Eso no puede pasar aquí

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Aus der Reihe: A. Machado #26
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“¡Sí!”, corroboró Emil Staubmeyer. “¿No salvó Hitler a Alemania de la plaga roja del marxismo? Tengo primos allí. ¡Yo sé lo que pasó!”

“Ajá...”, dijo Doremus, pues era una expresión que usaba a menudo. “¡Curar los males de la democracia con los males del fascismo! Curiosa terapia. He oído decir que curan la sífilis administrando malaria al paciente, ¡pero nunca escuché que curaran la malaria administrándole sífilis!”

“¿Te parece que ese es un lenguaje apropiado en presencia del reverendo Falck?”, bramó Tasbrough.

El Sr. Falck saltó: “¡Creo que es un lenguaje bastante apropiado y una explicación muy interesante, hermano Jessup!”

“Además”, finalizó Tasbrough, “de todas maneras, es una tontería seguir hablando tanto sobre el tema. Como dice Crowley, quizá nos venga bien tener un hombre fuerte al mando, pero eso no puede ocurrir aquí, en Estados Unidos.”

Y a Doremus le pareció que los labios del reverendo Falck se movían lentamente y formaban las siguientes palabras: “¡Y un cuerno que no!”

Notas al pie

1 Su esposa Emma le llama Dormouse, literalmente, “lirón”, por el parecido con su nombre, Doremus. N.T.

2 “Rubeola” en inglés es, literalmente, “sarampión alemán”, de ahí el juego de palabras, ya que el chucrut es el repollo fermentado alemán. N.T.

3

DOREMUS JESSUP, editor y dueño del Daily Informer (la biblia de los conservadores granjeros vermonteses de todo el valle de Beulah), nació en Fort Beulah en 1876. Fue el hijo único de un pastor universalista de pocos caudales: el reverendo Loren Jessup. Su madre era nada más y nada menos que una Bass de Massachusetts. El reverendo Loren, un ratón de biblioteca aficionado a las flores, alegre pero no gracioso (al menos de forma evidente), solía salmodiar: “Ay, ay, que una Bass de Mass se case con un pastor propenso al gas.” Además, insistía en que ella estaba mal clasificada ictiológicamente: debería haber sido un bacalao, no una lubina1. En la casa del párroco había poca carne, pero cantidad de libros (no todos ellos teológicos, por supuesto), por lo que antes de cumplir los doce años, Doremus conocía ya la literatura profana de Scott, Dickens, Thackeray, Jane Austen, Tennyson, Byron, Keats, Shelley, Tolstoi y Balzac. Se licenció en el Isaiah College, otrora una relevante institución unitaria, que en 1894 pasó a ser una organización interconfesional con leves ansias trinitarias, una pequeña y rústica cuadra del saber en North Beulah, a trece millas de Fort Beulah.

Sin embargo, el nombre del Isaiah College se ha escuchado últimamente en los medios, no por su educación, sino porque en 1931 ganó al equipo de fútbol americano de Dartmouth por 64 a 6.

Durante su época universitaria, Doremus escribió gran cantidad de poemas malos y se convirtió en un recalcitrante adicto a los libros, pero también destacó bastante en atletismo. Lógicamente, fue corresponsal para varios periódicos de Boston y Springfield y, tras su graduación, fue reportero en Rutland y Worcester, con un año espléndido en Boston, cuyos fragmentos del pasado y belleza mugrienta significaron para él lo que Londres significaría para un joven de Yorkshire. Estaba entusiasmado con todos los conciertos, galerías de arte y librerías; tres veces a la semana disfrutaba de una butaca de veinticinco centavos en la platea alta de algún teatro, y durante dos meses compartió apartamento con un colega periodista al que habían publicado un relato breve en The Century y que podía hablar sobre autores y técnicas como el mismísimo Dickens. Sin embargo, Doremus no era especialmente fornido ni persistente: el ruido, el tráfico y el ajetreo de las tareas le agotaban. Por tanto, en 1901, tres años después de su graduación, cuando su padre viudo falleció, dejándole 2.980 $ y su biblioteca, Doremus regresó a su casa en Fort Beulah y adquirió una cuarta parte del Informer, por entonces una publicación semanal.

En 1936 ya era un diario y Doremus pasó a ser el dueño de todo el periódico..., gracias a un notable préstamo hipotecario.

Resultó ser un jefe ecuánime y comprensivo; un imaginativo detective en busca de la noticia. Incluso, en este estado republicano hasta la médula, el Sr. Jessup era independiente, políticamente hablando, y en sus editoriales contra la corrupción y la injusticia (nunca fanáticos) podía golpear a diestro y siniestro como un látigo.

Era primo tercero de Calvin Coolidge, quien le consideraba una persona sólida en el terreno doméstico pero poco preciso a nivel político. Doremus se consideraba a sí mismo justo lo contrario.

Se había casado con su esposa Emma fuera de Fort Beulah. Ella era la hija de un fabricante de furgonetas, una chica plácida, más bien guapa y de hombros anchos, con la que había ido al instituto.

Ahora, en 1936, de sus tres hijos, Philip (universidad de Dartmouth y facultad de Derecho de Harvard) estaba casado y ejercía de abogado ambicioso en Worcester, y Mary, esposa del doctor Fowler Greenhill, de Fort Beulah (este joven pelirrojo, colérico, era un médico alegre y enérgico que hacía maravillas con el tifus, las apendicitis agudas, la obstetricia, las fracturas complejas y las dietas para niños anémicos). Fowler y Mary tenían un hijo, el único nieto de Doremus; se trataba del hermoso David que, a los ocho años, era un niño tímido, cariñoso y con mucha imaginación. Poseía unos ojos de sabueso tan tristones y un pelo tan pajizo, que una fotografía suya podría haberse expuesto en la Academia Nacional o incluso aparecer en la portada de una revista femenina de 2.500.000 ejemplares de tirada. Los vecinos de los Greenhill solían decir del niño: “¡Vaya! Menuda imaginación tiene Davy, ¿no os parece? ¡Seguro que acabará siendo un escritor como su abuelito!”

El tercer vástago de Doremus era la alegre, coqueta y bailarina Cecilia, conocida como “Sissy”. Tenía dieciocho años, su hermano Philip treinta y dos, y Mary, la Sra. Greenhill, acababa de cumplir los treinta. Sissy dio una gran alegría a su padre cuando accedió a quedarse en casa mientras acababa el instituto, aunque a menudo hablaba, emocionada, de marcharse a estudiar arquitectura y, “simplemente ganar millones, querido”, planificando y construyendo milagrosas casitas.

La Sra. Jessup estaba segurísima (aunque bastante equivocada) de que su Philip era clavadito al príncipe de Gales; que la esposa de Philip, Merilla (digna hija de Worcester, Massachusetts), se parecía curiosamente a la princesa Marina; que Mary sería confundida con Katharine Hepburn por cualquier desconocido; que Sissy era una dríade y David un paje medieval; y que Doremus (aunque le conocía mejor que a sus hijos, pues estos cambiaban rápido) se parecía increíblemente a Winfield Scott Schley, el héroe naval, con su aspecto de 1898.

Emma Jessup era una mujer fiel, afectuosa y generosa, una experta en preparar tartas de merengue de limón, una conservadora provinciana y una episcopaliana ortodoxa, completamente ajena a cualquier tipo de humor. A Doremus siempre le hacía gracia su amable solemnidad; solía considerar un raro acto de gentileza cuando se abstenía de fingir ante ella que se había convertido en un comunista de pro, y estaba pensando en largarse a Moscú de inmediato.

Cuando salió del Chrysler, Doremus parecía deprimido y viejo, como si se levantara de una silla de ruedas en su horrible garaje de cemento y hierro galvanizado. Sin embargo, se trataba de un imponente garaje para dos vehículos; además del Chrysler de cuatro años, tenían un nuevo Ford coupé descapotable, que Doremus esperaba poder conducir algún día, cuando Sissy dejara de usarlo.

Soltó un buen taco en el sendero de cemento que se extendía desde el garaje hasta la cocina, pues se había raspado las espinillas con el cortacésped. Su jardinero lo había dejado allí en medio, un tal Oscar Ledue, de siempre conocido como “Shad”; grande y con la cara colorada, era todo un campesino canadiense-irlandés hosco y malhumorado. Shad siempre hacía cosas como dejar el cortacésped tirado por ahí, para que la gente decente se hiciera daño en las espinillas. Era todo un incompetente, además de un sanguinario. Nunca recortaba los bordes de los parterres, se dejaba su vieja y apestosa gorra en la cabeza cuando traía leña para la chimenea, no segaba los dientes de león en el prado hasta que tenían semillas, le encantaba olvidarse de decirle a la cocinera cuándo estaban maduros los guisantes y solía disparar a gatos, perros callejeros, ardillas listadas y mirlos de dulce canto. Como mínimo, dos veces al día, Doremus decidía que le iba a despedir, pero..., quizá fuera sincero cuando insistía en que le resultaba divertido intentar civilizar a este macho de campeonato.

Doremus entró trotando a la cocina, decidió que no quería pollo frío ni un vaso de leche de la nevera, ni siquiera un trozo del célebre pastel relleno de coco elaborado por su cocinera, la Sra. Candy, y subió a su “estudio”, situado en la tercera planta o ático.

Su casa era un edificio amplio construido con tablas blancas de madera, una mole cuadrada de 1880 con un tejado abuhardillado y un largo porche de insignificantes columnas blancas y cuadradas en la fachada principal. Doremus afirmaba que la casa era fea, “pero fea de un modo agradable”.

Su estudio, allí arriba, constituía un refugio perfecto para escapar de las molestias y el bullicio. Era la única habitación de la casa que la Sra. Candy (sosegada, competente y grave, totalmente instruida y anteriormente maestra de escuela rural de Vermont) tenía prohibido limpiar. Se trataba de un atractivo revoltijo de novelas, ejemplares de las Actas del Congreso estadounidense, el New Yorker, Time, Nation, New Republic, New Masses y Speculum (única publicación de la Sociedad Medieval), tratados sobre sistemas monetarios y tributarios, mapas de carreteras, tomos sobre exploraciones en Abisinia y la región antártica, lápices mordisqueados, una máquina de escribir portátil poco sólida, aparejos de pesca, papel carbón arrugado, dos cómodas sillas antiguas de cuero, una silla Windsor en su escritorio, las obras completas de Thomas Jefferson (su héroe), un microscopio y una colección de mariposas de Vermont, puntas de flechas indias, pequeños volúmenes de poesía rural vermontesa impresos en redacciones de periódicos locales, la Biblia, el Corán, el Libro del Mormón, Ciencia y Salud, selecciones del Mahabarata, las obras poéticas de Sandburg, Frost, Masters, Jeffers, Ogden Nash, Edgar Guest, Omar Khayyam y Milton, una escopeta y un rifle de repetición del calibre 22, un estandarte descolorido del Isaiah College, el diccionario Oxford completo, cinco estilográficas de las cuales solo dos funcionaban, un jarrón muy feo de Creta, que databa de 327 a.C., el Almanaque Mundial del año antepasado (cuya cubierta parecía haber sido mordida por un perro), extraños pares de gafas con montura de carey y de anteojos sin montura (ninguno de los cuales se ajustaban a su vista), un magnífico armario de roble (al parecer de estilo Tudor) procedente de Devonshire, los retratos de Ethan Allen y Thaddeus Stevens, unas botas de goma para el agua, unas babuchas marroquíes rojas y seniles, un póster publicado por el Vermont Mercury, en Woodstock, el 2 de septiembre de 1840, que anunciaba la espléndida victoria del partido Whig, veinticuatro cajas de cerillas robadas una a una de la cocina, un surtido de blocs de notas amarillos, siete libros sobre Rusia y el bolchevismo (totalmente a favor o totalmente en contra), una fotografía firmada de Theodore Roosevelt, seis cartones de cigarrillos medio vacíos (según la tradición de los periodistas excéntricos, Doremus debería fumar la típica pipa, pero detestaba la baba llena de nicotina que rezumaba), una alfombra andrajosa en el suelo, una ramita marchita de acebo con un lazo plateado de Navidad, un estuche con siete cuchillas de afeitar sin usar, procedentes del mismísimo Sheffield2, diccionarios en francés, alemán, italiano y español (el primer idioma de los cuales podía leer), un canario en una jaula bávara de mimbre plateado, un gastado ejemplar encuadernado en lino de Old Hearthside Songs for Home and Picnic (Antiguas canciones para cantar junto a la chimenea en el hogar o en un picnic) cuyas selecciones solía cantar suavemente sosteniendo el libro sobre sus rodillas, y una antigua estufa Franklin de hierro fundido. Es decir, todo muy apropiado para un ermitaño y totalmente inapropiado para unas manos domésticas impías.

 

Antes de encender la luz, miró por una ventana de la buhardilla entrecerrando los ojos y fijó su atención en la mole de montañas que cercenaba el maremágnum de estrellas. En el centro se podían ver las últimas luces de Fort Beulah, bastante abajo, y a mano izquierda, ocultos, los suaves prados, las antiguas granjas y los enormes establos de Ethan Mowing. Se trataba de una tierra generosa, fresca y clara como un rayo de luz y, al reflexionar, llegó a la conclusión de que la amaba más cada año tranquilo que pasaba alejado de las torres y el bullicio de la ciudad.

Una de las pocas ocasiones en que la Sra. Candy, su ama de llaves, tenía permitido entrar a la celda de este ermitaño era para dejar allí, en el largo escritorio, su correo. Él lo recogió y empezó a leerlo con brío, de pie junto a la mesa. (¡Es hora de irse a la cama! ¡Demasiada cháchara y quejas esta noche! ¡Dios Santo! ¡Ya son las doce pasadas!) Suspiró entonces, se sentó en su silla Windsor, apoyó los codos sobre la mesa y empezó a leer de nuevo, concienzudamente, la primera carta.

El remitente era Victor Loveland, uno de los profesores más jóvenes y cosmopolitas del Isaiah College, la antigua universidad de Doremus.

QUERIDO DR. JESSUP,

(“Vaya... ‘Dr. Jessup’. No soy yo, chaval. El único título honorario que recibiré en el futuro será la maestría en Cirugía Veterinaria o de embalsamador.”)

Aquí, en Isaiah, ha surgido una situación muy peligrosa. Los que intentamos fomentar valores como la integridad y la modernidad estamos seriamente preocupados; probablemente no tendremos que soportarlo mucho más pues, sin duda, nos despedirán pronto a todos. Hace dos años, la mayoría de nuestros estudiantes simplemente se reían ante cualquier idea de instrucción militar, pero hoy en día se han vuelto absolutamente bélicos, entrenándose con rifles, metralletas, así como pequeñas y hermosas maquetas de tanques y aviones por todos sitios. Dos de ellos bajan voluntariamente a Rutland cada semana para recibir clases de pilotaje, según dicen, para prepararse a servir en la aviación en época de guerra. Cuando les pregunto con cautela para qué guerra se están preparando, simplemente se rascan la cabeza y me informan de que les da igual, siempre que puedan demostrar lo caballerosos, viriles y orgullosos que son.

Bueno, ya nos habíamos acostumbrado a la situación. Pero esta tarde (la prensa aún no se ha enterado), el consejo de administración, incluidos el Sr. Francis Tasbrough y nuestro rector el Dr. Owen Peaseley, se reunió y votó una resolución por la que (y ahora escuche bien, Dr. Jessup): “Cualquier miembro de la facultad o del alumnado de Isaiah que, de cualquier manera, en público o privado, publique, escriba o hable criticando la instrucción militar llevada a cabo por o en el Isaiah College, en cualquier otra institución de enseñanza de los Estados Unidos o por las milicias estatales, fuerzas federales u otra organización militar oficialmente reconocida en este país, estará sujeto al despido inmediato de esta universidad. Asimismo, cualquier estudiante que, con las pruebas adecuadas y completas, informe al rector o a cualquier miembro del consejo de administración de esta universidad sobre críticas maliciosas realizadas por alguna persona relacionada de cualquier modo con esta institución, recibirá créditos adicionales en su curso de instrucción militar que se añadirán al número de créditos necesarios para graduarse.”

¿Qué podemos hacer frente a un fascismo que ha estallado con tanta rapidez y virulencia?

VICTOR LOVELAND.

Hasta ahora, Loveland, profesor de griego, latín y sánscrito (con dos únicos estudiantes), nunca se había inmiscuido en ningún asunto político de fecha posterior al año 180 d.C.

“Así que Frank estuvo allí, en el consejo de administración, y no se atrevió a decírmelo”, suspiró Doremus. “Animándoles a convertirse en espías. Como la Gestapo. ¡Ay, mi querido Frank, qué época más delicada! ¡Y tú, estúpido amigo, bien nos lo dijiste una vez! El rector Owen J. Peaseley: ¡ese maldito profesor sin cualificaciones, meapilas, mafioso y con cara de sapo! Pero, ¿qué puedo hacer? ¡Vale! Escribiré otro editorial con opiniones alarmistas, supongo.”

Se dejó caer profundamente en la silla y se quedó sentado, inquieto como un pajarito de ojos brillantes.

En la puerta se escuchó un arañazo imperioso y exigente.

Doremus la abrió para dejar entrar a Foolish, el perro de la familia, una mezcla solvente entre setter inglés, terrier de Airedale, cocker spaniel, cierva melancólica y hiena. Soltó un brusco resoplido de bienvenida y se frotó contra la rodilla de Doremus, acariciándole con su cabeza marrón, suave como la seda. Su ladrido despertó al canario, dormido bajo el absurdo y viejo jersey azul que cubría su jaula, quien al momento empezó a anunciar, cantando alegremente, que era mediodía, verano y estaba entre los perales de las verdes colinas de Harz, nada de lo cual era cierto. Sin embargo, los trinos del pájaro y la presencia genuina de Foolish reconfortaron a Doremus e hicieron que la instrucción militar y los políticos que vomitaban exabruptos parecieran poco importantes. Se quedó dormido en la gastada silla marrón de cuero, sintiéndose seguro.

Nota

1 Nuevo juego de palabras con el apellido “Bass” y su significado, “lubina”; “Mass” es el apócope de Massachusset. N.T.

4

TODA ESTA semana de junio, Doremus estuvo esperando a las 14.00 del sábado, la hora designada por Dios para el programa profético semanal del obispo Paul Peter Prang.

Hoy, seis semanas antes de las convenciones nacionales de 1936, era poco probable que Franklin Roosevelt, Herbert Hoover, el senador Vandenberg, Ogden Mills, el general Hugh Johnson, el coronel Frank Knox o el senador Borah fueran nominados como candidatos a la presidencia por ninguno de los partidos, ni que el abanderado republicano (es decir, un hombre que jamás llevará ese gran estandarte, pesado y bastante ridículo) fuera aquel senador de la vieja guardia, leal y, aunque parezca extraño, honesto: Walt Trowbridge. Se trataba de un hombre con un toque de Lincoln, varias pinceladas de Will Rogers y George W. Norris y una posible traza de Jim Farley, pero el resto estaba formado por el sencillo y corpulento Walt Trowbridge, con una tranquila actitud desafiante.

Pocos hombres dudaban de que el candidato demócrata sería aquel senador Berzelius Windrip que había subido como la espuma; es decir, Windrip como una máscara vociferante y su satánico secretario, Lee Sarason, como el verdadero cerebro detrás de su éxito.

El padre del senador Windrip era un farmacéutico pueblerino del oeste, ambicioso y fracasado a partes iguales, que le había bautizado Berzelius en honor al célebre químico sueco. A Windrip se le conocía normalmente como “Buzz”. Había conseguido completar sus estudios con esfuerzo en una universidad baptista del sur, de aproximadamente el mismo prestigio académico que una escuela de empresariales de la Ciudad de Jersey, y en una escuela de derecho de Chicago, y se había instalado en su estado natal a ejercer su profesión y a animar la política local. Era un viajero incansable, un orador bullicioso y divertido, un buen adivino sobre las doctrinas políticas que gustarían a la gente, un amante de los apretones de manos y, además, estaba dispuesto a prestar dinero. Bebía Coca-Cola con los metodistas, cerveza con los luteranos, vino blanco de California con los mercaderes judíos del pueblo y, cuando estaban a salvo de las miradas, whisky de maíz destilado ilegalmente con todos ellos.

En veinte años, se había convertido en un gobernante estatal de un absolutismo tal que no tenía nada que envidiar a cualquier sultán de Turquía.

Nunca fue gobernador; había sido muy perspicaz al entender que su reputación como investigador de recetas de ponches caribeños, variedades del póquer y psicología de las taquígrafas jóvenes podía hacer que saliera derrotado por culpa de la gente religiosa, por lo que se había conformado con incluir en el esquileo gubernamental del estado a un maestro rural que era un corderito cualificado y al que había paseado alegremente con una condecoración de excelencia. El estado estaba seguro de que le había “ofrecido una buena administración” y sabía que Buzz Windrip era el responsable, no el Gobernador.

Windrip ordenó la construcción de impresionantes carreteras y sólidas escuelas rurales e hizo que el estado comprara tractores y cosechadoras y se los prestara a los agricultores sin importar el precio. Estaba seguro de que algún día Estados Unidos tendría grandes relaciones comerciales con los rusos y, aunque detestaba a todos los eslavos, obligó a la universidad estatal a que impartiera el primer curso de lengua rusa que se conocía en aquella zona del oeste. Su invención más original consistió en cuadruplicar la milicia estatal y recompensar a sus mejores soldados con clases de formación en agricultura, aviación e ingeniería de radios y automóviles.

Los milicianos le consideraban su general y su dios; cuando el fiscal general del estado anunció que iba a acusarle por haber desviado 200.000 $ procedentes de los impuestos, la milicia se levantó siguiendo sus órdenes como si fuera su ejército privado y, tras ocupar las cámaras legislativas y todas las oficinas estatales y llenar las calles que conducían al Capitolio con metralletas, echaron a los enemigos de Buzz de la ciudad.

Asumió el cargo de senador estadounidense como si fuera un derecho nobiliario de nacimiento y, durante seis años, su único rival como el hombre más vigoroso y ardiente del Senado, fue el difunto Huey Long de Luisiana.

 

Predicaba la reconfortante doctrina de redistribuir la riqueza, de tal manera que cada habitante del país percibiera varios miles de dólares al año (cada mes, Buzz cambiaba su pronóstico en lo relativo a la cantidad), aunque se permitiría a todos los ricos tener lo suficiente para arreglárselas, con un máximo de 500.000 $ al año. Por tanto, todo el mundo quedaba contento con la posibilidad de que Windrip saliera elegido presidente.

El reverendo Dr. Egerton Schlemil, deán de la catedral de Santa Inés, en la tejana San Antonio, afirmó (una vez en un sermón, otra en los folletos mimeografiados, algo diferentes los unos de los otros, que se distribuían para la misa, y siete veces en entrevistas) que el ascenso al poder de Buzz sería “como la lluvia revitalizadora y bendecida por el Cielo que cae sobre una tierra reseca y sedienta”. El Dr. Schlemil no dijo nada sobre lo que ocurría cuando la lluvia bendecida caía sin parar durante cuatro años.

Nadie, ni entre los corresponsales de Washington, parecía saber exactamente qué parte de la carrera del senador Windrip dependía de su secretario, Lee Sarason. Cuando Windrip se hizo con el poder por primera vez en su estado, Sarason era el director ejecutivo del periódico de más tirada en aquella zona del país. El origen de Sarason era un misterio y seguiría siéndolo.

Se decía que había nacido en Georgia, en Minnesota, en el lado este de Nueva York o en Siria; que era norteño puro, judío o hugonote de Charleston. Se sabía que había sido un teniente de ametralladoras especialmente temerario de joven, durante la Gran Guerra, y que se había quedado en Europa durante tres o cuatro años recorriendo el continente; que había trabajado en la edición parisina del Herald neoyorquino y coqueteado con la pintura y la magia negra en Florencia y Munich; que había estudiado varios meses de sociología en la Escuela de Economía de Londres y se había relacionado con gente bastante extraña en los restaurantes bohemios de la noche berlinesa. Al regresar a casa, Sarason se había convertido con decisión en un reportero duro de la tradición directa e informal; afirmaba que prefería el calificativo “prostituta”, a una palabra tan afeminada como “periodista”. Aun así, se sospechaba que conservaba la capacidad para leer.

Había sido socialista y anarquista en varias épocas de su vida. Incluso, en 1936, había ricos que afirmaban que era “demasiado radical”, aunque realmente había perdido su confianza en las masas (si es que la tuvo en algún momento) durante la época de voraz nacionalismo posterior a la guerra; hoy en día, creía únicamente en un control firme, ejercido por una pequeña oligarquía. Para eso estaba un Hitler, un Mussolini.

Sarason era desgarbado y flojo, con un cabello fino y rubísimo, así como labios gruesos en una cara huesuda. Sus ojos eran como chispas en el fondo de dos pozos oscuros. En sus largas manos poseía una fuerza incruenta. Solía sorprender a la gente a la que iba a dar la mano, doblándoles repentinamente los dedos hacia atrás, hasta que casi se los rompía. A la mayoría de la gente no le gustaba mucho. Como reportero era un experto del más alto nivel. Podía detectar rápidamente el asesinato de una esposa, los chanchullos de un político (siempre y cuando fuera uno de un partido al que se opusiera su diario) o la tortura de animales o niños. Le gustaba escribir este último tipo de historias a él mismo, en lugar de pasárselas a un reportero; cuando el público las leía podía visualizar el sótano mohoso, escuchar el látigo y sentir la sangre viscosa.

Comparar al pequeño Doremus Jessup de Fort Beulah con Lee Sarason como periodista equivaldría a enfrentar a un párroco rural con el pastor de un templo institucional neoyorquino de veinte plantas, con conexiones en el mundo de la radio y que gana veinte mil dólares al año.

El senador Windrip había nombrado oficialmente a Sarason como su secretario, pero se sabía que desempeñaba muchos más papeles: guardaespaldas, redactor de discursos, agente de prensa y asesor económico. Además, en Washington se convirtió en el hombre más consultado y odiado por los corresponsales de prensa que trabajaban en el edificio de oficinas del Senado.

En 1936, Windrip era un joven de cuarenta y ocho años; Sarason, un hombre avejentado de cuarenta y un años con las mejillas caídas.

Aunque probablemente se basó en notas dictadas por Windrip (y eso que no era ningún tonto en materia de ficción), sin duda Sarason había redactado el único libro de Windrip, la biblia de sus seguidores, una especie de biografía con un programa económico y numerosos alardes exhibicionistas, llamado La hora cero: sin moderación.

Se trataba de un libro mordaz con más sugerencias para cambiar el mundo que todas las novelas de H. G. Wells y los tres volúmenes de Karl Marx juntos.

Quizá el párrafo más familiar y citado de La hora cero, adorado por la prensa provincial gracias a su franca llaneza (y redactado por un iniciado en la sabiduría de los rosacrucianos llamado Sarason), fuera:

“Cuando era un mozalbete en los campos de maíz, nosotros, los chavales, solíamos sujetarnos los pantalones con una correa. Los llamábamos, ‘los tiradores de nuestras calzas’, pero nos las sujetaban y guardaban el pudor igual que si hubiéramos fingido tener un elegante acento inglés hablado de ‘tirantes y pantalones’. Así es cómo funciona el mundo de la llamada ‘economía científica’. Los marxistas creen que al escribir sobre los tiradores como tirantes consiguen dejar las ideas tradicionales de Washington, Jefferson y Alexander Hamilton para el arrastre. En general, creo fervientemente que debemos usar todos los descubrimientos económicos nuevos, como los que han surgido en los países llamados fascistas, como Italia, Alemania, Hungría, Polonia e incluso (¿por qué no?) Japón; probablemente, algún día tengamos que dar una paliza a esos hombrecitos amarillos, para evitar que nos despojen de nuestros derechos adquiridos y legítimos en China, ¡pero, no por ello vamos a dejar de apropiarnos de cualquier idea inteligente que se les haya ocurrido a esos pillines, que no tienen un pelo de tontos!

Quiero dar la cara y no solo admitir, sino proclamar con toda sinceridad, a voz en grito, que tenemos que cambiar mucho nuestro sistema, quizá incluso cambiar toda la Constitución (pero hacerlo legalmente y no mediante la violencia), para conseguir adaptarla de la época de los caballos y los senderos rurales al período actual de los automóviles y las autopistas de cemento. El poder ejecutivo tiene que tener carta blanca y estar dotado de la capacidad para moverse más rápido en caso de emergencia, en lugar de estar atado de pies y manos por una banda de estúpidos congresistas picapleitos, que tardan meses en llegar a algo en los debates. Sin embargo (y se trata de un pero tan grande como el silo del diácono Checkerboard en mi pueblo), estos nuevos cambios económicos constituyen solo el medio para alcanzar un Fin; y, ¡dicho Fin es y debe estar basado en los mismos principios de Libertad, Igualdad y Justicia que defendieron los padres fundadores de este gran país en 1776!”

Lo más confuso de la campaña de 1936 fue la relación que existía entre los dos partidos principales. Los republicanos de la vieja guardia se quejaban de que su orgulloso partido estaba mendigando el cargo con el sombrero en la mano; los demócratas veteranos protestaban porque sus carromatos tradicionales estaban atestados de profesores universitarios, sofisticados urbanitas y dueños de yates.

En términos de la veneración del público, el rival del senador Windrip era un titán político que no parecía interesado en el cargo: el reverendo Paul Peter Prang de Persépolis (Indiana), obispo de la iglesia metodista episcopal y un hombre quizá diez años mayor que Windrip. Su discurso radiofónico semanal, todos los sábados a las 14 horas, era el mismísimo oráculo divino para millones de personas. Esta voz de las ondas era tan sobrenatural que, para escucharla, los hombres retrasaban su partido de golf y las mujeres incluso aplazaban su partida de bridge de los sábados por la tarde.