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El hijo de Dios

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«… cuando utilizamos el método de textos-prueba, que no toma en cuenta el contexto, no tenemos más remedio que llenar los vacíos con especulaciones que no son inherentes al texto. En otras palabras: tenemos que inventar cosas».
Capítulo Tres
UNA PROFECÍA SOBRE PROGENIE

La historia bíblica empieza con Dios creando a Adán y Eva.

Se trata de los primeros seres humanos.

Todos los demás humanos descienden de ellos.

Hay un patrón que salta a la vista en el relato: creación, procreación.

Dios crea a Adán y Eva «a imagen de Dios» y luego Adán, con no poca ayuda de Eva, «engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen» (Génesis 1: 27; 5: 3).

Y este bueno de Adán es el primer “hijo de Dios” mencionado en el relato bíblico. Es el primer personaje en la historia que da significado a la noción de filiación, un concepto que se sigue construyendo a lo largo del resto de la Biblia. Cuando llegamos al relato del Nuevo Testamento, el contenido y alcance del tema del “hijo” se hace evidente. En la genealogía de Jesús según Lucas, a cada personaje del linaje se le llama el “hijo” de un padre humano, hasta que llegamos al final de toda la lista a Adán, el primer hombre, que se distingue de todos los demás por lo siguiente:

«… Adán, hijo de Dios» (Lucas 3: 38).

¿Te diste cuenta? El Nuevo Testamento se remonta deliberadamente hasta el inicio de la historia bíblica con el fin de decirnos quién es Jesús, y lo hace diciéndonos quién era Adán. Por un lado está Adán y por el otro Jesús. Y estas dos figuras constituyen la base de toda la historia bíblica, como veremos mejor y con mayor claridad a medida que avancemos.

Desde el principio de nuestra historia, Dios tiene un hijo, y su nombre es Adán. Dios tiene también una hija, y ella también forma parte vital de la trama de la historia, como pronto veremos. Por ahora, estamos interesados en seguir el hilo de la noción de “hijo” en la Biblia para comprender la filiación de Jesús.

Según Lucas, Adán es “hijo de Dios” en un sentido más “fundacional” que cualquiera de los seres humanos que lo siguen.

¿Por qué?

Bueno, simplemente porque él es el primero de su clase, el primer ser humano, de quien saldrán todos los demás y de quien recibirán su identidad.

Adán y Eva fueron creados.

Todos los demás fueron procreados.

Así es como comienza la historia bíblica.

Adán era la cabeza de la raza humana, de quien toda la humanidad recibiría su “semejanza”. A partir de él, la “imagen” de Dios debía transmitirse de generación en generación, creando un círculo cada vez más amplio de seres humanos con la capacidad de amar como Dios ama, y de vivir a “imagen y semejanza” de Dios. Ese era el plan divino al crear a la humanidad. Habría una sucesión de hijos e hijas que pasarían a sus descendientes la imagen de Dios. Una vez más, para que quede claro:

Dios creó a Adán y Eva «a su imagen» (Génesis 1: 27).

Y Adán «engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen» (Génesis 5: 3).

¡Qué maravilloso plan!

Pero aquí la historia da un vuelco trágico. Se impuso una interrupción del plan original:

 Una interrupción que llamamos la Caída de la humanidad.

 Una interrupción en la que Lucifer, el ángel caído, engañó a la humanidad para que creyera que Dios es arbitrario, represor, no confiable y egoísta (Génesis 3: 1-5).

 Una interrupción que casi borró la “imagen” de Dios en la persona del “hijo de Dios”, perturbando así su capacidad de transmitir claramente la imagen de Dios de generación en generación.

Y como hubo una interrupción, se necesitó una

intervención:

 Una intervención que tendría que producirse desde el seno de la situación humana.

 Una intervención que abriría un nuevo camino con un nuevo punto de partida.

 Una intervención que vendría bajo la forma de un nuevo “Hijo de Dios” para reemplazar a Adán, una nueva cabeza de la raza humana que restablecería la “imagen” de Dios en la humanidad.

Inmediatamente después de la caída, el Creador formuló una profecía en forma de amenaza contra Satanás y de promesa para la humanidad:

Y pondré enemistad entre ti [Satán] y la mujer [Eva y sus descendientes], y entre tu simiente y la simiente suya; ésta [uno de sus descendientes] te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar. (Génesis 3: 15)

Fíjate bien en esto: La promesa de liberación está presentada en términos de progenie o descendencia. Dos grupos de personas estarán en conflicto a través de la historia. Un linaje espiritual seguidor de Satanás hará la guerra contra Dios y su pueblo, mientras que un linaje espiritual procedente de la mujer un día dará nacimiento a un “descendiente especial”, que derrotará a Satanás e invertirá los efectos de la caída. Adán, “hijo de Dios”, fracasó ante la tentación en su encuentro con Satanás. Pero un nuevo Hijo nacerá de entre la raza caída, que aplastará a la serpiente en vez de rendirse ante ella. Un segundo Adán, un nuevo “hijo de Dios”, iniciará una nueva etapa de la historia humana y triunfará donde el primer Adán falló.

Vemos, entonces, que desde el principio de la historia Dios está haciendo frente al problema del pecado en términos de sucesión familiar, prometiendo el nacimiento eventual de un Hijo. El Dios creador de la humanidad intenta salvarla desde su propio seno, desde nuestro propio reino genético, desde la posición estratégica de un “Hijo de Dios” que nacerá del linaje de Adán con el fin de redimir la caída de Adán.

Ahora que ya tenemos esta pieza inicial de la historia bíblica claramente establecida en nuestras mentes, todo lo demás a lo largo del camino empieza a tener sentido y a hacerse cada vez más claro.

Esto se está poniendo muy interesante. Te estoy esperando en el próximo capítulo.

«Cuando leemos la Biblia como un relato en desarrollo, como la gran historia que realmente es, con personajes clave presentados en una línea argumental con una intención concreta, el significado de la filiación de Cristo se vuelve evidente de manera inequívoca».
Capítulo Cuatro
ISRAEL, MI HIJO

La historia ya tiene una forma distinta y estamos empezando a ver hacia dónde va. Con la primera promesa profética de Génesis 3: 15 ante nosotros, el escenario está preparado para que la historia del gran relato de la Biblia empiece a desplegarse. Lo que Dios hace después no nos sorprende en absoluto, dadas las características clave del primer episodio de la historia. Él procede, por supuesto, a dar los pasos necesarios para que su promesa se cumpla.

¿Y cómo lo hace?

Pues exactamente como esperaríamos, ahora que estamos sintonizados con la historia: estableciendo una línea genealógica a través de la cual el niño prometido, el nuevo Hijo de Dios, pueda nacer en este mundo.

Así que Dios llama a Abraham y a su esposa Sara a salir de Ur, su patria babilónica, y les promete crear una gran nación a partir de su línea genética, a través de la cual todas las naciones de la Tierra serán bendecidas (Génesis 12). Dios llama a su promesa su “pacto” (Génesis 15), que es claramente una versión ampliada de la promesa dada en Génesis 3. El pacto se presenta como la característica definitoria de la intervención divina, a medida que el plan de progenie avanza, tal como Dios prometió que haría. Así que no nos sorprende en absoluto cuando Abraham y Sara finalmente dan a luz a Isaac y él es identificado en las Escrituras como el “hijo” de la “promesa” (Génesis 21: 1-7; Gálatas 4: 3).

Es esencial observar que la historia comienza ahora a centrarse en una sucesión de hijos. En este punto aparece en el relato el concepto de primogenitura, la misión especial del hijo “primogénito” (Génesis 27: 9, 32; 43: 33; 48: 14-18). El hijo primogénito es el canal a través del cual la promesa del pacto será transmitida de generación en generación. Pero, y esto es especialmente importante, en un giro narrativo que enfatiza la naturaleza espiritual del plan, pronto vemos que el primogénito genético no siempre es el primogénito de la alianza.

Isaac es el segundo hijo de Abraham, después de Ismael, pero Isaac es el hijo primogénito según la promesa.

Isaac se casa con Rebeca y la promesa pasa a su hijo, Jacob, que es el segundo hijo, nacido después de Esaú, a pesar de lo cual ocupa el puesto del hijo primogénito en el marco de la alianza.

El objetivo es la transmisión de la promesa del pacto. Dios no está tan interesado en el orden exacto del nacimiento, como en llevar adelante la realización de la promesa del pacto. Lo que importa es que se consolide una línea a través de la cual el nuevo “Hijo de Dios” pueda entrar en el seno de la humanidad y derrotar a la serpiente desde dentro, desde la posición estratégica de la naturaleza humana, revirtiendo así la caída de Adán en la carrera hacia la victoria.

La historia sigue avanzando hacia su gran meta final, en resumen, de la siguiente manera:

Abraham y Sara tienen un hijo primogénito del pacto al que llaman Isaac.

Isaac y Rebeca tienen un hijo primogénito del pacto al que llaman Jacob.

Las esposas de Jacob le dan doce hijos. Dios cambia el nombre de Jacob por el de Israel. Entonces, sorprendentemente —o no tan sorprendentemente dentro de la narrativa general— los doce hijos de Jacob y todos sus descendientes son conocidos corporativamente por el nombre del pacto de su padre, Israel. Dios ahora tiene un pueblo corporativo, una nación. Más tarde Israel emigra a Egipto y se convierte en un pueblo esclavizado. Dios finalmente envía a Moisés para liberar a Israel de la esclavitud egipcia, y —presta atención ahora— Dios le pide que le diga al Faraón algo muy específico:

 

Israel es mi hijo, mi primogénito. Y yo te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva. (Éxodo 4: 22-23, JBS)

Israel, la nación, es ahora designada como el “hijo primogénito” de Dios, en singular. En este punto de la historia, el lenguaje de la progenie iniciado en Génesis 3: 15 se amplía, aplicándolo a la filiación corporativa de Israel como nación. ¿En qué sentido Israel es el hijo primogénito de Dios? La respuesta es evidente cuando recordamos la promesa hecha a Abraham:

Y serán benditas en ti todas las familias de la tierra. (Génesis 12: 3)

Israel es la nación-hija primogénita de Dios con la que intención de que, a través de su testimonio, muchas otras naciones se conviertan también en naciones-hijas de Dios. Una vez más, vemos que la posición o el papel del “hijo primogénito” no tiene nada que ver con el orden de nacimiento. Tiene que ver con la transmisión del pacto a todas las naciones de la Tierra. Israel es el canal espiritual a través del cual Dios intenta devolver a todas las gentes el estatus de hijo perdido por Adán. Vemos que tanto Isaac como Jacob, y más tarde Israel y otros, eran “primogénitos” en un sentido figurado o funcional, no en un sentido cronológico.

Es en este punto del relato bíblico —cuando Israel es designado como el primogénito de Dios— que Dios asume el papel de “Padre” en relación a Israel. Reprendiendo a Israel por su infidelidad a Dios, Moisés dijo:

¿No es él tu padre, que te creó?

Él te hizo y te estableció…

Provocaron sus celos con dioses ajenos,

y su ira con abominaciones.

Sacrificaron a los demonios, y no a Dios;

a dioses que no habían conocido,

a nuevos dioses venidos de cerca,

que no habían temido vuestros padres.

De la Roca que te creó te olvidaste;

te has olvidado de Dios, tu creador.

(Deuteronomio 32: 6, 16-18)

Moisés le dice a Israel:

Dios es “tu Padre”.

Dios te “engendró”.

Dios te dio el ser.

Ahora, con Israel asumiendo el papel de hijo unigénito de Dios entre las naciones, Dios asume a su vez el papel de Padre de Israel. Por primera vez en el relato bíblico, Dios emplea ahora el lenguaje del parto, del nacimiento. Él “engendró” a Israel como su pueblo escogido entre las naciones. Israel, como hijo unigénito de Dios entre las naciones, es castigado por haber “olvidado al Dios que lo engendró”, una paternidad y un nacimiento que ocurrieron cuando Dios liberó a Israel de la esclavitud egipcia. Al volverse hacia los “dioses” de otras naciones Israel estaba negando al Dios que lo engendró. Como Dios diría más adelante por medio de Jeremías, «yo soy el padre de Israel, y Efraín es mi primogénito» (Jeremías 31: 9). Las otras naciones están bajo la autoridad de sus dioses y demonios (Deuteronomio 32: 17), pero Israel es el pueblo escogido de Dios, llamado de entre las naciones para ser el hijo unigénito de Dios, por quien todas las otras naciones serán bendecidas.

Como el asunto de la filiación, el tema de la paternidad de Dios se basa en la narrativa del Antiguo Testamento y está estrechamente relacionado con el llamado de Israel como el pueblo dentro del cual el Mesías entrará en el mundo. Si queremos entender lo que el Nuevo Testamento quiere decir cuando llama a Dios “padre”, debemos permitir que la historia misma nos diga lo que significa esa expresión. Cuando lo hacemos —es decir, cuando nuestro pensamiento obedece a la teología de la narrativa de la Biblia— se hace evidente que hay un sentido en el que Dios es nuestro Padre y el Padre de Jesús. Un sentido que la idea normal de paternidad no puede abarcar totalmente, como vamos a ver más adelante en este estudio.

Una imagen coherente se está construyendo, mientras nosotros simplemente seguimos la narración bíblica para ver dónde nos lleva. Estamos a punto de saltar de nuestros asientos en este punto, cuando las implicaciones de la filiación comienzan a vislumbrarse en nuestras mentes. Al dejar que la historia nos guíe, estamos a punto de comprender la Biblia en un nivel completamente nuevo. A partir de aquí la cosa es cada vez más sorprendente, así que presta mucha atención a lo que sucede a continuación.

«De un lado está Adán y del otro Jesús. Estas dos figuras constituyen la premisa de toda la historia bíblica».
Capítulo Cinco
DAVID, MI HIJO

Israel, el “hijo primogénito” de Dios, ahora liberado de la esclavitud, crece como nación, generación tras generación, hasta que nace un niño llamado David.

Puede que hayas oído la historia de David como un relato aislado, inspirador, con hermosas lecciones acerca de vencer a “gigantes” personales que se oponen a tu éxito profesional (Goliat) con cinco cualidades de tu personalidad (sus cinco guijarros), pero es más que eso. La historia de David es, a nivel profundo, la continuación ininterrumpida de la historia de la gran alianza de la Biblia.

David es, de hecho, el siguiente hijo de Dios en la Sagrada Escritura.

Al convertirse en el rey elegido de Israel, en él se encarna ahora la identidad corporativa de Israel. La identidad de la filiación ahora toma un significado profético más concreto. El ideal del orden de nacimiento es transgredido, una vez más, porque David no es el primogénito de su padre, Isaí, sino su último hijo (1 Samuel 16: 10-11).

Una vez más, lo que importa es la continuidad histórica de la alianza, no el orden cronológico de nacimiento. Dios reafirma con David la promesa del pacto que hizo con Abraham, Isaac, Jacob, e Israel, de modo que David se convierte en una especie de prototipo del Mesías venidero.

Fíjate en esto.

Con el fin de transmitir la idea de sucesión, la Escritura invoca de nuevo el lenguaje de “hijo”. En el Salmo 2: 1-7, David habla de sí mismo como habiendo sido «engendrado» como «hijo» de Dios, y al mismo tiempo evoca proféticamente la venida del Mesías, en quien debe cumplirse todo lo que Dios ha prometido al mundo a través de Israel:

¿Por qué se amotinan las gentes,

y los pueblos piensan cosas vanas?

Los reyes de la tierra se levantan,

y príncipes conspiran

contra el Señor y contra su ungido (Mesías en hebreo)…

Yo he puesto mi rey sobre Sión, mi Santo Monte.

Yo publicaré el decreto; el Señor me ha dicho,

«tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy».

¿De quién habla David?

Pues habla de sí mismo en el sentido histórico inmediato y local. David ha sido ungido rey de Israel. Pero también está hablando proféticamente del último rey de Israel, ungido como rey universal, es decir de Jesucristo. Sabemos que esto es así porque el Nuevo Testamento hace esta conexión profética (Hechos 2: 25-36; 4: 25-28; 13: 33; Hebreos 1: 5).

En el Salmo 89: 19-29, David se describe a sí mismo como el hijo «primogénito» de Dios a través del cual su «pacto se mantendrá firme,» a la vez que predice de nuevo la venida del Mesías:

Entonces hablaste en visión a tu Santo,

y dijiste:

«He puesto el socorro sobre uno que es poderoso;

he exaltado a un escogido de mi pueblo.

»Hallé a mi siervo David,

y lo ungí con mi santa unción.

Mi mano estará siempre con él;

mi brazo también lo fortalecerá.

»El enemigo no lo vencerá,

ni el hijo perverso lo quebrantará;

sino que quebrantaré delante de él a sus enemigos,

y heriré a los que le aborrecen.

»Mi fidelidad y mi misericordia estarán con él,

y en mi nombre será exaltado su poder.

»Asimismo pondré su mano sobre el mar,

y sobre los ríos su diestra.

»Él clamará a mí, diciendo: “Tú eres mi Padre,

mi Dios y la roca de mi salvación”.

»Y yo le pondré por primogénito,

el más excelso de los reyes de la tierra.

»Para siempre le aseguraré mi misericordia,

y mi pacto será firme con él.

»Estableceré su descendencia para siempre,

y su trono como los días de los cielos».

Por supuesto preguntamos de nuevo ¿de quién habla David?

¿Quién es el Santo?

¿Quién es el exaltado, escogido de entre el pueblo?

¿Quién es el que exclama: «Tú eres mi Padre,» a quien Dios responde, «yo lo haré mi primogénito»?

¿Quién es ese rey supremo de la Tierra, con quien Dios establecerá su pacto para siempre?

David, por supuesto, ¡pero también alguien aún más que David!

Llegados a este punto de nuestro recorrido, sabiendo lo que sabemos, simplemente leyendo estos dos salmos de David, una luz debería encenderse en nuestras mentes. Estos pasajes del Antiguo Testamento son vitales para comprender la historia que va a continuar en el Nuevo Testamento, específicamente con respecto a lo que el Nuevo Testamento quiere decir cuando llama a Jesús “hijo primogénito” o “hijo unigénito” de Dios. Estos salmos de David están en el origen de esa terminología, junto con los pasajes que hemos analizado anteriormente con respecto a la filiación de Israel. De hecho, como pronto descubriremos, el Nuevo Testamento cita específicamente estos dos Salmos para informarnos acerca de la identidad del Mesías dentro del marco del pacto.

Por consiguiente —y esto es esencial— es aquí, en la narrativa del Antiguo Testamento, donde tenemos que mirar para interpretar la terminología relacionada con la filiación cuando la encontremos en el Nuevo Testamento.

Y así lo vamos a hacer en breve.

Por ahora, simplemente necesitamos anotar, en interés de nuestra futura investigación, que David se describe a sí mismo y al Mesías venidero, como «engendrados» por Dios y como «primogénitos» de Dios, no en un sentido literal cronológico, sino en un sentido simbólico o “posicional”. David es el hijo de Dios, dentro de una sucesión de hijos de su pacto, que entre todos conducen al Hijo mesiánico, quien clamará a Dios, con una recién descubierta fidelidad a la idea de filiación: «tú eres mi Padre.» Y Él es quien establece «para siempre».

Este punto es muy sencillo, pero superimportante: El rey David no entra en el escenario bíblico en un vacío narrativo. Emerge dentro de una saga en desarrollo. Adán, el hijo de Dios, perdió su posición de hijo. Dios prometió recuperarlo dando a la raza humana un nuevo Génesis con un nuevo Hijo de Dios, que triunfaría donde Adán falló. La descendencia prometida a la mujer ocupará fielmente su vocación como eterna progenitora de la imagen de Dios para todas las generaciones futuras.

La lógica interna del relato bíblico es coherente. Dios está actuando para rescatar a la humanidad desde el interior, desde nuestro propio reino genético, a través de un “Hijo de Dios” humano que revertirá los efectos de la caída de Adán. David es un paso más en esa sucesión de hijos.

¿Y qué es lo siguiente que ocurre?

Lo has adivinado: llega otro hijo de Dios.