La velocidad del pánico

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6

S me empezó a atraer de forma lenta y apacible. Sobre todo cuando aprendió a fumar. Me gustaba su manera delicada de coger los cigarrillos que colocaba entre los dedos índice y medio. Durante las noches que pasaba con él parecía incluso que jamás se llevaba los cigarrillos a los labios y, sin embargo, al finalizar la charla, el cenicero ya estaba rebosante de colillas. Sus actitudes eran suaves e imperceptibles, y de ese modo el encanto fue penetrando silencioso dentro de mi pecho. De pronto, repentino como la escasa lluvia de nuestra ciudad, el sentimiento ya había echado raíces en mi interior y nunca me había dado cuenta.

Antes S no fumaba. Según me contó, lo empezó a hacer con Lila. Me hablaba de ella con esa certeza un poco absurda que tienen los que van cayendo en el enamoramiento. Y, como es obvio, empecé a sentir celos de aquella muchacha. Antes de la llegada de Lila, S y yo lo hacíamos todo juntos. Íbamos al cine, tomábamos algunas copas e intercambiábamos libros. Y allí se fue gestando aquella atracción sosegada y tierna, una atracción que me atravesaba los intestinos de forma callada y a la vez tenaz, como quien va cavando un fino agujero de escape sin el menor apuro.

Nos veíamos en las noches cuando él salía de la revista. Yo lo esperaba en mi auto, bajaba la ventanilla y lo miraba acercarse. Y observaba esa figura frágil y endeble marchar por el asfalto apenas iluminado por las farolas. Su cuerpo esmirriado recibía toda esa luz triste y anaranjada, y algo parecido a un afán protector despertaba en mí, algo que intentaba capturar en los cuentos que escribía de madrugaba, pero que solo en contadas ocasiones logré plasmar. ¿Por qué el deseo se vuelve inexplicable? ¿Por qué el lenguaje se vuelve un artificio inútil a la hora de entender aquel afecto que va arraigándose dentro de nosotros? Deseo incomprensible y lenguaje vacío. En eso consistía mi principal obstáculo al momento de escribir sobre ti, S.

Ya en mi auto, S me hablaba sobre las comisiones que había realizado durante el día, el martirio al que Herbert lo sometía, el lamento por sus escasas horas de lectura. Recuerdo aquella voz tersa y nocturna, la voz del muchacho que transita con dificultad y temor hacia la vida adulta. ¿Cómo no sentir empatía si yo también había atravesado con mucho esfuerzo el mismo camino? Crecer, a fin de cuentas, es inevitable, y uno va acostumbrándose a la idea de que jamás habrá un punto de retorno. Todo lo contrario. Uno camina hacia un abismo y se detiene apenas en el borde y considera a veces la idea de arrojarse al vacío. Mi pequeño ángel decadente estaba llegando a esos confines. Para distraerlo, le decía que podíamos ver una película o ir a tomar algo. Y S siempre aceptaba. Sonreía de forma leve, mostraba sus dientes de conejo y siempre decía que sí y nos mirábamos y en aquella mirada solo percibía la inocencia de la que tendría que desprenderse si quería convertirse, algún día, en un adulto. Sin embargo, en sus ojos notaba que se negaba a esa posibilidad.

En cierta ocasión, me pidió que lo llevara a una galería donde estaban expuestos algunos cuadros de Lila porque S estaba preparando un artículo sobre sus pinturas. Fuimos al lugar, una casona decrépita, y solo encontramos a un hombre que dormitaba en una de las esquinas de la sala principal. Podría tratarse del vigilante. Roncaba de manera hostil. Me lastimaba los oídos.

Los cuadros no me parecieron nada asombrosos. Mucho color, demasiado trazo violento, carencia total de armonía. Se lo dije a S y él me dijo que justamente por eso la exposición se titulaba «Ruido». La idea era provocar en el espectador un trastorno, un exceso de realidad. Sí, dije, es cierto. Son cuadros con mucho ruido. Pero lo dije pensando en los ronquidos del que podría ser el vigilante de la galería.

Yo no había visto antes cuadro alguno de Lila, pero S me hizo notar la presencia inalterable de un personaje que aparecía en la mayoría de los lienzos. Un hombre calvo que vestía de negro y que cargaba un maletín. Me recordó a aquellos viajeros que han perdido el tren de la mañana y que se resignan a esperar el siguiente o que simplemente están allí porque no tienen algún destino preciso. Los viajeros desamparados, dijo S. Sí, dije yo, son gente a la que el tiempo ha decidido abandonar. Entonces son como seres inmortales, dijo S, y sonrió mostrando sus dientes de conejo.

S realizó numerosos apuntes sobre cada uno de los cuadros. Al abandonar el lugar, noté que de un oído del vigilante corría un hilo de sangre. Ya en mi auto, le propuse a S ir a un bar. Y luego del bar fuimos a mi casa y nos sentamos en el sofá de la sala y me dijo que no podía dormir. Como si no lo supiera, querido S. Habías nacido para la noche. Le pregunté si estaban listos los cuentos que estaba preparando. Me dijo que era él quien no estaba listo para publicarlos. Solo me había mostrado uno hacía mucho tiempo. No recuerdo el título pero sí algo de la trama. Un anciano sale a comprar el diario y luego olvida el camino a casa. Con el diario bajo el brazo comienza a recorrer la ciudad y llega a un puerto. Tampoco recuerdo cómo es que al final del cuento el anciano está en un bote en medio del mar. Alguien rema y le dice que lo está conduciendo a casa. Que no se preocupe. Solo dígame qué noticias hay en el diario, decía el que remaba. Y el viejo leía en voz alta las noticias del día. Era fácil adivinar que aquel anciano era el padre de S.

Le dije que se recostara y cerrara los ojos. Y así lo hizo. No voy a dormir, insistió. No importa, le dije, solo cierra los ojos.

Aquella madrugada sentí un gran estímulo debido a la presencia de S en mi casa y escribí un cuento titulado «Los viajeros desamparados» y por fin pude capturar por escrito algo que me sucedía con S, es decir, la ausencia del tiempo. Con S me abandonaba a un tiempo estático. O, mejor dicho, el tiempo se apartaba de nosotros y en su lugar solo cabía nuestra soledad compartida. Era un tiempo plagado por la delicadeza de sus gestos y el vaivén de mi deseo. Estar con él era como apresar con las manos, por un breve lapso, la escurridiza ave de la inmortalidad.

Cuando acabé el relato ya había amanecido y noté que en el cuarto de baño el agua caía con el sonido de una lluvia inesperada, ese tipo de lluvia que raras veces nos asalta durante los inviernos en esta ciudad donde casi nunca llueve. S tomaba una ducha. Entonces preparé café y huevos revueltos. Pronto tendría que dejarlo en la puerta de la revista.

7

Dijo que aquel hombre era su padre. Y agregó: no tiene ningún significado, salvo que nunca conocí a mi padre y me imagino que fue así, tal como lo he retratado en mis pinturas.

Tal vez en ese momento se quedó ensimismado. Sus ojos apuntaban hacia el vaso de agua que Lila había ordenado para él y que permaneció intacto durante toda la entrevista. Él no recordaba ese detalle. Ella se lo contó después, mucho después, luego de su primera noche juntos. No era la respuesta que esperaba. Lo que acababa de oír comenzaba a resonar dentro de su cabeza, y eso es lo único que recuerda. La carencia de sentido. La sensación de la carencia de sentido. El hombre vestido de negro y que carga un maletín no podía ser descifrado. El hombre calvo y de cabeza amplia y reluciente no tenía ningún motivo de fondo. S pensó en su padre. Al llegar a casa, se quedaba un rato en el umbral y sostenía su viejo maletín negro, tan negro como su traje de oficinista, y su madre y él permanecían callados en la mesa, los platos de la cena debajo de sus barbillas, incluso dejaban de masticar los alimentos y colocaban los cubiertos a un lado. Su madre entonces agachaba la cabeza y luego se acercaba a su padre, tomaba el maletín y el abrigo y los subía a su pieza. Sentía el crujir de sus pisadas sobre la escalera de madera. Peldaño tras peldaño. Luego sentía la mirada de su padre sobre él. Hurgaba alguna señal en su rostro, algún mínimo gesto, y él cerraba los ojos y contenía la respiración. Luego el padre subía la escalera, pero debido al peso de su diminuto cuerpo no la hacía crujir. Su ascenso era imperceptible, casi fantasmal. El ascenso forzoso de un oficinista agotado. Un hombre aniquilado, signado por la muerte y que se daría el lujo de fijar su último día en la tierra. Entonces abría los ojos, volvía a respirar y veía la cabeza de su padre brillante por el sudor. Tenía el cráneo muy hundido en las sienes. Resultaba fácil imaginar su calavera.

No era la respuesta que esperaba.

De pronto, Lila le tomó una mano y lo regresó al mundo que tenía que habitar. Fue el contacto con aquella piel fría lo que lo despertó. Observó sus ojos pequeños y negros y su rostro pálido, muy pálido. Quiso tocarle los pómulos para comprobar que aquella frialdad también gobernaba en aquel rostro cansado. Sin embargo, tuvo un pensamiento extraño. Imaginó que aquella piel se terminaría adhiriendo a sus dedos, de tal manera que acabaría deformándola. Su mirada y su piel fría habían penetrado en S. Allí percibió que ella tenía ese poder. El de devolverlo al plano de lo real. Y Lila dijo: no es necesario que todo tenga un significado.

Luego la mirada de S vagó por las paredes del café. Recuerda que había muchos cuadros con las escenas más famosas de la brillante carrera de Muhammad Ali. En otros se apreciaban los retratos de algunos de los simbolistas franceses. Qué combinación tan extraña, pensó. Le llamó la atención uno en especial. Estaba a espaldas de Lila, en la parte más alta de la pared. Se trataba de la reproducción del cuadro más famoso de Fantin-Latour. Aquel donde Rimbaud posa junto a Verlaine.

Su taller quedaba cerca del café y le dijo que la acompañara. No le preguntó si tenía tiempo, tan solo dijo «acompáñame». Tampoco fue una orden. Lo sintió más bien como una invitación sutil y espontánea. Sabía que el efecto de las pastillas se iría diluyendo con el paso de los minutos y, sin embargo, aceptó.

 

Tras las ventanas el día se adivinaba luminoso. Ya comenzaba a odiarlo.

Salieron del café.

8

¿Pudiste dormir?

Era Jansen. Estaba sentado a mi lado. Quería mentirle, pero me había inspirado tanta confianza el día anterior que fui incapaz. Le dije que no.

Yo tampoco. Aquí nadie duerme, dijo, y tras cavilar varios segundos, agregó: salvo la recepcionista.

Y arrojó una sonora carcajada.

Pude observar el interior de su boca. Me pareció que tenía más dientes de lo normal, afilados y diminutos, y que, bajo la luz del sol, poseían un brillo dorado. Los dientes de un cocodrilo, pensé. Su cabeza era pequeña y se adivinaba maciza. Podría arrojarse desde un alto edificio y su cráneo permanecería intacto. La mitad de la cara estaba tupida por una gruesa barba que comenzaba a escalar feroz desde su garganta. Y no me engañaba: tenía la apariencia de alguien que no ha dormido. Mientras reía, su mano aún continuaba descansando sobre mi hombro.

Su risa se fue apagando. Se quedó en silencio un instante y luego me preguntó si ya conocí a Fabiola. Mi hombro se liberó del peso de su mano. Hizo un movimiento veloz y señaló con el índice hacia el área donde se encontraba el hombre que mascullaba unos versos. Ahora estoy seguro de que eran unos versos.

¿No debería llamarse Fabio?, pregunté.

Fabio es el otro. Me refiero al cerezo. Nunca toques ese árbol si no quieres tener problemas con Fabio.

Dije que sí con la cabeza.

Jansen sacó un paquete de cigarrillos y me ofreció uno. Fumamos sin hablar. Tan solo mirábamos a Fabio regar las hortensias que rodeaban a su árbol. El sol había encumbrado y ahora sentía que la piel del rostro me ardía. Le pregunté la hora y Jansen me mostró las muñecas.

A nosotros tampoco nos dejan llevar reloj. Si quieres saber la hora, Fabio es muy puntual. Se levanta a las seis y comienza a lavar las flores del cerezo con un paño húmedo. Esto le lleva aproximadamente una hora. Después pasa a regar los hortensias. Por la sombra del cerezo calculo que deben de ser las ocho. El sol es la mejor medicina contra la depresión. Aquí no hay inviernos.

Observé los muros de Vurgolz. Eran altos y arrojaban una sombra tenue sobre los jardines interiores. Una sombra más bien parecida a una película gris, tras la cual la idea de protegerse bajo ella quedaba expuesta como una ocurrencia ingenua. No tenía ni la más mínima intención, pero era evidente que cualquier intento de fuga sería inútil.

Jansen se levantó, arrojó una colilla aún encendida y con un gesto del rostro me indicó que lo acompañara.

Me dijo que le había costado mucho trabajo ser designado a este pabellón. Tú eres un tipo tranquilo, me dijo. Tal vez intentas proteger a alguien, pero sé que eres inocente.

Recorrimos los pasillos del hospital y mientras avanzábamos me iba explicando el funcionamiento de Vurgolz. A las nueve sonaba el timbre del desayuno. No era necesario asistir. Al mediodía el mismo timbre indicaba el almuerzo. Este sí era obligatorio. El piso era reluciente y la pintura de las paredes celestes parecía fresca. Cada tanto se llevaba las manos a los bolsillos como si hubiese perdido algo o como si ese algo estuviese en sus bolsillos y solo quisiera cerciorarse de que permanece ahí.

Tienen una hora de televisión después de la cena. Z se encarga del contenido. Nada de escenas violentas o tristes.

¿Quién es Z?, pregunté pese a que lo sabía.

Ya lo conocerás. Tienes una reunión con él en la tarde. Se detuvo un instante, hurgó en los bolsillos del pantalón y lanzó una maldición. Luego me miró fijamente a través del cristal de sus grandes anteojos. Dijo: debes tener mucho cuidado con Z.

¿Por qué con Z?

Porque es Zeus, dijo. Uno debe tener cuidado con los dioses. Te vas a sentar frente a él y vas a colocar las manos juntas con los dedos entrelazados sobre tu abdomen. Hizo el gesto: juntó las manos sobre su barriga prominente. No es necesario responder a todo lo que te pregunte. Respecto a tu caso, di que sigues sin recordar lo que pasó. Luego permaneció en silencio e imaginé el andar caótico pero a la vez seguro de sus pensamientos. ¿Recuerdas lo que pasó?

Dije que sí con la cabeza.

Muy bien.

Subimos unas escaleras y nos paramos delante de una puerta blanca de doble hoja. Jansen se sacó la insignia que llevaba en la solapa de la bata y utilizó el alfiler como ganzúa. Logró abrir la cerradura. Era su oficina. Entré tras él y el lugar me agradó de forma instantánea: gruesas cortinas cubrían las ventanas. Una pequeña bombilla que arrojaba una delicada luz ámbar colgaba del techo. Su oficina era un lugar atemporal. Era, tal vez, el único lugar que no se había dejado arrastrar por la simetría y la limpieza excesivas y propias de un hospital psiquiátrico. Todos sabemos que el orden solo sirve para enjaular a la mente humana y su tendencia al delirio.

Siempre olvido las llaves dentro, dijo.

A continuación, se sentó al escritorio y sacó mi historial clínico.

Siéntate e imagina que soy Z. Tú no serás tú. Tú serás quien yo diga, ¿estamos de acuerdo?

Me senté. Dije que sí con la cabeza.

No. Muy mal. Yo soy Z y ya te hubiera cambiado de pabellón. No quiero gestos, quiero palabras. Verbaliza, S. ¿Estamos de acuerdo?

Sí.

Bien. Tú serás quien yo diga porque quiero protegerte. Tú proteges a alguien y yo te protejo a ti. ¿Te das cuenta de que en el mundo real aún queda un poco de reciprocidad?

Estuve a punto de decir que sí con la cabeza.

Me doy cuenta, dije.

Vurgolz no es el infierno. ¿Has visitado la pieza que está a tres puertas de tu dormitorio? Hay una biblioteca bastante aceptable. Son los libros donados por Z. Novelas que han pasado por censura previa, así como los programas que se emiten por televisión. A Z no se le escapa nada y por eso es muy difícil engañarlo. Tenemos mucho trabajo antes de tu entrevista con él. Vurgolz es un gran lugar, pero tú estás en el sitio equivocado.

La silla era de madera. Me sentía incómodo. Era una silla que tenía la expresa función de incomodar. Pegué la columna al respaldar y coloqué las manos con los dedos entrelazados sobre mi abdomen.

¿Recuerda la noche del incidente?

En absoluto.

Jansen dijo: muy bien. Entonces abrió la boca y soltó una larga carcajada que se fue a perder al fondo de su espaciosa oficina rectangular. Pensé en los dientes de un cocodrilo. Un cocodrilo que pretendía salvarme la vida.

Ahora continuemos con las preguntas más difíciles, señor S.

9

Sucedió mientras transcribía una entrevista. Se la hice al gran Kazbek. Según órdenes de Herbert, cuando los libros que nos llegaban eran incomprensibles, había entonces que hacer entrevistas a los autores y no reseñas. El libro de Kazbek cumplía con ese único requisito de ser incomprensible.

Podría tratarse de una novela, pero existían muchos elementos que la hacían imposible de encasillar en el género. Por ejemplo, hacia la mitad del libro se había insertado un poemario cuyo autor era el personaje sobre el que se centraba toda la historia.

Aquel poemario fue lo que me resultó más incomprensible. Se titulaba Las medusas. Los versos resultaban trascendentes o no, según la importancia que uno le daba. Recuerdo uno en apariencia inofensivo: «te sumergiste en el delirio». Primero, el verso pasaba rápidamente por aquella rendija que tenemos todos y que no es otra cosa que la abertura hacia nuestro mundo sensible, la misma rendija por la que también transcurren las palabras hirientes. En esos casos, una alarma se activa y nuestro cuerpo comienza a sentir las causas del lenguaje. Con «te sumergiste en el delirio» aquella alarma jamás se había encendido. Versos de esa apariencia inofensiva se iban colando en mi interior, y yo, muy despacio, a ciegas, entendía toda su gravedad (la poesía no necesita ser entendida, pero hay una fibra intelectual que palpita, así que la palabra «entender» es más que pertinente). Me sentía entonces inundado por el verso. Sin embargo, al día siguiente aquello que había calado tan hondo era ya un traste viejo.

Recuerdo cómo sucedió todo. Y parecerá una locura culpar a un verso dentro del libro de Kazbek, pero ¿es que acaso la locura no está precedida y quizá anunciada por sucesos descabellados que se van encadenando uno tras otro? Todos los caminos extraños y retorcidos conducen a la demencia, y uno los va recorriendo sin saber, incluso con la confianza de estar labrando el buen camino, el único camino.

Aquel verso llegó, como dije, e inició el periodo del pánico. Lo leyó con voz enfática el mismo Kazbek durante la entrevista. Quizá allí debió de traspasar la rendija sin activar la alarma, pienso ahora. Pero en aquel entonces, mientras lo transcribía, mientras escuchaba en la grabación la voz de Kazbek y copiaba palabra por palabra como si fuese yo un hacedor de versos, comencé a estallar por dentro.

Corrí a los baños y me encerré en uno. Mi corazón parecía un caballo desbocado, un caballo que avanza temerariamente por el bosque, tentado o fascinado por el suicidio.

Me quedé allí quizá una hora, sentado en la taza y con los pantalones abajo para disimular. La voz de Kazbek aún paseaba por los recovecos de mi cabeza. Y no era un avance que obedecía a la arquitectura de los pasillos de mi mente. Su recorrido era atroz y caótico y rompía puertas o paredes y creaba nuevos senderos, tramos que nunca tendrían que haberse abierto. Escuchaba la voz insistente del escritor haciendo caer sobre mí el peso de su lenguaje. Y hacía todo el esfuerzo posible para negarme al entendimiento, pero este irrumpía con fuerza descomunal dentro de mi cráneo. Se trataba de aquella iluminación en la cual uno logra verle las costuras a la realidad. A ese tipo de iluminación dolorosa me refiero, no a otra.

Había pasado mucho tiempo y el propio Herbert se acercó al baño, tocó mi puerta y dijo: no se lo diré a nadie, S; solo procura que no se note. Después caminó hacia el lavabo y lo escuché aspirar.

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