Mi nombre es Lucía Joyce

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II

4

Lucía se da cuenta de que las crisis la desconectan de la realidad. Queda adormecida, sin sentir ni recordar. De la misma manera que en el país de los Lotófagos comer el loto provoca el olvido. Ahora está bien para seguir escribiendo y que su existencia no pase inadvertida.

Se dirige al prado frente a la capilla, se sienta a escribir recargada en el tronco del roble de inmensas ramas. De vez en cuando saca algún caramelo del bolsillo del suéter gris. Le hubiera gustado traer una manta y estirar más cómodamente los pies, pero la olvidó.

Londres

Viernes, un día de noviembre

Doctor McArthur, ayer fue día de peluquero. Nos llevaron como borregos al salón de usos múltiples y fuimos pasando uno a uno. Muchos de los internos no querían y se armó un gran alboroto. ¿Sabe? Desde chica he odiado que me corten el cabello, siento que me despojan, que me desnudan. Incluso si alguien juega con él, me altero.

Cuando era niña lo usaba largo. Mamá un día me llevó con su peluquero y le dijo. “Córtaselo hasta la nuca, me tardo mucho en peinarla”. Sufrí tanto. Tardé semanas en acostumbrarme.

Odié a mi madre, y recuerdo cómo Giorgio se burló de mí y me dijo que me veía horrible.

En Pornichet nos cayeron piojos, lo cortaron todo y nos hicieron lavarnos con un jabón que olía horrible. Por eso de los piojos me quedó la costumbre de rascarme constantemente la cabeza.

Hace días, doctor, tuve un apetito voraz. Cuando tengo esa ansiedad voy a la tienda del hospital y compro caramelos diminutos que muerdo a cada rato. Como si ensalivara el pasado, como si masticara los recuerdos. Escuchar su sonido me tranquiliza. Si alguien me oyera...

Un puente. Un precipicio. ¿Y si saltará?

Mis alas abiertas me columpiarían en el viento. Volar. Y pensar que nuestra vida giró en torno a papá. Papá, siempre papá, al final, fue él el único que realmente me quiso.

Los únicos con los que hablo de mí son con usted y Meredith. Aunque muchas veces estoy sumergida en la nada, como si estuviera muerta. ¿Por qué? ¿Por qué esa necesidad constante de perderme? En el hospital psiquiátrico de Pornichet dejaba de hablar o encontraba una manera de hacerme daño.

Cualquier cosa podía servir para rasguñarme, para sangrar. Ningún dolor. Qué extraño, no sentir.

¿Por qué mamá? ¿Acaso no me acariciaste? ¿Me abrazaste?

Lucía lo sabe, solo se tiene a ella misma. A nadie más. Y de nuevo su grito interno la interrumpe: “¿Sam, dónde estás? ¿Regresaste a Dublín con la otra? ¿Te habrás casado? Fue mamá quien nos separó. Sí, fue ella. ¿Acaso quería algo contigo? No lo dudo. Se lo reprocharé una y mil veces. Logró quitarme lo que más quería. A ti. Bailar”.

Babbo escribiendo, Babbo leyendo, y cuando veía a mamá de buen humor, la invitaba a irse de juerga, sin importarles derrochar el dinero de la semana.

Mamá nos daba de cenar temprano y, a regañadientes, nos metía a la cama y decía que nos portáramos bien, que pronto regresarían.

Se ponía su sombrero de flores rosas, los botines puntiagudos, tomaba su bolso de piel y salían cerrando la puerta con llave. Apenas los oíamos bajar por la escalera, Giorgio y yo saltábamos de la cama y, por la ventana, los veíamos alejarse, de la mano, muy contentos.

Nos quedábamos furiosos. Les gritábamos que nos abandonaban como a los cerdos en una pocilga. Ni siquiera ‘nos miraban, ni escuchaban el reclamo. Los vecinos no salían de su asombro al saber que dos pequeños se quedaban solos hasta el alba, ni comprendían la irresponsabilidad de esos padres irlandeses. Empezábamos la noche jugando a la mamá y al papá, siempre acabábamos en pleitos, lloriqueos y muy cansados. Giorgio, por supuesto, ganaba las batallas. Al cabo del tiempo, Giorgio también me dejó sola, igual que mamá.

Estoy sola. Espero, doctor, que usted no me abandone. Aquí en el hospital hay mucha gente, pero a pesar del alboroto, reina la soledad.

¿Sabe? Desde niña siempre me gustó el cine. Hubo una época en la que en casa no se hablaba más que del lanzamiento de la nueva aventura de papá. Abrir la primera sala cinematográfica, en Dublín.

Semanas antes estaba animado porque al fin firmaría contrato con la editorial Maunsel & Company para la publicación de los Dublineses. Y según tía Eileen la economía del hogar mejoraría muy pronto y no se le pediría más dinero a tío Stanislaus.

Lucía escucha que alguien la llama, voltea, pero no hay nadie. ¿Por qué tiene esa sensación?, se pregunta. La oye otra vez, no reconoce la voz. No sabe si es de mujer o de hombre. No, es la de una niña. ¿Pero quién es? El murmullo de la voz se aleja. Tiene una visión... Es ella. Se está despidiendo de su padre. Él le dice que pronto volverá. La abraza. Giorgio viaja con él. Visitarán al abuelo John y él le prometió traerle un regalo de Dublín.

Noviembre

Tarde-Noche

Hoy, doctor, muy temprano, tuve deseos de salir a caminar, en silencio, acompañada de mis pensamientos. Pensar en mi infancia me hizo recordar los momentos que me hicieron feliz. Los hubo, no lo puedo negar, como cuando Babbo se fue a Dublín y mamá, para romper un poco la rutina, me llevó a Barcola para bañarnos en el mar.

Tomamos el tranvía abierto y observamos el paisaje. Trieste mira al mar y se alza sobre un pequeño monte. A lo lejos, en lo alto, la Catedral de San Giusto.

Cuando Babbo me llevó a pasear por la torre del campanario quise tocar las campanas y escuchar su eco por toda la montaña. Contiguo a la costa, el Castillo de Miramar, donde vivieron Carlota y Maximiliano antes de su partida hacia América. La fortaleza está rodeada de bosques y la vista desde los jardines da al océano.

Papá me platicó que la emperatriz Carlota perdió la razón tras el fusilamiento, en México, del archiduque.

Es gracioso saber que hasta los príncipes pueden perder la cabeza y llegar a la locura como a mí me sucedió.

Jamás olvidaré la alegría de mi madre al bajar del acantilado para llegar a la playa. Ella nadaba con la cara al sol y yo me sentaba en la orilla a chapotear con las olas. Cuando Nora y yo estábamos solas era muy cariñosa; a su lado me sentía feliz. Platicábamos como las mejores amigas y hasta me contó cómo se conocieron ella y papá el 10 de junio de 1904. Dijo que en la primera cita hubo una confusión y no se vieron. Se volvieron a citar para el 16 de junio y, desde entonces, nunca más se separaron.

Para conocerse, hacían largas caminatas por las calles de Dublín e iban al teatro. Según mamá, Babbo siempre tuvo presente esa fecha como de buena suerte, porque papá era muy supersticioso. Quién iba pensar que entre ella y yo todo cambiaría, que todos me olvidarían. Solo me queda estar aquí, roída por insectos engendrados por mi culpa. Tengo miedo del viento, de los árboles salvajes dejados a la deriva como mi vida. ¿Por qué, doctor, no me ayuda?

Usted realmente cree que escribir estas memorias cambiará el estado de mi alma.

¿Por qué no les dice a los árboles que soy inocente? Dígales que se tranquilicen. Y al mar que no ruja. Y a Giorgio que no me deje. Sam. Papá. ¿Por qué acepté abandonar la danza? ¿Por qué?

La imagen de la playa en Barcola, vuelve a su mente. Piensa en su niñez. La inocencia. Cierra los ojos, casi podría sentir el calor de los rayos del sol en su piel.

Babbo también me llevó a Venecia, que está a tan solo una hora de Trieste, para que conociera la Plaza de San Marcos. La vi tan inmensa que temí perderme. Giré y giré de un lado a otro para mirar el Palacio Ducale y la gran Basílica. Me pregunté cientos de veces cómo subieron esos inmensos caballos de bronce para instalarlos en la terraza de la fachada. Papá me platicó como si fuera un cuento, mientras tomaba un gelato, las grandes batallas del Duque Enrico Dándolo durante la Cuarta Cruzada. Afirmaba con un movimiento de cabeza, pero no entendía eso de las Cruzadas.

De lo que me acuerdo muy bien es que los caballos, antes de traerlos a Venecia, fueron parte del Hipódromo en Constantinopla. Adoro a los potros, aunque nunca aprendí a montar. Me gustaría saltar obstáculos o, como Lady Godiva, recorrer la ciudad cabalgando, desnuda, con mis cabellos al viento.

Lucía, como cada día, se aburre de estar en el salón de usos múltiples. Ronny está alterado, no obedece. Abby, muda, solo teje, ni siquiera alza la mirada para verla. Meredith no está por ningún lado, parece que le duele un diente y la llevaron con el dentista.

Prefiere salir de ahí a pesar de que los enfermeros se oponen. Los convence. Escucha música en uno de los salones. Se detiene detrás de la puerta. No está segura de cuál concierto para piano es ni del compositor. Chopin. Tal vez Chopin. Se le hace extraño que alguien dentro del psiquiátrico escuche esa música. Casi nadie lo hace. Se dirige pensativa a su habitación. Tiene frío, calienta sus manos cerca del calefactor.

Viernes, noviembre

Antes de la hora del té

En tanto mamá lavaba y planchaba ropa ajena y esperábamos el regreso de Babbo de Dublín para echar a andar el cine Volta, tía Eileen me llevaba caminando a la scuola elementari en la Vía Parini, a unas cuantas cuadras de donde vivíamos. Cuando me recogía, nos regresábamos a casa por el camino largo para que viera los barcos anclados en el muelle.

 

Según las cartas que enviaba a mamá, Babbo rentó un local en Mary Street, lo llenó de butacas y eligió La Pourponièrre como película de estreno, acompañada por una orquesta de cuerdas. Me hubiera encantado estar ahí aquel día, pero decía mamá que yo era muy pequeña aún para ir al cine.

El Volta no tuvo éxito y Babbo volvió a Trieste muy deprimido por el fracaso empresarial y por la cancelación de la publicación de Los Dublineses. Al final, la casa editorial se rehusó definitivamente a sacar a la luz el libro por temor a represalias de tipo político, destruyó los pliegos ya impresos y lo amenazó con demandarlo si no le pagaba una cantidad importante por la pérdida de dicha edición que papá, por supuesto, no tenía.

La tía me contó que antes de que yo naciera, otro editor inglés también rechazó Los Dublineses por temor a las demandas. Aparecían nombres reales de los establecimientos en Dublín, malas palabras, críticas a la sociedad y temas políticos. ¿Sabe doctor?, muchas veces escuché los gritos de mi padre diciéndole a mamá su necesidad de mantener los más mínimos detalles en su obra. ¡Nada cambiaré! ¡Nada!.

Sus penas y su indignación las dejó plasmadas en el poema El gas del quemador. De pronto un buen día, sentado al piano, al poema lo convirtió en canción.

“Damas y caballeros, estáis aquí reunidos para escuchar por qué cielo y tierra temblaron con motivo de las negras y siniestras artes...”

Babbo, después de este incidente, nunca más volvió a pisar su patria. Pobre papá, hundido de nuevo en la miseria y a seguir viviendo a expensas del tío Stanislaus.

Mi mente me llevo al hogar familiar, tengo ocho años, estoy en una piececita en el apartamento en Via Santa Catarina, repasando las letras. Aprendía rápido, quería leer cuentos, letreros y saber qué tanto escribía papá. Babbo tiene ante él distintos libros, va de uno a otro. Mamá está planchando. Giorgio juega con unos carritos que desliza por el piso y los sube por las patas de la silla. Nora interrumpe a Babbo para decirle algo sobre el dinero. ¿Preocuparse por dinero? Dinero. ¿Por eso no me compraban regalos de cumpleaños? Tío Stani, sí. Quería tener un triciclo para pasear por el muelle e imaginar ir flotando sobre el agua entre los veleros. Trieste.

No sabré, doctor, si a usted le agrade o no la lectura del diario porque huiré.

Sam, desearía sentarme a la orilla de la playa. Te vería llegar y correría a abrazarte. Contemplaríamos el mar, uno al lado del otro. Haría que tu mano recorriera mi espalda hasta la cadera y acariciara mi cuerpo desnudo. Dejaría sí, que me besaras, que me amaras.

Es de madrugada, el cielo se estremece. Los relámpagos se asoman por el tragaluz. El ruido es ensordecedor. Lucía se despierta, tiene acelerado el corazón. En noches como ésta la asaltan los temores, se agitan las angustias como barco a la deriva en medio de las olas turbulentas del mar. Invariablemente, recuerda a su padre. Él enmudecía apenas veía aparecer nubes negras en el cielo, el estrépito de los truenos lo hacía sudar y no soportaba el golpeteo de la lluvia contra los cristales. La aprensión crecía cuando el viento se filtraba entre las rendijas de las puertas. Imposibilitado para hacer cualquier cosa y abrazado de ese miedo extraño, se metía debajo de la mesa, escuchando la ira de Dios, según decían los jesuitas en la primaria.

El bullicio se acrecienta en el St. Andrew’s, varios pacientes con brontofobia, igual que el padre de Lucía, buscan protegerse como niños asustados. Las enfermeras se alertan, encienden las luces de los pasillos y hacen rondas en los cuartos. A otros lunáticos el nerviosismo los hace llorar y, espantados, se refugian juntos por el temor a que el mundo llegue a su fin o la bestia maldita entre para atraparlos.

Lucía tampoco puede dormir, prende la lámpara sobre la mesilla, trata de leer, imposible; apaga la luz, da vueltas en la cama, un relámpago y los ecos de la tormenta le indican que el aguacero caerá pronto. Se levanta, está sudando, comprende que los desórdenes climáticos perturban las emociones de los hombres. Recuerda las tormentas descritas en las obras de Shakespeare y a Próspero ordenando la tempestad al espíritu de Ariel. Lo que más inquieta a Lucía esta noche de tormenta es imaginar a su padre muerto, aterrorizado, bajo la tierra húmeda del cementerio. El cansancio la vence, se queda dormida. Por fin la lluvia se desata, se oye un fluir continuo golpeando con fuerza contra el ventanal. Poco a poco la noche se tranquiliza y vuelve a la normalidad. Los pacientes duermen. El psiquiátrico queda en silencio.

A la mañana siguiente, el sol invade la habitación de Lucía como si la tormenta no hubiera ocurrido. Ella piensa que los brotes psicóticos de los internos son parecidos a las tempestades: irrumpen en la oscuridad y se adentran en las sombras por tiempo indefinido. Cuando sales de ellas, nada recuerdas.

Miss Lawry, después de las campanadas matutinas, entra a darle a Lucía los medicamentos. Le recuerda que después del desayuno irán a misa. Lucía se queda un rato más bajo las sábanas, pensativa, sintiendo dolor en las articulaciones por la tensión de la noche anterior. No tardes, dijo Miss Lawry, te espero en el comedor.

Cada domingo, después de la misa en la capilla, se entrega la correspondencia en la sala comunitaria. Los internos esperan ansiosos escuchar que la enfermera diga su nombre. Lucía ya casi no recibe cartas. Cuando su padre vivía le escribía al hospital psiquiátrico en Pornichet tres o cuatro veces por semana, pero eso fue hace muchos años. Algunas veces llegan noticias de tía Eileen, Miss Harriet Weaver o las primas de Galway. Su madre, en vida nunca lo hizo y, de Giorgio, ni una línea. A pesar de saberlo, Meredith y Lucía, desde una esquina, aguardan que alguien recuerde que están ahí, recluidas tras esos portones inmensos que las separan del mundo real. Y no, ninguna, tampoco en esta ocasión.

Recordó a Leopold Bloom recogiendo una carta de Marta Clifford en una parte del Ulises, dirigida a él con su pseudónimo, Henry Flower. Si ella escribiera una carta de amor, se dice, usaría, tal vez, el sobrenombre de Sunflower y le pediría a su amante que le contestara aunque fuera solo una vez.

—¿Y Giorgio, tu hermano? —pregunta Meredith.

—El canto era su pasión, pero no destacó a pesar de tener buena voz como papá. Él tenía celos de Sam. Eso es. Celos. Como si fuera yo de su propiedad. Increíble, no enviarme ni una línea después de tantos años.

—Me voy, me voy, —exclamó Meredith— y dejó a Lucía hablando sola.

Lucía entonces prefirió sentarse en la banca frente a los arbustos y seguir escribiendo.

Sábado 1, diciembre

De mañana

Hace una mañana fresca, las nubes permanecen ancladas a mitad del cielo claro, no hay viento que las desplace. Estoy, doctor, sentada en la banca frente a los manzanos. Antes de empezar tuve deseos de fumar. Lo hice mirando a los empleados del hospital haciendo los arreglos para el refrigerio al aire libre. A veces parece más un internado de la alta burguesía en lugar de un hospital para locos. Disponen mesas, sillas, un buffet. Mientras fumaba recordé cuando, en casa, ensayaba con la música de Stravinski en mi mente en tanto papá escribía. Beckett llegaba de pronto y mi corazón palpitaba. Ahora, en este momento, los latidos me llevan y me traen. ¿Será cuando el cuerpo y alma se encuentran? Imposible pensar, imposible todo. Imposible también la lenta agonía y el miedo a que la garganta se cierre.

Una abeja revolotea sobre la cabeza de Lucía. La aparta mientras la mira alejarse. No les teme desde que su padre le explicó la importancia que tienen para la supervivencia humana.

De niña, disfruté mucho mirar las embarcaciones junto a tía Eve, y cuando me platicaba cómo era la vida en Dublín y sobre la abuela May Murray, la madre de Babbo, a la que nunca conocí. Me contó que ella fue una ferviente católica y cantaba en el coro de la iglesia. Fue ahí donde mi abuelo John la trató y empezó a cortejarla. Dice que la llevaba de paseo por las calles bajo la luz amarilla de los faroles y a lo largo de la playa. Los veo a los dos muy enamorados, paseando a orillas del mar de Irlanda. Creo que grandpa John era catorce años más grande que grandma May. ¡Qué jovencita, pensaba yo! Tal parece que mi padre era el consentido y le decían de cariño Sunny Jim; cantaba en las celebraciones musicales de los domingos y acompañaba a los abuelos a los recitales que se ofrecían en el Club Bray Regatta. Me figuro a grandma May al piano ensayando con Babbo, en pantalones cortos y lentes gruesos, muy arreglado, cantando canciones populares irlandesas.

Lo que ella más deseaba era que mi padre, su hijo mayor, fuera sacerdote, por eso Babbo estudió con los jesuitas. No concibo esa idea, ya que ni a mí ni a Giorgio nos llevó jamás a una ceremonia religiosa, ni fuimos bautizados, solo visitábamos las iglesias para ver su arquitectura y admirar las pinturas que adornaban las capillas. Cómo olvidar la inmensidad y el impacto del retablo de Tiziano o La Asunción de la Virgen, en la Basílica de Santa María de Frari, en Venecia. Babbo no me explicaba el tema religioso, no, él me hacía notar la composición piramidal, los tres planos unidos por el efecto de la luz. El movimiento de los personajes, de frente, de espaldas, en escorzo, los colores de las vestimentas. Me hubiera gustado volver a ver ese cuadro, ya mayor, con los conocimientos de arte que después obtuve, así como la pintura de la Madonna con el Niño, de Bellini, donde el artista hace un trampantojo (trompe-l’œil). Engaña al ojo, me explicaba papá. La cúpula parece tan real, cóncava, que me dieron unas ansias espantosas de tocar la obra y cerciorarme de que no era solo la perspectiva de la pintura.

La abuela extrañó mucho a mi padre cuando se fue a París a estudiar medicina. Me contó tía Eve que pronto lo mandaron llamar para que regresara a Dublín porque la abuela May se moría de cáncer terminal. Dicen que madre e hijo se querían bien pero discutían constantemente por cuestiones religiosas. Papá ni ante el lecho de muerte se arrodilló a rezar por el alma de su madre. Cuando fui mayor me confesó que cargó en su conciencia con el no haberlo hecho, quiso serle fiel a sus convicciones.

Lucía cierra el cuaderno, fuma otro cigarro, a lo lejos, un paciente camina tomado de la mano de dos enfermeros. Le escurre saliva. Uno de los hombres de blanco le limpia la boca. ¿Qué diría papá? —piensa —. Huiré, Babbo, pronto, muy pronto.

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