Eso no puede pasar aquí

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Aus der Reihe: A. Machado #26
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En ese mismo momento se produjo una interrupción vergonzosa, espantosa.

Una tal Lorinda Pike, viuda de un conocido pastor unitario, era la gerente de una gran casa rural llamada “La taberna del valle de Beulah”. Se trataba de una mujer más bien joven, con un aspecto engañoso de madona italiana, ojos tranquilos, un sedoso cabello castaño con raya en medio y una voz suave, teñida con frecuentes risas. Pero al hablar en público, su voz se volvía estridente y sus ojos se llenaban de una furia lamentable. Se la consideraba la gruñona del pueblo, la cascarrabias. Se metía constantemente en asuntos que no eran de su incumbencia y en las reuniones municipales criticaba cualquier tema importante relacionado con el condado: las tarifas de la compañía eléctrica, los salarios de los maestros, la censura de los libros para la biblioteca pública que realizaba la Asociación Ministerial de manera totalmente altruista, etc. Ahora, en este momento, cuando todo debía ser radiante y lleno de amor por el prójimo, la Sra. Lorinda Pike rompió el hechizo, mofándose de la siguiente manera:

“¡Un aplauso para Brisbane! Pero, ¿qué hace una pobre chica si no puede pescar a un hombre? ¿Tener seis hijos fuera del matrimonio?”

Entonces, el caballo de batalla que llevaba dentro Gimmitch, veterana en cientos de campañas contra los rojos subversivos, y entrenada para neutralizar, mediante la ridiculización, la cantinela hipócrita de los bocazas socialistas y devolverles el escarnio, pasó a la acción con gallardía:

“Mi querida amiga, si una chica, como usted la llama, posee verdadero encanto y feminidad no tendrá que ‘pescar’ a ningún hombre; ¡los encontrará haciendo cola a tropel en su propia puerta!” (Risas y aplausos.)

La metomentodo del pueblo solo había conseguido despertar la vehemencia pasional de la Sra. Gimmitch. Ya no abrazaba a nadie y fue directamente al grano:

“En verdad os digo, queridos amigos, que el problema en este país es que muchos de sus habitantes son egoístas. De los ciento veinte millones de estadounidenses, el noventa y cinco por ciento solo piensan en sí mismos, ¡en lugar de recurrir y ayudar a los empresarios responsables para que nos devuelvan la prosperidad! ¡Todos esos sindicatos corruptos y egoístas! ¡Avariciosos! ¡Solo piensan en cuántos salarios pueden arrancarle a su desafortunado patrón, con la de responsabilidades que este tiene que soportar!”

“¡Lo que este país necesita es disciplina! La paz es un sueño maravilloso..., ¡pero a veces quizá sea una quimera inalcanzable! No estoy tan segura..., quizá esto les sorprenda, pero quiero que me escuchen como a una mujer que les revelará la auténtica verdad, en lugar de soltarles un discurso empalagoso y sentimental. ¡No estoy segura de que tengamos que participar otra vez en una guerra de verdad para aprender un poco de disciplina! No queremos todas esas intelectualidades elitistas ni todos esos libros. No es que estén mal en su propia área, pero, ¿no son, después de todo, más que un juguete entretenido para los adultos? No. Si este gran país quiere mantener su elevada posición en el Congreso de las Naciones, lo que todos nosotros debemos fomentar es la disciplina. La fuerza de voluntad. ¡El carácter!”

Luego se giró con gracia hacia el general Edgeways y se rio:

“Nos acaba de contar cómo podemos garantizar la paz, pero..., ¡venga, general!, entre nosotros, rotarios y rotarias, ¡admítalo! Con su gran experiencia, ¿no piensa sinceramente que quizá, solo quizá, cuando un país se ha vuelto loco por el dinero, como todos nuestros sindicatos y trabajadores con su propaganda para aumentar los impuestos sobre la renta (para que los ahorradores y trabajadores tengan que pagar por los vagos), entonces, quizá, una guerra venga bien para salvar sus almas holgazanas y forjarles algo el carácter? ¡Venga, muéstrenos de qué pasta está hecho, general!”

A continuación, se sentó dramáticamente y los aplausos llenaron la sala como una nube de suaves plumas. El público gritó: “¡Venga, general! ¡Levántese!” y “Le ha puesto en evidencia, ¿qué va a hacer?” o solo un tolerante “¡Arriba, general!”.

El general era bajo y redondo; su cara roja, suave como el culito de un bebé, estaba adornada con unas gafas de montura de oro blanco. Sin embargo, ofreció el resoplido autosuficiente de los militares y una sonrisa viril.

“Bueno, señores”, dijo mientras soltaba una carcajada de pie y agitaba su dedo índice a la Sra. Gimmitch de manera amistosa, “como ustedes están empeñados en sacarle los secretos a este pobre soldado, mejor será que confiese que, aunque detesto la guerra, pienso que existen cosas peores. ¡Ay, amigos míos, mucho peores! ¡Como un Estado de supuesta paz, donde las organizaciones laborales están llenas de conceptos enfermizos que se transmiten como gérmenes desde la Rusia roja y anarquista! Un Estado donde los profesores universitarios, los periodistas y los escritores famosos están promulgando en secreto esos mismos ataques sediciosos... ¡contra la antigua y espléndida Constitución! Un estado en el cual, al ser alimentado con estas drogas mentales, ¡el pueblo es flojo, cobarde, codicioso y carente del fiero orgullo del guerrero! ¡Un estado así es mucho peor que la guerra más monstruosa!”.

“Supongo que, quizás, algunas de las cosas que dije en mi anterior discurso resultaban un poco obvias y ‘manidas’, como decíamos cuando mi brigada estaba acuartelada en Inglaterra. ¿Que Estados Unidos solo quiere paz y no meterse en los líos extranjeros? ¡No! Lo que realmente me gustaría que hiciéramos es salir y decirle a todo el mundo: ‘Bueno chicos, ya no importa el aspecto moral del asunto. ¡Tenemos poder! ¡Y el poder no necesita excusas!’”

“No admiro todo lo que Alemania e Italia han hecho, pero hay que reconocer que han sido lo suficientemente sinceros y realistas como para decir a las otras naciones: ‘Ocupaos de vuestros propios asuntos, ¿de acuerdo? ¡Nosotros tenemos fuerza y voluntad, y para cualquiera que posea esas cualidades divinas, usarlas constituye no solo un derecho, sino un deber!’ Nadie en este mundo de Dios ha amado nunca a un debilucho, ¡ni siquiera él mismo se ama!”

“¡Y yo les traigo buenas noticias! Este evangelio de fuerza limpia y agresiva se está extendiendo por todo el país entre los jóvenes más selectos. Hoy en día, en 1936, menos del 7% de las instituciones universitarias carecen de unidades de entrenamiento militar bajo una disciplina tan rigurosa como las de los nazis. Y, aunque en el pasado las autoridades las imponían, ahora son los jóvenes fuertes los que exigen el derecho a que les adiestren en las virtudes y habilidades bélicas. También cabe destacar que a las chicas, con su instrucción en enfermería, producción de máscaras de gas, etc., no les falta ni una pizca del entusiasmo de sus hermanos. ¡Y todos los profesores realmente inteligentes están con ellos!”

“Aquí, hace solo tres años, un porcentaje de estudiantes asquerosamente amplio estaba formado por descarados pacifistas que querían apuñalar a su propio país por la espalda. Pero ahora, cuando los desvergonzados payasos y los defensores del comunismo intentan celebrar reuniones pacifistas..., bueno, amigos míos, en los últimos cinco meses, desde el uno de enero, al menos setenta y seis de estas orgías exhibicionistas han sido asaltadas por sus propios compañeros. Y al menos cincuenta y nueve estudiantes rojos y desleales han recibido su justo merecido: ¡les dieron una paliza tan brutal que nunca volverán a izar la bandera manchada de sangre del anarquismo en este país libre! ¡Y eso, amigos míos, son BUENAS NOTICIAS!”

Cuando el general se sentó, entre un éxtasis de aplausos, la alborotadora del pueblo, la Sra. Lorinda Pike, se puso en pie de un salto y volvió a interrumpir el festín de amor:

“Escuche, Sr. Edgeways, si usted cree que puede quedarse tan fresco después de estos sádicos disparates sin...”

No pudo decir ni una palabra más. Francis Tasbrough, el dueño de la cantera y el industrial más importante de Fort Beulah, se levantó presuntuosamente, hizo callar a Lorinda con un brazo extendido y retumbó con su voz de bajo al estilo del himno “Jerusalem, the Golden”: “¡Un momento, por favor, querida señora! Todos nosotros en esta región nos hemos acostumbrado a sus principios políticos. Pero, como presidente, lamentablemente es mi deber recordarle que el general Edgeways y la Sra. Gimmitch han sido invitados por el club para que nos expresen sus puntos de vista, mientras que usted, si me disculpa, ni siquiera está emparentada con ningún rotario, sino que se encuentra aquí simplemente como invitada del reverendo Falck, quien nos honra con su presencia más que cualquier otro miembro. Por tanto, si no le importa... ¡Muchas gracias, señora!”

Lorinda Pike se había dejado caer en la silla con la palabra en la boca. El Sr. Francis Tasbrough no se dejó caer; se sentó como el arzobispo de Canterbury en el trono arzobispal.

Doremus Jessup saltó para calmar a todos, pues era amigo íntimo de Lorinda y, desde su más tierna infancia, había jugado con Francis Tasbrough y le había detestado.

Aunque Doremus Jessup, editor del Daily Informer, era un hombre de negocios competente y un redactor de editoriales ingenioso y directo al más puro estilo de Nueva Inglaterra, todavía se le consideraba el excéntrico más destacado de Fort Beulah. Formaba parte de la junta de la escuela y la junta de la biblioteca, y presentaba a gente como Oswald Garrison Villard, Norman Thomas y el almirante Byrd cuando acudían a la población para dar conferencias.

Jessup era un hombre bastante bajo, flaco, sonriente, bien bronceado, con un diminuto bigote gris y una plateada barbita bien recortada (en una comunidad en que lucir una barba equivalía a confesarse granjero, veterano de la Guerra Civil o adventista del séptimo día). Sus detractores afirmaban que llevaba la barba solo para parecer “intelectual” y “diferente”, para aparentar ser un “artista”. Quizá tuvieran razón. De todas maneras, Jessup se levantó de un salto y murmuró:

 

“Bueno, Dios los cría y ellos se juntan. Mi amiga, la Sra. Pike, debería saber que la libertad de expresión se convierte en libertinaje cuando se atreve a criticar al Ejército, discrepa con la D.A.R. o aboga por los derechos del populacho. Por tanto, Lorinda, creo que deberías disculparte al general, al que deberías estar agradecida por explicarnos lo que las clases gobernantes de este país realmente quieren. Venga, querida amiga, levántate y pide disculpas”

Miraba a Lorinda con severidad, pero aun así, Medary Cole, el presidente del club, se preguntó si Doremus no les estaba tomando el pelo. Ya lo había hecho antes. Sí, no, quizá estuviera equivocado, dado que la Sra. Lorinda Pike estaba diciendo alegremente (sin levantarse): “¡Oh, sí! ¡Mis disculpas, general! ¡Gracias por su revelador discurso!”

El general levantó su mano regordeta (con un anillo masónico y otro de la academia militar de West Point, en sus dedos gordos como salchichas), hizo una reverencia como Galahad o un jefe de camareros y gritó con una virilidad digna de una plaza de armas: “¡No se preocupe, señora! A nosotros los veteranos nunca nos molesta una pelea sana. Nos alegra que a alguien le interesen nuestras estúpidas ideas lo suficiente como para picarse con nosotros. ¡Ja, ja, ja!”

Todo el mundo se rio y reinó la dulzura. La programación se cerró con Louis Rotenstern, que interpretó una serie de cancioncillas patrióticas: “Marching through Georgia”, “Tenting on the Old Campground”, “Dixie”, “Old Black Joe” y “I’m Only a Poor Cowboy and I Know I Done Wrong”.

Todos en Fort Beulah consideraban a Louis Rotenstern “un buen tipo”, una casta por debajo del “verdadero caballero a la antigua usanza”. A Doremus Jessup le gustaba ir a pescar y a cazar perdices con él y consideraba que ningún sastre de la Quinta Avenida podía hacer un traje de milrayas con más gusto. Sin embargo, Louis era un patriota chovinista. Con bastante frecuencia explicaba que no eran él ni su padre los que habían nacido en el gueto de la Polonia prusiana, sino su abuelo (cuyo apellido, según sospechaba Doremus, había sido algo menos elegante y nórdico que Rotenstern). Los héroes de bolsillo de Louis eran Calvin Coolidge, Leonard Wood, Dwight L. Moody y el almirante Dewey (y Dewey era un vermontés nato, se alegraba Louis, que había nacido en Flatbush, Long Island).

No solo era estadounidense al 100%, también conseguía arrancar un 40% de interés chovinista al capital neto. En numerosas ocasiones se le podía escuchar diciendo: “Deberíamos mantener a todos esos extranjeros fuera del país. Tanto a los judíos como a los espaguetis, a los desgraciados del este de Europa y los chinitos.” Louis estaba totalmente convencido de que si los políticos ignorantes mantuvieran sus sucias manos alejadas de la banca, la bolsa de valores y el horario laboral de los dependientes en los grandes almacenes, entonces todos los habitantes del país sacarían tajada como beneficiarios del crecimiento del mundo de los negocios y todos ellos (incluidos los vendedores al por menor) serían ricos, como Aga Khan.

Por tanto, Louis puso en sus melodías no solo su ardiente voz de solista de Bydgoszcz, sino todo su fervor nacionalista, con lo que todo el mundo se unió a él en los estribillos, en especial la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch, con su famosa voz de contralto parecida a la de los tipos que anunciaban los trenes.

La cena se disolvió entre alegres adioses que sonaban como cataratas. Doremus Jessup masculló a su querida esposa Emma (un alma sólida, bondadosa y preocupada a la que le gustaba tejer, hacer solitarios y leer las novelas de Kathleen Norris): “¿Hice mal en inmiscuirme de ese modo?”

“¡Oh, no, Dormouse! Hiciste bien. Le tengo mucho cariño a Lorinda Pike, pero, ¿por qué tiene que alardear de todas sus ridículas ideas socialistas?”

“¡Vieja conservadora!”, respondió Doremus. “¿No quieres invitar a la Gimmitch, ese elefante asiático, para que venga a casa y se tome una copa con nosotros?”

“¡Claro que no!”, afirmó Emma Jessup.

Al final, mientras los rotarios iban saliendo y se distribuían en grupos entre los innumerables automóviles, fue Frank Tasbrough quien invitó a los hombres más selectos, incluido Doremus, a su casa para una fiesta posterior a la reunión.

Notas al pie

1 La expresión inglesa “sembrar dientes de dragón” significa provocar la guerra, debido a la creencia de que si plantabas sus dientes en la tierra brotarían guerreros armados y sanguinarios. N.T.

2 La palabra “unkie” suele utilizarse para llamar cariñosamente a los “tíos”. En este caso, puede que se trate de un juego de palabras entre yankie y unkie, o una designación utilizada antiguamente que hoy ya ha perdido su vigencia. N.T.

2

MIENTRAS LLEVABA a su mujer a casa y subía Pleasant Hill hacia la residencia de Tasbrough, Doremus Jessup reflexionó sobre el patriotismo epidémico del general Edgeways. Sin embargo, al poco rato lo dejó para quedarse absorto en las colinas, como había sido su costumbre durante los cincuenta y tres años (de los sesenta que tenía) que había vivido en Fort Beulah, en el estado de Vermont.

Aunque oficialmente se trataba de una ciudad, Fort Beulah era un cómodo pueblo formado por edificios de ladrillo rojo antiguo, viejos talleres de granito y casas de listones blancos de madera o pizarra gris, con unos pocos bungalows petulantes, modernos y pequeños de color amarillo o marrón claro. Tenía poca industria: un pequeño molino de lana, una fábrica de puertas y otra de surtidores. El granito, que constituía su producción principal, provenía de las canteras a cuatro millas de distancia; en Fort Beulah mismo solo estaban las oficinas..., todo el dinero... y las precarias casuchas de la mayoría de los trabajadores de las canteras. Era una población de quizá diez mil almas, que vivían en unos veinte mil cuerpos; la proporción de posesión de almas quizá sea demasiado alta.

Solo había algo parecido a un rascacielos en el pueblo: el edificio Tasbrough de seis plantas, donde estaban situadas las oficinas de las Canteras de Granito Tasbrough & Scarlett, las del Dr. Fowler Greenhill (yerno de Doremus) y su socio el anciano Dr. Olmsted, así como las del abogado Mungo Kitterick, Harry Kindermann (representante de sirope de arce y productos lácteos) y otros treinta o cuarenta “samuráis” del pueblo.

Era una población relajada y somnolienta; una población que rezumaba seguridad y tradición y seguía creyendo en el Día de Acción de Gracias, el 4 de julio y el Día de los Caídos en la Guerra, y en la que el primero de mayo no era una ocasión para montar desfiles de trabajadores, sino para distribuir pequeñas cestas de flores.

Era una noche de mayo, de finales de mayo de 1936, con la luna casi llena. La casa de Doremus estaba a una milla del centro de Fort Beulah, en Pleasant Hill, un espolón que salía de la oscura e imponente masa del monte Terror como una mano extendida. En las crestas, muy por encima de él, podía adivinar los prados típicos de las tierras altas y la luna brillando entre los bosques de píceas, arces y álamos; por debajo, a medida que su automóvil iba subiendo, se veía el arroyo Ethan que fluía a través de los prados. Bosques profundos, imponentes baluartes montañosos, un aire puro como agua de manantial y apacibles casas de tablas de madera que recordaban a la guerra de 1812 y a la niñez de aquellos vermonteses errantes, como Stephen A. Douglas (el “pequeño gigante”), Hiram Powers, Thaddeus Stevens, Brigham Young y el presidente Chester Alan Arthur.

“No. Powers y Arthur eran unos debiluchos”, reflexionó Doremus. “Pero Douglas, Thad Stevens y Brigham, ese viejo semental...

¡Me pregunto si estamos criando algún paladín como aquellos resistentes diablos cascarrabias de antaño! ¿Se estarán criando en algún lugar de Nueva Inglaterra? ¿En algún lugar de América? ¿En algún lugar del mundo? Ellos sí que tenían agallas. Independencia. Hacían y pensaban lo que querían y todo el mundo podía irse al infierno. Los jóvenes de hoy en día... Bueno, los pilotos de aviones tienen bastante coraje. Los físicos, esos doctores de veinticinco años que violan el átomo inviolable, son auténticos pioneros. Pero la mayoría de los jóvenes actuales no tienen personalidad. Van a toda velocidad pero no se dirigen a ninguna parte. ¡Ni siquiera tienen suficiente imaginación como para querer ir a algún lugar! Consiguen su música moviendo un dial. Sacan sus frases de los cómics, en lugar de leer a Shakespeare, la Biblia, Veblen o el viejo Bill Sumner. ¡Fondones que solo comen papilla! ¡Como ese pedante cachorro, Malcolm Tasbrough, que anda rondando a Sissy! ¡Ah!”

“¿No sería horroroso si ese estirado de Edgeways y Gimmitch (esa Mae West de la política) tuvieran razón y realmente necesitáramos todos esos trucos militares, y quizá una estúpida guerra (para conquistar cualquier país húmedo y caluroso que no querríamos ni regalado), para inyectarles algo de entereza y vigor a estas marionetas a las que llamamos hijos nuestros? ¡Ah!”

“Pero, ¡diablos! ¡Estos montes! Como las murallas de un castillo. Y este aire... ¡Que se queden con sus Cotswolds, sus montañas Harz y sus montañas Rocosas! Doremus Jessup: ¡todo un patriota topográfico! Y además soy un...”

“Dormouse, ¿te importaría conducir por el carril derecho de la carretera? ¡Al menos en las curvas!”, rogó su esposa apaciblemente1.

Un pequeño valle de las tierras altas y neblina bajo la luna; un velo de niebla sobre las flores de los manzanos y los pesados ramilletes de un antiguo arbusto de lilas situado junto a las ruinas de una granja... Imágenes grabadas durante estos sesenta años y pico.

El Sr. Francis Tasbrough era el presidente, director general y principal propietario de las Canteras de Granito Tasbrough & Scarlett, en West Beulah, a cuatro millas de Fort Beulah. Era rico, persuasivo y constantemente tenía problemas con los trabajadores. Vivía en una casa georgiana de ladrillo en Pleasant Hill, un poco más allá de la de Doremus Jessup; dentro albergaba un bar privado tan lujoso como el de cualquier director de publicidad de empresa de automóviles en el próspero barrio de Grosse Point (Detroit). No era el ambiente tradicional propio de Nueva Inglaterra ni el de la zona católica de Boston. Frank presumía de que, aunque su familia había vivido en Nueva Inglaterra durante seis generaciones, él no era un yanqui estricto, excepto en su eficacia y su arte para vender: todo un ejecutivo empresarial panamericano.

Era un hombre alto con bigote rubio y una voz enérgica pero monótona. Tenía cincuenta y cuatro años, seis menos que Doremus Jessup. Cuando era un niño de cuatro años, Doremus le había protegido de las consecuencias derivadas de su mala costumbre, especialmente detestable, que consistía en golpear a los otros chicos pequeños en la cabeza con objetos, todo tipo de objetos, desde palos y camiones de juguete hasta fiambreras y excrementos secos de vaca.

Esta noche, después de la cena de los rotarios, estaban reunidos en su bar privado el propio Frank, Doremus Jessup, el molinero Medary Cole, el director de escuelas Emil Staubmeyer, R. C. Crowley (Roscoe Conkling Crowley, el banquero más importante de Fort Beulah) y, aunque resulte sorprendente, el reverendo Falck, el pastor episcopaliano de Tasbrough, con sus manos de anciano tan delicadas como la porcelana, su pelo salvaje, blanco y suave como la seda, y su rostro espiritual que denotaba haber llevado una buena vida. El Sr. Falck provenía de una sólida familia neoyorquina y había estudiado en Edimburgo y Oxford, así como en el Seminario Teológico General de Nueva York. Aparte del propio Doremus, no había nadie en el valle de Beulah que se refugiara con más satisfacción en las montañas.

El bar había sido decorado profesionalmente por un joven caballero neoyorquino que era interiorista y tenía la peculiar costumbre de quedarse de pie, con la palma de la mano apoyada en la cadera. Contaba con una barra de acero inoxidable, ilustraciones enmarcadas de La Vie Parisienne, mesas plateadas de metal y sillas de aluminio cromado, con cojines de cuero escarlata.

 

Todos ellos, excepto Tasbrough, Medary Cole (un trepador social para el que los favores de Frank Tasbrough eran como miel e higos maduros) y el “profesor” Emil Staubmeyer, se sentían incómodos en esta elegante jaula de loros, pero a ninguno, incluido el Sr. Falck, parecía desagradarle la soda, el excelente whisky escocés ni los sándwiches de sardinas de Frank.

“Me pregunto si a Thad Stevens le hubiera gustado esto”, pensó Doremus. “Habría gruñido como un viejo lince acorralado. ¡Pero seguro que no habría dicho ni mu acerca del whisky!”

“Doremus”, preguntó Tasbrough, “¿por qué no lo entiendes de una vez? Todos estos años te has divertido mucho criticando. Siempre contra el Gobierno, tomándole el pelo a todo el mundo y haciéndote pasar por un tipo tan liberal, que podría soportar a todos esos elementos subversivos. Ya es hora de que dejes de jugar con ideas locas. ¡Ven y únete a la familia! Esta es una época delicada. Probablemente haya veintiocho millones de personas que reciben ayudas del Estado y el asunto está empezando a ponerse feo; ahora, todos creen que tienen derecho a ser mantenidos.”

“Y los comunistas y financieros judíos están conspirando entre ellos para controlar el país. Puedo entender que, de joven, pudieras mostrar un poco de solidaridad por los sindicatos e incluso por los judíos. Aunque, como bien sabes, nunca podré perdonarte del todo por ponerte del lado de los huelguistas cuando esos matones intentaron arruinarme el negocio, incendiando mis talleres de pulido y tallado. ¡Pero si incluso te llevabas bien con ese asesino extranjero llamado Karl Pascal, que inició toda la huelga! ¡Cómo disfruté despidiéndole cuando todo acabó!”

“Pero bueno, esos mafiosos del mercado laboral se están juntando ahora con los líderes comunistas y están decididos a dirigir el país; ¡a decirnos a la gente como yo cómo tenemos que dirigir nuestros negocios! Y como dijo el general Edgeways, se negarán a servir al país si nos vemos arrastrados a cualquier guerra. ¡Sí, señores! Estamos en una época muy delicada y ya es hora de que te dejes de charlas y te unas a los ciudadanos realmente responsables”

Doremus respondió: “Bueno, sí. Estoy de acuerdo en que es una época delicada. Con todo el descontento que se palpa en el país entero, perfecto para arrastrarle al cargo, ese senador Windrip tiene una oportunidad excelente para ser elegido presidente el próximo noviembre y, si sale elegido, probablemente su panda de buitres nos meterá en alguna guerra, aunque solo sea para fomentar su orgullo demente y mostrarle al mundo que somos la nación más machota del planeta. Y entonces a mí (el liberal) y a ti (el plutócrata y conservador falso) nos darán el paseíllo y nos fusilarán a las tres de la madrugada. ¡Ya verás qué delicado!”

“¡Anda! ¡Estás exagerando!”, replicó R. C. Crowley.

Doremus continuó: “Si el obispo Prang, nuestro Savonarola particular en Cadillac, pone al público de su programa de radio y a su Liga de Hombres Olvidados del lado de Buzz Windrip, este ganará. La gente creerá que le está votando para fomentar más seguridad económica. ¡Y entonces llegará el reinado del terror! Dios sabe que se han dado pruebas suficientes de que podemos tener una tiranía en Estados Unidos: el arreglo de los aparceros en el sur, las condiciones laborales de los mineros y productores de tejidos y el haber tenido a Mooney tantos años en la cárcel. ¡Pero espera hasta que Windrip nos enseñe cómo hacerlo con ametralladoras! La democracia (aquí, en Gran Bretaña y en Francia) no ha producido una esclavitud tan triste como la del nazismo en Alemania, ni un materialismo tan hipócrita y represor de la imaginación como el de Rusia; aunque haya fabricado industriales como tú, Frank, y banqueros como tú, R. C., y os haya concedido demasiado poder y dinero. En general, con excepciones vergonzosas, la democracia ha otorgado al trabajador común más dignidad de la que tuvo nunca. Puede que esto se vea amenazado ahora por Windrip, por todos los Windrips. ¡De acuerdo! Quizá tengamos que luchar contra una dictadura paternalista con un buen parricidio: metralletas contra metralletas. Esperad a que Buzz se haga cargo de nosotros. ¡Será una verdadera dictadura fascista!”

“¡Tonterías, tonterías!”, gruñó Tasbrough. “Eso no podría pasar aquí, en Estados Unidos. ¡De ninguna manera! Somos un país de hombres libres.”

“La respuesta a tu afirmación”, sugirió Doremus Jessup, “si el Sr. Falck me lo permite, es ‘¡y un cuerno que no!’. ¡Anda! No existe un país en el mundo que se pueda poner más histérico (¡sí, e incluso volverse más servil!) que Estados Unidos. Mirad cómo Huey Long se convirtió en el monarca absoluto de Luisiana y cómo el honorable senador Berzelius Windrip es dueño de su estado. Escuchad al obispo Prang y al padre Coughlin en la radio: ¡oráculos sagrados para millones de personas! ¿Recordáis con qué indiferencia han aceptado la mayoría de los estadounidenses la corrupción demócrata de Tammany Hall, las bandas mafiosas de Chicago y la falta de honestidad de muchos de los cargos designados por el presidente Harding? ¿Pueden ser peores los grupos de Hitler o de Windrip? ¿Os acordáis del Ku Klux Klan? ¿Y de nuestra histeria durante la guerra, cuando llamábamos ‘repollo Libertad’ al chucrut y hubo gente que incluso propuso llamar a la rubeola, ‘sarampión Libertad’?2 ¿Y de la censura de la prensa honesta durante la guerra? ¡Tan horrible como en Rusia! ¿Recordáis cómo besábamos los pies de Billy Sunday, el evangelista del millón de dólares, y de Aimée McPherson, quien, según decía, nadó desde el océano Pacífico hasta el desierto de Arizona y consiguió salirse con la suya? ¿Os acordáis de Voliva y la madre Eddy? ¿Y qué me decís de nuestro miedo a los rojos y los católicos, cuando toda la gente bien informada sabía que los miembros de la O.G.P.U. (policía política soviética) estaban escondidos en Oskaloosa y que los republicanos en contra de Al Smith les habían contado a los montañeses de Carolina que si Al ganaba, el Papa haría que sus hijos fueran ilegítimos? ¿Os acordáis de Tom Heflin y Tom Dixon? ¿Y cuando los legisladores paletos de ciertos estados, obedeciendo a William Jennings Bryan (que aprendió biología gracias a su anciana abuela beata), se establecieron como experimentados científicos e hicieron que el resto del mundo se partiera de risa prohibiendo la enseñanza de la teoría de la evolución? ¿Y recordáis a la escuadra nocturna de vigilantes en Kentucky? ¿Y cuántos trenes llenos de gente han ido a disfrutar de los linchamientos? ¿Que no puede pasar aquí? La Ley Seca consistió en abatir a gente a tiros solo porque quizá transportaban alcohol. ¡No, eso no podría pasar en Estados Unidos! ¿En qué otra época de la historia ha estado un pueblo tan preparado para una dictadura como el nuestro? Ahora mismo estamos listos para iniciar una cruzada infantil, aunque con adultos. ¡Y los excelentísimos reverendos Windrip y Prang están preparados para liderarla!”

“Bueno, ¿y qué si lo están?”, protestó R. C. Crowley. “Quizá no sea algo tan malo. No me gustan todos esos ataques constantes e irresponsables contra nosotros, los banqueros. Por supuesto, el senador Windrip tiene que fingir públicamente que reta a los bancos pero, en cuanto llegue al poder, les dará su merecida influencia en la administración y seguirá nuestro asesoramiento financiero. Sí. ¿Por qué te asusta tanto la palabra ‘fascismo’?, Doremus. Es solo una palabra, ¡una palabra! Y quizá no sea algo tan malo, con la cantidad de vagos que tenemos hoy en día mendigando ayudas estatales y viviendo de mis impuestos y los tuyos. Al menos no es peor que tener a un hombre fuerte de verdad, como Hitler o Mussolini (o como Napoleón o Bismarck en los buenos tiempos), que dirija el país de verdad, para que sea eficiente y próspero de nuevo. En otras palabras, un médico que no aguante insolencias, sino que realmente mande al paciente y le haga ponerse bien, ¡tanto si le gusta como si no!”