El huésped

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—¿Dónde está él?

—En el segundo piso.

Esta vez Yosop subió primero por las escaleras. Entró en el dormitorio de su hermano. Hacía mucho tiempo que no lo ordenaba. Su hermano tenía fama de tacaño, todavía usaba el catre de hierro que había comprado hacía mucho tiempo a precio de rebaja en una tienda de segunda mano. Sobre el asiento estaban los pantalones que se había quitado y sobre el respaldo, el suéter. En la cama yacía el cadáver del pastor Liu Yohan cubierto con una sábana blanca hasta la cabeza. Yosop se acercó a la cabecera y bajó la sábana. Miró a su hermano muerto. Sus canas, más parecidas a viejos hilos blancos, probablemente por la luz de neón, se veían enredadas, y la cara estaba amarillenta, como papel descolorido. Yosop había visto muchos cadáveres, por lo que creía saber leer sus caras. En la de su hermano percibió una sensación de que se había aliviado de algo bastante pesado, y parecía estar ya en paz. Sin querer tocó, como atraído por algo, el contorno de las sienes. Estaba frío, pero suave, no rígido. Tal vez había alcanzado la paz. Yosop rezó un momento y jaló la sábana cubriéndole la cara. El joven preceptor y Yosop se sentaron en cuclillas frente a frente en el piso alfombrado. El joven empezó a explicar:

—En las primeras horas de la noche el pastor me llamó para pedirme que lo visitara para rezar por él, al tiempo que decía que se sentía un poco mal. Le propuse que fuéramos juntos al hospital. Me dijo que no estaba tan mal como para ir al médico, y que sólo quería celebrar el rito conmigo.

Yo iba por la orilla arenosa del río siguiendo a los amigos mayores del pueblo. El torrente de agua clara corría violento entre las ásperas rocas. Él caminaba adelante, tirando del cuello de un perro amarillo con una cuerda de paja de arroz. Aunque nadie supiera cómo lo había atrapado, suponíamos que lo habría seducido porque le gustaba vagar por el monte.

En la aldea él era el primero en chistes y juerga. Justamente hasta antes de que se fuera a trabajar a la mina en Eunyul, nos asomábamos al salón de la aldea donde solían reunirse los mayores, pues estábamos ansiosos de sucesos divertidos. Hacía mucho tiempo que Ichiro era esclavo del pueblo y siempre estaba allí. Aunque éramos menores que él, siempre lo tuteábamos. En invierno llevábamos nuestros materiales al salón público, allí trabajábamos y comíamos papas y kimchi5 en agua y, aun siendo menores, probábamos el macoli6 animados por los amigos mayores. En verano, ahí se hacían los planes para robar melones y sandías. Yo seguía al tío Sunnam, que iba a pescar al río, y allí aprendí a masturbarme.

Bajo la sombra de un árbol a la orilla del arroyo poníamos una enorme olla de acero en la que los campesinos hervían pienso para las vacas, pero esa vez hervimos agua, mientras otros mataban y desollaban al perro. Por primera vez vi cómo mataban a un perro, y eso me excitó mucho por la crueldad y la exacerbación que avivaba las pasiones. Primero ataron la cuerda de paja de arroz al cuello del perro y lo colgaron de una rama alta. Cuando la cuerda quedó tensa, el perro blanqueó los ojos y empezó a patalear. Entonces lo rodearon y le dieron de palos. El perro se ahogaba con toses secas, sin chillidos y, al final, se cagó. Una vez muerto, lo tendieron en el suelo y lo chamuscaron en la hoguera. Todos gozábamos de la crueldad, y por el apetito despierto nos brillaban los ojos.

¡Ah!, recuerdo ese día de verano en que mataron el perro… Eso fue por haber visto el fantasma del tío Sunnam la misma noche que me visitó mi hermano menor. Sin saber por qué, me dolía la cabeza y tuve frío durante todo el día, como antes de caer enfermo.

Desde la tarde cayeron gotas gordas de lluvia como las de un chaparrón. El ruido del trueno acompañado del relámpago era muy fuerte. En el salón estaba tumbado en el sofá, había apagado el televisor. El tiempo era lúgubre. Fui a la cocina y saqué del armario una botella de coñac. No se cuánto tiempo hacía que no tomaba alcohol. Esa botella la habría dejado Samyol el día de Acción de Gracias. Cuando estaba tumbado, soñando en las tinieblas, alguien me tomó del brazo y me sacudió.

—Oye, Yohan, despierta, despierta.

Abrí los ojos discretamente. Algo negro, puesto en cuclillas junto al sofá en que estaba tumbado, me sacudía. Quería incorporarme, pero mi cuerpo no me obedecía.

—¿Quién es?

—Soy yo, el tío Topo.

—¡Ah!, tío Sunnam.

—¿Ahora no me pides que te narre un cuento antiguo?

—Hágalo si quiere…

—Este cuento, ese cuento y, más allá del campo, aquel cuento.

Me reía entre dientes, como si esperase esa forma de contar, y el ser negro también se reía igual que yo.

—Pues… lo colgué a usted en el poste de luz.

El ser negro se quedó silencioso un rato y se sentó con las piernas cruzadas en el asiento frente a mí.

—He venido a llevarte.

—Entonces, ¿sería posible mañana?

—No depende de tu decisión.

Me enojé en seco.

—¿Quién le dijo que se registrara en el Partido Comunista? No voy con usted. Soy pastor.

La figura negra masculló, moviendo con lentitud una pierna.

—Allí no existe tu gremio ni el mío.

—De todas formas, yo lo maté, por eso ya no soy de su gremio.

—No existe morir ni vivir.

—Entonces, ¿no hay que perdonar ni arrepentirse?

—Claro que no.

—¿Dónde está ese lugar?

—A ti te lle… va… ré.

Mi mente se iba oscureciendo y me levanté tambaleando. Intenté acercarme al asiento frente a mí para tocar el cuerpo de Sunnam, pero de pronto la figura se disipó.

Aún llovía ininterrumpidamente. Abrí el portal de par en par para que salieran todos los seres que estaban en mi casa y en mi interior. Parecía que habían desaparecido los síntomas de la enfermedad, pero no tenía fuerzas. Quería bañarme bien; fui al baño del segundo piso, llené la bañera con agua caliente y me metí en ella. Parecía que se me fundía todo el cuerpo y que un alma flotaba en el aire. Comencé a sentirme cada vez más cómodo. En cuanto salí del baño, telefoneé al joven misionero para que me visitara y rezáramos juntos. Me cambié la ropa interior y me puse la limpia. También me puse ropa nueva de dormir. Oí llover cada vez más lejos.

—Cuando entré en el cuarto, dormía tranquilamente. No sabíamos qué hacer y, desde luego, empezamos a rezar. Creíamos que el pastor no se despertaría hasta que termináramos de rezar. Entonces, cuando dijimos amén, él también lo hizo, igual que nosotros. Le preguntamos: ¿Le duele algo, señor pastor? Contestó que no. Se sentía cómodo y no le dolía nada. Iba a dormir.

El joven preceptor dejó de hablar y sacó una agenda del bolsillo interior. La observó un rato con atención.

—Sentí que le ocurría algo raro y escribí lo que me había dicho: se iba al lugar donde había nacido. Una vez que partiera, que lo incinerara y lo guardara. Nos dijo que localizáramos una libreta de banco en el cesto debajo de la cama y que gastásemos ese dinero en su entierro. Poco después quedó silencioso y me acerqué a su cara para sentir su aliento, pero ya había dejado de respirar.

Yosop, tras haber escuchado, miró debajo de la cama. De verdad había un cesto rectangular, como una caja, y tenía puesto un candado. “Serán los restos mortales de mi cuñada.” Al abrir la tapa, vieron una libreta y otras cosas, como álbumes, agendas, etc. Se abrió la puerta del cuarto y asomó un pastor.

—La funeraria ha traído lo necesario para el entierro.

—Dígales que suban aquí con el ataúd.

Los de la funeraria, que llevaban la caja en hombros siguiendo al pastor, entraron en el cuarto. Yosop les pidió que lo pusieran en el piso. Él y el preceptor empezaron a lavar el cuerpo del difunto para luego vestirle. Para el joven sería la primera vez, pero para Yosop era un trabajo usual, estaba acostumbrado a hacerlo desde hacía bastante tiempo en Corea. Pero era el cuerpo de su hermano mayor. Abrió el armario. Había varios trajes occidentales, pero buscaba, según su recuerdo, el traje típico coreano. Por fin lo localizó en el cajón más bajo, junto con la ropa interior larga. Cogió el chogori, la magocha que se pone encima, los pantalones, pero no el turumagui.7 Le quitó el piyama con ayuda del misionero. Lo limpió con alcohol y gasas, primero la cara, después los brazos y el pecho, y según el orden: estómago, piernas, pies y dedos. Yosop recordaba todas las aventuras que había pasado su hermano mayor, el pastor Liu Yohan, ahora convertido en un cuerpo pequeño y rugoso.

Después de haberle puesto el traje coreano, envolvió el cuerpo con tela de algodón y luego lo metieron en el ataúd, levantando la cabeza y las piernas, respectivamente. Sujetó con un rollo de tela la parte posterior de la cabeza y metió varios bultos de papel típico coreano en los huecos entre el cuerpo y las paredes interiores para que no se moviera. Después permitió que entrasen al cuarto los creyentes y celebraron el rito de cuerpo presente.

En la madrugada, Yosop decidió volver con su mujer a casa, dejando a los otros en el piso de su hermano. Tomó la decisión de hablar sobre el entierro cuando llegasen los hijos, Samyol y Philip.

Camino a casa, de regreso a Brooklyn, Yosop tuvo una rara experiencia. En una calle, por donde pasaba con frecuencia, giró el volante en cierta dirección y se dio cuenta de que había entrado en una cerrada, llena de edificios oscuros por todas partes. Aceleró imaginando que dentro de poco llegaría a una de esas calles iluminadas por faroles y luces, pero notó que entraba poco a poco en vías cada vez más extrañas y profundas. Al llegar a la convergencia de tres arterias, donde sólo se veían al frente dos calles, a derecha y a izquierda, redujo la velocidad para pensar.

 

Su mujer dormía con la cabeza inclinada hacia atrás. La mente de Yosop no estaba clara por haber velado la noche anterior. Le pareció que sería mejor volver para salir de esa calle. Dio vuelta, pero no pudo recordar dónde había girado para entrar allí. Conducía bastante despacio para preguntar a algún peatón, aunque parecía no haber residentes en ese barrio.

De repente le pareció ver un chorro de luz muy clara en el callejón izquierdo. Aunque desconfiaba, entró allí girando a la izquierda. El brillo procedía de una fogata al aire libre. En un barrio sin comercios ni inquilinos, había muchos edificios vacíos, lo cual es característico de Nueva York. La mayor parte de estos edificios solía convertirse en dormitorios de alcohólicos o vagos, o en almacén de basura. Yosop se sintió en una trampa muy peligrosa y agarró, lleno de tensión, firmemente, el volante con ambas manos.

Delante del fuego estaba sentado un ser humano que ponía al fuego trozos de cajas; era imposible distinguir si era femenino o masculino. Yosop supuso que era una forma de trasnochar, porque en el bosque de edificios de cemento haría frío en la noche, aun en verano. Detuvo su coche. La sombra se dio vuelta, no se veía su semblante porque estaba bajo las escaleras que conducían a la entrada del edificio.

—¡Discúlpeme, por favor! —le dijo después de bajar el vidrio del coche.

La sombra se acercó sin prisa hacia la acera. Delante de él, de pie, estaba una anciana con muchas canas, vestida con un abrigo grande de hombre.

—¿Perdiste tu calle?

—Sí. Quiero ir a Brooklyn.

La anciana emitió una risa sarcástica.

—¿Para qué quieres ir allá? No te servirá de nada.

Yosop quería salir de allí sin responderle, pero le contestó sin querer.

—A mi casa.

—No es tu casa. Tu casa está en el cielo. ¿Sabes de dónde vengo yo?

—¿De dónde viene?

—Entérate muy bien, vengo de la casa de la muerte —la anciana rió con sarcasmo.

Él sintió que se le caía el corazón. Ella se acercó tanto, que casi tocaba la ventana del coche con su mandíbula.

—Si compras esto, te enseño la calle de salida —le estiró algo, como un pequeño bulto de algodón.

—¿Cuánto es?

—Diez dólares.

—Es caro.

—Entonces, cinco dólares… No puedo bajar más.

Yosop sacó de su billetera cinco dólares para dárselos. Ella le puso el bulto de algodón en la mano.

—Si te llevas esto, tendrás buena suerte. Cuando llegues a la calle ancha, pasa tres manzanas; después gira a la derecha, aparecerá la calle por la que pasas todos los días.

Yosop quería salir de allí cuanto antes y giró bruscamente el coche. La vieja agitó las manos contra la luz de los faros delanteros del vehículo. La esposa, que se había despertado por el movimiento brusco, echó una mirada alrededor y preguntó:

—¿Qué pasó?

—Me equivoqué de calle.

—¿Te encontraste a alguien?

—Parece una persona sin hogar y le pregunté por el camino.

Miró el pequeño bulto que la vieja le había dado. Era una bolsita de cuero de algún animal, artesanía indígena que se vendía en lugares turísticos.

La familia del pastor Liu Yohan decidió conservar sus restos en una urna según su testamento. Sus dos hijos, Samyol y Philip, vivían en distintas ciudades, y parecían aliviados por esa decisión. Celebraron el rito funerario antes de introducir el ataúd en la antesala del crematorio, y luego esperaron escuchando el ruido de las llamas. Poco después los familiares, que estaban en el patio trasero del crematorio, empezaron a recoger las cenizas amontonadas en una tabla ancha. Yosop, Samyol, Philip y el joven preceptor, que llevaban urnas, tomaban los huesecillos con palillos metálicos. Las cenizas aún no estaban frías. Parecían blancas y limpias. La cantidad no era mucha. Apenas dos puños sumaba lo recogido por los cuatro. Yosop, antes de que pusieran los restos en la urna, sacó un huesecito y, sin darse cuenta, lo metió en el bolsillo del traje.

1 Canción cantada por el pueblo coreano para sobreponerse a la tristeza de la colonización japonesa (1910-1945). [N. del T.]

2 Ansong es un pueblo al sureste de la península coreana. Generalmente se menciona el lugar de origen en vez del apellido. [N. del T.]

3 Ilang e Ichiro son dos nombres para el mismo personaje. Ilang es en coreano; Ichiro, en japonés. [N. del T.]

4 Blusa corta del vestido típico de Corea. [N. del T.]

5 Col fermentada con chile, ajo, sal y otros ingredientes.

6 Licor de arroz.

7 La ropa que va debajo del chaleco. Encima de éste se coloca la magocha, que no tiene cuello. Sobre todos éstos va el abrigo turumagui. Con dos lazos cortos y delgados se atan las puntas de los pantalones. [N. del T.]

Sumisión al espíritu

Hoy es mañana para el que falleció ayer

Yosop se asustó con el ruido del despertador e intentó apagarlo, pero antes de presionar el botón, su mano empujó y tiró algo de la mesa de noche. Tumbado bocabajo, con la cabeza metida bajo la almohada controló el ruido. Un ruido taladrante penetró picoteándole la cabeza, parecía que alguien metía un clavo en la pared. Alguien se mudó, se dijo, se tapó las orejas con la almohada doblada y se quedó bocabajo. Pero la mente empezó a reprocharle: no debía estar más en esa cama mojada de sudor.

Sentado en el borde miró la ropa tirada en desorden en el asiento, comprobó que el tiempo había pasado cuando corrió la cortina y encendió la luz en la mesa de noche. La ventana, casi pegada a la pared del otro edificio, siempre estaba muy oscura. Pero si pegaba la cara a la ventana, podía ver arriba la línea de la luz solar que llegaba a la parte superior del edificio. Descubrió algo sobre la alfombra del piso.

Parecía un pequeño libro de color negro. Lo cogió para mirarlo. Era una agenda pequeña del tamaño de una mano. ¡Ah!, claro. Ayer mi hermano mayor Yohan se despidió de este mundo. A Samyol le entregó la libreta de ahorros en el crematorio, pero se había traído la agenda.

La hojeó con atención. En las primeras páginas estaban escritos desordenadamente unos números de teléfono: su propio teléfono, el de la iglesia, Samyol, Philip, un restaurante chino, taller, tintorería, seguridad social, clínica, nombres de ancianos desconocidos, más números, días y, a veces, notas. Todavía quedaban muchos días del año en la agenda, pero había notas escritas hacía unos días en la mitad. Una de ellas estaba escrita con letras sueltas: “Mañana hablar por teléfono con Park Myongson”.

Yosop se levantó en ropa interior, abrió el refrigerador y sacó una botella de agua que bebió. Se sentó a la mesa y meditó un rato. Tal vez su mujer se había ido a trabajar al hospital, no había señal humana, excepto el ruido del motor del refrigerador que se acababa de encender. ¿Quién era Park Myongson? No la recordaba, pero ella surgiría lentamente. Por su mente pasaban unas señoritas vestidas de chogori blanco y falda negra de mediana longitud, todas se parecían. Quizá por ello no recordaba sus nombres. Localizó el número en la lista que tenía el nombre de Park Myongson. Según el prefijo, ese lugar debía de ser Los Ángeles. Yosop tenía que tomar un avión rumbo a esa ciudad. Los visitantes del pueblo natal en Corea del Norte debían reunirse allí, luego irían a Pekín. En una mano tenía abierta la agenda y con un dedo de la otra marcó los números. Timbró. Después de 10 o 15 señales, cuando iba a colgar el auricular, se oyó una voz débil:

—Diga…

—Oiga…

—¿Quién es?

—¿Me podría comunicar con la señorita Park Myongson?

—Soy yo. ¿Qué desea?

—Yo… soy el hermano menor del pastor Liu Yohan.

La mujer guardó silencio un rato. Yosop sentía el aliento de ella, pero para comprobarlo carraspeó. De nuevo oyó la respuesta:

—Dijo que él mismo vendría… Parece que ha cambiado de idea.

—¿Cómo? ¿Mi hermano había quedado en visitarla?, pero ¿cuándo?

—A finales de la semana entrante.

Yosop tosió de nuevo y dijo despreocupadamente:

—Mi hermano mayor falleció ayer.

Se oyó un suspiro, semejante a una risa, y de inmediato ella colgó el aparato.

Siempre hacía su maleta así: los artículos necesarios los ponía en la cama o en el piso, los metía doblados en la maleta, luego los sacaba y los volvía a meter. Reducía la ropa y disminuía los artículos de tocador que iban a parar al basurero. Después de cerrar la maleta y antes de cambiarse de ropa, sacaba de los bolsillos de la chaqueta y de los pantalones la billetera, el pasaporte, boleto del vuelo, agenda, etc. Había varias monedas y la llave del vehículo. Yosop dejaba sobre la cama toda la miscelánea y se cambiaba de traje. Comprobando con atención uno tras otro, metió la billetera en el bolsillo derecho interior de la chaqueta, pasaporte y boleto de vuelo en el izquierdo; la llave del coche sobre el tocador con el fin de dársela a su mujer. Iba a tomar las monedas, pero agarró una cosa deforme, como un sello, y mirándola dos o tres veces, la identificó. Miró a su alrededor y la empuñó firmemente. ¿Qué haría con eso? Sobre la cama se veía un pequeño bulto; abrió la pequeña bolsa de cuero que parecía suave y dura y metió allí el pedazo de hueso. La bolsa tenía una cuerda estrecha y larga, tiró de ella y la boca se encogió.

En el avión se sentía persiguiendo al tiempo. Al subir, como se dirigía hacia el oeste, pensó que dejaba el sol atrás, pero sin darse cuenta el tiempo se adelantó. Delante de él apareció la pantalla que proyectaba una película. No había pedido auricular, no oía nada, sólo veía las escenas que se movían ante sus ojos. Tomó unas tres copas de vino. Una señora china de 50 años, sentada a su lado, buscaba algo debajo del asiento haciendo ruido hasta que, por fin, sacó algo. Por la boca abierta de la bolsa de plástico se veía una cosa roja; parecía un dedo el pedazo que le mostró, invitándole. Ella murmuró: chicken, chicken; sería pollo cocido teñido de rojo. Yosop sacudía la cabeza obstinadamente como si lo abrumase. Oh, no. No, thank you. Estas sílabas quedaban vivas en sus oídos. Esa voz no le pareció suya.

Yosop, sentado en el asiento del pasillo, veía de frente la cortina colgada alrededor de la entrada al baño. Alguien se movía detrás de la cortina. La parte superior vibraba, pero en la parte inferior se veía una persona. Se veían los pantalones y los zapatos de un hombre. Se descorrió la cortina y el hombre lo miró. Su hermano mayor Yohan se dirigía hacia él, tambaleándose por el movimiento del avión. Yosop cerró los ojos. Nadie pasó por su lado. Cuando abrió los ojos, vio que el pasillo estaba vacío y la pantalla seguía deslumbrante todavía. Se levantó sosteniéndose del respaldo del asiento; anduvo hacia adelante por el pasillo, bamboleándose un poco. Supuso dónde estaría sentado su hermano mayor.

Yosop miraba a su alrededor, avanzó viendo cabezas y después regresó viendo caras. Le pareció que no estaba en ese pasillo. Entró en las tinieblas descorriendo la cortina. Brillaba la luz verde, señal de que el baño estaba desocupado. Empujó la puerta y entró. Quedó atónito al oír el ruido del avión. Un hombre de semblante cansado y de mediana edad flotaba en el espejo. Se lavó las manos y la cara. Se enjugó fuertemente la cara con la toallita de papel y la tiró. Cuando iba a volverse hacia la puerta, sintió la presencia de otro hombre. Giró la cabeza y miró el espejo por el rabillo del ojo, su hermano mayor estaba reflejado allí. Salió empujando la puerta bruscamente, como si alguien lo persiguiera. Descorrió la cortina y salió al pasillo. Entonces vio a Yohan sentado en su asiento. El pastor Liu Yosop se quedó parado un momento, enfocó su mirada exactamente hacia su hermano y se dirigió hacia donde se encontraba sentado. Cuando se acercó, advirtió que el asiento estaba vacío. Pero al girar para sentarse, vio la cara de su hermano sentado en su asiento. Se sentó encima de él. Yosop aplastaba con la espalda la imagen de su hermano sentado y se arrellanó profundamente en el respaldar. “¡Yosop!, ¡Yosop!”, se levantó muy asustado y volvió a sentarse. Murmuró para sí: “No hagas cosas inútiles. Ya se hizo todo lo necesario. ¿Por qué aparecer tantas veces?” “Porque quiero ir contigo al pueblo natal.” Pareció que el avión se caía de repente, se sacudía. Yosop se puso de inmediato el cinturón y se sentó bien. Bebía demasiado vino. Le parecía que su hermano había entrado en él; se le nubló la mente y sólo lo oía mascullar.

 

Volvíamos a un Chansemgol de otro tiempo. Allí se veía bien el árbol de almez. No podía abrazarlo con mis brazos. Existía desde mucho antes de que naciéramos; tendría más de 100 años.

El árbol seguía de pie aun después de la guerra, y ahora estaría en el mismo lugar. Las raíces que serpenteaban sobre la tierra parecían los dedos de la mano y de los pies del gigante; tenía admirables cicatrices, nudos por aquí y por allá en aquella corteza parecida a las arrugas de un anciano. Las ramas que brotaban del tronco, esparcidas por todos lados, parecían una cabellera levantada hacia el cielo. Las cintas amarillas, verdes, rojas, blancas, negras, etc., que habían atado los aldeanos, flameaban con el viento. Era el atardecer, las personas vestidas de blanco daban la espalda al crepúsculo y suplicaban al árbol con elogios. Cerca del tronco había un cuenco lleno de agua clara sobre una mesa pequeña y bajita. Oyó el susurro del hermano mayor: “Mira, ésta era la gran abuela, la anciana sentada con una cinta blanca atada en la cabeza, era la bisabuela. En casa la llamaban gran abuela o abuela mayor”. Ella me llamó con señas cuando volvía del trabajo del campo.

—Oye, el último menor, menor.

—Me llamo Yosop. ¿Por qué me dice el último menor?

A esa abuela le temblaba la mano como si estuviera enferma.

—Verás, el cielo castigará a tu abuelo y a tu padre. Ellos, contagiados por el fantasma occidental, registraron los nombres de ustedes de esa manera.

—El creador existe de una sola forma en cualquier país.

—Yo sé todo desde el principio. Los occidentales de nariz recta trajeron aquí los libros y los repartieron a todo el mundo. Nuestro antecesor era el abuelo Tangun, que bajó del cielo.

—No. Decían que Jesucristo era Dios.

—El hombre desempeñará un verdadero papel humano si guarda un profundo respeto por los ancestros. Aquellos hombres mostraron más reverencia al fantasma occidental, y el país se derrumbó y se destruyó.

La gran abuela envolvió en una tela grande de algodón un cuenco de agua, una mesita pequeña, velas, incensario, etc., y se puso de pie delante de un tótem guardián de madera,1 sostenido por piezas de piedra, que estaba en el borde de la calle donde había varios bultos de piedras.

—Querido menor mío, saluda a este guardián y pídele lo que te digo.

—Pero, ¿quién es éste?

—No es otro que el guardián del monte Ami. Protege de la viruela que suele atacar a los niños. Por lo tanto, si le rezas con profunda reverencia, tendrás una larga vida y no te enfermarás de viruela.

—Si lo sabe mi padre, me regañará.

—Si le dices que tu abuela mayor te hizo saludarle, ni tu padre, ni siquiera tu abuelo, podrán decirme ni una palabra. No te preocupes de nada. Qué, ¿no lo saludas?

Me invadió un extraño y terrible pensamiento. La bisabuela me obligaba a hacerlo para protegerme de la viruela que te deja marcas en la cara. Los ojos del guardián estaban tan resaltados que parecían anteojos, la nariz era muy baja, la boca marcaba una línea larga horizontal y los colmillos sobresalían del labio superior.

—Gran abuela. Usted me ha dicho que este guardián siempre está a favor de los niños; entonces, ¿por qué tiene una cara tan terrible?

—Ese tipo de semblante asusta a la viruela invasora del sur. Apresúrate a hacer tu reverencia. Ya, saluda ahora mismo.

Vencido y encogido de miedo, saludé al fin, como se saludaba al maestro japonés que llevaba una espada2 a la cintura en la época de la escuela primaria. Tenía tanto miedo que, en cuanto saludé, corrí hacia mi aldea. Me pareció insólita la figura del guardián, a pesar de que me era familiar. Temía el castigo del cielo. Ese episodio permanecía en mi recuerdo. De nuevo se oyó la voz de mi hermano mayor:

—Como sabes, el día que me ordené diácono, los jóvenes de la aldea y yo derribamos a ese guardián y lo tiramos sobre la hierba junto a la orilla del arroyo. Ese objeto que odiaron también los jesuitas quedó abandonado entre la hierba y pasaron unos dos años. Entonces, ¿no habrá sido arrastrado por la inundación?

Yo, de nuevo, me respondo a mí mismo.

—No creo haberme comportado bien. Lo saludé obligado por la gran abuela y por el terror a la viruela. Creí que aunque sobreviviera a la viruela tendría la cara marcada.

La bisabuela y yo, a diferencia de los demás que estaban ocupados en casa, no teníamos nada que hacer. Por eso tenía mucho tiempo para estar con ella en su dormitorio, que estaba al otro lado del pabellón principal. Yo tenía dos hermanas mayores y un hermano casi 10 años mayor, Yohan. No tenía amigos que jugaran conmigo. Cada vez que visitaba a la gran abuela, me daba golosinas que tenía escondidas: los parientes se las obsequiaban como señal de reverencia. En verano me daba melones, sandías; en otoño, castaños y azufaifas; y en invierno, pasta de harina de trigo con miel y aceite, o por lo menos papas asadas. Ella me contaba muchos relatos antiguos.

A unos 20 kilómetros al oeste de nuestra aldea se ve el monte Guwol, en cuya cima, llamada Sahuangbong, se encuentra un precipicio de rocas de forma rectangular. Decían que en tiempos muy antiguos el abuelo Tangun bajaba del cielo y pasaba allí el tiempo. Cuando era el momento de regresar al cielo, escondía su espada y su armadura en el interior de la cueva. Por esta historia, la piedra se llama “roca de los guantes”. También se decía que los japoneses habían horadado la roca para robar la espada y la armadura, pero no habían conseguido nada, pese a haber gastado mucho dinero. Durante la dinastía Chosun creíamos que el hijo del cielo era el abuelo Tangun. Cuando yo era joven, estuve en Guwol. Allí, en la cima del monte, había un templo budista, Peyop, delante del cual había un altar. Decían que desde esa roca plana Tangun había buscado un lugar adecuado donde fundar su reino. Allí están escritas las letras que significan “altar de Tangun”. Desde la cima de Siru, delante del templo Peyop, caminó hacia la zona de Songdangri y sus huellas están marcadas en las rocas.

Esta abuela vivía en Namuri de Cheryong.

Tu bisabuelo y yo pertenecíamos al estrato social medio. Los miembros de ambas familias supervisaban a los arrendatarios de las propiedades del palacio real en todo el territorio de la provincia de Hwanghae. Los abuelos eran trabajadores y poseían cierta extensión de tierras. En aquel entonces había pocos propietarios, pero cuando los japoneses colonizaron durante la dinastía Yi, todo el territorio fue arrebatado por la Sociedad Estatal de Oriente, de Japón, y por las cooperativas japonesas para la promoción de industrias. En esta situación, tu abuelo labraba nuestra tierra, mientras tu padre era el escribano del administrador de una huerta que pertenecía a aquella Sociedad de Oriente.

Por un error, tu abuelo se convirtió en creyente de Jesucristo, el fantasma occidental. Se hizo amigo de su compañero. Decían que un misionero occidental había llegado por primera vez al puerto de Sole del pueblo Changyon, reino de Choson. A partir de entonces se convirtieron en cristianos no sólo los ricos, sino también los pobres de Changyon. El compañero de tu abuelo llegó a ser maestro de una escuela primaria. Era cristiano desde la generación de sus padres. Al pueblo de Sinchon llegó un evangelizador y los jóvenes se reunían todos los días para hablar del evangelio. ¿Cómo podía convencer una madre a su hijo ya adolescente? Aguantar aquella época fue muy difícil, porque se rompió la jarra de un guardián espiritual de la casa.

Una mujer de la aldea me dijo que había ocurrido algo muy grave en su casa. Cuando le pregunté qué había pasado, me dijo que su hijo estaba haciendo una imposición de manos, lo que significaba someterse al espíritu. Me fui corriendo allá. Le preguntaron algunas cosas y después le mojaron el cabello. Decían que el espíritu occidental ya había entrado en él. En ese momento recordé que mi marido lloraba a gritos en casa por el moño que le habían cortado los japoneses en el mercado de la aldea. Yo también me indigné tanto, que lloré dando golpes al suelo. Desde entonces tu abuelo se hizo misionero cristiano de alto rango. ¿Quién se atrevería a interrumpir la conversión de su hijo al cristianismo? Yo tampoco pude hacer nada. Tu padre, por supuesto, cristiano, y mi nuera también hija de un cristiano por completo… Por eso, tengan presente lo que os he dicho.