Los perfeccionistas

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Pero entonces, ¿quién lo inventó? No son pocos los que sostienen que fue Henry Maudslay y que lo hizo en “un taller secreto donde había máquinas curiosas… construidas por el señor Maudslay con sus propias manos”, propiedad de John Bramah. Otros dicen que fue Bramah. Otros refutan enteramente la idea de que Maudslay haya tenido algo que ver, y afirman categóricamente que ni lo inventó ni pretendió nunca arrogárselo. Según las enciclopedias, el primer carro fue en realidad hecho en Alemania, donde alguien lo vio en una ilustración de un manuscrito de 1480. Al científico ruso Andrey Nartov, que ostentó en el siglo xviii el título de artesano personal del zar Pedro el Grande, se lo reverenciaba como el más consumado maestro de Europa en el arte de operar el torno (e instruyó en sus métodos al entonces rey de Prusia) y se dice que fabricó un carro transversal funcional (y lo llevó a demostrar a Londres) en una fecha tan temprana como 1718. Y por si alguno dudara de la historia de San Petersburgo, puede demostrarse con bastante certeza que un francés de nombre Jacques de Vaucanson construyó uno en 1745.

Chris Evans, un profesor de Carolina del Norte que ha escrito abundantemente sobre los primeros años de la ingeniería de precisión, destaca las atribuciones encontradas y nos previene de hacer de esta historia la del “inventor heroico”. Mucho mejor reconocer, afirma, que la precisión es hija de muchos padres, que sus adelantos invariablemente se solapan, que existen muchas fronteras indeterminadas entre las distintas disciplinas a las que puede aplicarse la palabra precisión, y que, en sus años mozos, fue un fenómeno en constante evolución a lo largo de tres siglos de asombro decreciente. Se trata, en otras palabras, de una historia mucho menos precisa que su tema.

Dicho esto, el legado principal de Henry Maudslay es, sin lugar a dudas, memorable, porque a su asociación con John Bramah siguieron otros inventos y proyectos. Dejó de ser su empleado en un berrinche, cuando su solicitud de incremento de sueldo –en 1797 ganaba treinta chelines a la semana– le fue negada, a su parecer, groseramente.

Maudslay no tardó en desentenderse del reducido mundo de fabricar cerraduras en el oeste londinense y se lanzó –hasta, podríamos decir, inauguró– al mundo de la producción en serie. En el camino creó los elementos para fabricar en masa un componente vital para los navíos de vela británicos. Construyó las maravillosamente complejas máquinas que durante los siguientes ciento cincuenta años fabricarían los cuadernales de los barcos, partes esenciales del aparejo de un navío que contribuyeron a desarrollar la capacidad de la Marina Real para surcar, vigilar y, por un tiempo, adueñarse de los mares del mundo.

Todo esto fue producto del más feliz golpe de suerte y, como sucedió en Piccadilly con la cerradura de Bramah, un escaparate (el del tallercito de Henry Maudslay) y la orgullosa exhibición al público del tornillo de bronce de cinco pies de largo que Maudslay fabricara en su torno y colocara en aquella vitrina, en el lugar principal como anuncio de su competencia, jugaron un papel importante. Cuenta la leyenda marinera que poco después de que montara la exhibición de su tornillo se presentó la afortunada casualidad. Participaron en ella los dos personajes que montarían la fábrica de cuadernales, y que juraron hacerlo sin fallar, para satisfacer una necesidad creciente y urgente.

A mediados del siglo xviii se había levantado en Southhampton, ciudad portuaria del sur de Inglaterra, algo parecido a una fábrica de cuadernales, que se encargaba de aserrar y hacer muescas en las partes de madera, pero gran parte del acabado debía hacerse todavía manualmente y, en consecuencia, la cadena de suministro era, en el mejor de los casos, impredecible. Asegurar el abasto se convirtió de pronto en algo vital para la sobrevivencia de Inglaterra.

Gran Bretaña había estado en guerra con Francia de manera intermitente casi todo el final del siglo xviii y la aparición en escena de Napoleón Bonaparte, terminada la Revolución francesa, convenció a Londres de que sus ejércitos tendrían que estar listos para entrar en acción también durante aquellos años iniciales del xix. De los dos cuerpos de guerra británicos, el Ejército y la Armada Real, fueron los almirantes quienes acapararon el presupuesto bélico, y los muelles de los puertos británicos pronto se erizaron con navíos de gran tonelaje prestos a hacerse a la mar en un santiamén para enseñar al enemigo francés, especialmente a Napoleón, quién era el que mandaba. Los astilleros se afanaban en construir barcos, los diques secos en repararlos, y por todos los mares, del canal al Nilo y de la Berbería a la península de Coromandel, pululaban inmensos bajeles ingleses, poderosos e infatigablemente al acecho.

Todos, naturalmente, eran navíos de vela. En su mayoría, embarcaciones enormes con un casco de madera y una quilla forrada de cobre, con tres cubiertas de cañones y altísimos mástiles de pino de Norfolk que cargaban vastas extensiones de velamen de lona. Y todo el velamen de la época era unos lienzos de lona colgados, sostenidos y controlados por medio de cordajes interminables –estayes y amantillos, barbiquejos y brandales–, la mayoría de los cuales tenían que pasar a través de sistemas de macizas poleas de madera que los marineros llamaban simplemente bloques o cuadernales, parte de los trebejos de un buque de guerra que dentro y fuera del mundo de la navegación se conocen como aparejos.

Un navío grande podía tener hasta 1.400 cuadernales de distintos tipos y tamaños dependiendo del uso requerido. Un cuadernal con una sola polea podía bastar para que un marino izara una gavia, por ejemplo, o moviera una botavara de una posición a otra. Izar un objeto muy pesado (un ancla, digamos) podía requerir un aparejo de seis cuadernales, cada cual con tres garruchas o poleas, y con una cuerda que pasara por todos los seis, de manera que un solo marino pudiera tirar con fuerza de unas pocas libras para levantar un ancla de media tonelada. La física de los aparejos, que todavía se enseña en las buenas escuelas primarias, muestra cómo aun el sistema de poleas más rudimentario puede ofrecer una ventaja mecánica considerable, y combina esta potencia con un grado parejo de sencillez y elegancia.

Los cuadernales de los barcos son por tradición excepcionalmente robustos, pues tienen que resistir años de mares embravecidos, vientos helados, humedades tropicales, el feroz calor de la calma chicha, las salpicaduras del agua salada, las cargas enormes y el descuidado manejo de los marinos más rudos. En los tiempos de la navegación a vela, los cuadernales se hacían por lo general de madera de olmo, con placas de hierro atornilladas a los costados, ganchos de hierro sujetos firmemente a sus extremos superior e inferior y con las poleas o garruchas encajadas entre los costados, alrededor de las cuales se pasaban las cuerdas. Las poleas mismas a menudo estaban hechas de Lignum vitae, la misma madera dura y sin necesidad de lubricante que usó John Harrison para los engranajes de algunos de sus relojes. La mayoría de los modernos cuadernales tienen poleas de aluminio o de acero y estos mismos se fabrican de metal, excepto cuando el barco quiere ostentar un aire antiguo, en cuyo caso presume de muchos herrajes de bronce y madera de encino barnizada.

De ahí la aguda preocupación de la Armada Real al comienzo del siglo xix. Una Francia napoleónica crecientemente rijosa se extendía apenas a treinta kilómetros cruzando el canal, y un sinnúmero de conflictos marítimos reclamaban la atención de la Marina británica en muchos otros lados. Lo que más preocupaba a los almirantes no era tanto construir suficientes barcos, sino el abasto de los vitales cuadernales sin los cuales los barcos, para decirlo sin rodeos, no podían hacerse a la mar. El Almirantazgo requería 130.000 cuadernales cada año, en tres tamaños principalmente, y hasta entonces la complejidad de su construcción implicaba su manufactura. Decenas de ebanistas en el sur de Inglaterra y sus alrededores se afanaban originalmente en esta tarea, pero era un sistema de abasto notoriamente precario.

Conforme las hostilidades en el mar empezaron a hacerse cada vez más recurrentes, el clamor por un sistema más eficiente se hacía más ensordecedor. El inspector general de obras navales, a la sazón sir Samuel Bentham, se decidió finalmente a ponerse manos a la obra y enderezar las cosas. En 1801 se acercó a él un personaje llamado sir Marc Brunel para decirle que se le había ocurrido un plan específico para lograrlo.4

Brunel, un realista exiliado de esa misma inestabilidad francesa que tan agobiados tenía a los lores del Almirantazgo –aunque primeramente había emigrado a Estados Unidos y había ocupado el cargo de ingeniero en jefe de la ciudad de Nueva York antes de volver a Inglaterra para contraer matrimonio–, había estudiado la mecánica del problema de la fabricación de los cuadernales. Conocía las distintas operaciones necesarias para obtener un cuadernal terminado –eran por lo menos dieciséis; de apariencia sencilla, un cuadernal era en realidad tan complicado de hacer como esencial de tener– y Brunel había esbozado diseños para unas máquinas que en su opinión podrían producirlos.5 Solicitó una patente y la obtuvo en 1801: “A New and Use-ful Machine for Cutting One or More Mortices Forming the Sides of and Cutting the Pin-Hole of the Shells of Blocks, and for Turning and Boring the Shivers and Fitting and Fixing the Coak Therein” [Nueva y útil máquina para cortar una o más muescas en los costados y perforar el agujero en la carcasa de los cuadernales, para tornear y horadar las poleas, ensamblar y fijar los bujes].

Su diseño era revolucionario en más de un sentido. Ponía a una misma máquina a realizar dos operaciones (una sierra circular, por ejemplo, podía también cortar las muescas). El excedente de movimiento de una máquina se transmitía a la vecina, estableciendo una suerte cadena. La necesaria coordinación de las máquinas una con otra obligaba a que el trabajo de cada una se ejecutara con la mayor precisión, puesto que una medida equivocada introducida en el sistema por una máquina mal ajustada producía un efecto parecido al de un virus en un ordenador hoy día: cada minuto que pasa se replica y amplifica hasta infectar todo el sistema y obligarlo a detenerse. Y para reiniciar un sistema de enormes máquinas de hierro propulsadas por vapor, balancines que agitan sus brazos, correas que zumban y volantes que giran estruendosamente hacía falta algo más que pulsar un botón y esperar medio minuto.

 

Dada la complejidad del sistema que había vendido a la Marina, era imperativo para Brunel encontrar un ingeniero que quisiera y pudiera construir tal conjunto de máquinas inexistentes y asegurarse de que fuesen capaces de la fabricación repetida, con gran precisión, de decenas de miles de los cuadernales que la Armada necesitaba con premura.

Aquí es donde entra en escena el escaparate de Henry Maudslay. Un viejo amigo de Brunel de cuando vivía en Francia, también inmigrante, un tal M. de Bacquancourt, acertó a pasar un día por delante del taller de Maudslay en Margaret Street y vio destacado en el escaparate el afamado tornillo de bronce de cinco pies de largo que Maudslay había fabricado en su propio torno. El francés entró al taller, estuvo charlando con algunos de los ochenta operarios y después con el jefe en persona, y salió de allí con la firme convicción de que si había un hombre en Inglaterra que pudiera hacer el trabajo que Brunel necesitaba, había dado con él.

Así que Bacquancourt habló con Brunel y este pidió cita a Maudslay en Woolwich y fue a verlo. Como parte de la entrevista, Brunel procedió a mostrar al joven un plano de una de las máquinas que había diseñado, en el cual Maudslay –que tenía la capacidad para interpretar planos igual que los músicos leen partituras: con la facilidad que otros leen un libro– reconoció de inmediato que se trataba de un dispositivo para fabricar cuadernales. Construyeron modelos de las máquinas propuestas para mostrar al Almirantazgo cuál era la idea y Maudslay se puso manos a la obra, con un encargo formal del Gobierno.

Terminar el proyecto le llevó seis años. La Marina construyó una enorme nave de ladrillo en sus muelles de Portsmouth para alojar la flotilla de máquinas que iban a instalarse allí. Una tras otra, primero procedentes de su taller de Margaret Street y más tarde, por las necesidades de crecimiento de la compañía, de unas instalaciones en Lambeth, al sur del río Támesis, las revolucionarias máquinas de Maudslay comenzaron a llegar.

Serían en total 43, cada una de las cuales efectuaba alguna de las dieciséis operaciones distintas que transformaban un olmo derribado en un cuadernal listo para enviarse al almacén de la Marina. Cada máquina estaba hecha con piezas de hierro que la hacían sólida, resistente y capaz de ejecutar la operación asignada con el nivel de exactitud que exigía el contrato con la Marina. Había, pues, máquinas que aserraban madera, la prensaban y ranuraban, que hacían agujeros, estañaban ejes de hierro, pulían superficies, recortaban, acanalaban, cepillaban o lijaban hasta completar el cuadernal. Nació de pronto un nuevo léxico: aparecieron trinquetes y levas, flechas y cepillos, chaflanes y engranajes de tornillo, matrices y engranajes de corona, taladros coaxiales y máquinas bruñidoras.

Todo ello ocurría dentro del Portsmoth Block Mills, como se nombró a aquella fábrica de cuadernales que en 1808 se puso estruendosamente en marcha. Cada una de las máquinas de Maudslay recibía la fuerza motriz a través de bandas de cuero que no cesaban de girar y restallar, enlazadas en el otro extremo con largos ejes de hierro montados en el techo, a los que a su vez ponía a girar una enorme máquina de vapor Boulton-Watt de 32 caballos de fuerza, que rugía y echaba humo y vapor, alojada fuera de la nave, en su propia y ruidosa madriguera de tres pisos de altura.

La fábrica de cuadernales aún existe como testimonio de varias cosas; la principal es la impecable perfección de todas y cada una de las máquinas de hierro construidas a mano que se encuentran ahí dentro. Tan bien fueron hechas –son obras maestras, en ello coinciden la mayoría de los ingenieros actuales– que casi todas estaban en funcionamiento un siglo y medio después: la Armada Real fabricó los últimos cuadernales en 1965. Y el hecho de que muchas de las partes de la maquinaria (los ejes de hierro, por ejemplo) hubiesen sido fabricadas por Maudslay y sus operarios con exactamente las mismas dimensiones significaba que eran intercambiables, lo que tuvo implicaciones más generales para el futuro de la manufactura, como enseguida veremos, una vez que la importancia del concepto de intercambiabilidad fue reconocida por un futuro presidente de Estados Unidos.

Pero el Portsmouth Block Mills debe su fama a una segunda razón, que tuvo profundas consecuencias sociales. Fue la primera fábrica del mundo en ser movida en su totalidad por la potencia de una máquina de vapor. Es verdad que anteriormente hubo máquinas movidas por la fuerza del agua, de modo que el concepto de mecanización en sí mismo no era del todo nuevo. Pero la escala y el poderío de lo que se montó en Portsmouth eran algo distinto y se alimentaba de una fuente de potencia que no dependía de la época del año, ni del clima, ni de ninguna veleidad externa. Siempre que hubiese carbón y agua, y un motor construido bajo especificaciones de la mayor precisión, la fábrica a la que se suministraba fuerza motriz podía operar.

Las sierras y máquinas escopleadoras y taladros del futuro serían a partir de ahora movidos por motores. Estos motores (por lo pronto allí en Portsmouth y poco más tarde en miles de otras fábricas por todo el mundo fabricando otras cosas con otros medios) ya no tendrían que ser accionados, movidos o manipulados por el hombre. Los ebanistas, que en sus talleres habían hasta entonces cortado y ensamblado los cuadernales de la Marina, se habían convertido en las primeras víctimas de la fría indiferencia de la máquina. Donde una vez trabajaran más de cien diestros artesanos para satisfacer apenas el apetito insaciable de la Marina, ahora esta fábrica estruendosa podía hacerlo con facilidad, sin despeinarse. La fábrica de cuadernales de Portsmouth produciría los 130.000 cuadernales requeridos cada año, un cuadernal terminado cada minuto de cada jornada de trabajo, y sin embargo bastaba una tripulación de diez hombres para operarla.

La precisión se cobraba sus primeras víctimas. Porque estos hombres no necesitaban tener habilidades especiales. No hacían más que alimentar troncos en la tolva de la cortadora y, más tarde, acarrear los cuadernales terminados y apilarlos en los almacenes; o bien cogían sus aceiteras y un montón de estopa y se dedicaban a engrasar, lubricar, limpiar y echar un ojo avizor al maelstrom escandaloso y trepidante de leviatanes verdinegros con ribetes de bronce, que no dejaban de hacerles burla mientras se revolvían, giraban, eructaban, se mecían y alzaban, hendían, aserraban y taladraban; una inmensa orquesta de máquinas apretujadas en el gigantesco y flamante edificio.

Las consecuencias sociales fueron inmediatas. En el haber del libro mayor, las máquinas eran precisas, su trabajo era exacto. Los lores del Almirantazgo se declararon satisfechos. Brunel recibió un cheque por el monto ahorrado durante un año: 17.093 libras esterlinas. Maudslay recibió 12.000 libras más el aplauso de la gente y de la fraternidad ingenieril, y ganó fama perenne como uno de los personajes más importantes en los albores de la ingeniería de precisión y uno de los principales impulsores de la Revolución Industrial. El programa de construcción naval de la Marina Real podía ahora progresar según lo previsto, y con los escuadrones, flotillas y flotas que pronto se comenzaron a pertrechar, los británicos se encargaron de poner punto final a las guerras con Francia, no sin obtener beneficios.

Napoleón fue por fin derrotado y embarcado a su exilio en Santa Elena, a bordo de un navío de línea de tercera clase, con 74 cañones, el HMS Northumberland, escoltado por el más pequeño HMS Myrmidon, de sexta clase y 20 cañones. Las jarcias y otros cordajes de estos dos navíos iban aparejadas con unos mil seiscientos cuadernales, casi todos fabricados en la fábrica de Portsmouth; cortados y horadados con las máquinas de hierro de Henry Maudslay, todas ellas funcionando bajo la supervisión de diez operarios inexpertos contratados por la Marina.6

Pero el libro mayor tiene dos columnas, y en el debe cien calificados artesanos habitantes de Portsmouth se quedaron sin trabajo. Podemos imaginar que conforme pasaban los días y las semanas tras recibir su última paga y las gracias, ellos y sus familias se preguntarían qué había ocurrido; cómo fue que en el momento en que la demanda de productos visiblemente aumentó, la necesidad de trabajadores que pudieran fabricarlos se contrajo hasta desaparecer. Para este puñado de hombres de Portsmouth y para quienes dependían de ellos para su seguridad y sustento –un total más bien insignificante como para dar lugar a una inquietud política seria–, la aparición de la precisión no fue una buena noticia. Parecía beneficiar a quienes detentaban el poder; para los demás, era una desconcertante preocupación.

Hubo consecuencias sociales. La más conocida, principalmente por su violencia intermitente y espectacular, tuvo lugar a unos cientos de kilómetros al norte de Portsmouth y afectó específicamente a otra industria totalmente distinta. El ludismo, como se lo conoce hoy día, fue una revuelta contra la mecanización de la industria textil que tuvo sus primeros episodios hacia el norte de la región central de Inglaterra en 1811 y que no duraría mucho. Grupos de hombres enmascarados destruyeron telares mecánicos e irrumpieron en talleres para detener la fabricación de encajes y otros géneros finos. El Gobierno en turno se alarmó y por un tiempo impuso la pena de muerte para los convictos por destruir maquinaria; unos setenta luditas terminaron en el patíbulo, generalmente por infringir otras leyes contra el amotinamiento y por perjuicio criminal.7

Para 1816, los alborotadores habían perdido vapor y el movimiento en general amainó.8 Nunca se extinguió del todo, sin embargo, y la palabra ludita (de Ned Ludd, presuntamente el líder del movimiento) es de uso frecuente en el léxico actual, principalmente para referirse peyorativamente a quienes se resisten al canto de sirena de la tecnología. Este hecho sirve para recordar que, desde su mero comienzo, el mundo de la ingeniería basada en la precisión tuvo implicaciones sociales que no fueron necesariamente aceptadas ni bienvenidas por todos. Tuvo entonces sus críticos y sus Casandras; los tiene aún hoy día, como veremos.

Henry Maudslay estaba lejos de abandonar su carrera como inventor. Una vez que sus 43 máquinas para hacer cuadernales trabajaban con su feliz soniquete en Portsmouth, cuando su contrato con la Marina se dio por concluido y se hubo asegurado su reputación (“el creador de la era industrial”), hizo todavía dos aportaciones más a la historia de la complejidad y la perfección. Una de ellas fue un concepto; la otra, un aparato. Ambas son esenciales, aun a esta distancia de dos siglos, muy especialmente el concepto.

Se trata de la noción de lo plano, de que puede crearse una superficie, como lo formula el Oxford English Dictionary, “sin curvatura, cavidad o protuberancia”.9 Se refiere a la creación de una base a partir de la cual efectuar toda medición o manufactura precisas. Porque, como Maudslay bien se percató, una máquina-herramienta solo puede ser exacta si la superficie en la que la herramienta será montada es perfectamente llana, plana y horizontal, es decir, si su geometría es enteramente exacta.

La necesidad para un ingeniero de contar con una superficie de referencia plana es muy parecida a la de un navegante de contar con un cronómetro preciso, como el de John Harrison, o la de un agrimensor de contar con un meridiano preciso, como el que se trazó en Ohio en 1786 para dar comienzo a la cartografía formal de Estados Unidos. Para el asunto, más prosaico, de fabricar una superficie perfectamente plana, componente crítico del mundo hecho a máquina, bastó un poco de ingenio y un golpe de intuición. Ambos concurrieron a finales del siglo xviii en el taller de Henry Maudslay.

El proceso es la sencillez misma y la lógica que hay detrás, impecable. El Oxford English Dictionary la ilustra atinadamente con una cita del clásico de James Smith The Panorama of Science and Art [Panorama de la ciencia y el arte], publicado por primera vez en 1815: “Para tallar una superficie perfectamente plana es necesario tallar tres al mismo tiempo”. Aunque debe asumirse que este principio básico se conocía desde hacía siglos, la creencia general es que Henry Maudslay fue el primero en ponerlo en práctica, creando un estándar para la ingeniería que persiste hasta nuestros días.

 

Tan exacto es el micrómetro de Maudslay que se le dio el mote de “lord chancellor”,10 pues nadie se habría atrevido a discrepar de él

Tres es el número clave. Pueden cogerse dos placas de acero, tallarlas y pulirlas hasta creer que se ha alcanzado el plano perfecto. Luego, untando cada una con una pasta coloreada se tallan una contra la otra y revisando dónde se ha perdido el color y dónde no, como lo hace el dentista, un ingeniero puede comparar cuál de las dos es más plana. Pero esta comparación no es siquiera útil; no garantiza que ambas serán perfectamente planas, pues los errores en una de las placas pueden compensarse con errores en la segunda. Digamos que una de ellas es ligeramente convexa, que en el centro se abomba cosa de un milímetro. Bien puede ocurrir que la otra placa sea cóncava en ese mismo lugar y ambas se empalmen sin resquicios, dando la impresión de que una es tan plana como la otra. Solo comparando estas dos placas con una tercera, y volviendo a tallar, bruñir y pulir para eliminar todas las protuberancias, puede alcanzarse el plano absoluto (con las propiedades casi mágicas que tenían los bloques de calibración de mi padre).

Queda para el final la máquina de medir, el micrómetro. A Henry Maudslay, por lo general, también se le acredita haber fabricado el primero de estos instrumentos, sobre todo porque el suyo tenía el aspecto y la utilidad de un instrumento moderno. En honor a la verdad, es preciso decir que un astrónomo del siglo xvii, William Gascoigne, había construido un instrumento de apariencia muy diferente que hacía prácticamente lo mismo. Había insertado un calibrador en la mirilla de un telescopio. Con un tornillo de rosca fina, el usuario podía ajustar los extremos del calibrador para encerrar la imagen de un cuerpo celeste (la Luna, casi siempre) en el ocular. Un cálculo rápido, en el que intervenían el paso del tornillo en fracciones de pulgada, el número de giros necesarios para colocar el objeto entre las mordazas del calibrador y el largo focal de la lente del telescopio, permitían al observador calcular el “tamaño” de la Luna en segundos de arco.

Un micrómetro de banco, por otro lado, debía medir la dimensión real de un objeto físico: exactamente lo que Maudslay y sus colegas tenían la necesidad de hacer una y otra vez. Necesitaban cerciorarse de que los componentes de las máquinas que estaban fabricando encajarían unos con otros, serían hechos con tolerancias exactas, con las características precisas para cada máquina y apegados al estándar de diseño.

Al igual que el invento de Gascoigne de un siglo atrás, el mecanismo de medición del micrómetro de banco estaba basado en un tornillo largo y de hechura impecable. Recurría al principio básico para el funcionamiento de un torno, salvo porque en lugar de tener un carro con herramientas de corte u horadación montadas en él, lo que había eran dos bloques perfectamente planos, uno en lugar del cabezal y el otro en el de la contrapunta, y el espacio entre ellos se ensanchaba o estrechaba dando vueltas al husillo.

El ancho de ese espacio, y el de cualquier objeto que se colocara entre los dos bloques planos, podía medirse con mayor precisión si el husillo mismo había sido fabricado de manera consistente en todo su largo, y con mayor exactitud si el husillo había sido roscado con esmero y podía acercar el bloque móvil hacia el bloque fijo pausadamente, desplazándose por los mínimos incrementos medibles.

Maudslay puso a prueba su tornillo de bronce de cinco pies de largo en su nuevo micrómetro y lo encontró deficiente: en ciertos tramos tenía 50 roscas por pulgada; en otros, 51, y en los restantes 49. En conjunto, las variaciones se compensaban y, como husillo, era funcional, pero Maudslay era tan obsesivamente perfeccionista que lo rehízo decenas de veces hasta que se convenció de que era correcto y consistente en toda su interminable longitud.

El micrómetro que realizó todas estas mediciones resultó ser tan exacto que alguien –el propio Maudslay, quizá, o alguno de su pequeño ejército de operarios– lo llamó “Lord Chancellor”. Pura burla decimonónica: nadie se atrevería a desafiar o a discutir con el más alto funcionario del Gobierno. Era una forma simpáticamente tajante para sugerir que Maudslay tenía la última palabra en cuestiones de precisión. Su invento podía medir cosas con una exactitud de una milésima de pulgada, y aún había quien decía que de una diezmilésima de pulgada: una tolerancia de 0,0001.

Con el nuevo husillo, que presumía de tener consistentemente cien roscas por pulgada, podían realmente medirse cantidades que hasta entonces ni se habrían soñado. De hecho, si se hiciera caso del siempre entusiasta colega de Maudslay, el ingeniero-escritor James Nasmyth, cuya devoción por él llegó al punto de dedicarse a escribir una biografía suya acaso en exceso admirativa, el legendario micrómetro quizá podía medir con la exactitud de una millonésima de pulgada. Exageró un poco: un análisis menos partidario realizado muchos años después en el Science Museum de Londres no le concede más allá de la diezmilésima.

Pero apenas estamos en 1805. Las cosas hechas y medidas serían cada vez más precisas, a un grado tal que Maudslay (cuya más grande invención fue quizá una abstracción: el ideal de precisión) y sus colegas no habrían podido imaginar. Pero hubo cierta reticencia. Una efímera hostilidad hacia las máquinas, que es al menos en parte lo que representó el movimiento ludita; un talante sospechoso, escéptico, que atoró brevemente a los ingenieros y a su clientela.

Y también se hizo presente ese otro defecto humano tan conocido: la codicia. Fue esta la que a comienzos del siglo xix hizo estragos en los vacilantes primeros pasos de la precisión al otro lado del charco, adonde esta historia ahora se traslada: a Estados Unidos.

1 Una suma que alcanzaría hoy para comprar un Mercedes pequeño.

2 Entre quienes premiaron el talento del joven de Yorkshire estaba un cirujano de nombre John Sheldon, experto embalsamador, que presumía de haber sido el primer londinense en ascender en un globo aerostático y que viajó a Groenlandia para experimentar una nueva técnica para cazar ballenas con arpones de punta envenenada con curare.

3 Cubría sus apuestas, sin embargo, porque inventó un dispositivo que podía cortar varios puntos de un solo cálamo de pluma de ganso. Si su flamante pluma con punto de metal y depósito exprimible de caucho no ganaba adeptos, podía siempre recurrir a una versión producida en serie del tradicional instrumento para escritura.

4 Los dos, Bentham y Brunel, tuvieron parientes cercanos mucho más célebres. El hermano mayor de Samuel fue Jeremy Bentham, el destacado filósofo, jurista y reformador del sistema de prisiones cuyos restos completamente ataviados, su autoícono, permanecen sentados en una silla en el University College de Londres. El hijo de Brunel fue el inolvidablemente bautizado Isambard Kingdom Brunel, constructor de mucho de lo más espectacular que aún queda de la era victoriana en la Gran Bretaña de hoy y aún héroe popular, a la altura, para el entusiasta pueblo británico, de Nelson, Churchill y Newton.

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