El primer rey de Shannara

Text
Aus der Reihe: Las crónicas de Shannara #8
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

Caerid sintió que se le encogía el corazón. «Se acabó», pensó; no estaba asustado ni triste, tan solo indignado.

Al cabo de un instante, una nueva oleada de las criaturas del Señor de los Brujos ascendió por las escaleras. Caerid y la Guardia mermada se prepararon para hacerles frente blandiendo las armas.

Sin embargo, esta vez había demasiados.

***

Kahle Rese estaba dormido en la biblioteca de los druidas cuando el ruido de la contienda lo despertó. Se había quedado trabajando hasta tarde, catalogando informes que había recopilado durante el último lustro sobre los patrones que regían las condiciones del tiempo y cómo estas afectaban a las cosechas. Al final, se había quedado dormido sobre el escritorio. Se despertó sobresaltado, impactado por los gritos de los heridos, el entrechocar de las armas y el ruido sordo de las botas. Irguió la cabeza cana y miró en derredor con aire vacilante; luego se levantó, se tomó un segundo para tranquilizarse y fue hacia la entrada.

Se asomó por la puerta con cautela. Ahora oía los gritos más fuerte, más atroces, desesperados y desgarradores. Había hombres que pasaban corriendo ante él, miembros de la guardia druida. Pronto se dio cuenta de que la Fortaleza estaba siendo atacada. Habían hecho caso omiso de las advertencias de Bremen y ahora debían pagar el precio de su atención. Se sorprendió de lo seguro que estaba de lo que ocurría y de cómo iba a terminar. Era perfectamente consciente de que no sobreviviría a la noche.

Sin embargo, vaciló; ni siquiera a esas alturas quería aceptar lo que ya sabía. El pasadizo estaba vacío ahora y el ruido de la batalla se concentraba en algún lugar de más abajo. Se planteó salir para ver mejor cómo estaban las cosas, pero mientras le daba vueltas, una presencia sombría apareció en el rellano de las escaleras traseras. Metió la cabeza adentro con rapidez y escudriñó lo que sucedía por la minúscula rendija que había dejado.

Vio cómo unas criaturas negras y deformes avanzaban tambaleándose, seres irreconocibles, monstruos sacados de sus peores pesadillas. Contuvo el aliento y dejó de respirar. Se iban abriendo camino, habitación por habitación, a lo largo del pasillo donde él estaba escondido.

Cerró con cuidado la puerta de la biblioteca y pasó el cerrojo. Durante un instante se limitó a quedarse allí apoyado, incapaz de moverse. Un torrente de imágenes le llenó la memoria, recuerdos de sus inicios como aprendiz de druida, de su posterior puesto como escriba, de los esfuerzos incesantes por compilar y preservar las escrituras del antiguo mundo y del viejo reino de la magia. Habían ocurrido muchísimas cosas en un breve período de tiempo. Sacudió la cabeza, asombrado. ¿Cómo había sucedido todo tan deprisa?

Unos nuevo gritos, que procedían del pasillo por el que merodeaban los monstruos, le indicaron que estos estaban cada vez mas cerca. Se le acababa el tiempo.

Se dirigió con presteza hacia el escritorio y sacó la bolsita de cuero que Bremen le había entregado. Tal vez debería haber acompañado a su viejo amigo. Tal vez debería haberse salvado cuando aún había estado a tiempo. Pero ¿quién habría protegido la Historia de los druidas si lo hubiera hecho? ¿En quién más podría haber confiado Bremen? Además, este era su lugar. A esas alturas, conocía bien poco sobre el mundo que aguardaba ahí fuera; había pasado demasiado tiempo desde la última vez que se había aventurado al exterior. No le hubiera sido de utilidad a nadie al otro lado de la muralla. Aquí, al menos, todavía tenía un propósito.

Se dirigió hacia la librería que hacía las veces de puerta oculta que conducía a la habitación donde guardaban los volúmenes de la Historia de los druidas y la abrió. Entró y echó un vistazo alrededor. La estancia estaba llena de libros enormes encuadernados en piel. Fila tras fila, descansaban numerados, ordenados de forma secuencial; contenedores del conocimiento, de toda la sabiduría que los druidas habían recopilado desde que celebraron el Primer Concilio hasta la vieja época de la magia, los hombres y las Grandes Guerras. Cada página de aquellos libros estaba llena de la información que habían conseguido y documentado. Parte de estos conocimientos habían podido ser descifrados, pero algunos aún era un misterio; era todo el saber que quedaba sobre la ciencia y la magia del pasado y del presente. Gran parte de los textos los había anotado el propio Kahle, había escrito cada palabra a consciencia, línea por línea, durante más de cuarenta años. Aquellos documentos constituían el orgullo más grande del anciano, el símbolo del trabajo de toda una vida, su logro predilecto.

Se encaminó hacia los estantes que le quedaban más cerca, respiró hondo y desató el cordón de la bolsita de cuero que le había dado Bremen. Recelaba de cualquier tipo de magia, pero no le quedaba otra opción. Además, Bremen nunca lo habría engañado. A ambos les importaba que se preservaran las crónicas. Estas tenían que conservarse, tal y como se habían concebido desde el principio. Tenían que perdurar más que ellos.

Tomó un puñado generoso del polvo, plateado y brillante, que encontró dentro de la bolsita y lo lanzó sobre un conjunto de libros. Al instante, toda la pared en la que estaban almacenados los libros comenzó a relucir como si fuese un espejismo fruto del calor sofocante del verano. Kahle dudó y luego tiró más polvo sobre aquella cortina líquida. Los estantes y los libros desaparecieron. A partir de entonces, procedió más deprisa, agarrando puñados enteros de polvo y lanzándolos a cada juego de estanterías, a cada grupo de libros, mientras contemplaba cómo brillaban y se desvanecían.

Poco después, la Historia de los druidas había desaparecido por completo. Lo único que quedaba era una habitación con las cuatro paredes desnudas y una mesa grande para leer en el centro.

Kahle Rese asintió satisfecho. Ahora las crónicas estaban a salvo. Incluso si descubrían esta estancia, el contenido seguiría oculto. Era la única esperanza que le quedaba.

Salió de la habitación, súbitamente cansado. Oía chirridos que procedían de la puerta de la biblioteca mientras unas garras rígidas trataban de agarrar el pomo y girarlo. Kahle se volvió y cerró la puerta oculta tras la librería con cuidado. Se guardó la bolsita de cuero, ahora casi vacía, en un bolsillo de los ropajes, fue hacia el escritorio y se quedó ahí de pie. No tenía armas. No tenía ningún lugar donde refugiarse. No le quedaba otra cosa que esperar.

En el pasillo, cuerpos pesados se lanzaban contra la puerta, astillándola. Al cabo de un instante, esta cedió y se abrió con un estrépito, estrellándose contra la pared. Tres bestias jorobadas entraron en la habitación arrastrando los pies y clavaron los ojos rojos entrecerrados y llenos de odio en él. Kahle les plantó cara sin inmutarse mientras los monstruos se le acercaban.

El que estaba más cerca sostenía una lanza corta. Algo en el comportamiento inmutable del hombre que tenía delante lo enfureció. En cuanto estuvo encima de Kahle Rese, le atravesó el pecho con la lanza y lo asesinó instante.

***

Cuando todo hubo terminado, cuando ya habían dado caza y masacrado a los guardias que habían aguantado el asalto, llevaron a los druidas que habían sobrevivido, como si fueran ganado, desde los escondites donde los habían encontrado hasta la sala de la Asamblea. Allí les obligaron a arrodillarse, rodeados por los monstruos que los habían subyugado. Encontraron a Athabasca, aún vivo, y lo condujeron ante el Portador de la Calavera. La criatura observó al imponente Primer Druida de pelo cano y, luego, le ordenó que se sometiera y lo reconociera como amo y señor. Cuando Athabasca se negó, orgulloso y desdeñoso incluso en la derrota, la criatura lo agarró del cuello, clavó la mirada en sus ojos aterrorizados y los quemó con el fuego que se reflejó en los suyos.

Mientras Athabasca se retorcía de dolor en el suelo de piedra, se hizo el silencio en la sala. La cháchara y los siseos se fueron apagando. Los chirridos de las garras y el rechinar de dientes se desvanecieron. Se impuso un silencio sepulcral y, como un mal presagio, todas las miradas se dirigieron hacia la entrada principal, donde los portones colgaban, destrozados y fuera de las bisagras.

Ahí, en la entrada, parecía que las sombras se agrupaban, una masa de oscuridad que fue cobrando forma paulatinamente hasta que se transformó en una figura alta, vestida con una toga que no se arrastraba sobre el suelo como la del resto de los hombres, sino que flotaba en el aire, ligera e incorpórea como el humo. El frío impregnó el ambiente de la sala de la Asamblea cuando llegó, un aire glacial que recorrió la estancia y caló a los druidas prisioneros hasta los huesos. Uno por uno, los captores se postraron de rodillas con la cabeza gacha mientras musitaban con voz ronca:

—Amo, Amo.

El Señor de los Brujos contempló con desdén a los druidas derrotados y la satisfacción lo embargó. Ahora eran suyos. Paranor era suyo. Tenía la venganza en la punta de los dedos, tras tanto tiempo.

Hizo que sus criaturas se alzaran de nuevo y luego alargó un brazo, cubierto con la toga, hacia Athabasca. Incapaz de resistirse, ciego y atenazado por un dolor indescriptible, el Primer Druida se alzó del suelo como si lo guiaran hilos invisibles. Quedó flotando en el aire, por encima del resto de druidas, gritando de terror. El Señor de los Brujos hizo un gesto girando la muñeca y el Primer Druida se sumió en un silencio inquietante. Tras otra torsión de muñeca, el Primer Druida comenzó a entonar un cántico, sumido en una agonía atroz:

—Amo, Amo, Amo.

Los druidas que se apiñaban a su alrededor volvieron la mirada, avergonzados y enfurecidos. Algunos rompieron a llorar. Las criaturas del Señor de los Brujos allí concentradas comenzaron a sisear para expresar la aprobación y el placer que les producía aquel espectáculo, y levantaron las garras para aplaudir.

 

Entonces, el Señor de los Brujos asintió y el portador de la calavera asestó un golpe con una rapidez arrolladora, arrancándole el corazón a Athabasca cuando este aún respiraba. El Primer Druida echó la cabeza hacia atrás y chilló mientras le estallaba el pecho y, en apenas un instante, se desplomó hacia adelante, muerto.

Durante varios segundos eternos, el Señor de los Brujos sostuvo su cuerpo inerte suspendido sobre las cabezas de sus compañeros como una muñeca de trapo, mientras la sangre chorreaba del pecho. Lo hizo balancearse de un lado para otro, hacia delante y atrás y, al final, lo dejó caer sobre la piedra, donde quedó como una masa empapada de carne y huesos destrozados.

Acto seguido, hizo que sacaran de la sala de la Asamblea a los prisioneros y que los condujeran, como un rebaño, hasta las bodegas más soterradas de Paranor, donde los emparedaron vivos.

Cuando el último grito se desvaneció y cedió paso al silencio, el Señor de los Brujos volvió a subir las escaleras y recorrió los pasillos de la Fortaleza, buscando la Historia de los druidas. Había aniquilado a los druidas y ahora debía destruir sus conocimientos. O llevarse lo que le fuera útil. Se movió con presteza, porque ya percibía la agitación que procedía del pozo sin fondo que había en la Fortaleza, que hedía a una magia que se despertaba como reacción a su presencia aquí. En sus propios dominios, su poder no tenía parangón. Aquí, en cambio, en el refugio de su mayor enemigo, puede que sí que lo tuviera. Encontró la biblioteca y la puso patas arriba. Descubrió la librería que conducía a la estancia secreta, pero esa habitación estaba vacía. Notó que se estaba usando la magia, pero no podía determinar el origen ni la intención de esta. De las crónicas no había ni rastro.

En las profundidades del Pozo de los druidas, la agitación aumentaba. Alguien había soltado algo, anticipándose a su llegada, y eso empezaba a salir para ir a buscarlo. Le inquietaba que eso ocurriera, que un poder de ese tipo se hubiera dejado como vigilante para desafiarlo. Era impensable que esos mortales penosos a los que había sometido con tanta facilidad hubieran conseguido algo así. Hacía tiempo que eran incapaces de invocar tal poder. No, tenía que haber sido alguien como el que había penetrado sus dominios hacía bien poco, aquel a quien habían seguido sus criaturas: el druida Bremen.

Volvió a la sala de la Asamblea, ansioso por salir de ahí tan rápido como pudiera. Ya había cumplido su venganza. Hizo que llevaran ante él a los tres druidas que habían traicionado Paranor. No habló con ellos con palabras, ya que no eran dignos de tal deferencia, por lo que se comunicó mediante el pensamiento. Se encogieron y se postraron ante él como borregos, pobres criaturas estúpidas, que querían ser más de lo que podían abarcar.

«¡Amo!», gimotearon en tono apaciguador. «¡Amo, solo os servimos a vos!».

«¿Quién de entre los druidas ha escapado de Paranor además de Bremen?».

«Solo tres, Amo. Un enano, Risca. Un elfo, Tay Trefenwyd, y una muchacha de las Tierras del Sur, Mareth».

«¿Se han ido con Bremen?».

«Sí, acompañan a Bremen».

«¿No ha escapado nadie más?».

«No, Amo. Ni uno solo».

«Volverán. Oirán que Paranor ha caído y querrán asegurarse de que así ha sido. Pero los estaréis esperando y terminaréis lo que he empezado. Entonces, seréis igual que yo».

«¡Sí, Amo, sí!».

«Alzaos».

Así lo hicieron. Se levantaron a toda prisa, con ansiedad e impaciencia, con el espíritu y la mente corrompidos, para que él dispusiera de ellos como quisiera. Con todo, carecían de la fuerza necesaria para hacer lo que les pedía, de modo que debía modificarlos. Proyectó la magia hacia ellos y los envolvió de hebras tan finas como los hilos de una telaraña y tan resistentes como el hierro, y les arrebató lo último que les quedaba de humanidad.

Los gritos que profirieron resonaron por los pasillos vacíos mientras él les daba una nueva forma. Sus piernas y brazos se deformaron. Sus cabezas se sacudieron con brusquedad, provocando que los ojos se les saliesen de sus cuencas.

Cuando hubo terminado, era imposible reconocerlos. Los dejó de este modo y, con el resto de sus acólitos siguiendo su estela con obediencia, salió hacia la noche con sigilo y dejó el castillo de los druidas a los moribundos y a los muertos.

7

Bremen le ofreció la mano a Risca antes de partir y el enano se la estrechó con firmeza. Se encontraban justo afuera de la gruta en la que se habían refugiado tras escapar del Cuerno del Hades y de los espíritus. Rayaba el mediodía; la lluvia, que había perdido fuerza, se había convertido en una llovizna suave, y el cielo empezaba a clarear al oeste, sobre las cumbres oscuras de los Dientes del Dragón.

—Justo nos acabamos de reencontrar y ya debemos despedirnos —refunfuñó Risca—. No me explico cómo conseguimos conservar la amistad. No me explico por qué nos empeñamos.

—No tenemos otra opción —sugirió Tay Trefenwyd, desde una punta—. Nadie más hubiera aceptado nuestra compañía.

—También es verdad. —El enano sonrió a su pesar—. Bien, nos servirá para poner a prueba la amistad, eso seguro. Estaremos esparcidos entre las Tierras del Oeste y del Este y por vete a saber dónde, y quién sabe cuándo nos volveremos a ver. —Le estrechó la mano al anciano con fuerza—. Ve con cuidado.

—Tú también, amigo mío —respondió el anciano.

—¡Tay Trefenwyd! —gritó el enano por encima del hombro. Ya había enfilado el sendero—. ¡Lo prometido es deuda, no lo olvides! ¡Haz que los elfos recojan las cosas y llévalos al este! ¡Ayudadnos a combatir al Señor de los Brujos! ¡Contamos con vosotros!

—¡Adiós, por ahora! —alzó la voz Tay.

El enano saludó, se colgó el fardo de la espalda mientras el sable se balanceaba en su costado—. Buena suerte a ti también, orejas picudas. ¡Estate alerta y cuídate el trasero!

El elfo y el enano estuvieron bromeando de buena fe un rato. Viejos amigos que, acostumbrados como estaban a tomarse el pelo el uno al otro, se sentían a gusto en ese amistoso tira y afloja que enmascaraba unas emociones que se escondían tras la superficie de las palabras. Kinson Ravenlock estaba a un lado, escuchando aquel intercambio verbal mientras pensaba que ojalá dispusiera de más tiempo para conocerlos mejor; pero eso tendría que esperar. Risca ya había partido y se separarían de Tay en la entrada de Kennon, desde donde ellos se dirigirían hacia el norte, hacia Paranor, y el elfo continuaría hacia el oeste, hacia Arborlon. El fronterizo sacudió la cabeza. Qué duro debía de ser aquello para Bremen. Habían pasado dos años desde la última vez que había visto a Risca y a Tay. ¿Volverían a pasar dos más antes de que volviera a verlos?

Cuando Risca desapareció en el horizonte, Bremen guio a los tres componentes restantes de esa compañía reducida por un sendero secundario que recorría la base de los despeñaderos y luego continuaba hacia el oeste y seguía la orilla norte del Mermidon, de modo que rehacían el camino que los había conducido hasta allí. Siguieron caminando un buen rato una vez el sol ya se había puesto y, al final, acamparon al abrigo de un bosquecillo de alisos, en una cala que se había creado donde el Mermidon se bifurcaba hacia el suroeste. El cielo se había despejado y brillaba lleno de estrellas, la luz centelleaba como un calidoscopio sobre la superficie en calma del agua. La compañía se congregó en la orilla y cenaron mientras contemplaban la noche. No cruzaron más que cuatro palabras. Tay advirtió a Bremen que fuera precavido en Paranor. Si la visión que se le había mostrado era cierta y el castillo de los druidas había caído, cabía pensar que el Señor de los Brujos y sus acólitos aún podían estar allí. O si no, añadió el elfo, tal vez había dejado trampas para atrapar cualquier druida que hubiera escapado y fuera lo suficientemente necio como para regresar. Todo esto lo dijo como quitándole importancia, y Bremen respondió con una sonrisa. Kinson se percató de que ninguno de los dos se molestó en discutir la posibilidad de que Paranor hubiese sido destruido. Debía de haber sido un golpe duro, pero ninguno reveló cómo se sentía. Se habían propuesto no pensar en el pasado. Lo único que ahora importaba era el futuro.

Con ese fin, Bremen estuvo hablando largo y tendido con Tay sobre la visión en la que aparecía la piedra élfica negra, repasaron los detalles de lo que se le había mostrado, lo que había presentido y deducido. Kinson los escuchaba distraído y miraba de vez en cuando a Mareth, que hacía lo mismo. Se preguntó qué estaría pensando, sobre todo ahora que todos sabían que lo más probable es que los druidas de Paranor estuvieran muertos. Se cuestionó si ella era consciente de que hasta qué punto había cambiado drásticamente su papel en la compañía. Mareth apenas había mediado palabra desde que habían salido del Valle de Esquisto, y había guardado las distancias durante las conversaciones entre Bremen, Risca y Tay; solo miraba y escuchaba. No era muy distinto de lo que hacía él, pensó Kinson. Ella también era foránea, todavía buscaba cuál era su lugar; no era una druida como los demás, aún no había demostrado su valía y todavía no la habían aceptado por completo como a una igual. La observó mientras trataba de calcular lo resistente que era, la capacidad de adaptación que tenía. Con lo que les deparaba el futuro, necesitaría serlo.

Más tarde, cuando Mareth dormía y Tay estaba tumbado cuan largo era cerca de ella, Bremen montaba guardia. Kinson se sacó la capa de encima y fue a sentarse al lado del anciano. Bremen no dijo nada mientras el otro se acercaba, se quedó contemplando la oscuridad. Kinson se acomodó, se cruzó de piernas y se echó la capa con holgura sobre los hombros. Hacía una noche cálida, un tiempo más acorde con la estación que las últimas noches que habían pasado, y el aire estaba impregnado del perfume de las flores de primavera, y también de hojas y hierbas nuevas. Corría una brisa que procedía de las montañas, hacía susurrar las hojas y ondear el agua. Los dos hombres estuvieron sentados en silencio durante un rato mientras escuchaban los sonidos que traía la noche, cada uno perdido en sus pensamientos.

—Te estás arriesgando mucho al regresar —dijo Kinson, al final.

—Es un riesgo necesario —lo corrigió Bremen.

—Estás seguro de que Paranor ha caído, ¿verdad?

Bremen no respondió al instante; se quedó inmóvil como una roca y, luego, asintió despacio.

—Será muy peligroso si ese es el caso —insistió Kinson—. Brona ya te está buscando. Seguramente sabe que has estado en Paranor. Estará esperando a que regreses.

El rostro del anciano se volvió ligeramente hacia su joven compañero, lleno de arrugas, bronceado debido al tiempo, al sol y una vida de lucha y decepción grabada en la piel.

—Soy consciente de ello, Kinson. Y sabes perfectamente que lo soy, así que ¿por qué has sacado el tema?

—Porque tenía que recordártelo —expuso el fronterizo con firmeza—. Para que redobles la prudencia. Las visiones están bien, pero también son peliagudas. No confío en lo que muestran y tú tampoco deberías. Al menos, no por completo.

—Supongo que te refieres a la visión sobre Paranor, ¿verdad?

Kinson asintió.

—La Fortaleza ha caído y los druidas han sido aniquilados. Está claro. Sin embargo, la sensación de que algo te esté esperando, algo peligroso… Esa es la parte peliaguda de la cuestión. Si esa parte es cierta, será algo que no te esperas.

Bremen se encogió de hombros.

—No, supongo que no. Sin embargo, no importa. Debo asegurarme de que Paranor se ha perdido para siempre, por muchas sospechas que albergue, y debo recuperar el Eilt Druin. El medallón es una parte fundamental del talismán que necesitamos para destruir al Señor de los Brujos. La visión también era lo suficientemente clara en ese aspecto. Es una espada, Kinson, y yo debo darle forma; yo debo forjarla, yo debo imbuirla de una magia que ni el mismísimo Brona pueda resistir. El Eilt Druin es la única parte del proceso que se me ha mostrado; el símbolo del medallón se podía distinguir con claridad en la empuñadura de la espada. Es un punto de partida. Debo recuperar el medallón y decidir qué es necesario a partir de ahí.

Kinson lo observó en silencio un segundo.

 

—Ya has diseñado un plan en relación con este tema, ¿no es cierto?

—He sentado las bases de uno. —El anciano sonrió—. Me conoces demasiado bien, amigo mío.

—Te conozco lo suficiente como para prever lo que harás de vez en cuando. —Kinson suspiró y dirigió la mirada hacia el río—. Aunque tampoco es que eso me ayude a persuadirte de que debes tener más cuidado.

—Vaya, yo no estaría tan seguro de eso.

«Ah, ¿no?», pensó Kinson, cansado. Pero no contradijo esa afirmación con la esperanza de que tal vez fuera verdad, en parte: que el anciano sí que lo escuchaba cuando le decía ciertas cosas, sobre todo cuando discutía con él para que fuera más prudente. Era irónico que Bremen, que ahora se acercaba al ocaso de su vida, fuera mucho más imprudente que el joven. Kinson se había pasado la vida en la frontera y había aprendido que un solo paso en falso podía significar la diferencia entre la vida y la muerte, que saber cuándo actuar y cuándo esperar te mantenía a salvo y de una pieza. Supuso que Bremen comprendía la diferencia entre los dos estados, pero no siempre se comportaba en consecuencia. Bremen era mucho más proclive a tentar a la suerte que Kinson. Lo que los diferenciaba era la magia, supuso este. Él era más rápido y fuerte que el anciano, y tenía unos instintos en los que se podía confiar más, pero Bremen tenía la magia para preservarse y la magia nunca le había fallado. Eso le ofrecía a Kinson cierto grado de consuelo: su amigo estaba envuelto de otra capa más de protección. Ojalá el consuelo pudiera ser algo menos incierto.

Desplegó las piernas y las estiró cuan largas eran, se echó hacia atrás y se apoyó en los brazos.

—¿Qué sucedió allí abajo con Mareth? —preguntó de sopetón—. En el Cuerno del Hades, cuando te desplomaste y ella fue la primera en llegar.

—Es una joven muy interesante, Mareth. —De pronto, el anciano hablaba en voz baja. Se volvió para quedar frente a frente con Kinson de nuevo, con la mirada perdida en la lejanía—. ¿Recuerdas que afirmó que poseía magia? Bien, pues resulta que es cierto. Pero quizá no es el tipo de magia que yo había previsto. Todavía no estoy seguro pero, sin embargo, conozco algo al respecto. Es una empática, Kinson. Este poder refuerza su arte como curandera. Es capaz de asimilar el dolor de otra persona y aliviarlo, puede absorber la herida de otro y acelerar su recuperación. Es lo que hizo conmigo en el Cuerno del Hades. La impresión que me llevé, fruto de las visiones y del roce de las sombras de los muertos, me dejó inconsciente. Pero ella me levantó… Sí, noté sus manos; y me hizo despertar, con la fuerza recuperada, curado. —Parpadeó—. Fue muy evidente. ¿Pudiste ver el efecto que eso tuvo en ella?

Kinson apretó los labios con aire pensativo.

—Pareció que perdía las fuerzas un momento, pero no duró demasiado. Sin embargo, los ojos… En el risco, cuando la tormenta te ocultó mientras hablabas con Galáfilo, afirmó que podía verte cuando el resto no podíamos. Tenía los ojos en blanco.

—La magia que posee parece bastante compleja, ¿verdad?

—Has dicho que es una empática. Pero no lo es a pequeña escala.

—No. La magia que posee Mareth no tiene nada a pequeña escala. Es muy poderosa. Debió de nacer así y ha desarrollado sus habilidades a medida que ha ido creciendo. Sin duda, lo ha conseguido con los Stors. —Hizo una pausa—. Me pregunto si Athabasca se ha dado cuenta de que posee esta habilidad. Me pregunto si algún druida se ha dado cuenta.

—No es de las que revela mucho sobre sí misma. No quiere forjar lazos demasiado estrechos con nadie. —Kinson se detuvo para pensar un momento—. Aunque parece que te admira. Me contó lo importante que es para ella poder acompañarte en este viaje.

Bremen asintió.

—Sí, pero creo que aún hay secretos de Mareth por descubrir. Tú y yo debemos hallar la manera de revelarlos.

«Te hará falta buena suerte para conseguirlo», quiso decir Kinson, pero se lo guardó para sí. Se acordó de la reticencia de Mareth a aceptar la comodidad insignificante que le ofrecía su capa cuando se la había ofrecido. Sospechaba que tenía que producirse una serie de circunstancias excepcionales para que revelara algo sobre sí misma.

Claro que el futuro les deparaba bastante circunstancias excepcionales, ¿verdad?

Se quedó sentado al lado de Bremen en la ribera del Mermidon, sin mediar palabra y sin moverse, mientras contemplaba el agua y visualizaba escenas surgidas de los lugares más recónditos de la mente que manifestaban lo que temía que pudiera ocurrir.

***

Se levantaron al rayar el alba y caminaron durante todo el día bajo la sombra de los Dientes del Dragón mientras seguían el curso del Mermidon hacia el oeste. El ambiente aún era cálido, la temperatura había aumentado y el aire se había hecho más denso con la humedad y el calor. Se desembarazaron de las capas de viaje y bebieron agua en grandes cantidades. Aunque pararon para descansar con más frecuencia durante la tarde, aún había luz diurna cuando llegaron al desfiladero de Kennon. Allí Tay Trefenwyd se separó de ellos para continuar su viaje por las praderas que lo conducirían a la foresta de Arborlon.

—Cuando encuentres la piedra élfica negra, Tay, no te plantees usarla —le avisó Bremen al despedirse—. Bajo ningún concepto. Ni siquiera si estás amenazado. La magia que posee es suficiente para conseguir cualquier cosa, pero también es muy peligrosa. Toda magia se cobra un precio por usarla, lo sabes tan bien como yo, y el precio por usar la piedra élfica negra es demasiado alto.

—Y podría aniquilarme —previó Tay.

—Somos simples mortales, tú y yo —observó Bremen en voz baja—. Debemos ir con cuidado en lo que respecta al uso de la magia. Tu cometido es recuperar la piedra élfica negra y traérmela. No pretendemos usarla. Solo queremos evitar que el Señor de los Brujos la pueda usar. Recuérdalo.

—Lo recordaré, Bremen.

—Advierte a Courtann Ballindarroch del peligro al que nos enfrentamos. Convéncelo de que debe mandar al ejército a ayudar Raybur y a los enanos. No me falles.

—Lo conseguiré. —El elfo druida le estrechó la mano, se la soltó y se alejó tras dedicarles un saludo desenfadado—. Ha sido un reencuentro inolvidable, ¿no crees? Vigílalo, Kinson. Cuídate, Mareth. Buena suerte a todos.

Se puso a silbar, alegre, y se volvió para dedicarles una sonrisa a todos por última vez. Acto seguido, aceleró el paso y desapareció entre los árboles y las rocas.

Entonces, Bremen formó un corrillo con Kinson y Mareth para decidir si debían continuar por el paso o aguardar hasta la mañana siguiente. Al parecer, se acercaba otra tormenta, pero si esperaban a que pasara podía ser que perdieran otro par de días. Kinson veía claramente que el anciano estaba ansioso por retomar la marcha, por llegar a Paranor y descubrir la verdad sobre lo que había ocurrido. Habían descansado y estaban en condiciones de continuar, de modo que les instó a que prosiguieran el camino. Mareth se apresuró a apoyarle y Bremen sonrió en agradecimiento y les hizo señas para iniciar el viaje.

Avanzaron por el paso mientras el sol se acercaba al horizonte y se escondía tras él. El cielo seguía despejado y el aire cálido, de modo que viajar era cómodo y caminaban a buen ritmo. A medianoche, habían alcanzado la cumbre del paso y comenzaban a descender hacia el valle que se abría debajo. El viento había arreciado y aullaba desde el suroeste en ráfagas constantes, levantando la tierra y la gravilla del sendero en espirales pequeñas y llenando el aire de rocalla. Viajaron con la cabeza gacha hasta que estuvieron bajo el abrigo de las montañas y el viento hubo disminuido. Ante ellos se alzaba la silueta oscura de la Fortaleza de los druidas, recortada sobre el cielo iluminado por la luz de las estrellas; por encima de los árboles sobresalían las torres y los parapetos, marcados y picudos. No había ni una luz encendida tras las ventanas o en las almenas. Ni un solo movimiento o sonido perturbaba el silencio.