Eso no puede pasar aquí

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Aus der Reihe: A. Machado #26
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Nota

1 Galahad, referencia a la nobleza de uno de los seguidores del mítico rey Arturo y también al colegio fundado por Dudley Pelley, Galahad, y a la revista del mismo nombre donde difundía sus perversas ideas. N.T.

9

Los que nunca han estado en las entrañas del Consejo de Estado no podrán comprender que la principal cualidad de los hombres de estado, los que son de una clase verdaderamente alta, no reside en su astucia política, sino en su gran amor, generoso y desbordante, por la gente de todo tipo y condición, así como por el país entero. Ese amor y ese patriotismo han sido los únicos principios que me han guiado en la política. Mi única ambición consiste en conseguir que todos los estadounidenses comprendan, primero, que son y deben seguir siendo la raza más extraordinaria que existe en la faz de este antiguo planeta y, segundo, que no importa qué diferencias obvias existan entre nosotros, ya sean de riqueza, conocimientos, habilidades, ascendencia o fuerza (aunque todo esto, por supuesto, no se aplica a la gente de razas diferentes a la nuestra), pues todos somos hermanos, ligados a través del maravilloso vínculo de la Unidad Nacional, por el que todos deberíamos regocijarnos. Y pienso que por él también deberíamos estar dispuestos a sacrificar cualquier beneficio individual.

La hora cero, Berzelius Windrip.

BERZELIUS WINDRIP, de quien se habían publicado tantas fotografías a finales de verano y principios de otoño de 1936 (entrando en coches y saliendo de aviones, inaugurando puentes, comiendo pan de maíz y panceta con los sureños y sopa de almejas y salvado con los norteños, dirigiéndose a la Legión Americana, a la Liga Demócrata por la Libertad, a la Asociación de Jóvenes Hebreos, a la Liga de Jóvenes Socialistas, a los miembros de la organización de beneficencia Elks, al sindicato de Barmans y Camareros, a la Liga Anti-Saloon, promotora de la Ley Seca, y a la Sociedad para la Difusión del Evangelio en Afganistán; besando a damas centenarias y estrechando la mano a damas llamadas “Señora”, pero nunca al revés, y con ropa de montar de la londinense Savile Row, en Long Island, y con peto y camisa caqui en los Ozarks). Ese mismo Buzz Windrip era casi un enano, pero con una cabeza enorme, una cabeza de sabueso con orejas gigantes, mejillas flácidas y ojos tristes. Poseía una sonrisa luminosa y sincera que, según afirmaban los corresponsales de Washington, manejaba a su antojo, como si fuera una luz eléctrica (encender, apagar), pero que podía convertir su fealdad en un rasgo más atractivo que las sonrisas tontas de cualquier hombre guapo.

Su cabello era tan negro, tosco y lacio (y lo llevaba tan largo por la parte de atrás) que sugería una posible ascendencia india. En el Senado, prefería ropa que hiciera pensar en un competente vendedor de seguros, pero cuando había electores rurales en Washington, aparecía llevando un sombrero vaquero memorable, con una descuidada chaqueta gris, abierta, que de alguna manera uno acababa recordando erróneamente como una levita negra.

De aquella guisa, parecía una maqueta museística reducida de un “doctor” de esos espectáculos ambulantes que vendían dudosas medicinas y, de hecho, se rumoreaba que, durante unas vacaciones de la facultad de derecho, Buzz Windrip había tocado el banjo, hecho trucos con cartas, entregado botellas de medicinas y dirigido el juego de la bolita para una expedición tan poco científica como el Laboratorio Ambulante del Viejo Dr. Alagash, especializado en la cura para el cáncer de los indios choctaw, el calmante para la tisis de los chinook y el remedio oriental para las hemorroides y el reumatismo, preparado a partir de una fórmula secreta antiquísima por una princesa gitana, llamada reina Peshawara. La troupe, ayudada con fervor por Buzz, mató a un número considerable de personas que, de no haber sido por su confianza en las botellas del Dr. Alagash, llenas de agua, colorante, jugo de tabaco y whisky puro de maíz, hubieran acudido a tiempo a un médico profesional. Sin embargo, desde entonces, Windrip se había redimido ascendiendo desde el vulgar fraude de vender medicinas falsas frente a un megáfono, hasta la digna tarea de vender economía falsa en un estrado cubierto, bajo luces de vapor de mercurio y frente a un micrófono.

De estatura, era un hombre pequeño, pero cabe recordar que también lo fueron Napoleón, lord Beaverbrook, Stephen A. Douglas, Federico el Grande y el Dr. Goebbels, conocido secretamente en toda Alemania como “el Mickey Mouse del dios Wotan”1.

Un observador tan discreto como Doremus Jessup, que analizaba al senador Windrip desde un enclave filisteo tan humilde, no se podía explicar su poder para cautivar a tantos espectadores. El senador era vulgar, casi analfabeto; un mentiroso público fácilmente detectable de “ideas” que se podrían tildar de idiotas, mientras que su famosa piedad era como la de un vendedor ambulante de muebles para iglesias y su humor, aún más famoso, rezumaba el cinismo malicioso de una tienda de pueblo.

Sin duda no había nada excitante en las palabras de sus discursos, ni nada convincente en su filosofía. Sus plataformas políticas no eran más que las aspas de un molino de viento. Siete años antes de su actual credo (basado en Lee Sarason, Hitler, Gottfried Feder, Rocco y, probablemente, el espectáculo de revista Of Thee I Sing), el pequeño Buzz no había defendido, en su localidad natal, nada más revolucionario que el suministro de mejores guisos de ternera a las granjas pobres del condado, así como cantidad de chanchullos para los políticos leales de la maquinaria, ofreciéndoles puestos de trabajo para sus cuñados, sobrinos, amantes y acreedores.

Doremus nunca había escuchado a Windrip durante uno de sus orgasmos de oratoria. Sin embargo, los reporteros políticos le habían contado que, bajo su hechizo, el espectador creía que Windrip era Platón, pero al volver a casa no podían recordar nada que hubiera dicho.

Según le dijeron, había dos cosas en que destacaba este Demóstenes de la pradera. Se trataba de un actor genial. No existía nadie más sobrecogedor en los escenarios ni en la industria cinematográfica, ni siquiera en los púlpitos. Movía los brazos sin parar, golpeaba mesas, fulminaba con su mirada de loco y vomitaba ira bíblica por su enorme boca; pero también arrullaba como una madre que cuidaba a su hijo, imploraba como un amante dolido y, entre varios trucos, pinchaba a su público, fría y casi desdeñosamente, con cifras y datos (que resultaban difíciles de ignorar, incluso cuando eran totalmente incorrectos, cosa que solía ocurrir).

Sin embargo, bajo esta técnica escénica superficial se encontraba su extraordinaria capacidad natural para emocionarse de verdad por y con su público (y este, por y con él). Podía dramatizar su afirmación de que no era un nazi ni un fascista, sino un demócrata (uno de andar por casa, seguidor de Jefferson, Lincoln, Cleveland y Wilson) y, sin decorado ni vestuario, hacer que le vieras defendiendo el Capitolio de las hordas bárbaras, mientras presentaba inocentemente cualquier locura anti-libertaria y antisemita procedente de Europa como su propia invención fervientemente democrática.

Aparte de su esplendor teatral, Buzz Windrip era un hombre corriente de lo más profesional.

Y era bastante corriente. Tenía todos los prejuicios y aspiraciones de cualquier hombre corriente estadounidense. Creía en la deseabilidad, y por tanto en la santidad, de los densos pasteles de trigo sarraceno con sirope de arce adulterado, en las bandejas de goma para los cubitos de hielo en su nevera eléctrica, en la nobleza especial de los perros (todos los perros), en los oráculos de S. Parkes Cadman, en crear un ambiente de camaradería con todas las camareras de todos los comedores situados en los cruces y en Henry Ford (cuando fuera elegido presidente, se regocijaba, quizá pudiera conseguir que el Sr. Ford viniera a cenar a la Casa Blanca), así como en la superioridad de cualquier persona que tuviera un millón de dólares. Consideraba las polainas, los bastones, el caviar, los títulos, la ceremonia del té, la poesía que no se publicara a diario en los periódicos, y a todos los extranjeros, excepto, quizás, a los británicos, como elementos degenerados.

Sin embargo, era un hombre corriente, ampliado en veinte veces, por su oratoria, de tal forma que, aunque los demás hombres corrientes podían entender todos sus objetivos (pues eran exactamente los mismos que los suyos), le veían muy por encima de ellos y extendían sus manos hacia él para adorarle.

En el arte más importante originado en Estados Unidos (junto al cine sonoro y esos espirituales en que los negros expresan su deseo de ir al cielo, a San Luis o, prácticamente a cualquier lugar lejos de las románticas plantaciones de antaño), es decir, en el arte de la publicidad, Lee Sarason no era inferior a maestros tan reconocidos como Edward Bernays, el fallecido Theodore Roosevelt, Jack Dempsey o Upton Sinclair.

Sarason había estado “forjando” (como se decía en la jerga científica) al senador Windrip durante los siete años anteriores a su designación como candidato a la presidencia. Mientras los secretarios y las esposas animaban a los otros senadores (ningún dictador en potencia debe tener nunca una esposa visible y ninguno la ha tenido, excepto Napoleón) para que pasaran de los golpes en la espalda tan rurales a los gestos nobles, voluminosos y ciceronianos, Sarason había animado a Windrip a conservar toda su capacidad para comportarse como un payaso, gracias a la cual (junto con una astucia legal considerable y la resistencia para pronunciar diez discursos al día) se había granjeado el cariño de los votantes ingenuos de su estado natal.

 

Windrip bailó una danza de marineros ante un avergonzado público académico cuando recibió su primer título honoris causa; besó a la señorita Flandreau en el certamen de belleza de Dakota del Sur; entretuvo al Senado o, al menos, a las tribunas del Senado, con un detallado relato sobre cómo pescar siluros (desde cómo excavar para encontrar el cebo, hasta los efectos fundamentales de una jarra de whisky de maíz); y retó al venerable presidente del Tribunal Supremo a un duelo con tirachinas.

Aunque no era visible, Windrip tenía una esposa; Sarason no, pero tampoco era probable que se casara; y Walt Trowbridge era viudo. La mujer de Buzz se quedó en la casa familiar cultivando espinacas, criando pollos y contándoles a sus vecinos que esperaba mudarse a Washington el año que viene, mientras Windrip informaba a la prensa de que su “Frau” estaba consagrada de una manera tan edificante a sus dos hijos pequeños y al estudio de la Biblia, que resultaba imposible convencerla para que se mudara al este del país.

Pero cuando se trataba de montar una maquinaria política, Windrip no necesitaba ninguna orientación de Lee Sarason.

Donde estaba Buzz siempre había buitres. Su suite de hotel, en la capital de su estado natal, en Washington, en Nueva York o en Kansas City, era como..., bueno, Frank Sullivan sugirió una vez que se parecería a la redacción de un periódico sensacionalista, si se diera el caso imposible de que el obispo Cannon incendiara la catedral de San Patricio, raptara a las quintillizas Dionne y se fugara con Greta Garbo en un tanque robado.

En el “salón” de cualquiera de estas suites, Buzz Windrip se sentaba en mitad de la sala, con un teléfono en el suelo, a su lado, y le gritaba durante horas al aparato (“¡Hola... sí... al habla!”) o a la puerta (“¡Pase, pase!” y “¡Siéntese y descanse los pies!)”. Durante todo el día y toda la noche, hasta el amanecer, bramaba: “Dile que puede coger la factura e irse al infierno” o “Por supuesto, hombre..., encantado de apoyarle..., sin duda..., las corporaciones de servicios públicos han sufrido demasiadas injusticias” o “Dile al Gobernador que quiero que Kippy salga elegido como sheriff, que anule la acusación contra él..., ¡y que se dé prisa!”. Sentado allí de piernas cruzadas, solía llevar un elegante abrigo con cinturón de piel de camello, combinado con una espantosa gorra de cuadros.

Cuando montaba en cólera (por lo menos cada cuarto de hora), pegaba un salto, se quitaba el abrigo (mostrando una camisa blanca impoluta y un lazo negro de oficinista o una camisa de seda amarilla canario con una corbata roja), lo arrojaba al suelo y se lo volvía a poner con una pausada dignidad, mientras gritaba expresando su ira como Jeremías maldiciendo a Jerusalén o como una vaca enferma llorando a la cría que le acaban de arrebatar.

A él acudían agentes de Bolsa, dirigentes sindicales, destiladores, antivisectores, vegetarianos, picapleitos inhabilitados para el ejercicio de la abogacía, misioneros en China, miembros de grupos de presión para la industria eléctrica y petrolífera, así como defensores de la guerra y de la guerra contra la guerra. “¡Jo! ¡Cualquier persona del país que quiere algo viene a verme!”, le gruñía a Sarason. Prometía promover sus causas o conseguirle un puesto en West Point al sobrino que acababa de perder su trabajo en la fábrica de productos lácteos. Prometía a sus colegas políticos que apoyaría sus proyectos de ley si ellos apoyaban los suyos. Concedía entrevistas sobre la agricultura de subsistencia, los trajes de baño sin espalda y la estrategia secreta del ejército etíope. Sonreía y daba palmaditas a sus interlocutores en la espalda y las rodillas. Tras haber hablado con él, casi todos sus visitantes acababan considerándole una figura paternal y le apoyaban para siempre... Los pocos que no lo hacían, en su mayoría periodistas, acababan detestando su persona incluso más que antes de conocerle, pero, aun así, mantenían su nombre vivo en cada columna, gracias a la insólita vehemencia y el colorido de sus ataques hacia él... Cuando llevaba un año de senador, su maquinaria era tan completa, funcionaba tan bien y estaba tan escondida de los pasajeros comunes como las máquinas de un transatlántico.

En las camas de cualquiera de sus suites reposaban, al mismo tiempo, tres chisteras, dos sombreros de oficinista, un objeto verde con una pluma, un bombín marrón, una gorra de taxista y nueve gorros de fieltro normales, de color marrón monacal.

Una vez, en el espacio de veintisiete minutos, habló por teléfono desde Chicago con Palo Alto, Washington, Buenos Aires, Wilmette y Oklahoma City. Otra, en media hora, recibió dieciséis llamadas de clérigos pidiéndole que condenara una sucia obra burlesca y siete de empresarios teatrales y propietarios de inmuebles pidiéndole que la elogiara. A los clérigos les llamaba “doctor”, “hermano” o ambos; a los empresarios, “amigo” y “compadre”; a los dos les ofrecía promesas igual de altisonantes; y, por lealtad, no hacía absolutamente nada por ninguno de ellos.

Normalmente, no hubiera pensado en cultivar alianzas con países extranjeros, aunque nunca dudó de que, algún día, cuando fuera presidente, sería el líder de la orquesta mundial. Lee Sarason se empeñaba en que Buzz estudiara algunos rudimentos del mundo exterior, como la relación entre la libra esterlina y la lira, el modo apropiado de dirigirse a un baronet2 y las po sibilidades del archiduque Otto, así como los restaurantes londinenses de ostras y los burdeles cerca del parisino Boulevard de Sebastopol, perfectos para recomendárselos a los diputados juerguistas.

Sin embargo, el verdadero cultivo de las relaciones con los diplomáticos extranjeros residentes en Washington se lo dejaba a Sarason, que les agasajaba con tortuga de río y pato de cabeza roja, con jalea de grosella negra, en su apartamento, bastante más tapizado que las propias dependencias de Buzz en Washington, ostentosamente sencillas... Aun así, en casa de Sarason siempre había una habitación reservada para Buzz, que albergaba una gran cama doble, estilo imperio, con doseles de seda.

Fue Sarason quien convenció a Windrip para que le dejara escribir La hora cero (basándose en las notas dictadas por el propio Windrip) y quien engatusó a millones de personas para que leyeran (e incluso a miles de ellas para que compraran) aquella biblia de la justicia económica; Sarason, quien se había percatado de que existía tal avalancha actual de publicaciones políticas privadas mensuales y semanales, que se consideraba un honor no publicar una; y Sarason, quien tuvo la genial idea de que Buzz pronunciara un discurso radiofónico urgente a las tres de la madrugada cuando el Tribunal Supremo declaró inconstitucional al programa de la Administración Nacional de Recuperación (N.R.A.) en mayo de 1935... Aunque muchos partidarios, incluso el propio Buzz, no estaban seguros de si estaba contento o decepcionado y aunque en realidad pocos escucharon la emisión en sí, todos los habitantes del país, excepto los pastores y el profesor Albert Einstein, habían oído hablar de ello y estaban impresionados.

Sin embargo, fue Buzz quien pensó, él solito, primero, en ofender al duque de York negándose a aparecer en la cena que organizó la embajada en su honor, en diciembre de 1935 (ganándose así una espléndida reputación de adalid de la democracia popular en todas las cocinas, parroquias y bares rurales), y, más tarde, en aplacar a Su Alteza visitándole y llevándole un conmovedor ramillete casero de geranios (procedentes del invernadero del embajador japonés), lo cual le granjeó el cariño, si no necesariamente de la realeza, sin duda de la D.A.R., la Unión de Habla Inglesa y de todos los corazones maternales que consideraron el voluminoso ramillete un detalle demasiado mono como para ignorarlo.

Después de que Doremus Jessup hubiera dejado de escuchar frenéticamente, los periodistas le atribuyeron a Buzz el haber insistido en la candidatura de Perley Beecroft para la vicepresidencia en la convención demócrata. Beecroft era un hacendado y comerciante tabacalero del sur, así como un exgobernador de su estado, casado con una antigua maestra de escuela procedente de Maine, que desprendía el suficiente aroma a mar salada y flores de patata como para ganarse a cualquier norteño. Sin embargo, no era su superioridad geográfica lo que hacía del Sr. Beecroft el compañero de candidatura perfecto para Buzz Windrip, sino el hecho de que tenía una piel amarillenta, a causa de la malaria, y un bigote descuidado, mientras que la cara caballuna de Buzz era rubicunda y suave; asimismo, la oratoria de Beecroft era insustancial y enunciaba una cantidad de tonterías, con tal lentitud y profundidad, que conseguía seducir a los solemnes diáconos, a quienes sacaba de quicio la catarata de palabras en jerga de Buzz.

Sarason tampoco habría podido convencer a los ricos de que, cuanto más les denunciara Buzz y más prometiera distribuir sus millones entre los pobres, más podrían confiar en su “sentido común” y financiar su campaña. Sin embargo, con una insinuación, una sonrisa, un guiño o un apretón de manos, Buzz pudo convencerles, y ya no dejaban de llegar cientos de miles de contribuciones, a menudo disfrazadas como evaluaciones de asociaciones comerciales imaginarias.

Gracias a su peculiar carácter, Berzelius Windrip no había esperado hasta ser elegido candidato para este o aquel cargo y pronto empezó a embarcar por la fuerza a su banda de piratas. Llevaba convenciendo a seguidores desde el día en que, con cuatro años de edad, cautivó a un compañero del barrio dándole una pistola llena de amoníaco que, más tarde, como buen ahorrador, recuperó robándosela del bolsillo. Puede que Buzz no aprendiera mucho (quizá no hubiera podido) de los sociólogos Charles Beard y John Dewey pero, sin duda, ellos habrían aprendido cantidad de cosas de Buzz.

Y el golpe maestro de Buzz, no de Sarason, consistió en defender con vehemencia que todo el mundo se enriquecería solo con votar para enriquecerse, así como en denunciar, al mismo tiempo, todo tipo de “fascismo” y “nazismo”, de tal manera que pudieran votarle la mayoría de los republicanos que tenían miedo al fascismo demócrata y todos los demócratas que temían al fascismo republicano.