Betty

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Aus der Reihe: Sensibles a las Letras #78
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¿Diste tú hermosas alas al pavo real?

Job 39, 13

BIENVENIDOS A BREATHED se hallaba pintado en rojo en un trozo astillado de madera de granero clavado a un plátano americano. Con el tiempo aprendería que, entre el cielo y el infierno, Breathed era un pedazo de tierra en medio de un dolor palpitante, donde las lagartijas morían aplastadas bajo las ruedas y la gente parecía hablar como un trueno que choca con otro. Allí, en el sur de Ohio, te despertabas con los ladridos de los perros callejeros y siempre tenías presente la sombra de los lobos grandes.

—¿Cómo se dice el nombre del pueblo? —preguntó Trustin—. ¿Breathed?

—No con el sonido de la i de brisa. —Papá miró a Trustin por el retrovisor—. Sino con el de la e de brezo, pero en lugar de la o del final, pronuncia una t.

Por todos lados, las colinas se alzaban como una gran exclamación del hombre al cielo. Conocido como las estribaciones de los Apalaches, el macizo de arenisca desprotegida formaba crestas, precipicios y cañones tallados y moldeados por el deshielo de los glaciares. Cubierta de una mezcla verde de musgo y liquen, la antigua arenisca recibía los nombres de las cosas a las que recordaba. Estaba la Mesita de Té del Diablo, el Ciervo Cojo y la Sombra del Gigante. Los nombres se transmitían a cada nueva generación como si su valor fuese comparable al de las joyas de una familia.

No había carreteras ni calles que cruzasen las colinas y atajasen por el terreno, sino caminos, como los llamaban los lugareños, como si para ellos las vías cubiertas de tierra no fuesen más que senderos ensanchados. En Main Lane, la vía principal, estaba la tienda de ropa Saint Sammy’s, la juguetería Moogie’s, la tienda de ropa Fancy’s y otros negocios. Main Lane se bifurcaba en caminos residenciales donde cada casa tenía una biblia familiar y una receta suculenta de pan. Más lejos, el terreno estaba ocupado por granjas. Bajo su forma más saludable, Breathed era una madre y esposa que no se olvidaba de colgar las banderas de la barandilla del porche cada Cuatro de Julio. Bajo su forma más siniestra, era el sitio en el que podías morir desangrado sin una sola herida abierta.

Papá entró en Breathed despacio, como alguien que pone cuidado donde pisa. Pronto apareció un hombre canoso con un globo amarillo en la mano. Se encontraba en el linde del límite forestal.

—Hola, viejo amigo —gritó papá por la ventanilla abierta saludando al hombre con la mano.

—¿Landon Carpenter? —El hombre le devolvió el saludo—. ¿Eres tú de verdad?

Papá respondió con un breve bocinazo, y seguimos avanzando.

—Ese era el viejo Cotton Whithers —nos dijo a los niños mientras mirábamos hacia atrás al hombre que todavía agitaba los dos brazos.

—Veo que no ha dejado de mandar cartas —observó mamá contemplando cómo el globo amarillo se elevaba en el cielo.

Centré mi atención en el pueblo. Ya habíamos vivido en parajes agrestes. Árboles de una altura de la que carecían los hombres. Prados de una belleza equivalente a la de las mujeres. Sin embargo, en Breathed había algo distinto. Ese sitio parecía inspirar y espirar como si no fuese un pueblo creado por el hombre, sino un lugar nacido de él. Tenía ganas de escribir un poema a Breathed. Rimaría las palabras si no me quedaba más remedio, pero las pronunciaría como si lanzase piedras a un río. Esa parecía la única forma de representar un lugar en el que los caminos de tierra parecían pitones pardas tendidas en el suelo, cuyas escamas reflejaban la luz del sol.

Cuando papá giró bruscamente, alcé la vista y vi el nombre del camino.

—Shady Lane —pronuncié en voz alta.

Unos árboles muy altos bordeaban los dos lados de la travesía, y sus ramas se trenzaban como ríos helados. El camino terminaba en la entrada de nuestra propiedad, compuesta por hectáreas de bosque y campo sin podar. En el camino de acceso cubierto de malas hierbas había un coche rojo. Apoyado en él estaba Leland. Se encontraba de permiso, y como papá le había escrito para informarle de que íbamos a cambiar de vivienda, Leland dijo que se reuniría con nosotros en la nueva casa. Entonces tenía veintidós años. Tenía el pelo rubio corto y llevaba el uniforme de servicio del Ejército.

Trustin gritó el nombre de Leland cuando bajó del coche.

—¿De dónde has sacado ese cochazo nuevo? —preguntó papá mirando cómo brillaba el vehículo de Leland.

—Me lo ha prestado un amigo —respondió Leland.

—¿Nos has traído algo de Japón? —quería saber Trustin.

Leland nos había comunicado por carta que había estado destinado recientemente en Japón. Nos había cautivado con todo lo que había visto. Mujeres con pintura blanca en la cara. Bonitos kimonos que se arrastraban por el suelo. Tejados que se llamaban pagodas y tenían forma de flores de calabaza apiladas unas encima de otras.

—Pues claro que tengo cosas para vosotros.

Leland le regaló a Trustin un pisapapeles que tenía espirales de color dentro. A Lint le dio una piedra gris redonda.

—La cogí en suelo japonés yo mismo —le explicó.

—Mira lo redonda que es —le dijo papá a Lint—. Parece un ojo grande y viejo.

Lint sonrió al oír su comentario.

Flossie se puso a dar saltos de alegría cuando Leland le regaló un abanico. Se lo acercó a la cara e hizo ojitos tras sus ilustraciones de mariposas blancas y hojas doradas.

Mi regalo era una caja de seda rosa. Dentro había un pijama de la misma seda. Tenía alamares y botones de nudo. Yo estaba acostumbrada a tejidos como la tela vaquera, el algodón y la franela, pero no la seda. Nunca había tocado un material tan suave. Me la llevé a la mejilla mientras Flossie cogía una manga y se la acercaba a la suya.

—Qué tacto más fresco —dijo sonriendo.

—Que sepáis que la seda viene de un gusano —observó papá.

—¿Un gusano? —Flossie se apartó—. Puaj.

Leland introdujo la mano en el coche y sacó un joyero. Medía como mi brazo entero de largo. La parte superior tenía forma de pagoda. En la reluciente laca negra, había pinturas de bonsáis y lotos. Dos puertecitas situadas en la parte delantera permitían acceder a un interior forrado de seda con cajoncitos y compartimentos alrededor de una figurita femenina que daba vueltas al son de la música. Leland le dio el joyero a Fraya, quien lo sostuvo torpemente entre los brazos y cerró rápido las puertas para que la música parase.

—¿Por qué el regalo de Fraya es tan grande? —preguntó Flossie cerrando su abanico.

Leland se limpió las manos en el pantalón antes de sacar dos figuritas de pájaros de la guantera. Las aves estaban hechas de cristal rojo. Le dio una a mamá y otra a papá.

—Es muy pero que muy bonita, hijo.

Papá le dio a Leland unas palmaditas en el hombro.

Leland retrocedió y se metió las dos manos en los bolsillos señalando la casa con la cabeza.

—He esperado a que llegaseis —dijo—. Ni siquiera me he asomado a las ventanas.

Papá le dio a mamá su pájaro para que se lo sujetase mientras extendía los brazos en dirección al terreno.

—¿Os lo podéis creer? —preguntó—. Nadie puede decirnos que salgamos de toda esta tierra.

Cada uno de nosotros echó a andar entre la alta hierba dispersa siguiendo un camino distinto. Había un garaje independiente por el que corría un mapache. La casa propiamente dicha era grande y estaba bien protegida por unos arbustos oscuros de hoja perenne. Parecía que fuese propiedad de la tierra más que del hombre. Los muros enteros estaban cubiertos de hiedra, y las enredaderas envolvían las barandas del porche que todavía se conservaban, mientras que la omnipresente maleza que crecía bajo el porche inclinaba la galería a la derecha. Había nidos de avispas que colgaban como cañas ahuecadas, y a las veloces lagartijas no les faltaban escondites.

—Voy a cazar un centenar y a tenerlas todas en mi cuarto —dijo Trustin persiguiendo a los reptiles.

La casa tenía dos plantas, sin incluir el desván. Su arquitectura victoriana se había ido deteriorando hasta que no fue más que un sueño vetusto apuntalado por las sombras de los pinos que crecían contra sus lados.

Subimos con cuidado por los desvencijados escalones del porche, como si pudieran desplomarse en cualquier momento. Papá probó la resistencia de los postes del porche agarrando uno con cada mano.

—Es firme —dijo.

Mamá fue la última de todos. Se le había enganchado el tacón en la hendidura del escalón superior. Soltó un juramento mientras papá trataba de liberarla.

—Este sitio es una trampa —dijo, apoyando el peso en el hombro de él mientras miraba la casa.

Las tablas del edificio habían estado pintadas de amarillo en otro tiempo, pero la pintura se había desconchado y había dejado al descubierto la madera desnuda, erosionada como la piedra caliza.

—Menuda pocilga —comentó mamá tan pronto como papá le sacó el zapato.

—Solo en superficie ya vale su peso —se apresuró a decir papá—. Además, no hay nada que no se pueda arreglar.

—Como todo lo demás, ¿eh? —replicó mamá en tono monótono mirando la combadura del techo del porche.

Nos dirigimos a la puerta principal sorteando las altas hierbas espinosas que crecían por las rendijas del suelo. El gran ventanal no se había roto, pero estaba agrietado y lleno de tierra. En algunas zonas, el cristal había sido limpiado por los vecinos que no habían querido entrar en la casa por miedo a tropezarse con algún fantasma. Habían optado por pegar la cara a la ventana para ver qué acechaba entre habitación y habitación.

 

Papá empezó a toquetear la puerta mosquitera, que colgaba de una sola bisagra. La mosquitera estaba cortada, y la parte suelta se balanceaba. De repente, la puerta se desprendió de la última bisagra oxidada, y papá se vio impulsado hacia atrás. Recuperó el equilibrio antes de caer del todo y dejó rápidamente la puerta como si nunca hubiese tenido la intención de quitarla.

—¿Quieres hacer el favor de dejar de trastear con todo? —Mamá pasó por su lado dándole un empujón—. ¿No ves que esta casa no se tiene en pie porque está en deuda con el diablo?

Se detuvo ante la amplia puerta principal. Tres de sus cuatro entrepaños habían desaparecido junto con el pomo y la cerradura. Mamá meneó la cabeza antes de abrir el resto de la puerta de golpe.

Entrar en la casa era como cruzar el umbral de una tumba. Había hojas marrones secas amontonadas por el suelo de madera, que inicialmente había tenido una gran esfera de reloj pintada. Una amplia escalera circular se hallaba en el centro de la casa. En su día había sido majestuosa, mientras que ahora lo único que quedaba de ella por robar eran los escalones.

De la escalera partían dos salas de estar distintas. El exterior se introdujo en la casa por los boquetes de las paredes hasta que crecieron hojas de verdad al lado de las estampadas en el papel de pared con anticuados motivos florales y enredaderas. Todavía me acuerdo de esa pared. Verde claro, lila y color crema como una larga primavera. Me imaginaba que la mujer que eligió ese papel de pared lo hizo porque le encantaba su casa.

—¿La historia de los Peacock es verdad? —Fraya tocó el agujero de bala de la pared que separaba la sala de estar del comedor—. Creía que era inventada.

La familia Peacock construyó la casa en 1904. Eran ricos y no escatimaban en gastos. En 1947 decidieron modernizar su hogar. Poco después de la renovación, los ocho miembros de la familia desaparecieron en circunstancias misteriosas. Sin cadáveres. Sin sangre. Solo ocho agujeros de bala repartidos por las paredes de la casa.

Un amigo de la infancia de papá, John el del Bloque, compró la propiedad de los Peacock en una subasta. John era dueño de varias casas de alquiler, pero todo el mundo le dijo que, adquiriendo el pasado de los Peacock, había comprado una maldición. Cada año que pasaba, la propiedad se encontraba en un estado más ruinoso. Los saqueadores que venían de fuera del pueblo robaban lo que podían. Ellos no temían tanto la maldición como los habitantes del pueblo.

Cuando papá escribió a John el del Bloque para anunciarle que íbamos a Breathed, su amigo le contestó rápido:

Tengo una casa para ti, pero te aviso que está maldita, querido amigo. Los dueños desaparecieron y nunca volvieron a verlos. Lo único que puedo decirte con seguridad es que no he visto sábanas flotando, ni las puertas se cierran solas. Los agujeros de bala (hay ocho) nunca han sangrado delante de mí. Si está embrujada, no da mucho miedo. Creo que está maldita porque todo el mundo lo dice. Mis motivos para ofrecerte la casa son egoístas: espero que la encuentres lo bastante acogedora para que no soportes la idea de irte. He estado muy solo todos estos años, querido amigo.

Papá dijo que no pesaba ningún maleficio sobre la casa y que los rumores eran una forma de entretenimiento de los pueblos pequeños.

—Además, ¿qué es una maldición más para una familia llena de maldiciones? —había dicho mamá.

Flossie pasó dando vueltas grácilmente mientras señalaba dónde podíamos poner la tele.

—Para ver American Bandstand. Compremos una tele, por favor.

Tiró a papá de la camisa.

—Ya veremos —dijo él.

Lint pasó a mi lado y se acercó a un tigre esculpido situado contra la pared. El tigre era de tamaño real, pero le faltaba la pata izquierda trasera y le habían quitado los ojos de cristal.

Lint deslizó sus finos dedos por las rayas del tigre. El suave pelo castaño le cayó sobre los ojos marrón intenso al apoyar la cabeza en el costado del tigre, como si quisiese escuchar los latidos de su corazón. Trustin se dirigió sigilosamente al otro lado y se escondió junto a la boca del tigre, donde se puso a gruñir. Asustado por los sonidos, Lint cayó hacia atrás contra la pared, gimoteando y tratando de encogerse. Papá le oyó, entró en la habitación y cogió en brazos a Lint a la vez que regañaba a Trustin.

—Vale, solo era una broma.

Trustin se levantó.

Cuando me vio, se llevó la mano a la pistolera y sacó su pistola de juguete.

—Voy a pillar a una india.

Empezó a perseguirme.

—Déjame en paz.

Intenté dejarlo atrás.

—No puedo. —Disparó la pistola al aire—. Tengo órdenes de echar a todos los salvajes de esta tierra.

Me escondí detrás de Fraya.

—No dejes que me pille.

Le tiré de la falda.

Leland irrumpió en la estancia y arrebató la pistola a Trustin.

—No deberías perseguir a tu hermana —dijo Leland echando un vistazo a la pistola antes de alinearla con el agujero de bala de la pared.

Bang.

Su sonoro grito sobresaltó a Fraya.

—¿En el Ejército te dan una pistola para disparar, Leland? —preguntó Trustin.

—Claro.

Leland devolvió la pistola a Trustin.

—Seguro que no es tan buena como la mía —dijo Trustin antes de disparar contra un escarabajo de color esmeralda que subía por la pared.

Fraya me cogió rápido la mano y entramos juntas en la cocina. En la encimera había cuencos rotos y no menos de una docena de rodillos de amasar de madera amontonados como si fuesen leña. En la parte de abajo del gran fregadero fijado a la pared, había un libro de cocina. Estaba abierto como si una mujer hubiese estado allí hacía poco hojeándolo.

—Betty. —Fraya señaló a Flossie, que recorría el pasillo—. ¿Vamos a ver adónde va? A lo mejor hay tesoros escondidos.

Seguimos juntas a Flossie hasta la escalera. En el séptimo escalón había un corazón toscamente grabado. La idea azarosa de una navaja.

—En nuestra casa han estado parejas —dijo Flossie pisando el corazón mientras subía la escalera.

Los cuatro dormitorios estaban en el segundo piso. Le di a Fraya la caja del pijama para poder echar una carrera a Flossie por las distintas estancias. El primer cuarto era tan largo que tenía vistas al jardín de la parte de delante y al de la parte de detrás. Aunque faltaba la puerta, sabíamos que la espaciosa habitación sería para mamá y papá.

Al otro lado del pasillo estaba el único cuarto de baño de la planta. Todavía tenía la bañera de hierro forjado, demasiado pesada para ser objeto de robo. El váter también seguía allí, pero tenía la tapa de la cisterna rota y habían arrancado el asiento de las bisagras.

Flossie asomó la cabeza en el dormitorio más pequeño que daba al jardín trasero y le dijo a Fraya que podía ser su habitación.

—Como puedes tener un cuarto para ti sola, no necesitas uno grande —dijo Flossie, apartándose el pelo.

—Tiene un cuarto para ella sola porque es la mayor —le recordé yo a Flossie.

—Solo tiene diecisiete años. No es mayor para hacer nada importante —repuso Flossie antes de decidir que Lint y Trustin se instalarían en la habitación de al lado de Fraya.

Cuando Flossie entró en el dormitorio de la parte delantera, se puso a dar palmadas y dijo:

—Nuestro cuarto será este, Betty.

La habitación olía a humedad. Las manchas de agua del techo parecían moratones recientes, con los bordes amarillos, pálidos y verdes. Había telarañas, tanto nuevas como viejas, y una comba deshilachada enroscada en un cuenco como una serpiente. Esparcidas en el suelo se hallaban las piedras que la gente había tirado a las ventanas para romperlas.

—Caray, parece que en este pueblo no hay nada mejor que hacer que romper ventanas —comentó Fraya al entrar, y se puso a dar puntapiés a las piedras—. A Lint le encantarán cuando las vea.

Las piedras estaban envueltas en trozos de papel atados con gomas elásticas que se estaban pudriendo. En los papeles había nombres escritos, como si la casa fuese un pozo de los deseos que visitaban quienes querían imponer la maldición a otros.

En medio de la habitación había una caja rota por un lado. Metí la mano y saqué un ejemplar maltrecho de la novela Herbs and Apples, de Helen Hooven Santmyer, junto con un frasco vacío de perfume Blue Waltz. Flossie me arrebató el frasco con forma de corazón.

—Es como si te besase un príncipe.

Chasqueó la lengua mientras se pasaba el frasco por el cuello hasta llegar a los labios.

—¿Qué más hay dentro? —preguntó Fraya señalando la caja.

Levanté la caja y la volqué. Salió un pañuelo azul claro acompañado de unas láminas de pan de oro con forma de hojas de roble y de arce. Había un artículo de 1937 sobre la desaparición de Amelia Earhart y varias chapas electorales, incluida una de la campaña de Alfred Landon de 1936. Bajo la fotografía de Landon figuraba su eslogan: VIDA, LIBERTAD Y LANDON.

—Se apellida como papá.

Cogí la chapa y se la mostré a mis hermanas.

—Mmm —fue cuanto dijo Flossie mientras dejaba el frasco de perfume en el alféizar de la ventana—. Hala, mirad.

Vio el par de agujeros de bala que había entre las dos ventanas.

—Si hay dos agujeros quiere decir que aquí dispararon a dos personas.

La voz de mamá sonó a nuestro alrededor.

Nos giramos y la vimos mirando con moderada curiosidad desde la puerta.

—Podrían ser de una persona a la que dispararon dos veces —propuso Fraya—. Y a lo mejor los disparos no le dieron a nadie. No hay cadáveres.

—Fueron asesinados —terció Flossie—. Probablemente no con una pistola. El asesino debió de usar un hacha.

Flossie chilló y se abalanzó sobre mí con los brazos en alto. La empujé hacia atrás justo cuando Leland asomaba la cabeza en la habitación.

—¿Vas a quedarte? —le preguntó mamá.

—Quiero ir a un par de sitios antes de volver con el Tío Sam.

Se apoyó en el marco de la puerta hincando los talones de las botas e inclinando la barbilla sobre el pecho.

—Bueno, no me extraña que no quieras quedarte —dijo mamá—. Esto no es precisamente una casa, considerando que puedes ver la tierra a través del suelo y el cielo a través del techo. —Inspiró bruscamente antes de añadir—: Por lo menos sabemos dónde han estado jugando los demonios todo este tiempo.

Sacudió la cabeza al salir.

Leland aprovechó la oportunidad para entrar en la habitación y dar puntapiés a las chapas mientras Fraya se recostaba contra los agujeros de bala.

—¿Te gusta el joyero, Fray? —inquirió Leland—. Lo has dejado en el porche.

Al ver que Fraya no le contestaba, bajó la voz para preguntarle:

—¿Preferirías que te hubiese comprado un pijama?

Ella abrazó la caja de mi pijama contra el pecho.

—Solo se lo estoy sujetando a Betty —dijo.

Él se volvió hacia mí y Flossie.

—Vosotras dos, largaos —nos mandó.

—Pero es nuestro cuarto —protesté.

Él estuvo a punto de arrancarme el brazo al sacarme al pasillo y empujó a Flossie detrás de mí. Cerró la puerta de un portazo antes de que pudiésemos volver a entrar. Tiré del pomo, pero él tenía la mano al otro lado, de modo que empecé a aporrear la puerta con mis pequeños puños.

—No vale la pena, Betty. —Flossie entrelazó su brazo con el mío—. Vamos a ver el resto de la casa.

Atravesamos el pasillo. En lugar de contar los escarabajos muertos que crujían bajo nuestros pies como hacía Flossie, yo pensé en la última vez que habíamos visto a Leland. Papá había plantado un huerto en la casa de alquiler en la que vivíamos. En el huerto había varias hileras de maíz. Papá siempre nos decía que cuando una mazorca de maíz estaba madura, la barba se secaba y la hoja se oscurecía.

—Hay gente que abre las hojas para ver los granos —decía papá—. No lo hagáis nunca porque si no está maduro, tendréis que dejar la mazorca en el tallo. Pero como ya habéis abierto las hojas, los bichos podrán entrar y estropear los granos.

A pesar del consejo, Leland abrió unas mazorcas de maíz que sabía que no estaban maduras.

—Estás estropeando el maíz, hijo —le dijo papá.

 

Al ver que Leland no se detenía, él y papá empezaron a discutir. No sé si el primer puñetazo lo dio papá o si fue Leland. Solo sé que cuando todo acabó los tallos de maíz estaban aplastados y papá tenía un ojo morado. Poco después, Leland se alistó en el Ejército.

—Noventa y ocho, noventa y nueve, cien, mil escarabajos.

Flossie seguía contando los bichos muertos.

El ruido al fondo del pasillo la hizo detenerse. Era papá, que estaba metiendo un colchón en el cuarto de mamá y de él. Lint y Trustin marchaban detrás de él como si estuviesen desfilando.

—¿No te parece que nuestros hermanos deben de ser los niños más tontos sobre la faz de la tierra, Betty? —me preguntó Flossie.

Cuando Trustin la oyó, dejó de desfilar. Se llevó la mano a la pistolera y dijo que era ilegal que dos niñas anduviesen descalzas por casa.

—Agente de policía. Agente de policía.

Vino corriendo adonde estábamos Flossie y yo, disparándonos a la cara con su pistola de juguete.

—Tú también estás descalzo, idiota.

La voz de Flossie y la mía se solaparon mientras le hacíamos retroceder.

—Eh, eh. Nada de peleas en la casa nueva —dijo papá saliendo al pasillo seguido de Lint.

Papá se frotó las manos y miró a su alrededor sonriendo.

—Esta casa me gusta tanto que tengo la sensación de que podría devorarla entera —comentó.

Miró hacia la puerta cerrada al final del pasillo. En otro tiempo había estado pintada de tono lavanda. Algunos restos de color seguían pegados como un pasado insistente. Los vidrios se habían roto, pero en el suelo había cristales de colores como piedras preciosas. Papá, que llevaba puestas las botas de trabajo, barrió los cristales cortantes y los apartó al rincón para que sus hijos descalzos pudiesen andar detrás de él sin peligro.

—Seguro que esta puerta da al cielo —dijo mientras la abría.

Nos encontramos con hilos entrecruzados de telarañas y una escalera estrecha que subía por la oscuridad.

—C-c-cierra puerta. —Lint retrocedió—. Y-y-ya.

—Tranquilo, hijo —dijo papá—. No hay nada que temer. Solo es una vieja escalera y un viejo desván. Nada más que madera y clavos.

Lint, que no quería arriesgarse, corrió al otro extremo del pasillo, desde donde nos miró asomado a la esquina.

—Primero miraremos nosotros —le anunció papá antes de volverse otra vez hacia la escalera—. El resto, tened cuidado dónde pisáis —añadió mientras empezaba a ascender.

Los escalones crujían bajo nuestros pies. Me sorprendí buscando un pasamanos al que agarrarme. Me pareció oír algo que rascaba. Una corriente fría me puso la piel de gallina, y el corazón me empezó a latir tan rápido que lo noté en las puntas de los dedos. Flossie se me acercó mientras Trustin mantenía la mano en la pistola como si estuviese a punto de disparar.

Cuanto más subíamos por la escalera, más saturado estaba el aire de un extraño aroma. El olor me recordaba la peste de una pluma de pájaro blanca que había encontrado una vez tirada a la luz de la luna.

—Seguro que los cadáveres de los Peacock están aquí —dijo Flossie justo antes de que llegásemos a lo alto.

Sin embargo, como el resto de la casa, el desván estaba bastante vacío. Solo quedaban una caja de peines usados y un bote de tierra con una etiqueta en la que ponía IMPORTANTE.

—Aquí apesta.

Flossie se tapó la nariz mientras nos separábamos para recorrer el amplio espacio.

—¿Qué es lo que hay en el suelo, papá? —pregunté al tiempo que giraba el pie y descubría unas cosas que parecían gusanitos negros incrustados en mi talón.

Papá cogió una de las partículas negras.

—Es hora de que volvamos abajo —anunció.

Un chirrido procedente de arriba nos hizo alzar la vista. Papá tapó rápido la boca de Flossie antes de que pudiese chillar cuando vio los murciélagos colgados.

Papá nos susurró a Trustin y a mí que no hiciésemos ruido mientras volvíamos de puntillas a la escalera y esperó hasta que estuvimos abajo para soltar a Flossie.

—No puedo vivir en una casa con murciélagos —se quejó ella.

—¿M-m-murciélagos? —gritó Lint desde el fondo del pasillo.

—Nos chuparán la sangre cuando estemos dormidos.

Flossie se estremeció como si los notase arrastrándose por encima de su cuerpo.

—Tiene razón, papá —añadí—. Todos nos volveremos vampiros. Tendremos que trabajar en el huerto de noche porque no podremos volver a estar al sol.

—Los murciélagos no nos harán daño. —Papá cerró suavemente la puerta del desván—. Son animales buenos.

—Pero no podemos vivir con ellos.

Flossie levantó los brazos.

—Los echaré del desván —aseguró papá—. Luego les prepararé una casita y la pondré en un poste en el campo para que, aunque no puedan vivir aquí, sientan que tienen un hogar con los Carpenter.

—¿Cómo vas a echarlos? —preguntó Trustin.

—Usando estrellas de sangre —respondió papá adoptando un tono más grave.

—¿Qué es una estrella de sangre? —quise saber, imaginándome el cielo empapado de rojo.

—Estrellas llenas de la sangre de nuestros antepasados cheroqui —contestó papá—. Su sangre era tan venerada que subía con su espíritu y se convertía en estrellas rojas que iluminaban y daban sabiduría a la gente.

—Las estrellas de sangre no existen —se apresuró a decir Flossie.

—Ya lo creo que existen, Flossie —afirmó papá—. Antes de las estrellas de sangre, no había estaciones. Una gota de sangre para la primavera. Dos para el verano. Tres para el otoño y cuatro para…

—Qué tonto eres, papá. —Flossie se adelantó simulando que se pintaba los labios con el meñique—. Vamos a ver el granero.

Flossie pasó la primera mientras papá cogía a Lint en brazos y lo bajaba por la escalera seguido de Trustin.

Me detuve delante de mi cuarto. La puerta estaba abierta, pero la habitación se encontraba vacía. Mi pijama se hallaba en el suelo, fuera de la caja, que estaba rota como si la hubiesen pisado.

En la habitación de al lado, mamá se encontraba sentada en el colchón. Mientras se frotaba las piernas, vi los familiares cuadrados apretujados entre sus medias y sus pies. En aquel entonces yo pensaba que los cuadrados eran trozos de papel para que los zapatos no le resbalasen.

—¿Dónde están Fraya y Leland? —le pregunté.

—Déjame en paz. —Se volvió y empezó a subir a gatas por el colchón—. Voy a dormir la siesta antes de preparar la cena.

—Pero ¿adónde han ido? ¿Mamá? ¿Mmmammmá?

Ella se incorporó y me miró arqueando las dos cejas al máximo como diciendo: «Como sigas molestándome, te colgaré de un árbol por ese largo pelo indio que tienes y llamaré a los cuervos para que vengan a arrancarte los ojos. ¿Es eso lo que quieres, Pocahontas?».

Bajé corriendo la escalera y por poco me caí en la curva que formaba. Alcancé a papá y a los demás. Estaban en el jardín enfrente del amplio granero. Sus altos costados se unían bajo un tejado de pizarra con la fecha «1803» pintada; cada número medía como el propio tejado.

—El año en que Ohio se convirtió en estado —nos explicó papá.

Miramos abajo y contemplamos las huellas descoloridas de manos que había en las tablas del granero. Me imaginé a unas personas mojando las manos en pintura de todos los colores y lanzándose hacia el granero con las palmas por delante. Algunas huellas estaban corridas como si una noche todo el mundo se hubiese puesto a bailar y hubiesen querido que el granero se uniese a la danza.

—Las manos son de los obreros —dijo papá, poniendo la suya encima de una huella amarilla—. O de alguien que fue incapaz de soltar.

Sonrió como si en la vida toda la felicidad dependiese de poseer un granero.

—Seguro que encuentro un poni dentro —dijo Trustin mientras él y Flossie entraban corriendo en el granero a investigar.

Lint los siguió, pero deteniéndose continuamente a coger piedras.

—¿Papá? —le pregunté—. ¿Sabes adónde han ido Leland y Fraya?

—Los vi andando por el camino cuando salimos. Creo que han ido al pueblo a ver cómo son los vecinos.