunque por supuesto con diversos niveles de desarrollo y modelos culturales. El modelo predominante de desarrollo fue el capitalismo con diversas modalidades, según las trayectorias de las distintas sociedades, aunque hubo otros modelos, como diferentes modalidades de socialismo.

Este tipo referencial se caracterizaba por tener básicamente como ejes la economía (industrial, trabajo, producción) y la política (Estado nacional). En América Latina este tipo societal no va a reemplazar a la sociedad hacendal, sino que la va a modificar y transformar, dejando vestigios de ella.

Abstractamente, la sociedad que emerge desde las últimas décadas del siglo XX, que se inserta y transforma también a la sociedad industrial de Estado nacional, es lo que se ha llamado, según las diversas interpretaciones de sus rasgos principales, sociedad red, sociedad de comunicación, sociedad informática, de la información, sociedad digital, sociedad líquida o sociedad postindustrial globalizada, entre otras denominaciones. Esta sociedad –su forma de organización– es muy diferente a la sociedad industrial de Estado nacional, aunque esté contenida en las sociedades histórico-concretas denominadas países. Sus ejes ya no son la economía y la política, sino que son la comunicación y el consumo, lo social y lo cultural, no lo económico ni lo político. Una de las particularidades de esto es que va acompañado por una nueva revolución científico-tecnológica en que la tecnología es el elemento omnipresente: no son las necesidades las que crean la respuesta tecnológica, sino al revés.

A diferencia de la sociedad industrial de Estado nacional, la sociedad postindustrial globalizada se caracteriza por no tener instituciones propias, excepto las de la sociedad industrial de Estado nacional. La sociedad que está en emergencia no tiene instituciones, en el sentido que hemos utilizado tradicionalmente. Tal fenómeno se expresa también en las crisis de las instituciones básicas de la sociedad industrial, como la familia, las iglesias, los partidos, la educación, etc. La anomia, que era una patología en las sociedades industriales de Estado nacional, en tanto una falta de normas, hoy en día es la esencia de la sociedad postindustrial globalizada. Todo ello implica el predominio del principio de horizontalidad en las relaciones personales y sociales. La horizontalidad significa la tendencia al rechazo de la autoridad, de la jerarquía, ya que solo se concede autoridad o jerarquía a aquello que a cada uno le parezca debe tener. En definitiva, puede afirmarse que el mundo irá cada vez más hacia procesos de desinstitucionalización y de creación no de instituciones tan rígidas, sino de formas que se adaptan a las realidades, lo que ocurre por ejemplo con el matrimonio igualitario o los acuerdos de vida en pareja, menos sujetos a una moral dictada por la tradición o por la verdad absoluta de las religiones, y mucho más por las intersubjetividades.

Si la revolución industrial estuvo en la base de la sociedad del mismo nombre, quizás la revolución informática sea uno de los desencadenantes principales de la sociedad de la información, o como se le quiera denominar. Quienes más viven plenamente este tipo societal son las juventudes y nuevas generaciones. En los procesos subyacentes al estallido social, estarán presentes tanto los elementos de desinstitucionalización como los de horizontalidad y los generacionales.

El cambio en las bases constitutivas de la sociedad ha ido acompañado de las transformaciones del capitalismo en el mundo, como el modelo de desarrollo casi excluyente en la actualidad. Se trata de la presencia más generalizada de un tipo particular de capitalismo, que se basa en el poder financiero y en la búsqueda de la mayor mercantilización de los distintos aspectos de la vida cotidiana, que es lo que se denomina el neoliberalismo. El impacto de aquello se ha expresado en América Latina, en general, y en Chile en particular, a través del extractivismo y rentismo, proceso que no solo ha implicado un grave impacto en los sistemas ecológicos, sino también en la vida cotidiana de los habitantes del área comprometida, agudizando desigualdades e injusticias. Ello quedó aún más evidenciado con la pandemia del Covid-19.

A la transformación de la sociedad que hemos descrito, hay que agregar la crisis del régimen político que la caracterizó predominantemente: la democracia representativa, es decir, la democracia tal cual ha sido concebida en los dos o tres últimos siglos.

En las épocas de dictaduras, o en las épocas de las guerras civiles, la democracia era la aspiración de un conjunto de instituciones que asegurara que una ciudadanía pudiera tomar decisiones relevantes para sus vidas a través de un mecanismo de representación en el Estado. Esa visión de la democracia ha estallado, de alguna manera. Ahora la gente vive la democracia más como una experiencia personal que como un régimen político en un proceso continuo. Por ejemplo, es plausible pensar que si se consulta a los jóvenes en la calle ¿cuál es su momento más democrático? Este puede haber sido el momento en el que se movilizaron o en que lanzaron una piedra. Por su parte, si se pregunta a los que están inmersos en las mal denominadas redes sociales ¿qué es para usted la democracia?, podrían señalar «decir lo que quiero». Entonces, el gran problema es que la gente se retira de la participación en instituciones. En este sentido, la democracia es el poder decir lo que se quiere, hacer lo que se quiere y, además, demandar o exigir lo que se necesita. El Estado, o quien esté al frente de la toma de decisiones, debe responder a eso.

Estamos en presencia del surgimiento de lo que podríamos señalar como la democracia expresiva o la democracia continua, que no se deja encauzar o que no se encauza a través de los mecanismos institucionales. En ese sentido, sería más democrático estar en la calle llevando a cabo acciones que son la expresión de un malestar, o «tomar» una escuela, que ir a votar. Los supuestos representantes en un marco democrático dejan de serlo para la gente; pasan a ser una especie de clase política distante de la base social, no representan a nadie, salvo excepciones. En consecuencia, hay una crisis de la idea de representación, que es una cuestión central de la democracia y de la idea de democracia que hemos tenido hasta ahora.

Pero si bien puede considerarse que se trata de una cuestión generalizada, tampoco hay que subestimar la capacidad de los regímenes democráticos de resolver las grandes crisis coyunturales que se han presentado y la legitimidad que en muchos contextos mantienen las instituciones políticas. También cabe valorar el surgimiento de nuevas formas de acción colectiva, tanto a nivel de toda una sociedad como especialmente en territorios y en lo que se llama subpolítica. Como se muestra en varios de los trabajos de este libro, se trata de una crisis más profunda que afecta a la política misma: no es a través de ella, ni de sus instituciones –como los partidos políticos–, que se expresan ni el malestar ni las demandas ni los imaginarios de la múltiple diversidad de la base social, lo que afecta el concepto mismo de ciudadanía clásica.

El contexto histórico sociopolítico

Los estallidos sociales a los que nos referimos son expresión de fenómenos de larga data, que tienen que ver con los procesos vividos desde los sesenta en América Latina. Recordemos que los procesos de cambio en las distintas sociedades latinoamericanas adquirieron diversas maneras: algunos fueron de insurgencia, otros institucionales, algunos más desarrollistas o populistas. A su vez, las formas de erradicación y aplastamiento de los procesos revolucionarios en la región también variaron; en el Cono Sur fue a través de dictaduras militares: utilizando el monopolio del poder del Estado, se buscó el exterminio y liquidación de los movimientos revolucionarios o populistas o desarrollistas.

 

A partir de entonces la problemática central de los países del Cono Sur sometidos a dictaduras militares fue, por un lado, superar esos regímenes a través de lo que se llamó transiciones democráticas, y por otro, resolver el problema de las desarticulaciones que se habían producido entre Estado y sociedad dadas por la imposición de nuevos modelos económicos, en el marco de los procesos de globalización.

En los noventa y comienzos del siglo XXI, se desarrollan expresiones sociales o político-institucionales que buscaron una salida a las transformaciones que devinieron de los ochenta. Cabe mencionar el movimiento de Chiapas, en el México de 1994, que desde la insurgencia instala un contenido social que aspiraba a superar los modelos económico-sociales, con componentes, entre otros, étnicos, democráticos, antineoliberales y antiglobalización –como se le entendía en aquel momento–, y fórmulas a la vez institucionales y extrainstitucionales. Pero también hubo expresiones en los países que habían realizado las transiciones hacia la democracia, cuyos protagonistas fueron los gobiernos de izquierda en las distintas partes de la región. Estos gobiernos declararon el compromiso de implementar reformas políticas y sociales, aunque sin tocar sustancialmente la economía.

Independientemente del juicio que merece, el giro a la izquierda de la política institucional significó un intento por interpretar a las fuerzas sociales impactadas por las transformaciones neoliberales, y el intento por devolver al Estado una cierta capacidad para reconocer y desarrollar los derechos sociales, así como también resolver las enormes brechas en términos de desigualdad en América Latina.

Chile tiene un rasgo particular respecto de la región: la dictadura militar-civil de derecha realizó una revolución capitalista desde arriba que hoy se encuentra enraizada entre las personas. En efecto, no hay nada en la vida cotidiana de los chilenos y chilenas, independientemente del modo cómo los distintos sectores y generaciones lo internalicen, que no tenga algo que ver con lo que fue ese régimen. Así, la esfera del trabajo está regido por el Plan Laboral establecido en esa época, con algunas modificaciones que no tocan lo esencial; de un concepto de sistema nacional de salud se pasa a uno nacional, pero de servicios, con todo el impacto que ello tiene, especialmente en el actual contexto de la pandemia; la previsión social y el ahorro forzoso de las AFP han demostrado ser un fracaso en materia de seguridad social; las formas de organización del territorio –como la regionalización–; la educación y la abismante reducción de la matrícula en la educación pública, son solo algunos ejemplos de aquello. Chile es el único caso en el que se instala completamente un modelo neoliberal, es decir, la extrema mercantilización de todos los aspectos de la vida social y cotidiana, así como también el mantenimiento y profundización de las desigualdades sociales y económicas, con una débil acción correctiva por parte del Estado.

El modelo ha permanecido en el tiempo, no obstante las políticas de los gobiernos que se instalan en el Chile de la posdictadura. Ciertamente todas las reformas políticas y sociales en Chile se han realizado sin superar el modelo neoliberal que hemos descrito, lo que ha significado un aumento y profundización de las desigualdades y, por ende, de un creciente distanciamiento de la política respecto de la gente. Aun con múltiples reformas, la Constitución de la República que declara derechos, no los garantiza.

En este marco se fue generando un distanciamiento de la gente con el mundo político, lo que se denomina más bien la clase política. Y emergen los momentos de estallido, donde los estudiantes secundarios y universitarios cobran una presencia visible primordial.

La movilización estudiantil de 2001, conocida como «el mochilazo», fue un hito protagonizado por estudiantes secundarios de Chile, en pleno gobierno de Ricardo Lagos. En la «revolución pingüina» de 2006 –en el primer gobierno de Michelle Bachelet–, los estudiantes secundarios exigieron el derecho a una educación pública y la eliminación de la libertad irrestricta del dueño de un determinado establecimiento educacional que recibe financiamiento del Estado.

Entre 2011 y 2012 –primer gobierno de Sebastián Piñera– se produce un estallido de gran magnitud a través de movilizaciones que se centran fundamentalmente en tres grandes aspectos: educación pública y de calidad, reforma tributaria y nueva Constitución; es decir, transformación del modelo económico, cultural y político del país. La derrota de la Concertación da paso a un nuevo pacto de coalición, incorporando al Partido Comunista, que instala con más fuerza la necesidad de una reforma laboral. Esta nueva coalición –la Nueva Mayoría– recoge en su declaración las demandas emanadas de las manifestaciones sociales. Se plantea por primera vez un proyecto político que significa la superación del modelo de sociedad que había sido heredado de la dictadura, con la particularidad que hemos indicado en otras ocasiones, que es primera vez que tales demandas surgen propiamente del movimiento social y no de sus relaciones con el sistema partidario.

Tras la configuración de la nueva coalición de partidos que agrupaba a la centro-izquierda y el triunfo en las elecciones –que contó con nueve candidatos–, Michelle Bachelet recoge las demandas que se presentan a partir de las movilizaciones anteriores y lo plasma en su programa de gobierno. Dicho programa contempla reformas orientadas al fortalecimiento de la educación pública y el término del lucro, una reforma tributaria para reducir los problemas de desigualdad y, al mismo tiempo, contar con recursos para la reforma educacional, y la redacción de una nueva Constitución. Como resultado, se imprimen reformas al sistema educacional y se impulsa un proceso constituyente, que se vio truncado ante las diferencias sustantivas presentes en la coalición, generadas fundamentalmente por los casos de corrupción, problemas de liderazgo, y las diferencias sustantivas del Partido Demócrata Cristiano con la Nueva Mayoría. En este contexto, ocurre la ruptura de la coalición y el segundo triunfo eleccionario de Sebastián Piñera, voto minoritario respecto del padrón electoral –como viene ocurriendo desde la instalación del voto voluntario–, pero que al fin y al cabo representaría en parte el malestar frente al desempeño de los gobiernos anteriores.

Los anuncios de Piñera enfatizaron el crecimiento económico y la interrupción de las reformas que había impulsado Michelle Bachelet, pero se presentan en un contexto de fuertes brechas socioeconómicas y la progresiva expresión de movilizaciones de diversas agrupaciones que han ido cobrando mayor visibilidad (No + AFP, estudiantes secundarios y universitarios, feministas).

El estallido o revuelta de Octubre de 2019 y sus proyecciones

El creciente distanciamiento de la política respecto de la vida de la gente se refleja en una clase que giraba en torno a sí misma. Dicho distanciamiento, sumado al descontento y la centralidad de la economía, se traduce no solo en desconfianza hacia la política, sino también en su rechazo.

A través de los medios de comunicación se hizo visible un detonador del estallido: el aumento del valor de un boleto del Metro que tenía un valor de $800 a $830. Esto ya había ocurrido en otros países; y es que está en directa relación con la vida cotidiana. En Brasil la demanda fue por el pasaje libre; en Francia y Ecuador, el impuesto al combustible, entre otros países. El transporte sin duda es un tema esencial, y a este se sumaron rápidamente otras demandas urgentes.

A diferencia de otras movilizaciones que tenían un interlocutor relativamente definido, con un respaldo político que aparecía en algún momento con posibilidades de negociación, el estallido de octubre significó todo lo contrario. Estamos en presencia de movilizaciones sin un claro eje organizador, o con múltiples ejes y múltiples vocerías, aparentemente sin demandas sistematizadas; en definitiva, heterogéneas en su composición y expresión. Todo parece tratarse de una espontánea autoconvocatoria, sin una mesa política que estuviera detrás, que llegó a convocar a más de un millón de personas un 25 de octubre. No es casual, entonces, que las banderas partidistas fueran rechazadas en los lugares de reunión o que figuras dirigenciales fueran expulsadas en momentos de concentración. Pero no puede menospreciarse el potencial organizativo que tuvieron estas movilizaciones a través de los múltiples cabildos y reuniones territoriales autoconvocadas en las que se rechazaba la intervención propiamente partidaria.

Las movilizaciones suelen serlo desde movimientos, como es el caso de las movilizaciones feministas de mayo de 2018. La de octubre de 2019 es un estallido, y la pregunta es si este puede o no transformarse en movimiento. Lo cierto es que, mientras Sebastián Piñera reafirmaba su tesis de mantener el orden público por sobre todas las cosas, se inauguraría un proceso que debe culminar en una nueva Constitución.

Hay que reconocer que en el momento del estallido se expresaron tipos de violencia en su modalidad de acción directa. Un primer tipo, el más visibilizado mediáticamente, es el que va acompañado de situaciones de saqueo y destrucción de infraestructura –por ejemplo, de las estaciones de metro y asaltos al comercio–. Pero estas acciones, como hemos dicho, en manos de narcotraficantes y grupos anarquistas, o también personas sin adscripción alguna, no están asociadas a las demandas mayoritarias de las movilizaciones. Un segundo tipo de expresiones de violencia está representado en lo que fue denominado como «primera línea», que correspondía a grupos heterogéneos en su composición, que acompañaban a las marchas y velaban por su despliegue. Ahora bien, concentrarse solo en esos hechos de violencia es, a nuestro juicio, no entender la problemática de fondo y no reconocer el tercer tipo de violencia, la del Estado –de tipo estructural–, que se impuso desde un inicio a través de actos de violación de derechos humanos –detenciones arbitrarias, torturas y mutilaciones– por parte de las fuerzas armadas y de orden. Cabe por último reconocer la violencia que existe como gérmenes en la sociedad misma, y ella estriba en la destrucción del tejido social. En ese sentido, las movilizaciones van a jugar un papel muy importante en la necesidad de recomposición de ese tejido.

Hemos dicho que las movilizaciones se realizan al margen de la clase política, a diferencia, con excepciones, de la historia social chilena desde los años treinta del siglo pasado. Si bien bajo los gobiernos democráticos, como hemos señalado, se habían producido transformaciones importantes consideradas como modernización capitalista y mejoras muy importantes en las condiciones de vida material de la gente, este orden era visto como un reproductor de desigualdades, abusos y promesas no cumplidas. También era un rechazo a un orden institucional y político que consagraba la dimensión económico-social, lo que se expresaba en un profundo distanciamiento respecto de los actores del mundo político institucional y en la creciente deslegitimación tanto de las instituciones como de los actores que las encarnaban. En ello juegan tanto los factores más generales analizados más arriba como las particularidades históricas del caso chileno.

Lo que resulta paradojalmente significativo es que en una situación de profunda crisis social y de incapacidad de respuesta a las múltiples y diversas demandas expresadas con mucha energía y permanentes movilizaciones, con expresiones de violencia de sectores delictuales, pérdida de control del orden público por parte del gobierno y un nivel de represión con el carácter de violación sistemática de derechos humanos, la solución o salida parcial vino de la política institucional y de lo que se denomina la «clase política», ambas rechazadas por el «estallido». Ello a través de un acuerdo transversal (Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución), con algunas excepciones (Partido Comunista, entre otros), que generaba la posibilidad de un proceso constituyente a través de un Plebiscito y, en el caso de aprobarse la opción de la nueva constitución, su gestación a través del órgano que se decidiera en el Plebiscito, culminando con un Plebiscito ratificatorio de salida, esta vez con voto obligatorio.

Y esta solución, como lo muestran los resultados del 25 de Octubre de 2020, fue legitimada por la ciudadanía al concurrir a votar, pese a las suspicacias iniciales. Sin duda se trata de un acuerdo histórico: nunca ha habido en la historia de Chile una Constitución elaborada por la ciudadanía; la última fue impuesta por una dictadura y corregida básicamente por el parlamento y los gobiernos democráticos. Lo cierto es que estamos en presencia de una solución que viene del mundo político, el sector más deslegitimado, con los menores niveles de confianza o aprobación –los partidos políticos, el parlamento, el gobierno–. Por otro lado, hay una sociedad movilizada que en gran medida no comparte la salida institucional que plantea el Acuerdo, aunque se incorpora a ella críticamente con sus propios procesos de participación.

 

El proceso desencadenado abre dos grandes horizontes: la posibilidad de una nueva constitución económico-social y cultural de la sociedad –dejando atrás el modelo vivido en las últimas décadas–, plasmada en un nuevo texto constitucional elaborado por la ciudadanía, y la posibilidad de articular una nueva relación entre esta y la política. Y ese fue el doble significado del Plebiscito del 25 de octubre de 2020.