Javiera Carrera. Y la formación del Chile republicano

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Pero esta fue la última que se le aguantó a García Carrasco. Cuando los detenidos iban camino a Valparaíso, desde donde serían trasladados a Lima para ser sometidos a juicio, se organizó una gran protesta frente al Palacio de Gobierno. «Nada había alterado más a Chile desde la época de la conquista que el proceso seguido en 1810 a tres ciudadanos por un denuncio calumnioso», ha dicho Barros Arana. «La ciudad de Santiago no había presenciado jamás una manifestación popular tan imponente y amenazadora como aquella», remata.

Javiera participó acompañando a su gran amiga Mercedes de Salas y Corvalán, casada con Rojas, uno de los deportados. «Todo es trastorno en este valle de lágrimas», le contaba a Pedro.

Finalmente, los tres patriotas no fueron enviados a Perú, y el impopular García Carrasco terminó por renunciar. Se acababan así los tiempos de «el caimán».

Y también se avecinaban tiempos nuevos. Las ansias de independizarse de España eran cada vez más sentidas. Ya hace un tiempo que la aristocracia colonial cuestionaba algunas medidas, especialmente el cobro de impuestos cada vez más altos por parte de la corona española. El monopolio comercial, la competencia por distintos cargos políticos y administrativos, los privilegios a los peninsulares tenían cansados a un grupo no menor. La invasión de Napoleón a España apresuró las cosas. Si antes había cierto malestar, ahora, con el rey Fernando VII preso y José Bonaparte en el trono, el quiebre sería real.

Pero a decir verdad, las diferencias no eran solo con los impuestos y la política económica de la monarquía. La corona imponía restricciones que a veces parecían absurdas y por la rigidez de las autoridades civiles y religiosas que figuraban en América no siempre eran bien recibidas.

Javiera era un buen ejemplo de ello. A pesar de ser una fervorosa católica, estaba convencida de la necesidad de que las personas tuvieran mayor libertad, de la importancia de educarse, especialmente en las mujeres. Y ante las nuevas circunstancias, Javiera fue abandonando su vida tranquila y hogareña. Al igual que sus hermanos, se entusiasmó de inmediato con el proyecto de emancipación americana. Y de las labores del hogar pasó a presidir célebres tertulias, tal como años atrás lo había hecho su madre.

Javiera abrió las puertas de su casa y se convirtió en la anfitriona de concurridas reuniones, en las que se comentaban los errores de García Carrasco, las novedades europeas y la situación de unos y otros. Ella, orgullosa a más no poder, relataba las peripecias de José Miguel combatiendo en España. Contaba a quien quisiera oírla cómo su hermano había sido tomado prisionero y había logrado fugarse, cómo había caído herido en la batalla de Ocaña y se había recuperado, cómo se lucía y lo condecoraban en el regimiento Húsares de Galicia.

«Derrochó toda su habilidad, su gracia y su pasión para prestigiar al guerrero ausente, crear sobre él una leyenda, exhibirlo, apartarlo de frivolidades y calaveradas y exaltar su fanatismo familiar y su sed de gloria»35, afirma Jorge Carmona.

Sus tertulias eran concurridas y comentadas. Los más asiduos eran el poeta Bernardo de Vera y Pintado, Manuel de Salas, Camilo Henríquez, grandes cerebros de la revolución. «Allí se concentraron, buscando un confortable abrigo, todos los hombres y todas las ideas de la época; allí fermentaban las cabezas y tomaba cuerpo y bríos la revolución», afirma Vicente Grez36. Y en futuro cercano, la casa de Javiera pasaría a ser mucho más que eso.

La historia que sigue es conocida. En Santiago cuando se supo que algunos países cercanos ya habían constituido su propia Junta de Gobierno, como Buenos Aires en mayo o Venezuela en abril, se decidió convocar a un cabildo abierto para decidir los pasos a seguir. Después de todo, la incertidumbre continuaba. Cuatrocientas personas se juntaron para «consultar y decidir los medios más oportunos a la defensa del reino y pública tranquilidad». Y se llegó así al 18 de septiembre de 1810, cuando se formó nuestra primera Junta Nacional. Conformada por el «vecindario noble» de Santiago, esta Junta sería transitoria hasta que se instalara un Congreso que debatiría la mejor forma de organizarse. Y hasta que el rey fuera liberado, encargándose mientras tanto de «defender y preservar a Chile para el desgraciado monarca».

Pero todos sabían que su estabilidad era bastante incierta. El virrey la desaprobaría, tal como lo había hecho el año anterior con las que surgieron en Quito y en La Paz, duramente reprimidas.

Bajo el supuesto liderazgo del conde Mateo de Toro y Zambrano, un inofensivo anciano de ochenta y tres años, dueño de una gran fortuna y reputación intachable. Enriquecido gracias a la venta de géneros y telas que su hermano José (alto funcionario real) le mandaba desde España, logró adquirir varias chacras, títulos y las haciendas que habían dejado los jesuitas tras su expulsión. Don Mateo era el militar más antiguo, y no le quedó otra que aceptar el cargo.

La celebración de esta Junta duró tres días en Santiago.

Y los hermanos Carrera se involucraron desde el primer momento. Además, don Mateo estaba casado con Nicolasa Valdés Verdugo, prima de doña Paula. Pero estaba viejo y cansado, y no tenía ninguna intención de convertirse en el líder de la Independencia. Se cuenta que se quedaba dormido en las sesiones. Era casi un adorno, y no podría hacer nada ante las ideas separatistas que se instalarían con fuerza.

Los vocales de la Junta era don Ignacio —el padre de Javiera—, Juan Martínez de Rozas, Fernando Márquez de la Plata, Francisco Javier de Reina y Juan Enrique Rosales.

Fue un proceso tranquilo, sin enfrentamientos ni mayores conflictos. Tal como ha explicado Barros Arana, la Junta fue reconocida en todo el país «sin que hubiese necesidad de disparar un tiro, de perseguir a nadie ni de ejecutar una sola prisión». Lo peor vino después.

Esta primera Junta Nacional alcanzó a hacer un par de cosas de importancia, las que, en definitiva, hicieron dudar de su supuesta transitoriedad y de su lealtad al rey. Una de ellas fue la libertad de comercio, decretada en febrero de 1811, que significó la apertura de los puertos chilenos a todas las naciones. Coquimbo, Valparaíso, Talcahuano y Valdivia contribuyeron a engordar las arcas fiscales mediante tarifas aduaneras, lo que sería trascendental para las nuevas necesidades que vendrían.

Muy importante fue también la liberación, por año y medio, de los derechos de libros, planos, sables, fusiles, espadas y pistolas, imprentas y herramientas.

Pero algunas cosas muy importantes quedaron en manos del fisco: tabaco, naipes y los licores extranjeros, lo que tendría enormes consecuencias en un futuro e implicaría la aparición de Diego Portales en la escena nacional.

Eran tiempos confusos e intensos. Había desconfianza e inseguridad, abundaban las proclamas, los rumores, las noticias falsas, los cambios de bando y las reuniones clandestinas. El procurador de la ciudad, José Miguel Infante, dijo en un discurso que la tensión había ido escalando. «Cada día se aumentaba más el odio y aversión entre ambas facciones, hasta amenazarse recíprocamente con el exterminio de una u otra»37. Y como se sabía que era urgente organizarse y crear nuevas tropas, se decretó la formación de un batallón de infantería, dos escuadrones de caballería y se amplió el cuerpo de artillería. En pocos meses eran más de dos mil quinientos.

También se repartían lecturas prohibidas. Javiera debe haber leído fascinada el Catecismo Político Cristiano que empezó a leerse vorazmente. Firmado por José Amor de la Patria, atribuido a Juan Martínez de Rozas, se afirmaba que los chilenos debían formar su propia Junta, y que había que actuar organizada y rápidamente. En forma de preguntas y respuestas, defendía la organización de la república y la autonomía nacional. «Americanos desgraciados, vosotros sois tratados como esclavos. La opresión en que habéis vivido, la tiranía y despotismo de vuestros gobernadores han borrado o han sofocado hasta las semillas del heroísmo y la libertad en vuestros corazones», decía. Se refería a los gobernadores europeos como «tiranos opresores» y «bárbaros inhumanos». «No nos dejemos burlar con promesas arrancadas en el apuro de las circunstancias. Nosotros hemos sido colonos, y nuestras provincias han sido colonias y factorías miserables (…). La Metrópoli manda todos los años bandadas de españoles que vienen a devorar nuestras sustancias y tratarnos con una insolencia y una altanería insoportables, bandadas de gobernadores ignorantes, codiciosos, que hacen sus depredaciones sin freno» y todo en beneficio de España, cuyo único objetivo era llevarse «como lo hace, el dinero de las Américas y dejarnos desnudos, y al mismo tiempo nos abandona en casos de guerra».

Más al sur estaban pensando lo mismo.

LOS DUENDES PATRIOTAS

Concepción era una ciudad militar y sede de una oligarquía local que tuvo gran protagonismo durante la primera mitad del siglo XIX, disputándole el poder político a Santiago hasta al menos la mitad de la centuria. A diferencia de la sociedad capitalina, que nunca fue guerrera, la tradición militar definió a la elite penquista. Joaquín Prieto, Manuel Bulnes, Bernardo O’Higgins, Ramón Freire eran de ahí. Y también Juan Martínez de Rozas, cuyo actuar fue decisivo en los primeros años de nuestra Independencia. Para muchos, el hombre más notable y hábil del período. Abogado de la Real Universidad de San Felipe, había sido asesor jurídico de Ambrosio O’Higgins. Y luego secretario privado de García Carrasco cuando sucedió lo de la Scorpion. «Su tenacidad —cuenta Miguel Luis Amunátegui— le venía de la pasión, y no de la cabeza. Era de la casta de esos individuos fogosos e impresionables, que corren el riesgo de ser déspotas al servicio de los gobiernos, y demagogos cuando se colocan al lado del pueblo».

 

Martínez de Rozas era un hombre inteligente y culto, y se había casado con Nieves de Urrutia y Mendiburu, hija del hombre más rico de Concepción.

El gran problema de Rozas fue que nunca logró disimular su ambición, era temperamental y se dejaba llevar por sus impulsos. Era el «tipo del político oportunista, taimado y resuelto, pescador afortunado en río revuelto», afirma Encina. «Frecuentes crisis provocaban en él reacciones impetuosas, seguidas de profundas depresiones», agrega.

Rozas se dedicaba a defender los intereses de su provincia en contra de la centralización que pretendía imponer el cabildo de Santiago. Y en sus ratos libres se dedicaba a motivar a jóvenes en la lectura de Voltaire, de Montesquieu, de Rousseau y otros intelectuales de las nuevas ideas. El grupo empezó a crecer dando paso a tertulias más organizadas y concurridas. Se llamaron Duendes Patriotas.

En ellas Rozas se encontró con un joven Bernardo O’Higgins. Más bien se reencontró, porque había sido uno de los tutores que don Ambrosio imponía para el cuidado del niño Bernardo. Una historia muy relatada, pero no documentada, afirma que la única vez que Bernardo vio a su padre, fue cuando don Ambrosio y Martínez de Rozas lo visitaron en la casa de otro tutor, Juan Albano, en Talca. Sea cierto o no, Bernardo jamás supo que ese era su padre.

Ahora bien, en Concepción el joven Bernardo fue muy bien recibido. Y empezó a gozar de gran prestigio en las tertulias de Rozas. Su educación en Inglaterra, la herencia de su padre, el virrey, y, sobre todo, su calidad de portavoz del célebre libertador venezolano Francisco de Miranda, le daban gran prestigio y autoridad. «Se respetaba en él al rico propietario que disponía de un gran número de inquilinos o vasallos, y se apreciaba al hombre bien educado, descendiente de un virrey, que no contrariaba los intereses de nadie», afirma Miguel Luis Amunátegui.

Rozas lo quería y lo protegía con su influencia. Y confiaba ciegamente en él. Tanto así que cuando decidió partir a Santiago, dejó a Bernardo a cargo de la zona.

Por su parte Carrera, desde España, cuando supo que su padre era uno de los miembros de la Junta, quiso volverse inmediatamente a Chile. «Amado padre, no puedo resistir más, me marcho a mi patria. Ahora que es usted miembro de la Junta Gubernativa, debo regresar a mi país para servirlo. Es cierto que aquí tengo un porvenir brillante con la iniciación que me ha tocado en suerte, pero mis sueños de gloria van lejos, hacia mi querida tierra nativa»38, le escribió.

Definitivamente sentía que su lugar no estaba en España. Tiempo después contó que nunca se había sentido muy cómodo en Europa, que lo habían tratado mal por venir de Sudamérica, y lo atacaban injustamente. Un día fue declarado sospechoso de posibles actividades con los insurgentes chilenos y lo arrestaron. Era lo último que le faltaba. Pidió licencia para volver a Chile, argumentando que las causas eran «la noticia de la formación de la Junta de Chile y querer ser útil a mi país y ayudarle lo que me sea posible, auxiliando a mi familia en el estado actual en que no está libre en ningún género de desgracias», y además «el ser los americanos aborrecidos y a cada momento incomodados por estos recelos que de ellos tienen, llegando a atropellarme con arresto, embargo de papeles y otros vejámenes por creerme de inteligencia con América»39.

Le dieron la licencia sin problemas. En los primeros días de mayo de 1811, a bordo del navío inglés Standard, José Miguel Carrera se embarcaba hacia Chile.

****

Tal como se había acordado, la Junta debía disolverse y convocar a un Congreso Nacional. En un principio sus miembros no tenían grandes ideas reformistas. Hasta que llegó Martínez de Rozas dispuesto a acelerar las cosas y, de paso, aclarar que los santiaguinos no eran los únicos habitantes del país. Y cuando en febrero de 1811 murió el conde de la conquista, Rozas asumió el control en forma absoluta, conduciendo al gobierno a posturas más radicales. Pero poco le iba a durar. José Miguel Carrera venía en camino.

En esos días un hombre muy cercano a la familia Carrera, el coronel Tomás de Figueroa, quiso impedir que se organizara el Congreso, pues lo consideraba una verdadera traición al rey. Y decidió amotinarse. Amigo íntimo de don Ignacio, Javiera lo quería como un padre. Y además era el suegro de su prima y gran amiga Dolores Araoz.

El 1 de abril de 1811, cuando se realizaría la elección de diputados, apareció al mando de un destacamento de Dragones de la Frontera, más un piquete de infantería de Concepción. «Mis armas sostienen la religión, mi rey y el antiguo gobierno», gritaban los amotinados. Pero todo resultó un fracaso, el motín fue rápidamente sofocado y don Tomás tuvo que esconderse.

Martínez de Rozas se enfureció con la intentona del coronel. Y ofreció 500 pesos por su cabeza. Finalmente lo encontraron escondido en el convento de Santo Domingo. Se cuenta que el propio Rozas se quitó la hebilla de oro de su zapato para regalársela al niño que denunció el escondite. A Figueroa lo interrogaron y no delató a nadie. Se decretó pena de muerte. Javiera luchó como una fiera para que le rebajaran su pena, alegando que por último lo desterraran. Pero no logró conseguir nada. Y el coronel Figueroa fue fusilado al día siguiente del motín. Antes de morir se confesó con fray Camilo Henríquez, quien tampoco pudo impedir que el cadáver de Figueroa fuera exhibido en la puerta de la cárcel, frente a la Plaza Mayor. Después de eso fue sepultado en una fosa común. Así quedaban las cosas claras y nadie volvería a amotinarse.

Lo cierto que este hecho, que pasó a la historia como «el motín de Figueroa», tuvo profundas consecuencias en el escenario nacional. Martínez de Rozas disolvió la Real Audiencia, compuesta por los realistas más duros, pues creyó que algunos de sus miembros estaban involucrados en el motín. En su reemplazo se instaló una nueva Corte de Justicia. Era una forma de cortar más drásticamente los lazos con España. Después de todo, ahora había sangre derramada.

AMBROSIO Y BERNARDO

No se puede avanzar en esta historia sin detenerse en los orígenes de Bernardo O’Higgins. Hijo del irlandés Ambrosio O’Higgins, oriundo de la provincia de Ballinary, un hombre misterioso para quien no había nada más importante que su carrera pública. Abandonó Irlanda en medio de una fuerte hambruna y migraciones masivas. Al llegar a España le dieron algo que perseguía hacía tiempo: el título de nobleza, por sus antepasados irlandeses. El nuevo barón de Ballinary empezó a trabajar en Cádiz en la fábrica de un comerciante irlandés llamado William Butler. Cuando la empresa empezó a exportar a Sudamérica, Ambrosio viajó un tiempo por Buenos Aires, Lima y Paraguay. Tan bien le fue que una vez de vuelta en Cádiz le dieron la nacionalidad española.

Ambrosio tenía un gran amigo irlandés, John Garland, que por ese entonces trabajaba en Chile. Y lo llamó invitándolo a trabajar en los fuertes de la zona sur y en un plan para reconstruir Concepción, destruida por un terremoto en el año 1751. Así llegó a Chile don Ambrosio O’Higgins, contratado como «ingeniero delineador». Sería este el punto de partida de una larga carrera que terminaría en el virreinato peruano, gran centro de poder de la corona española.

Ambrosio trabajó sin descanso, recorrió el país entero, que en ese entonces era de Coquimbo a Concepción, fundó ciudades y desarrolló un gran programa de obras públicas. Asesoró en temas de defensa, de industria y de economía. En el sur creó el regimiento Dragones de la Frontera y el fuerte San Carlos, y se convirtió en un verdadero experto en la zona de La Frontera, en su naturaleza, en sus recursos y en las políticas indígenas. Era por lejos el hombre más importante de la zona. «Donde puso la mano sembró beneficios y creó esperanzas», afirma Eugenio Orrego en la biografía sobre Bernardo.

Y para reconocerle su labor le entregaron dos premios importantes: el grado de teniente coronel y el título de marqués de Osorno, por haber refundado esa ciudad. No podía estar más orgulloso.

Un día en Concepción el futuro virrey conoció a Simón Riquelme, alcalde y prácticamente dueño de Chillán. Y también conoció a su hija Isabel, que había quedado huérfana de madre tras el parto. Criada por sus tías, ha sido descrita como una mujer «ardiente y sensual», «fogosa» dicen otros. Y al parecer cayó rendida ante don Ambrosio. Tras varios encuentros, ella quedó embarazada. Tenía dieciocho años y él ٥٦. Pero don Ambrosio se fue a atender otros compromisos, con una supuesta promesa de matrimonio que nunca cumplió. Ni siquiera le contestó las cartas al padre de Isabel, quien, bastante humillado, decidió casar a su hija con Félix Rodríguez, viudo que trabajaba en el obispado de Concepción. Juntos tuvieron una hija, Rosa Rodríguez, hermana tan cercana de Bernardo que con el tiempo prefirió ser reconocida como Rosa O’Higgins.

Pero don Félix murió antes de que con Isabel cumplieran los primeros dos años de casados. Lo que sigue es confuso y hay pocos documentos que ayuden a reconstruir la niñez de Bernardo. Sí se sabe que Isabel no solo quedó viuda, sino que también pobre. Rodríguez no le había dejado nada. Al poco tiempo el niño Bernardo fue alejado de su madre, pero no están claras las razones de esto. Pueden haber sido lejanas órdenes de don Ambrosio. O tal vez porque, según se estilaba en la época, los hijos ilegítimos se criaban lejos.

Como sea, a los cuatro años Bernardo fue trasladado a la casa de una sirviente de la familia Riquelme, de nombre Juana Olate. Hay quienes sostienen que fue la primera persona a quien Bernardo llamó «mamá». Luego estuvo en Talca, en la casa de Juan Albano Pereira, y creció en un hogar acogedor donde hoy funciona la municipalidad. Ahí Bernardo supo lo que era tener un amigo, pues se convirtió casi en un hermano para Casimiro Albano, hijo del nuevo tutor, quien tiempo después, ya convertido en cura, apoyaría con entusiasmo a Bernardo en sus primeros años como director supremo.

A los diez años de edad Bernardo regresó nuevamente a Chillán. Esta vez, la orden sí venía de don Ambrosio. No le habían gustado nada los rumores que circulaban sobre este niño colorín de ojos azules que paseaba por las calles de Talca. Lo internaron entonces en el Colegio de Franciscanos de Chillán, y se volvió a acercar a su madre. Incluso puede que hayan vivido juntos por algún tiempo. Al menos por el tono de las cartas entre ambos, escritas más adelante, se deduce una relación más bien cercana de madre a hijo.

Tres años después Isabel apareció embarazada de Manuel Puga, su vecino, que la dejó completamente sola y con una nueva hija, Nieves. Isabel Riquelme Mesa quedaba nuevamente sola y pobre, y volvía a ser el comentario obligado de todo Chillán.

Don Ambrosio se molestó y decidió mandar a Bernardo a Lima para que se educara entre los niños elegantes. No volvería a ver a su madre por los próximos diez años.

LOS DESTINOS DE BERNARDO

En Lima Bernardo estudió en el Colegio Carolino, lugar en el que se educaba toda la nobleza del virreinato. Don Ambrosio había movido sus influencias y logró que Bernardo ingresara saltándose un requisito muy importante: la legitimidad de nacimiento.

Mucho se dice que ya en esta época en Lima, Bernardo empezó a dudar de la causa monárquica al simpatizar con ideas más progresistas. De ser así, sin duda esto se intensificó más adelante, en Europa, donde los principios liberales estaban ardiendo entre la juventud que Bernardo iba a conocer.

Porque de Lima fue enviado a Cádiz primero, y luego a Londres, siempre a cargo de extraños tutores impuestos por su padre. No siempre se llevó bien con ellos. En Cádiz le tocó Nicolás de la Cruz, uno de los hombres más ricos de Chile primero, y de Cádiz después. Dueño de uno de nuestros últimos títulos de nobleza, el conde del Maule, tenía negocios con Chile —plata, oro y cueros— que en sus comienzos habían sido patrocinados por don Ambrosio.

En Cádiz Nicolás de la Cruz era un hombre conocido y respetado, pero nunca se entendió con el joven Bernardo. Era mezquino y pasaba meses sin dirigirle la palabra. Pero Ambrosio confiaba plenamente en él, incluso lo apoyó en la decisión de mandar a su hijo a Londres, a un colegio católico, para que aprendiera idiomas, ciencias y contabilidad. «Así, sujeto en un colegio podrá aprovechar los años más peligrosos de su edad, y después ya formado estará más apto para cualquier carrera», le notificó Nicolás a don Ambrosio.

Bernardo le escribía con insistencia a su padre, un ser cada vez más lejano y poderoso, que controlaba su vida entera. «Aunque he escrito a usted en diferentes ocasiones, jamás la fortuna me ha favorecido con una respuesta… No piense que me quejo, porque, en primer lugar, sería en mí tomarme demasiada libertad sin derecho alguno, y, en segundo, sé que usted ha dado hasta aquí todos los requisitos para mi educación», le decía Bernardo. Pero don Ambrosio nunca le contestó.

 

Tenía la cabeza en otra parte. No tenía tiempo ni ganas de ocuparse personalmente de este hijo lejano. Convertido Ambrosio en brigadier general, recibió la herencia de todo lo que tenía su amigo John Garland, el mismo que lo había traído a Chile. Y no era nada menor. Con el dinero recibido el marqués se compró una hacienda de veinte mil hectáreas en Las Canteras, cerca de Los Ángeles, y otra más pequeña cerca de Cauquenes. También adquirió la isla Quiriquina, frente a Concepción, que destinó a la ganadería. Al año siguiente, 1786, fue designado intendente de Concepción. Y casi diez años después, en 1795, asumió como virrey del Perú. ¿Cómo lo hizo? No es fácil la respuesta. «Ese irlandés —cuenta Miguel Luis Amunátegui— sabía como maestro de la ciencia del cortesano (…). A fuerza de insinuaciones y de obsequios, se proporcionó padrinos en Chile y en Madrid; y empujado por ellos, subió hasta donde quiso. Ese fue el secreto de su elevación (…). Los manejos encubiertos, más que sus servicios, más que sus brillantes cualidades, le valieron el grado de general, el título de barón, el título de marqués».

De ser así tiene que haberse esforzado bastante, porque de marqués a virrey hay un gran paso. «Tras fundar y refundar ciudades, guerrear y negociar con los mapuches, abrir caminos y ocuparse del saneamiento público, este era un premio que coronaba su carrera», cuenta Alfredo Sepúlveda40. Por cierto, el premio más codiciado de todos. Y que don Ambrosio cuidaría más que a nada.

Volviendo a Bernardo, cuando estudiaba en Richmond, su profesor de matemáticas le cambió literalmente la vida. Se llamaba Francisco de Miranda, y tenía una historia de película. A los 16 años se había ido de Venezuela y tras algunos combates en los que participó enrolado en el ejército español, se cambió drásticamente de bando. Viajó por el mundo juntando ideas, hombres y recursos para liberar a América de la tutela española. En 1792 formó parte del ejército revolucionario francés y estuvo preso un año y medio. Fue liberado junto con la caída de Robespierre y el fin del Terror. Ahí conoció al propio Napoleón, quien después dijo sobre él que era «un don Quijote, pero con la diferencia de que no está loco. Se llama el general Miranda y tiene el fuego sagrado dentro de sí»41.

Francisco de Miranda le abrió las puertas de su casa al joven Bernardo. Y también de su célebre biblioteca, equipada con seis mil volúmenes. Bernardo lo vio como el padre que no tenía. Solo y desprotegido, lo admiró profundamente desde el primer minuto. El militar venezolano era un hombre culto y rico, que se movía en las más altas esferas del poder y de la sociedad. En Rusia se hizo conocido por sus amoríos con Catalina la Grande, a quien le contó sus planes para liberar el continente sudamericano. Su idea era unir las colonias hispanoamericanas en una Gran Colombia, que sería independiente de Inglaterra en términos políticos y comerciales. Poco tardó en reunir gente que se sumara a su causa. Llegó a Londres directamente desde San Petersburgo, con instrucciones de la emperatriz rusa. Tuvo una audiencia con el primer ministro William Pitt, pero no se llegó a nada. La situación estaba difícil. La corona española le seguía de cerca los pasos, lo consideraban un traidor por querer la independencia latinoamericana. Y lo perseguían y buscaban enérgicamente.

Con Bernardo estuvieron mucho juntos. Miranda lo animaba, lo aconsejaba, le decía a Bernardo que su patria no era Venezuela, sino que toda América del Sur. Y que dedicaría su vida entera a liberarla de los españoles. Bernardo terminó de convencerse y le aseguró a Miranda que trabajaría firmemente por la independencia de su patria. «Permitid, señor, que yo bese las manos del destinado por la Providencia bienhechora para romper esos fierros que nuestros compatriotas y hermanos cargan tan ominosamente, y de sus escombros nazcan pueblos y repúblicas que algún día sean modelo y ejemplo de muchos otros del antiguo mundo. Mirad en mí, señor, tristes restos de mi compaisano Lautaro; arde en mi pecho ese mismo espíritu que libertó entonces a Arauco, mi patria, de sus opresores»42.

Así fue como Miranda lo mandó a España con instrucciones precisas. «Desconfiad de todo hombre que haya pasado la edad de cuarenta años, a menos que os conste el que sea amigo de la lectura y particularmente de aquellos libros prohibidos por la Inquisición. En los otros, las preocupaciones están demasiado arraigadas para que pueda haber esperanza de que cambien y para que el remedio no sea peligroso»43, le indicó.

Bajo el título Consejos de un viejo sudamericano a un joven compatriota al regresar de Inglaterra a su país, Miranda le entregó por escrito más consejos y advertencias. Se cuenta que Bernardo llevaba el documento cosido en el forro interior de su sombrero.

Poco se sabe de las actividades de Bernardo en Cádiz. Llevó algunos mensajes a los miembros de la Gran Reunión Americana, que pasaría muy pronto a llamarse Logia de los Caballeros Racionales, y sería el germen de la chilena Logia Lautaro. Tampoco alcanzó a estar mucho tiempo. Al parecer, a don Ambrosio le habían llegado rumores sobre la amistad de su hijo con Miranda. Y de un día para otro Bernardo no volvió a recibir plata de su padre. Solo, pobre y sin entender nada, ya no cruzaba una palabra con su tutor. «Sigo en casa del señor don Nicolás con toda la conformidad necesaria para sobrellevar la vida de un hombre abatido y abandonado a la miseria humana, sin un amigo a quien uno se pueda arrimar para su ayuda y consuelo, que solo la idea de que he de continuar en dicha casa me mata», le escribía a su padre. Ni siquiera tenía ropa adecuada, «de manera que me veo obligado a encerrarme en mi cuarto por no tener los requisitos para aparecer delante de gente». A veces encaraba a De la Cruz y le hablaba de sus planes para irse de ahí, «y pasar a buscar mi vida en la América española, donde, por muy mal que lo pase, nunca será peor que aquí». «Su situación de extranjero y de náufrago equivalía casi a la mendicidad», afirma Vicuña Mackenna44.

Bernardo se desesperaba. Intentaba cambiar de estrategia, y volvía a escribirle a don Ambrosio, ahora halagándolo y mostrando el mayor agradecimiento. «Aunque no tenga nada que ofrecer ni en que poder mostrar mi amor —le escribía— constantemente pido a Dios premie a mi señor padre y benefactor por el corazón liberal que ha tenido en alimentarme y educarme hasta la edad de poder ganar mi vida; es acción de un gran corazón que merece todo el aplauso de los hombres en esta vida y premio en la otra». Pero las cartas de don Ambrosio seguían sin llegar.

Entonces Bernardo empezó a obsesionarse con volver a Chile. Y no la tendría nada fácil. Logró embarcarse en abril de 1800 en la fragata Confianza rumbo a Buenos Aires. Antes de embarcarse le escribió a su madre Isabel. «Le pido me encomiende a Dios, como yo la encomiendo a usted en todas mis oraciones, pues los peligros que tengo que pasar son bien grandes, pues las mareas están llenas de corsarios y buques de guerra ingleses. No obstante, nuestra embarcación va bien armada». Bernardo no se equivocó. En el camino fue capturado por los ingleses, cerca de Gibraltar. Toda la tripulación fue hecha prisionera. «Me robaron todo lo que tenía (aunque poco), dejándome solamente con lo que tenía encima. Hasta tres días me he llegado a estar sin comer, durmiendo en el suelo por espacio de ocho días», le contaba a don Ambrosio.