Betty

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Aus der Reihe: Sensibles a las Letras #78
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—Como entres con el bueno de Landon Carpenter, saldrás sin la cabellera.

Dijo que daban alaridos y se tapaban la boca imitando un grito de guerra indio que lo más probable es que hubiesen visto en una película del Oeste llena de tipis de atrezo y tópicos de Hollywood.

—Cualquiera diría que en las minas —dijo—, donde todos los hombres acaban negros del carbón, no habría separación entre nosotros. Que trabajaríamos unidos.

—Tú nunca serás uno de ellos. —Mamá no apartaba la mirada de la carretera—. Ellos solo necesitan jabón y agua para ser mejor que tú.

—¿Eso es lo que piensas? —preguntó él.

—Es lo que piensa el mundo, Landon. ¿No lo entiendes? No puedes quitártelo por mucho que te laves.

—No quiero quitármelo —aclaró él—. Solo quiero poder trabajar en paz y sin miedo.

Papá mantuvo la cara girada hacia la ventanilla.

—Me sujetaron hasta que no pude moverme. Uno de ellos, el que más se reía, me escupió en la mejilla. Me escupió en la mejilla como si no valiera nada. Luego usó su saliva para escribirme en la frente. Escribió el que según todos ellos es mi verdadero nombre.

Papá se tocó con cuidado la palabra escrita en su frente como si fuese algo grabado en la piel. Mi corazón susurró a mi alma, y mi alma susurró a su vez: Ayúdale. Pero no podía moverme. Me aterrorizaba la historia que él estaba contando. Y la forma en que bajó la voz mientras seguía hablando de las risas de los hombres y de cómo le habían agarrado más fuerte los brazos.

—¿Te han inmovilizado alguna vez, Alka? —inquirió—. Ya sabes, cuando no puedes evitar lo que alguien te está haciendo. ¿Te ha pasado alguna vez?

Ella apretó la mandíbula y siguió conduciendo en silencio antes de parar a un lado de la carretera. Papá puso la mano en la manilla de la puerta. Debió de pensar que tenía que bajar del coche.

—No te muevas —le dijo mamá al tiempo que abría el bolso.

Sacó un pañuelo blanco limpio. Escupió en un extremo antes de usarlo para frotarle la mejilla. Él se apartó de una sacudida.

—Vas a estropear las cosas tan bonitas que tienes —dijo.

Ella volvió a atraerle la cara y le frotó más fuerte la mejilla hasta que le quitó el carbón y la sangre del rostro. Miró la palabra de su frente. Bajó la ventanilla y sacudió el pañuelo contra el exterior del coche. Gran parte del carbón se hallaba incrustado, pero la capa superior de polvo se fue. A continuación, le limpió la frente hasta que la palabra desapareció. Después, extendió el pañuelo frente a ella. Frunció el ceño como si viese las letras de la palabra en la tela.

—De todas formas, nunca me gustó mucho este trapo ridículo.

Lo lanzó por la ventanilla antes de meter una marcha y volver a la carretera.

Metí la mano en el bolsillo. Apreté el lápiz rojo, lo saqué y escribí con él en la chapa metálica del portón trasero. Escribí que mi padre mataba al monstruo de la cueva con mil puntas de flecha que le salían de la frente. Escribí hasta que el lápiz de color menguó tanto que tuve que sujetarlo pellizcándolo entre dos dedos hasta que pude escribir el final feliz que quería darle. Entonces cerré los ojos sabiendo que mi lugar de nacimiento era un capítulo amargo en la historia de mi padre.

Durante los siguientes dos años recorrimos Estados Unidos. Aprendimos historia de boca de ancianos e idiomas extranjeros de boca de borrachos. En Colorado recogimos a una autoestopista que nos dio lecciones de ciencia sobre Newton y su manzana. Conocimos a un expresidiario en una cafetería de carretera de Arizona que nos enseñó las leyes del mundo y las leyes de la cárcel. Pero por encima de todo, aprendimos los nombres de los estados mirando coches.

—Mirad, Alaska —dijo Fraya.

—Idaho. —Flossie vio un Ford rojo—. Seguro que tiene el maletero lleno de patatas.

Lint miró para verlo por sí mismo.

—Es de Texas.

Trustin saludó con la mano al coche. Sus ocupantes no le devolvieron el saludo.

—Ese es de casa. —Mamá señaló la matrícula de Ohio de un Ford Thunderbird que pasó a toda velocidad—. Quiero volver a casa, Landon.

SEGUNDA PARTE

4

Si encontraba tus palabras, las devoraba.

Jeremías 15, 16

Corría 1961 y yo tenía siete años cuando mamá dijo que quería volver a casa. Su casa era Ohio porque allí era donde tenía sus raíces.

—Las raíces son la parte más importante de una planta —decía papá—. Una planta se alimenta por las raíces, y son las raíces las que sostienen una planta cuando todo lo demás acaba arrasado. Sin raíces, estás a merced del viento.

Había pasado tiempo suficiente para que nuestros padres perdonasen al estado del castaño de Indias.

Íbamos todos apretujados en nuestra Rambler color helecho que tiraba de un pequeño remolque de plataforma. La cola de mapache ondeaba hacia atrás, y mamá y papá se turnaban para conducir. Por la noche, mamá se ponía al volante. Yo contaba sus bostezos hasta que papá le indicaba que saliese de la carretera y parase en el bosque, señalando un par de árboles del caucho.

Una vez que mamá apagaba el motor, papá se bajaba acompañado de un tarro de licor casero. Iba a buscar más plantas en el bosque, aunque ya teníamos ramos de distintas hierbas secándose en varios puntos del coche, como detrás de los asientos y en los marcos de las ventanillas.

Después del aprovisionamiento nocturno, sabía que papá se haría la cama en el capó del coche. Mamá siempre se quedaba en el asiento corrido delantero. Trustin abría el portón trasero y dejaba las piernas colgando entre el remolque y el coche mientras Fraya y Flossie se tumbaban en el asiento trasero, con las cabezas juntas, los cuerpos apuntando en direcciones opuestas y los pies asomando por cada ventanilla trasera. Lint se tumbaba encima de Fraya como un gatito faldero mientras ella le acariciaba la coronilla. A mí me dejaban dormir en el suelo del asiento de atrás o a veces en el portón trasero cuando Trustin decidía estirarse en el suelo.

Esa noche la Rambler parecía especialmente abarrotada, de modo que salí a buscar a papá.

Cada vez que pasaba por delante de un árbol, me detenía a escribir en su tronco con el dedo. Pensaba que si les escribía a los árboles algo bonito, me servirían de mapa para guiarme por el bosque.

Querido gran roble, tu corteza es como el canto de mi padre. Ayúdame a orientarme. Querida haya, no se lo digas al roble, pero tus hojas son los mejores marcapáginas que hay. Ayúdame a orientarme. Querido arce, hueles al mejor de los poemas. Ayúdame a orientarme.

Me disponía a acercarme a otro árbol cuando se me enganchó el pie con una raíz levantada. Me caí y me arañé las rodillas. Me quedé sentada en el suelo gritando, no porque me hiciese daño, sino porque me había perdido.

—Vaya, vaya. —Papá chasqueó la lengua cuando se paró junto a mí—. Con un descubrimiento como tú, me haré rico y famoso. Saldré en primera plana de todos los periódicos del mundo con un titular que diga: LANDON CARPENTER ENCUENTRA UNA MISTERIOSA CRIATURA EN EL BOSQUE. Pero antes tengo que hacerte una pregunta. —Puso su cara frente a la mía—. ¿Eres una criatura de Dios o del demonio?

—No tiene gracia, papá, y no saldrás en la portada de ningún periódico —dije.

—¿Ah, no? —preguntó él.

—No. —Fruncí el ceño lo máximo que me permitieron mis pequeñas cejas—. Me he perdido, y ahora seguro que tú también te has perdido. No puedes salir en la portada de ningún periódico si te has perdido a menos que sea en un artículo que diga que te has perdido. Pero nadie escribiría ese artículo porque a nadie le interesaría leerlo.

Me acordé de la paliza que los hombres habían propinado a mi padre en las minas.

—No eres importante —le espeté, como debían de haberle dicho ellos—. Eres Landon Carpenter.

Él echó la espalda hacia atrás en un gesto repentino de ira.

—Tienes la boca muy pequeña para ser tan malhablada —dijo antes de beber un trago de licor y pasar por encima de mí para sentarse en el tronco de un árbol caído medio cubierto de maleza y abundante musgo.

Cogí una hoja y la utilicé para limpiarme los puntitos de sangre de las rodillas mientras me levantaba. Después de estudiar el bosque a mi alrededor, decidí que no tenía valor para adentrarme en la oscuridad sola, de modo que me senté al lado de mi padre. Me quedé mirando el tarro que tenía en la mano. Había pintado unas estrellitas negras en el exterior del cristal.

—¿Por qué siempre pintas estrellas en los botes? —le pregunté.

—Porque destilo el licor por la noche, bajo las estrellas —contestó él antes de dejar el frasco en el suelo a sus pies.

Metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó la petaca con hojas de tabaco secas. Observé cómo ponía una pizca en un papel de liar.

—¿Por qué no te importa que nos hayamos perdido, papá? —quise saber.

—Tú eres la que se ha perdido, muchacha. Yo sé perfectamente dónde estoy.

Me dejó lamer el borde del papel de liar para poder envolver el tabaco. Acto seguido rascó una cerilla contra la cinta de papel de lija de su sombrero. Mientras encendía el cigarrillo, le miré la cicatriz de la palma de la mano izquierda. La piel se arrugaba como si prácticamente se le hubiese derretido la palma. Él también miró la cicatriz, estudiándola desde todos los ángulos. Cuando empezó a fruncir el entrecejo, apartó la vista y se quitó el sombrero. Me lo puso y dio una chupada al cigarrillo.

—¿No te da miedo que siempre nos perdamos? —le pregunté—. A mí sí. Tengo miedo.

Él espiró soplando hacia las estrellas.

 

—¿Sabías que el humo es la niebla de las almas? —dijo—. Por eso es sagrado y puede llevarse tu miedo a las nubes, que es el hogar de los comemiedos.

—¿Los comemiedos?

—Unas criaturitas buenas que devoran todo lo que te da miedo para que puedas vivir tranquila.

Me dio el cigarrillo y me dijo que aguantase el humo en la boca antes de soltarlo rápido. Solo fui capaz de expulsarlo tosiendo. Iba a volver a inspirar, pero papá me dijo que cuidase mis pulmones.

—Los necesitarás para correr por los campos —dijo, cogiendo el cigarrillo.

Observamos cómo el humo se alejaba y desaparecía.

—Sigo sintiéndome perdida —confesé.

Papá me miró antes de volver a desviar la vista a la oscuridad del bosque.

—Una vez encontré un bosque maldito, ¿sabes? —dijo—. Había ido a buscar plantas, pero me dormí. Cuando me desperté, había perdido la brújula.

—¿Una brujilla? —pregunté—. ¿Y la llevas encima? Tiene que ser muy chiquitita. ¿Es buena? Déjame verla.

Me puse a hurgar en sus bolsillos, pero solo encontré sus bolitas de ginseng. Él rio y me detuvo con el brazo.

—Tranquila, Betty —dijo, riendo aún—. Brújula, no brujilla. Me refiero al sentido de la orientación. Aplané la hierba detrás de mí, pero seguía perdido. Cuando atardeció, pensaba que me quedaría en ese bosque toda la eternidad.

—¿Qué hiciste, papá?

—Cogí unas piedrecitas y escribí mi nombre en la tierra para que la gente supiese que tenía uno. Luego me tumbé y miré las estrellas en el cielo. Entonces me di cuenta de que sabía dónde estaba.

—¿Dónde estabas?

—Al sur del cielo.

—¿Dónde está eso?

—Mira arriba, Betty.

Me orientó suavemente la cabeza hacia el cielo empujándome por debajo de la barbilla con el dorso de la mano.

—Allí arriba, en alguna parte, está el cielo —dijo—. Y nosotros estamos un poco al sur. Ahí se encuentra el sur del cielo. Está aquí mismo. —Pisó fuerte el suelo debajo de nosotros—. No importa dónde estés ni adónde vayas, porque siempre estarás al sur del cielo.

—Estaré al sur del cielo.

Miré al cielo con gran asombro.

—No se puede estar en otro sitio —aseguró él.

Apagó el cigarrillo pellizcándolo con los dedos y se lo metió en la bota. Simuló que me echaba una colilla en el zapato, pero como yo estaba descalza, me hizo cosquillas en el talón hasta que rompí a reír.

—No ha crecido —dijo de mi pie, midiéndolo con la mano—. Pero nunca volverá a ser tan pequeño.

—No dejaré que crezca, papá.

—Seguro que no. —Rio por lo bajo dejando mi pie en el suelo—. Más vale que descansemos. Mañana nos espera un viaje largo. Con suerte, por la tarde veremos Ohio.

—¿Puedo dormir contigo en el capó?

—¿No te enfriarás? —preguntó.

—Tengo una bufanda. —Me envolví el cuello con mi largo cabello moreno—. ¿La ves?

—¿Seguro que no quieres dormir en la Rambler?

—Preferiría dormir en Marte, que por cierto es el tema de un cuento nuevo que he escrito. Lo escribí en una servilleta en la cafetería en la que paramos cuando pasamos por Luisiana, pero se me olvidó.

—¿Se te olvidó el cuento? —preguntó él.

—No. —Negué con la cabeza—. Se me olvidó la servilleta. Pero me acuerdo del cuento. Es el mejor cuento marciano que he escrito.

—Siempre escribes sobre Marte. Debes de tener sangre marciana.

—Hala, el cuento trata precisamente de la sangre marciana.

—Eso tengo que oírlo.

Estiró las piernas y las cruzó a la altura de los tobillos.

—El caso es que los marcianos quieren invadir la tierra —empecé a relatar.

—Parece que los marcianos siempre quieren invadir lo que es nuestro —observó él.

—Supongo que no lo pueden evitar. Para invadirnos, mandan pájaros —dije, tratando de formar una figura de pájaro con las manos—. Son de una especie que solo se encuentra en Marte. Los pájaros tienen unas alas igualitas a los menús a cuadros de la cafetería. Sus cuerpos son como los frascos de kétchup de la cafetería, y sus cabezas, tazas al revés.

—¿Como las tazas en las que mamá y yo bebimos el café? —quiso saber él, llevándose una taza imaginaria a los labios y sorbiendo.

—Sí. Y las patas de los pájaros son cucharillas largas de postre, como la que Trustin utilizó para comer su helado con zumo de naranja. Las puntas de las cucharas están torcidas y llevan sangre marciana. Cuando los pájaros vuelan a la tierra, la sangre se cae. Cada gota de sangre se cuela en la tierra como una semilla. Antes de que se den cuenta, todo el mundo tiene marcianos creciendo en sus jardines.

—¿Cómo son esos marcianos?

—En lugar de la piel que tú y yo tenemos, la piel de un marciano está hecha de manteles azules a cuadros.

—En la cafetería también había de esos, ¿verdad? —dijo él con una amplia sonrisa.

—Claro. —Asentí con la cabeza—. En vez de dedos, los marcianos tienen pajitas torcidas. —Torcí los dedos hacia su cara—. Como la pajita blanca con rayas rojas por la que yo me bebí el batido de fresa. ¿Te acuerdas de la bandera roja que había fuera de la cafetería? ¿La de la X azul grande con estrellas rojas?

—Me acuerdo.

La sonrisa de él se desvaneció.

—Ese es el pelo que tienen los marcianos, solo que cortado en tiras para cepillarlo más fácilmente. Todos tienen pepinillos en las cejas como el broche que llevaba la camarera, y sus ojos son como las tartas de mora Ola… Ola…

—Olallie… —me ayudó a pronunciar la palabra.

—Olallie —dije—, con el jugo de las moras chorreando. Grrr, grrr.

Me manoseé las mejillas hasta que papá rio tanto que se puso a toser.

—Tienen antenas con forma de salero y pimentero —continué—, y unos tenedores pequeñitos en lugar de dientes. Y nos matarán con esos tenedorcitos porque cuando los marcianos terminen de crecer, se separarán de las raíces y nos sonreirán. El brillo de sus dientes metálicos volverá loco a todo el mundo, y nos mataremos unos a otros hasta que solo queden los marcianos.

Papá meneó los hombros y dijo:

—Me has puesto tan nervioso que voy a acabar buscando pájaros con forma de frascos de kétchup en el cielo. ¿Cómo has titulado esa joya?

Los marcianos sonrientes —voceé, sacando la lengua por el agujero del diente de leche que había perdido la semana anterior.

—Es posible que Los marcianos sonrientes sea mi cuento favorito hasta ahora —declaró papá.

Los dos nos volvimos en dirección a un ruido sordo que venía de la oscuridad del bosque.

—¿Qué es eso?

Me levanté su sombrero en la frente para ver mejor.

—A lo mejor es uno de tus marcianos —dijo papá—. Será mejor que vayamos a la Rambler antes de que el extraterrestre nos encuentre y nos sonría.

Me bajó del árbol y me puso los pies en el suelo con cuidado.

—¿No vas a coger tu frasco de licor? —pregunté.

—No —contestó él—. Que se lo quede el marciano. Así se dormirá y no nos molestará el resto de la noche.

Le cogí la mano y atravesábamos el bosque. Él cojeaba a cada paso que daba. Habían transcurrido dos años desde el incidente de la mina, pero yo todavía lo tenía fresco en la memoria. El color de la sangre de papá. La carbonilla depositada en las arrugas de dolor de su cara. Me acordaba de que había dicho que le habían roto la rodilla como si fuese de cristal. Me preguntaba si, como el cristal, le cortaban los bordes afilados. Desde luego lo parecía por la forma en que caminaba. Decidí cojear también para que no estuviese solo. Él me miró y procuró no cojear tanto.

—¿Puedo dormir contigo en el capó, papá? —volví a preguntarle—. La Rambler está muy llena. Mamá sola abulta como un millón de personas. O sea, están Fraya, Flossie, Trustin, Lint, mamá y un millón de personas más. No puedes tener un cesto lleno de tarros sin que los cristales se peleen y hagan ruido. Tú lo dijiste una vez. ¿Te acuerdas?

—¿Ah, sí?

—Ajá. Sí que lo dijiste, papá. Entonces, ¿puedo dormir contigo en el capó?

—Tienes que prometerme que no cogerás frío, Betty.

—Lo prometo, lo prometo, lo prometo, lo prometo, lo prometo —repetí hasta que él levantó la mano y rio.

—Creo que hay sitio en el capó para un indio grande y una india pequeña —dijo.

Le apreté la mano mientras seguíamos cojeando uno al lado del otro. Cuando pasamos por delante de la Rambler, Flossie me sacó la lengua. Yo le devolví el gesto. A continuación, me dio las buenas noches, de modo que yo se las di a ella. Flossie y yo le deseamos buenas noches a Fraya a la vez.

—Buenas noches —dijo Fraya.

Papá me levantó y me puso sobre el capó con los pies por delante. Me entretuve jugando con la cola de mapache atada a la antena antes de ponerle encima el sombrero de papá mientras él subía al capó. Saludó con la mano a mamá, pero ella ya se había dormido dentro del coche, estirada en el asiento delantero con una pierna apoyada encima del volante. Sus ronquidos sonaban como animales buscando comida con el hocico en la tierra.

—Bueno, Betty. Aquí tienes tu camastro.

Papá dio unos golpecitos en el capó al tiempo que apoyaba la parte superior del cuerpo contra el parabrisas.

—¿Papá? —pregunté sentándome a su lado—. ¿Te ha gustado el cuento de los marcianos? La verdad.

—Mucho.

Antes de que pudiese continuar, oí que la puerta del coche se abría chirriando y se cerraba silenciosamente, y a continuación unos piececitos que caminaban despacio sobre las ramas del suelo.

—No tengo s-s-sueño.

Lint subió al capó por el lado de papá.

Se frotaba los ojos llorosos con el dorso de los puños. Sus bolsillos estaban repletos de las piedras que había cogido.

—Pues estás de suerte, hijo, porque tengo polvo de dormir en el bolsillo —dijo papá subiendo a Lint al capó y poniéndolo entre nosotros—. ¿Todavía te da miedo dormirte? —le preguntó.

Un par de semanas antes, Lint había hecho un dibujo en el que se veía un garabato negro encima de su cuerpo hecho con palitos. Entonces tenía cuatro años, de modo que el dibujo tenía menos sentido que la explicación que dio. Le dijo a papá que el garabato negro era la noche y que si se dormía, la noche le robaría el alma.

—El a-a-alma —había dicho Lint a la vez que ennegrecía el garabato—. La noche se la lleva, papá. Se la lleva para e-e-enterrarla. Al norte. En el f-f-frío.

Acordándome del dibujo de Lint, miré a la oscuridad que nos rodeaba mientras papá prometía a Lint que la noche no le robaría el alma.

—Yo no lo permitiré.

Papá abrazó a Lint.

—No puedes e-e-evitarlo, papá.

—Tu alma está aquí. —Papá le puso la mano con delicadeza sobre el puente de la nariz—. Te dejaré la mano aquí toda la noche mientras duermes. Cuando te despiertes por la mañana, tu alma seguirá en su sitio. Te lo prometo.

Mientras Lint apoyaba la cabeza en el pecho de papá, yo me acurruqué sola en el borde del capó.