Sola ante el León

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Mi conciencia estaba confusa en cuanto a si debería volver sola a la iglesia o no. Finalmente, llegué a una conclusión: “Dios está por encima de mis padres. Además, ellos no conocen mi meta: yo quiero ser una santa”. Era mi mayor secreto. Estaba dispuesta a pagar cualquier precio, incluso a enfrentarme a la desaprobación de mis padres. Pero nunca tuve que hacerlo porque ellos nunca se enteraron de mis visitas secretas.

♠♠♠

Estaba consagrada a la Virgen María desde el bautismo, así que tenía que participar en la procesión. El sacerdote caminaría bajo un palio llevado por cuatro hombres, sostendría la imagen dorada de un sol delante de su cara y las niñas arrojarían pétalos de rosa a su paso. ¡Qué maravilloso servicio sagrado tendría que realizar! Mi madre me hizo un vestido de organdí blanco con un cinturón azul claro. Me compró unos zapatos nuevos y una corona de rosas para la cabeza. ¡Estaba deseando que llegara ese día! Pero, de repente, todo se canceló porque comencé a toser. Nunca antes había estado enferma, ¿por qué tenía que enfermar gravemente de tos ferina? ¿Estaba Dios enfadado conmigo? ¡Mi madre le regaló a otra niña mi precioso vestido! ¡Me moría de celos! Tan solo tres días después, me encontraba lo suficientemente bien como para salir de nuevo. Eso me hizo sentir aún peor.

De vuelta a la escuela, Frida seguía sin aparecer por clase. El doctor había dicho que no podría asistir a clase hasta que le desapareciera la tos. Iba a llamarla todos los días a su casa, pero nunca me contestaban.

Un día, al pasar al lado de su pequeña casa vi unas macetas de preciosas flores blancas en el patio de atrás. Por fin, alguien se había interesado por Frida y había tenido un detalle con ella.

Mamá me envió a la tienda de Aline a comprar un poco de azúcar para las fresas. Subí los cuatro escalones de la entrada al ultramarinos y me puse a la cola detrás de una mujer con zapatos de piel de cocodrilo. Era alta y llevaba un abrigo de verano, una auténtica dama, muy diferente del resto de las mujeres de nuestra calle.

Cuando vi su mano izquierda con un guante de encaje, me di cuenta de quién era. Por fin, ¡allí estaba la maravillosa dama que tanto admiraba! Debí de quedarme boquiabierta. Menos mal que mi madre no podía verme.

Aline me susurró: “Simone, no te quedes con la boca abierta. La señora comió muchas cerezas y luego bebió agua”. ¡Qué decepción! ¿Acaso no sabía controlarse esa señora? No me había dado cuenta antes de la barriga tan grande que tenía. Solo había visto su preciosa blusa y su bonito collar. Pero ahora también podía ver su enorme barriga que parecía a punto de explotar. Me eché a un lado, y tan pronto como tuve la compra en mis manos, ¡salí corriendo lejos de aquella estúpida señora!

—Simone, ¿por qué no llevaste a Zita contigo a la tienda? —preguntó mamá.

—Zita está enferma y Claudine también. —Con el traje que mamá me había hecho jugaba a ser enfermera.

—Pero eso es solo un juego. Y Zita necesita salir —dijo mamá.

—¡Como está enferma, la vestiré y la llevaré en el carrito de Claudine!

Mamá se rió. Sabía cuánto me gustaba vestir a mi perrita y tumbarla de espaldas como a un bebé dentro del carrito y así sorprender a los que pasaban por el lado.

—Pero Zita necesita ahora ponerse de cuatro patas.

—Pero mamá, ¡está muy enferma! —yo lo sabía mejor que ella, era la enfermera.

—¿Cómo lo sabes?

—¿No te das cuenta de que cada día que pasa su cabeza empequeñece?

Mamá había echado el azúcar sobre las fresas.

—¿Ves?, todo el jugo de las fresas disolverá el azúcar. Cuando volvamos del jardín, las cocinaremos.

Teníamos una vista maravillosa desde nuestro jardín. En el horizonte, a un lado de la colina, se dibujaba la silueta azul de los Montes Vosgos. Al otro lado, estaban la Selva Negra y ¡un brillante sol!

—Vigila a Zita. Le encanta excavar agujeros en el suelo.

Evitarlo no era tarea fácil. Cuando Zita olía un ratón, era imposible detenerla y se ponía a cavar con todas sus fuerzas. Era difícil sacarla de los agujeros tirando de sus patas traseras.

De repente, nos sorprendió la oscuridad que apareció detrás de los árboles. Recogimos rápidamente las herramientas del jardín. Yo ya había puesto la correa a Zita para regresar a casa. Oímos un fuerte ruido, como el de una violenta ráfaga de viento y el cielo se tiñó de rojo. Una oscura nube pasó rápidamente sobre nuestras cabezas. Mamá me cogió de la mano y corrimos en busca de cobijo para protegernos de los “fuegos artificiales”. ¡Se había incendiado una granja!


Estaba consagrada a la Virgen María desde el bautismo, así que tenía que participar en la procesión. El sacerdote caminaría bajo un palio llevado por cuatro hombres, sostendría la imagen dorada de un sol delante de su cara y las niñas arrojarían pétalos de rosa a su paso. ¡Qué maravilloso servicio sagrado tendría que realizar! Mi madre me hizo un vestido de organdí blanco con un cinturón azul claro. Me compró unos zapatos nuevos y una corona de rosas para la cabeza. ¡Estaba deseando que llegara ese día! Pero, de repente, todo se canceló porque comencé a toser. Nunca antes había estado enferma, ¿por qué tenía que enfermar gravemente de tos ferina? ¿Estaba Dios enfadado conmigo? ¡Mi madre le regaló a otra niña mi precioso vestido! ¡Me moría de celos! Tan solo tres días después, me encontraba lo suficientemente bien como para salir de nuevo. Eso me hizo sentir aún peor.

De vuelta a la escuela, Frida seguía sin aparecer por clase. El doctor había dicho que no podría asistir a clase hasta que le desapareciera la tos. Iba a llamarla todos los días a su casa, pero nunca me contestaban.

Un día, al pasar al lado de su pequeña casa vi unas macetas de preciosas flores blancas en el patio de atrás. Por fin, alguien se había interesado por Frida y había tenido un detalle con ella.

Mamá me envió a la tienda de Aline a comprar un poco de azúcar para las fresas. Subí los cuatro escalones de la entrada al ultramarinos y me puse a la cola detrás de una mujer con zapatos de piel de cocodrilo. Era alta y llevaba un abrigo de verano, una auténtica dama, muy diferente del resto de las mujeres de nuestra calle.

Cuando vi su mano izquierda con un guante de encaje, me di cuenta de quién era. Por fin, ¡allí estaba la maravillosa dama que tanto admiraba! Debí de quedarme boquiabierta. Menos mal que mi madre no podía verme.

Aline me susurró: “Simone, no te quedes con la boca abierta. La señora comió muchas cerezas y luego bebió agua”. ¡Qué decepción! ¿Acaso no sabía controlarse esa señora? No me había dado cuenta antes de la barriga tan grande que tenía. Solo había visto su preciosa blusa y su bonito collar. Pero ahora también podía ver su enorme barriga que parecía a punto de explotar. Me eché a un lado, y tan pronto como tuve la compra en mis manos, ¡salí corriendo lejos de aquella estúpida señora!

—Simone, ¿por qué no llevaste a Zita contigo a la tienda? —preguntó mamá.

—Zita está enferma y Claudine también. —Con el traje que mamá me había hecho jugaba a ser enfermera.

—Pero eso es solo un juego. Y Zita necesita salir —dijo mamá.

—¡Como está enferma, la vestiré y la llevaré en el carrito de Claudine!

Mamá se rió. Sabía cuánto me gustaba vestir a mi perrita y tumbarla de espaldas como a un bebé dentro del carrito y así sorprender a los que pasaban por el lado.

—Pero Zita necesita ahora ponerse de cuatro patas.

—Pero mamá, ¡está muy enferma! —yo lo sabía mejor que ella, era la enfermera.

—¿Cómo lo sabes?

—¿No te das cuenta de que cada día que pasa su cabeza empequeñece?

Mamá había echado el azúcar sobre las fresas.

—¿Ves?, todo el jugo de las fresas disolverá el azúcar. Cuando volvamos del jardín, las cocinaremos.

Teníamos una vista maravillosa desde nuestro jardín. En el horizonte, a un lado de la colina, se dibujaba la silueta azul de los Montes Vosgos. Al otro lado, estaban la Selva Negra y ¡un brillante sol!

—Vigila a Zita. Le encanta excavar agujeros en el suelo.

Evitarlo no era tarea fácil. Cuando Zita olía un ratón, era imposible detenerla y se ponía a cavar con todas sus fuerzas. Era difícil sacarla de los agujeros tirando de sus patas traseras.

De repente, nos sorprendió la oscuridad que apareció detrás de los árboles. Recogimos rápidamente las herramientas del jardín. Yo ya había puesto la correa a Zita para regresar a casa. Oímos un fuerte ruido, como el de una violenta ráfaga de viento y el cielo se tiñó de rojo. Una oscura nube pasó rápidamente sobre nuestras cabezas. Mamá me cogió de la mano y corrimos en busca de cobijo para protegernos de los “fuegos artificiales”. ¡Se había incendiado una granja!

♠♠♠

Aunque el tiempo había mejorado y la temperatura había subido, Frida seguía sin venir a clase. “Mademoiselle, ¿por qué no puede venir Frida a clase?” En vez de contestar a mi pregunta, me acarició la cabeza.

—¿Todavía tose?

—¡Oh, no! Ya no tose. Ahora está en el cielo.

—¡Ah! Ahora entiendo.

—¿Qué entiendes?

—Las macetas con flores blancas que vi.

Al pasar por enfrente de su humilde casa con las contraventanas cerradas, empecé a llorar. Las flores se habían marchitado. Ellas también habían muerto. No podía seguir mirando. Mi dolor por la partida de Frida hacia el cielo me hizo cruzar la calle. Aun así, sentí un gran alivio por ella. Ya no volvería a toser, sino que se sentaría en una nube y tocaría el arpa. ¿Me estaría viendo?

 

Tocaba clase de catecismo. ¿De qué nos hablaría el sacerdote hoy?

—Es necesario distinguir entre el infierno y el purgatorio. Cuando un pecador muere, puede evitar quemarse eternamente en el infierno si antes recibe la extremaunción. Cuando el pecador está moribundo, se llama a un sacerdote para que le confiese todos sus pecados sin excepción. Una vez hecho esto, el moribundo puede recibir la Comunión. Puede que no vaya al cielo directamente, pero al menos irá al purgatorio. Este es una antesala del infierno, donde se atormenta con fuego a los muertos, pero de la que se puede salir una vez se hayan expiado todos los pecados. La duración del tormento se puede acortar si los familiares del muerto le piden al sacerdote que celebre misas en su nombre. Además, la familia debe ofrecer sacrificios y rezar por el muerto.

Esa noche fue horrorosa. Vi a Frida y a la señora elegante con su barriga gimiendo entre llamas. Los bomberos tenían rabo como el Diablo, sus caras eran de color rojo intenso y las dos se ahogaban en un río de fuego. A causa del crepitar de las llamas, los santos no podían oír mis rezos. Me desperté gritando. Mamá se sentó al borde de la cama y me secó el sudor que me bañaba la frente debido al miedo. Mi cama era un lío de sábanas. Mamá las ordenó, me arropó y me dio un beso. Me volví a quedar dormida del agotamiento, pero una pesadilla igual de horrible volvió a aterrorizarme. A la noche siguiente, no me quería ir a dormir. Mi cama se había convertido en un infierno.

La cabeza de Zita recuperó su tamaño habitual. ¡Había tenido cachorros! Poco después, la señora elegante pasó por mi lado un día soleado empujando un carrito de bebé. Su barriga también había encogido. Corrí apresuradamente hacia mamá y le pregunté:

—¿Las madres llevan a sus bebés en la barriga como Zita?

Tras la respuesta de mamá, me quedó claro que la señora Huber y Aline ¡eran unas mentirosas!

—Pero, entonces, ¿por qué dice la gente que debo dejarle un azucarillo a la cigüeña si quiero tener una hermanita?

—Eso es un cuento para los niños pequeños.

¡De nuevo me consideraban una niña pequeña! Y yo ya no lo era.

—Mamá, ¿por qué mienten los adultos?

No obtuve respuesta.

—¿Acaso Dios no dice: “No debes mentir”? ¿No tienen miedo de ir al infierno?

Esa noche, bajo las sábanas, me resolví a evitar a la señora Huber. No pensaba volver a dirigirle la palabra. Pero, ¿por qué no respondió a mi pregunta mamá? ¿Por qué mienten los mayores a los niños? ¡Tendría que tener cuidado con ellos a partir de entonces! Todo eso me puso de muy mal humor.

♠♠♠

Era fantástico tener como compañero de juegos a papá: siempre me animaba a probar cosas nuevas. La peonza que el tío Germain me había hecho me estaba dando problemas. Perdía velocidad y enseguida comenzaba a tambalearse hasta caer y quedarse inmóvil. Para poner la peonza en movimiento, tenía que enrollarle el cordón alrededor, poner la punta en un llano y soltarla tirando del cordón.

—Sigue intentándolo. Lo harás mejor la próxima vez —me decía papá desde el balcón desde donde me observaba. No bajaban coches por nuestra calle, así que la tenía toda para mí. Algunos de nuestros vecinos, que se pasaban las tardes de verano sentados sobre los cojines mirando por la ventana, se metían conmigo. Eso me impelía a volver a intentarlo. Pero, aunque aún no se había puesto el Sol, llegó la hora de irme a la cama. Hacía tanto calor que mamá decidió no cerrar las contraventanas completamente.

—¡Mamá! ¡Papá! ¡Socorro, corred, socorro! ¡Está ardiendo todo!

Una fuerte luz roja anaranjada había inundado mi habitación. Papá me sacó en brazos de la cama y me acercó al balcón. Las señoras Huber, Beringer, Eguemann… todas habían salido a contemplar aquella espectacular gama de colores. El Sol se había puesto, la línea azul de la montaña se había vuelto negra, el cielo había adquirido un color rojo intenso, y abajo, nuestro vecino adolescente John tocaba un “blues” con su mandolina.

—¿Quién abrió la puerta del infierno?

—Eso no es el fuego del infierno. ¡Es una puesta de sol maravillosa!

—¡Pero solo un fuego gigante puede teñir el cielo de un rojo tan intenso!

Mamá y papá se miraron uno al otro y negaron con la cabeza.

—Estoy segura de que es el infierno porque el sacerdote dijo que las personas solo pueden bajar al infierno o subir al cielo —insistí.

Papá me explicó algo acerca del fuego y lava que hay en el interior de la Tierra, lo que confirmó mi idea del infierno y me aterrorizó todavía más. Mamá me llevó de nuevo a la cama. Se sentó conmigo y me repitió una vez más que no era el infierno, sino el Sol.

—No tengas miedo del infierno. Tenemos santos que rezan por nosotros, además del ángel de la guarda.

Eso no me consoló porque sabía lo malo que era morir sin estar preparado.

¡Y si mis padres morían por la noche! ¡Qué horror! Cada noche entraba a hurtadillas en la habitación de mis padres para ponerles el dedo bajo la nariz, y así asegurarme de que seguían respirando. ¡Solo así podía dormir!

Un domingo, como de costumbre, salimos los tres a dar un paseo después de comer y pasamos por delante de una fonda con un jardín. Yo recordaba haber estado allí cuando contaba tres años. Había bailado sobre una mesa y los clientes me habían aplaudido. Papá también lo recordaba y me dijo con voz firme y severa:

—¿Recordáis este lugar? Después de lo que pasó aquí, llegué a una conclusión: ¡Mi hija nunca se dedicará al espectáculo!

¡Totalmente de acuerdo! Aquella advertencia era innecesaria. Ahora era una chica formal, pronto cumpliría los siete años. Ya estaba al corriente de lo que eran la enfermedad, la muerte, el purgatorio, el infierno y de que Dios nos mandaba toda clase de vicisitudes para probar nuestra fe. Mis padres intentaron animarme, pero mi infancia libre de preocupaciones y pesares había llegado a su término. En la escuela, la educación religiosa que había recibido me enseñó lo dolorosa que podía ser la vida en la Tierra y cuánto esfuerzo se requería para llegar a ser una santa. Y este era mi mayor deseo.

Este año de educación religiosa intensiva me había sumido en un estado de temor continuo, de temor a Dios, un padre duro y exigente. No tenía ganas de bailar. ¿Cómo podría hacerlo?

Sentada en una banqueta estaba dando clase a Claudine. Quería enseñarle la pronunciación del alfabeto alemán. A mamá le tocaba limpiar las escaleras de nuestro rellano. Como ella era de la opinión de que deberían encerarse hasta brillar, siempre se quejaba de que nuestra vecina las limpiara solo con agua. La oí hablar con alguien en las escaleras. De repente, entró a por algo y volvió a salir.

—Los leeré —oí decir a mamá—. Creo que Dios debe de estar durmiendo y no ve todo lo que está pasando. Me interesa saber lo que piensan ustedes.*

¡No podía entender por qué mamá había dicho algo así! ¿Y si iba al infierno por eso? ¡Me arrodillé desesperada ante mi altar y le supliqué a los santos que abogaran en su favor para que Dios no se enojara con ella! ¡Estaba tan preocupada por su alma!

Ese mismo día me tocó lavar los platos, pero no era capaz de limpiar la comida quemada del fondo de las ollas.

—Le echaremos un poco de agua para que se reblandezca y luego será más fácil limpiarlas —me dijo mamá medio ausente. Colocó las ollas sobre un estante en el balcón detrás de una persiana que había puesto para que los vecinos no pudieran ver el interior de la cocina. ¡Las ollas se quedaron fuera durante días!

Mamá estaba entusiasmada con los folletos que había recibido. Fue a la librería y compró una Biblia. Se pasaba los días leyendo, ya casi no cocinaba. Desde el día en que me había prohibido ir a la iglesia sola, no había vuelto a asistir ni para confesarse ni para la comunión. Comenzó a ir a otra iglesia católica cercana, pero, después de un tiempo, decidió no volver a ir a misa nunca más. Así que papá y yo íbamos solos. Papá parecía muy triste, y yo no estaba mucho mejor. Ni siquiera la maravillosa música del órgano conseguía hacer que me sintiera mejor.

Mi madre incluso se olvidó de cocinar. “Lee demasiado”, me dije a mí misma.

Una noche, cuando ya estaba en la cama, pude oír las voces de mis padres. Estiré el cuello para poder oírlos mejor. Seguro que se trataba de un secreto que yo no podía saber. Tenía que averiguarlo. Intenté oír de lo que estaban hablando mientras me deslizaba pegada a la pared. La voz de papá sonaba insistente, y la de mamá, aunque un poco más baja, era firme. La oí decir algo sobre la libertad de practicar la religión según su propia conciencia.

—¡Somos católicos! —repetía papá.

“¡Eso estaba claro! ¿En qué estaba pensando papá?”, me pregunté. No pude oír la respuesta de mamá.

Papá se enfadó mucho y le respondió:

—Tenemos que ser fieles —y añadió algo acerca de una piedra en Roma llamada Pedro y el Papa que se sienta encima. De repente, papá se levantó y yo retrocedí apresuradamente para volver a la cama, pero ya era demasiado tarde. Me había visto. Salió indignado del salón y le dijo a mamá:

—¡Haz lo que quieras!

Siguió andando, pero de repente se dio la vuelta y, dirigiéndose a mamá, le dijo enfáticamente:

—¡Te prohíbo que le hables a Simone de tus ideas y de lo que lees!

¡Ninguno se había acordado de mí! ¡Me habían ignorado y tratado como a un bebé! Quería gritar de rabia. Estaba tan enfadada con papá que me resolví a protestar.

La primera cosa que le pregunté a mi madre por la mañana fue:

—¿Qué lees todos los días, mamá?

—Publicaciones bíblicas.

—¿Qué es eso?

—La Biblia es la Palabra de Dios.

—Yo también quiero leerla.

—Más tarde.

—No, ahora.

—Simone, prometí a tu padre que no te enseñaría la Biblia protestante ni ninguna otra publicación de ese tipo.

¡Ya sabía yo que me estaban ocultando algo!

—¡Pero papá no está aquí!

—Pero yo se lo he prometido.

—¡Papá no te verá y yo no se lo diré!

—Eso no estaría bien, sería mentir. Mira pequeña, tu padre trabaja mucho para poder darte algo que comer y pagar el alquiler de la casa. Así que tiene el derecho de tomar ciertas decisiones que conciernen a tu educación.

Por dentro, yo me moría de rabia.

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué no pudo leer lo que yo quiera?

En nuestra casa se respiraba un ambiente enrarecido. Mamá seguía sin ir a la iglesia, pero al menos ya no se le quemaba la comida. Papá apenas hablaba, ¡ni siquiera del socialismo! Saludaba a mamá de manera mecánica, sin ternura ni entusiasmo, solo con preguntas.

—¿A quién has visto? ¿Adónde has ido?

¡Qué preguntas más tontas! Papá sabía que solo visitaba al vendedor del ultramarinos, al carnicero y al panadero. ¿Por qué no la dejaba tranquila? Cierto día, su interrogatorio fue peor.

—¿Me estás diciendo que los hombres que te dieron estos folletos no han vuelto?

—Efectivamente, no han vuelto y eso me molesta porque tengo muchas preguntas que hacerles.

Esta respuesta no satisfizo a papá. Estaban tan inmersos en su conversación que no se dieron cuenta de mi presencia. Papá seguía.

—¿Quién te trajo estos otros folletos?

—Los encargué yo —y acto seguido sacó nerviosa un paquete marrón con sellos—. Aquí tienes la prueba —añadió enfadada.

—¿Por qué encargaste tantos? Y ¿dónde están todos?

—Encargué tres diferentes folletos y ellos me mandaron diez ejemplares de cada clase.

—Y ¿qué hiciste con ellos?

—Se los di a algunos vecinos del edificio y de nuestra calle.

Papá movió la cabeza enojado.

Yo estaba escondida en una esquina de la habitación y pensaba que papá había olvidado mi presencia. Quería seguir pasando inadvertida.

Miró a mamá a los ojos y dijo recalcando cada palabra:

—¿Ahora te dedicas a distribuir propaganda?

Mamá palideció. ¿Se defendería ahora? ¡Yo lo haría en su lugar! Papá la estaba tratando como a una niña.

Después de unos segundos le respondió:

—Adolphe, todos tienen el mismo derecho de escoger que nosotros, pero para poder hacerlo, deben tener esa opción. Esto no es propaganda.

Pensé, “¡Bien hecho, mamá!”. Y sin darme cuenta, comencé a murmurar que la gente tenía derecho a leer lo que quisiera y que yo también lo haría. Ambos se giraron para mirarme fijamente, y luego enmudecieron.